Comunicación pastoral dirigida a la Archidiócesis de Barcelona el 26 de octubre de 1968, con motivo del nombramiento de cuatro obispos auxiliares para la Archidiócesis. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, 15 de noviembre de 1968, 709-713.
Acaba de hacerse pública la grata noticia de que la Santa Sede ha designado cuatro obispos auxiliares para nuestra Archidiócesis de Barcelona. Los cuatro os son conocidos, porque aquí ejercen su ministerio sacerdotal y desempeñan importantes y diversas tareas apostólicas.
Creo que es una obligación mía, en este momento, dirigirme a vosotros para explicaros los motivos de esta decisión, y lo que de ella podemos esperar.
El crecimiento numérico de la población diocesana de Barcelona en los últimos años ha sido extraordinario, hasta el punto de que, aun descontando del territorio provincial los núcleos que pertenecen a la jurisdicción eclesiástica de las diócesis vecinas, pasa de los tres millones la población que corresponde a la nuestra1. Hay 22 diócesis en España que, juntas, no llegan a tener la población de Barcelona.
A este dato, de carácter meramente cuantitativo, hay que añadir la obligada consideración de los problemas de toda índole que el crecimiento demográfico lleva consigo. En poblaciones tan inmensas como la nuestra, cada hombre, además de ser un sumando que se añade a la suma total, es también un multiplicador que aumenta las carencias y las explosiones, los anhelos y las necesidades, las energías creadoras y las frustraciones que hacen sufrir.
Aparte de esto, se da el hecho particular y propio de Barcelona. Su vitalidad es tan rica y tan característica, prescindiendo de crecimientos ocasionales, que por sí misma, y de manera permanente, reclama una atención vivísima desde el punto de vista pastoral, a cuantos factores integran y dan forma a la comunidad diocesana.
Todo lo cual hace que sea prácticamente imposible que un solo obispo pueda cumplir con los deberes de su cargo, y menos hoy, en que la colegialidad episcopal nos obliga a salir con frecuencia de nuestras diócesis para asistir a reuniones y a estudiar asuntos múltiples de índole general y colectiva, tanto en el ámbito nacional de la Iglesia de España como en el universal de las congregaciones romanas. Desde enero de 1967, en que me hice cargo de la diócesis, hasta la fecha, he recibido en mi despacho más de 4.000 visitas, he hablado personalmente con casi 500 sacerdotes, religiosos y religiosas, he visitado 156 parroquias y centros diversos, he predicado en más de 200 ocasiones, he tomado parte en reuniones muy diversas y aún así oigo continuamente lamentarse a tantos y tantos que desearían hablar con su Prelado y no pueden hacerlo. Yo soy el primero en sufrir por ello.
Por todo lo cual, he pedido al Santo Padre, y Su Santidad ha aceptado benévolamente mi ruego, que fueran designados como obispos auxiliares los que ahora acaban de ser nombrados. Aún son menos que los que suelen haber en otras diócesis del mundo con una población de bautizados semejante a la nuestra, y con menos vitalidad que Barcelona.
Tengo confianza de que esta decisión represente para la diócesis un bien inmenso, cuyos resultados se irán comprobando poco a poco. Trabajaremos juntos, en contacto directo con las personas, grupos e instituciones. El obispo del posconcilio no puede ser un jefe recluido en su despacho y dictando órdenes desde allí, sino el Padre y Pastor de todos, que dirige la comunidad diocesana haciéndose presente a todos, oyendo y dialogando, compartiendo comunes afanes evangélicos para poder tomar las decisiones que le correspondan con las mayores garantías de acierto posibles dentro de la limitación humana. A partir de ahora esto será más fácil, porque podremos distribuirnos la tarea que exclusivamente pesaba sobre mis hombros. Mi deseo sería que la visita pastoral a parroquias y comunidades de la diócesis, misión fundamental del obispo, estuviera haciéndose de una manera continua y permanente, no sólo en épocas particulares del año. Para esto tendremos que hacernos todos a la idea de que el obispo no está para asistir a inauguraciones y presidir fiestas y actos públicos, que en una diócesis como la nuestra absorberían todo su tiempo y no le permitirían disponer de un horario ordenado de trabajo, indispensable para la eficacia de su labor. Parquedad en los actos públicos y protocolarios del calendario social, sea civil o religioso; frecuencia máxima en el contacto con los grupos de trabajo y con las comunidades vivas de la Iglesia: ésta debe ser nuestra norma.
Necesitamos imperiosamente en nuestra diócesis de Barcelona unos años de trabajo ordenado y silencioso, que elimine crispaciones y amarguras, fomente la caridad fraterna, permita ver a las personas y las instituciones todo lo bueno que hay en unos y en otros, concilie los ánimos y las mentes, rompa los exclusivismos, mantenga lo necesario de la tradición y busque incesantemente las nuevas adaptaciones sin extremismos de un lado ni de otro.
Un paso importante fue dado en septiembre del pasado año al crear las vicarías episcopales. Pero no es suficiente. Estas vicarías pretenden ser órganos especializados en determinados campos de la acción pastoral de la diócesis. Pero no suplen ni pueden suplir la obligada acción del obispo, que, de una parte, debe procurar llegar a todos, y, de otra, decidir en última instancia muchísimas cuestiones que por imperativo de las leyes eclesiásticas y las exigencias pastorales llegan hasta él. Lo que la constitución conciliar Lumen Gentium y el decreto Christus Dominus señalan como función peculiar del obispo, vinculado al pleno carácter sacramental y a la especialísima misión que en la Iglesia tiene, constituye un servicio irrenunciable que él debe seguir prestando siempre, por sí mismo unas veces y ayudado otras por obispos auxiliares.
Así pues, hago una llamada a la confianza y al amor fraterno que a todos debe unirnos en el seno de la santa Madre Iglesia. Ninguna de las cuestiones y problemas que tenemos pendientes carece de solución.
Acojo a los obispos nombrados con fraternal amor y confianza. Cada uno tendrá una misión concreta y cada zona de la diócesis será particularmente atendida.
Preveo un período de cinco años –los próximos– en que, constituido y en pleno funcionamiento el Consejo Presbiteral, y más tarde el Pastoral, lograda la debida coordinación entre el clero diocesano y las órdenes y congregaciones religiosas, vivificadas las asociaciones de apostolado seglar, devuelta la paz a los espíritus de muchos seglares que hoy se sienten turbados por la explicable y transitoria agitación del momento que vive la Iglesia, podamos entre todos trazar las líneas programáticas de un plan de acción pastoral válido para el conjunto de la diócesis, al cual nos atengamos todos con la debida flexibilidad, conociéndonos, respetándonos y amándonos, conscientes de la diversidad de dones y carismas con que el Espíritu opera sobre las almas, y obedientes a la dirección de la Jerarquía, centro de unidad de la iglesia diocesana, no arbitrario ni artificial, sino querido por Dios mismo, que así ha configurado a su Iglesia.
Es hora de que todos juntos, cada uno conforme a la naturaleza de nuestra propia condición de miembros de la Iglesia, sin confundir ministerios ni servicios, nos esforcemos por prestar nuestra colaboración al Reino de Dios con nuestra acción apostólica externa y con las virtudes interiores exigidas por Jesucristo, procurando en todo momento que la proyección salvadora de la Iglesia sobre el mundo creyente le sea acompañada de una actitud de oración y amor a Dios, más aún, de contemplación, adoración, gratitud y sacrificio puro y silencioso. Trabajar por la unión, a todos los niveles de estas dos actitudes, la de la interioridad, alma de la vida de la Iglesia, y la de la acción apostólica, siempre renovada conforme a las exigencias de los tiempos, ha de ser –repito– nuestro empeño constante en esta nueva etapa de la vida de la diócesis de Barcelona.
1 Véase Anuario Estadístico de España, Madrid, 1968.