Homilía en el solemne funeral celebrado en la Catedral de Toledo el 14 de agosto de 1978 en sufragio del Papa Pablo VI. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, septiembre-octubre 1978, 459-463.
Vuestro silencio y vuestro recogimiento son una expresión bien clara de ese sentir que llena vuestra alma, sentir piadoso, lleno de dolor, al recordar al Papa fallecido, por el cual, para rogar por su alma, nos congregamos aquí, en nuestra Santa Iglesia Catedral.
Acabo de llegar de Roma, después de haber participado en las solemnes exequias que se han celebrado allí por su alma.
Y ahora nos reunimos aquí, en la vigilia de la solemnidad de la Asunción de María al cielo, para ofrecer también, con las mismas intenciones, el sacrificio eucarístico y las oraciones de todos nosotros. Tengo presente en mi corazón y en mis ojos lo que he vivido allí estos días. Ha sido un homenaje de profunda admiración, de piedad, de recuerdo emocionado, de adhesión espiritual por parte de la Iglesia, de la sociedad civil, de las autoridades y el pueblo a la figura incomparable del Pontífice desaparecido. La fragilidad física de aquel hombre sufriente ha tenido una fuerza misteriosa: la de atraer hacia sí, una vez más, cuando estaba clavado en la cruz de su féretro mortuorio, a los hombres necesitados de esperanza. Es lo que ha estado haciendo paso a paso, durante su vida, en los quince años que ha durado su pontificado. El Espíritu le guiaba, en un mundo duro y frío como el acero, para atender las exigencias del destino eterno de las almas; su voz, sus viajes, sus gestos, sus documentos, su continuo sacrificio, se habían convertido ya en un punto de referencia insoslayable para todos los que buscaban algo más que la aplastante solicitación de los materialismos que han hecho de los hombres de hoy unos pobres esclavos, de los que no se oye más que el gemido de la impotencia en lugar de la anhelada sinfonía de la concordia y la paz. Grano de trigo enterrado más hondamente cada día, se ha convertido ahora en la espiga que alimenta a todos los que tienen hambre.
¿Qué fuerza es ésa, la del humilde Papa, que no tiene poderes terrestres y, sin embargo, es capaz de atraer hacia sí, como otro Cristo, a las muchedumbres hambrientas? Hambrientas de justicia, de verdad religiosa, de amistad, de respeto en la diversidad; ansiosas, en una palabra, de inscribirse para siempre en “la civilización del amor”, por la que él luchó y que nunca nos llega.
Se ha revelado ahora que a los pocos días de ser elegido Papa, hablando con su secretario, le dijo: “Me son conocidas las voces que llegan de unos diciendo que el nuevo Papa debe ser un innovador; de otros, que piden que sea tradicionalista; éstos, que existencialista; aquéllos, que más bien debe ser un profeta arriesgado. Mi única respuesta es ésta: el Papa es el Papa y nada más”.
Asumió la enorme y dificilísima tarea de llevar a la práctica las conclusiones y el espíritu del Concilio Vaticano II, y lo ha hecho con ejemplar fidelidad, frenando a los que tanto querían correr que se desviaban, e impulsando hacia adelante a los que se volvían para mirar hacia atrás. El ecumenismo, la justicia social, la paz internacional, los derechos de la persona humana fueron sus preocupaciones constantes en un afán universal de servicio al mundo y a la reconciliación de los creyentes, en Jesús, el Hijo de Dios.
En el interior de la Iglesia, ni uno solo de los rasgos que definen su fisonomía constitutiva y su hermosura moral, tal como la ha diseñado la fe de los siglos, ha dejado de merecer su atención pastoral: la Eucaristía y los demás sacramentos, la Virgen María, el sacerdocio católico, la liturgia y la piedad del pueblo sencillo, la predicación constante de la Palabra de Dios, el amor a los niños, a los ancianos, a los pobres, el interés por las órdenes y las congregaciones religiosas, por los seminarios y las vocaciones sacerdotales, por las misiones, por la familia y la juventud.
Nada le era ajeno, y su corazón latía con cada latido de la Iglesia en cualquiera de estos misterios o de estos campos de acción pastoral, hacia los cuales quería estar expresando siempre el hondo sentir que le animaba para hacer de todos, una familia profundamente unida.
La última semana, tal como nos ha explicado el Cardenal Camarlengo a los que allí nos hemos reunido estos días en las Congregaciones del Colegio Cardenalicio, la ha pasado toda ella ya con fiebre y, a pesar de todo, estuvo haciendo su vida de trabajo normal. Una de las tardes de esa semana quiso salir, porque presentía su muerte muy próxima, a visitar y rezar en la tumba del Cardenal Pizzardo, su antiguo profesor. Cuando volvió, su secretario, Macchi, le tomó la temperatura y le dijo: “Santo Padre, esto no se puede hacer; debe retirarse a descansar inmediatamente”. Y él le miró y le dijo: “Lo haré, pero os agradezco que me hayáis permitido ir a rezar la última oración que quizá pueda ofrecer en este mundo por el que fue mi maestro”. Todavía el jueves recibía al Presidente de la República Italiana, con treinta y ocho grados de fiebre –¡un anciano de ochenta años!–, y estuvo conversando con él durante una hora larga. Ya el sábado guardaba reposo absoluto, porque la fiebre iba en aumento. Así llegó el domingo. Acudieron otros médicos, además del que le asistía habitualmente, pero nadie preveía un desenlace fatal. Fue por la tarde cuando se agravó. Y él, en ese día último, solo con su secretario por la mañana, y por la tarde con el Cardenal Secretario de Estado y el Sustituto, que acudieron a las llamadas telefónicas urgentes, también en la presencia de dos de las religiosas que le habían estado atendiendo durante su vida, se dio cuenta perfectamente de que llegaba el fin. Y hacia las seis de la tarde, ya con fatiga visible, empezaron a rezar en torno a él en la Misa que celebraba allí don Macchi, quien le administró la comunión como Viático, y a continuación la unción de los enfermos, que él aceptó y recibió con singular fervor. Enseguida, congregados en torno a su lecho, empezaron a hacerle la recomendación del alma. Y nos decía el Cardenal Villot: “Ni una palabra sobre la situación de la Iglesia, de la Santa Sede, sobre ningún problema de los que podían llenar su espíritu y sus preocupaciones; sólo rezar. Y cuando en algún momento nosotros, las cinco o seis personas que estábamos allí, descansábamos un poco en nuestras oraciones (recitábamos el Credo, el Magníficat, pasajes del Evangelio, el Padre Nuestro, el Ave María); cuando en algún momento descansábamos, él abría los ojos y, con un impulso en su voz, decía: “Ave María; seguid rezando… Ave María”. Y así hasta el final. Pasó la última hora de su vida asfixiándose, y así imperceptiblemente exhaló el postrer suspiro. Pero le ha acompañado hasta ese momento supremo esa elegancia de espíritu propia del hombre entregado a Dios, que deja a un lado todo, porque en lo único que tiene que pensar es en rendir su alma al Creador y morir gustando en sus labios una plegaria de amor a Cristo crucificado y a María Santísima.
También cuando salió de Roma para ir a Castelgandolfo se sabe que dijo a su secretario: “Salimos de Roma; no sabemos si volveremos, o cómo volveremos”. Presentía su muerte cercana, y hasta el final ha estado dándonos ese ejemplo maravilloso de entrega a la Iglesia, de servicio a la humanidad, de perseverancia en su trabajo apostólico.
Oremos por él y por la Iglesia, con la confianza de que Dios habrá dado el premio merecido a su fiel servidor, premio a tanto como sufrió y amó. Hay una imagen de Pablo VI que se nos ha quedado grabada para siempre: es la que ofrecía llevando la cruz en sus manos en el Vía Crucis de cada Viernes Santo en el Coliseo Romano. Era la cruz pesada de las guerras, de las violencias y las crueldades del mundo; era la cruz de las desobediencias, las rebeldías, las infidelidades en el interior de la Iglesia.
Una y otra han aplastado su corazón hasta dejarle sin vida. No nos engañemos. No es ésta una hora para los comentarios sociológicos, ni para las adivinaciones frívolas.
La Iglesia tiene que desprenderse, sí, de toda apetencia humana. Pero no reduzcamos este desprendimiento a frases generales que no comprometen a nadie en particular. Hay que empezar por despojarse de la propia hipocresía personal, de las desobediencias y desprecios, tan frecuentes hoy, a la autoridad amorosa de esa misma Iglesia.
Durante estos años, con frecuencia hemos dejado solo al magisterio de Pablo VI, como estaba solo su cadáver en el ataúd sobre la piedra de la plaza de San Pedro. Si obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles hubiéramos seguido con más docilidad sus enseñanzas, sus ruegos, sus mandatos, la crisis interna de la Iglesia no hubiera sido tan profunda como lo es. Lo digo porque estoy convencido de ello y porque se lo he oído a él mismo más de una vez, no sólo en discursos, sino en conversaciones personales y privadas.
Basta ya de acudir a ese tópico tan socorrido de que las adaptaciones necesarias obligan a tantas cosas en la Iglesia de hoy. Nadie ha sabido adaptarse al mundo moderno como él. Nadie como él ha dado tantas pruebas de asumir los valores de la cultura profana de nuestra edad, y nadie ha tratado con hombres de tantos y diversos horizontes; nadie ha derramado como él los gestos de la comprensión, de la amistad y del amor. Pero siempre con una fidelidad exquisita a los dogmas de nuestra fe, a la liturgia santa, a la moral, que, como un perfume del Evangelio de Cristo, llega a todas las manifestaciones de la vida. Para ser comprensivo, ecuménico, amigo y hermano del mundo de hoy, Pablo VI no ha dejado de ser nunca discípulo de la Iglesia de siempre y Maestro en la Iglesia del siglo XX.
Junto a esa imagen de Pablo VI con la cruz está la otra, la de la mañana de la Pascua de Resurrección, bendiciendo urbi et orbi. Es la Iglesia que no muere nunca.
Oremos también desde ahora, igual que lo hacemos por su alma, para que pronto un nuevo Papa siga ofreciéndonos el servicio de su luz, de su amor, de su fe, de su autoridad apostólica. Lo pedimos así en esta Misa que aquí celebramos y volveremos a pedirlo dentro de unos instantes ante la imagen de la Virgen del Sagrario, cuando salga de su capilla para tomar posesión, una vez más, de las naves de esta catedral, en vísperas de la fiesta que celebraremos mañana.
Murió el Papa en el domingo de la Transfiguración del Señor. Mañana y hoy, cuando conmemoramos y vivimos el misterio de la Asunción de María a los cielos, nuestro dolor se convierte ya en esperanza viva y en una fe ardiente de que también Ella, a quien tanto amó, habrá logrado del Dios eterno de las misericordias el premio que ha merecido un hijo tan fiel en su servicio a la Iglesia. Él, que llamó a María “Madre de la Iglesia”, y que en sus catequesis de los miércoles, o cuando saludaba desde la ventana del Palacio Apostólico al recitar el Ángelus los domingos, nunca se olvidaba de terminar sus palabras con una invocación a María, la Reina de los Cielos.
Con nuestra fe, adelante siempre. Con nuestra obediencia y humildad, estemos seguros de que estamos en el camino recto. Con nuestra caridad y nuestro amor seguiremos siendo partícipes de esta herencia riquísima que Pablo VI nos deja, y que se acumula a la que tantos Pontífices y tantos Santos han venido ofreciendo, a lo largo de los siglos, a nuestra amada Iglesia santa, católica, apostólica y romana.