Prólogo de la obra de Alberto J. González Chaves titulada «Beata Maravillas de Jesús. Destellos de su vida», 2002.
Invito al lector a que lea íntegramente el libro que tiene en sus manos. Es ameno, breve, muy bien escrito, nos da una imagen de la Beata M. Maravillas llena de humanidad, totalmente entregada a Dios, viviendo las grandes decisiones de los santos, que ella había hecho suyas, completamente suyas. En el libro se pueden apreciar no pequeños episodios o anécdotas más amplias, desconectadas unas de otras. No se trata de una colección encadenada de pequeños sucedidos en el claustro de este o aquel Carmelo, por donde ella pasó o que hizo construir.
Siendo tan distintos los hechos que se narran, se percibe, al leer, como una conexión invisible entre unos y otros, que nace de que sea la misma la que los refiere o a la que se refieren como a protagonista principal.
A lo largo de todo el libro es la misma persona la que actúa, la que ora, los motivos por los que ora, la que vive sumergida en la pobreza, la que se desprende de todo, la que mortifica su cuerpo sin piedad, la que quiere conventos pequeños y pobres, la que incorpora casi literalmente a la Comunidad a los porteros, a los rústicos hortelanos, que trabajan para el convento, o goza como si se tratase de la familia, cuando hace la primera comunión un niño o niña, hijos de los pobres empleados.
Toda la Comunidad, y ella la primera, participa en la liturgia, se asocia a la fiesta y canta con fervor desde el coro, si el acto se celebra en la capilla, o desde el locutorio, mezcladas las voces y las lágrimas de emoción de las monjas y de los rudos labriegos trabajadores de la casa, y amigos o parientes que han venido a participar en el acto con alegría inefable. Las monjas con la Beata M. Maravillas han procurado con suficiente anticipación obsequiar a los comulgantes con trajecitos preciosos, que nunca pudieron ellos imaginar que algún día podrían vestir.
A través de estas narraciones se percibe la identidad entre la Beata Maravillas, convertida en una labriega del campo castellano, y la aristócrata, que puede tratar con la más alta clase social española, dentro de la sencillez y grandeza, que le corresponden. Era sencilla, sencilla, pobre, nada ostentosa, en nada presumida, portadora siempre de una auténtica cruz sobre alguna parte de su cuerpo, hecha a dormir en el suelo año tras año. Cuando murió, las que más habían tratado con ella, calcularon que llevaba cuarenta años durmiendo en el suelo, y solamente tres horas cada noche. “No hay nada comparable a mi suelo encantador”, decía.
Pero lo que más brilla en el paisaje de su vida, entre los afanes de las fundaciones nuevas, o en el sosiego de las ya existentes, y de las que podía disfrutar con más tranquilidad, era la vibración de su alma enamorada de Cristo. Sus consejos y reflexiones de la más profunda espiritualidad, su alegría insuperable, nacida y vuelta a renacer al considerar que vivía dándose toda cuanto era y podía, comunicándose en la total donación de sí misma, desprendida del mundo.
Cuando tomaba la palabra, urgida por el ruego que la hacían, para que dijera o explicara algo que merecía un comentario suyo, inevitablemente su alma rompía toda otra evasión posible y hablaba de Cristo, de la felicidad de ser esposa suya, de la dicha incomparable, que para ellas estaba reservada en su camino hacia el cielo, donde el único trono era el amor y Cristo el único Rey.
Por último, es digna de observación la frecuencia, con que en los conventos pertenecientes a la Asociación de Santa Teresa, presidida por la M. Maravillas, se coincidía en narrar los mismos episodios, comunicarse los mismos sucedidos, sentir iguales motivos de alegría o de evangélica preocupación. El autor de este libro nos dice a este propósito: “La M. Maravillas supo infundir entre sus conventos una firmísima unión. Era tal la caridad que reinaba en ellos, que casi, casi, no se consideraban más que una sola comunidad. Indiscutiblemente, el alma de todos era la M. Maravilla, a la que de manera espontánea todas, prioras y súbditas, acudían en sus necesidades. Cada convento que iba fundando, era como una chispita salida de la hoguera de su corazón. Se comunicaban incesantemente y se unían en las fiestas, se contaban sus avatares en cartas que iban y venían, se intercambiaban regalos, tan sencillos como cuajados de cariño, en esos paquetes primorosos, que sólo el amor de las carmelitas sabe preparar.”
Solamente añadiría yo que esta intercomunicación no era nunca un medio de perder el tiempo, no. Era el caudal del amor fraterno que se manifestaba así. La psicología femenina hacía lo demás.