Exhortación pastoral, publicada con motivo del Día del Papa, 29 de junio, festividad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, junio 1972, 235-237.
Escribo estas líneas en la víspera de San Pedro Apóstol, la fiesta en que celebramos también el Día del Papa. Y me parece oportuno invitaros a reflexionar sobre los siguientes puntos:
Sinceridad y fe #
Despojémonos de toda retórica para hablar del Papa y aceptemos humildemente lo que es: el Vicario de Jesucristo en la tierra, el sucesor de Pedro, el jefe y cabeza del Colegio Apostólico que guía a la Iglesia con autoridad suprema, inmediata y universal. Todos somos Iglesia y formamos parte de la misma, pero hay alguien que tiene en ella facultades y deberes propios irrenunciables. Es el Papa, bajo cuya autoridad, de amor y servicio, estamos todos, para cooperar con él, en la medida de nuestra misión y responsabilidad, a edificar y extender la Santa Iglesia en el mundo. Esta es la visión que nace de la fe. La sinceridad nos obliga a tenerla en cuenta en todo momento y a no perdernos en divagaciones extemporáneas.
Amor más práctico #
En España se ha amado siempre al Papa, con demostraciones elocuentes y fervorosas. Deberíamos procurar todos que este amor no disminuya. No basta el respeto y la adhesión. Se trata de algo más, de amar con corazón limpio y libre de prejuicios. Cuando lo que se contempla es la persona del Vicario de Cristo en su misión transcendente y universal al servicio de la unidad de la fe, de la paz del mundo, de la verdad divina como alimento de los hombres en su peregrinar por la tierra, no basta creer, hay que amar. Como se ama a la Iglesia. Quizá no es necesario el grito clamoroso que hace ruido hoy y se apaga mañana. Pero sí un amor consciente, silencioso a veces, público otras, profundo siempre. Un amor que se esfuerza por comprender, por obedecer y por participar en los anhelos apostólicos que llenan el alma del Papa. Ese hombre que hoy es Pablo VI, ayer Juan XXIII o Pío XII, y mañana el que sea, es siempre un misterio de amor. Merece que le ofrezcamos el nuestro, por el camino práctico de admitir sus enseñanzas, dispuestos a cumplirlas siempre.
Pastor de los pastores #
Siendo tantas y tan extraordinarias las notas que adornan la figura de Pablo VI, el Pontífice actual, lo que más me impresiona es su incansable trabajo de la predicación de la fe. El que siga con atención su magisterio tiene que sentir una indecible pena al escuchar a su alrededor el clamoroso desgarro de tantos y tantos que hablan arbitrariamente de la Iglesia y su doctrina. Mutilan los discursos del Papa, comentan lo que les gusta, rechazan lo que no les agrada. Pero él sigue adelante predicando y señalando en qué consiste la verdadera renovación. ¡Cuánto dolor y cuánto sufrimiento innecesarios se podrían haber evitado en la Iglesia en estos años si se hubiera seguido con más humildad la palabra del Papa!
Pablo VI predica constantemente, a sabiendas de que los medios de comunicación social transmiten sus enseñanzas. Más aún, lo busca deliberadamente. Por consiguiente, es él quien personalmente desea ser escuchado y atendido, consciente de que cumple con un deber de su altísima misión. Si esto es así, ¿es lícita la indiferencia ante sus predicaciones? ¿Puede justificarse el obstinado silencio o el desconocimiento de su magisterio cuando tan fácil es conocerlo? Su predicación, oral y escrita, es pastoral siempre, propia del Pastor de los pastores, que nos confirma a todos en la fe y a todos nos guía. Es como una decantación oportuna y sintetizada de lo que el dogma católico, el Concilio, y la información que él tiene sobre la Iglesia le sugieren en todo momento. Creo que una acción pastoral de primer orden, en cada diócesis, es hacer llegar a todos los diocesanos la palabra del Papa. Hemos de intentarlo en la nuestra de Toledo con procedimientos eficaces y modernos.
Mi última audiencia con él #
Hace muy poco tiempo tuve el honor y la satisfacción de visitarle una vez más. Para un obispo siempre es grato ver al Papa, exponerle las propias preocupaciones, recibir sus orientaciones, reiterarle la obediencia y la fidelidad.
Le encontré optimista, lleno de cordialidad y de paz, sereno, con muestras claras de muy buena salud.
Me habló de Barcelona, la diócesis en que anteriormente estuve, y de Toledo, la que después me ha sido encomendada. También de recientes acontecimientos de la vida de la Iglesia en España. ¡Con cuánta y qué profunda paz y clarividencia se refirió a lo que entre nosotros ha sido enojosa fuente de discordias!
Al hablar de Toledo, lo hizo con ese benévolo y generoso respeto que este nombre suscita en quien conoce la historia de la Iglesia. “Toledo –dijo– y sus obispos…, esa Iglesia y esos obispos siempre hermanos del Obispo de Roma… Hay que trabajar por la verdadera renovación de la Iglesia. Con paciencia, pero con firmeza en la fe. La fe, la fe, ante todo, la verdadera fe católica, sin extrañas adherencias, sin utopías reformistas que no conducen a nada…”. Cuando me levanté, la paz de su alma había invadido la mía. Entraba a continuación el presidente de la Conferencia Episcopal del Canadá. Y en la antesala esperaba un obispo holandés recientemente nombrado. Otras iglesias, otros mundos, otros problemas. Pero la misma cruz, la cruz de Jesús, la del Papa y los obispos, y nosotros, acudiendo a él desde los más diversos lugares de la tierra para ser confortados y ayudados. ¿Cómo no amarle y serle fieles desde la humildad de nuestras vidas, si lo único que se percibe en él es la garantía de la unidad en la fe y en la caridad de la Iglesia de Cristo?