Carta pastoral a los sacerdotes de la Archidiócesis Primada con motivo de las fiestas navideñas, 8 de diciembre de 1988: texto en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, diciembre 1988, 732-742.
A mis queridos hermanos en el sacerdocio
Permitidme en estas Navidades de 1988 que mi primera y más entrañable felicitación por el natalicio de Jesucristo, el Señor, sea para vosotros, los que compartís conmigo el don del sacerdocio ministerial en nuestra Archidiócesis toledana.
Aunque otras personas, vuestros feligreses o vuestros seres queridos, se me adelanten, que sea la mía la primera, al menos en intensidad de amor y gozo sacerdotal saboreados.
También los sacerdotes tenemos derecho al gozo de la Navidad de Cristo. La misma Iglesia, en su liturgia, tiene conciencia de que nadie puede ser excluido, ni siquiera por olvido. «Para todos es una y común la causa de tan gozosa alegría»1.
Ha nacido el sacerdocio eterno de Cristo #
Igualmente, en la Iglesia el inagotable gozo de la Navidad, vivida desde la fe contemplativa, admite grados y honduras diversas. Aun el grito de felicitación que, con palabras de San León Magno, se hace universal, es diversificado: «Alégrese el santo, puesto que se le acerca la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese hasta el gentil, ya que se le llama a la vida»2. Es casi la retórica teológica, hecha ilusión evangelizadora para toda la humanidad desde el corazón navideño de la Iglesia.
Sólo unos días después, de nuevo con palabras de aquel Pontífice, intensificarán tan gozosa felicitación sobre sí mismos la Iglesia y sus hijos. Por cuanto, «la generación de Cristo es el comienzo del Pueblo de Dios, como el nacimiento de la Cabeza lo es al mismo tiempo del Cuerpo»3.
Porque hablaba para toda la Iglesia, aquel gran Pontífice, el teólogo del misterio navideño, no fue más allá en una felicitación específicamente sacerdotal y gozosamente exclusiva para los sacerdotes en la Iglesia.
Quisiera yo hoy, con todo derecho, ampliar la misma mirada gozosa de la Iglesia en el natalicio hasta vuestra identidad excepcional y cualificada en el misterio de Cristo: «Natalis sacerdotis Christi, natalis est sacerdotii Christi».
Pues si todos los hombres tienen derecho a la experiencia del gozo de la presencia tan cercana del Enmanuel –Dios con nosotros–; si todos los cristianos pueden ahondar en la experiencia de este gozo, por ser ya miembros vivos de Cristo prolongado en su Cuerpo, la Iglesia, sólo nosotros poseemos el inalienable derecho al gozo navideño de haber llegado, en Cristo, a una experiencia configurada con la misma Persona del Redentor: la de ser ministros suyos y actuar in persona Christi.
Es la grandeza y la dulce servidumbre de nuestra propia identidad ante Dios, ante la Iglesia y ante los hombres: ser el doble visible de la Persona de Cristo invisible.
Misterio de «encarnación invertida» #
No puede el mundo fácilmente entenderlo, y difícilmente nuestros propios fieles llegarán a vivirlo. Tal vez nosotros mismos lo olvidemos. Pero el hecho real es que el sacerdote de Cristo es, en sí mismo, el fruto permanente de un misterio de encarnación invertida.
En Cristo, la Persona del Verbo ha asumido y elevado la realidad humana palpitante en comunión existencial tan perfecta, que, aun en cuanto hombre, ha podido ser irreversiblemente el Hijo muy Amado Mediador y Pontífice in persona hominum. Es el Nuevo Adán (cf. Rm 5 ,15s; 1Cor 15, 45ss; Ef 4, 24), de nuestra misma carne y sangre (cf. Hb 2, 11), que no se avergüenza en ser nuestro hermano y habitó entre nosotros (Jn 1,14). El «evangelizador» y, personalmente, «Evangelio del Hijo» transparentando su filiación entre los hombres, en cuanto Dios mismo se nos puede transparentar: Quien me ve a mí, ve al Padre (Jn 14, 10).
En vosotros y en mí, en el hombre-sacerdote-de Cristo, la persona humana ha quedado consagrada (casi asumida) por el sacerdocio de Cristo, desde el día en que el orden sacerdotal vino a asumir y elevar su humilde humanidad en comunión existencial e indeleble con el Hijo muy Amado. Comunión tan perfecta en Cristo, con Cristo y para Cristo, que ni yo ni cada uno de vosotros podemos ya dejar de ser alter Christus: aquel que, hombre de Dios en carne y hueso, sólo puede ya tener identidad exacta entre los hombres, sus hermanos, en la medida en que actúe ante ellos in persona Christi. Y sólo puede ser auténtico en la medida en que su vida íntegra se esfuerce por transparentar a Cristo. Evangelizador y Evangelio viviente para los demás.
¡Qué hermoso y qué irrenunciable es ser, en Cristo, sacerdote! ¡Aunque, a veces, nuestra misma pequeñez humana nos lo haga difícil! Aunque las miopías naturales de los hombres no acierten muchas veces a vislumbrarlo. Pero ¡qué hermoso es serlo de hecho!
Os felicito, hermanos, y me felicito a mí mismo, por el común privilegio de haber llegado a serlo y para siempre.
El sacerdote, «epifanía» privilegiada de Dios #
Del misterio navideño lo más decisivo, para nuestra gozosa condición sacerdotal, ha sido el acontecimiento de una epifanía singular de Cristo. Una epifanía personal, selectiva y privilegiada; que nos ha marcado indeleblemente en lo más profundo de nuestra existencia personal, humana y cristiana.
Cuando coronemos las vivencias litúrgicas navideñas celebrando el acontecimiento de la epifanía o manifestación del Señor Jesús, podríamos perdernos un tanto especulativamente contemplando, en el simbolismo revelador de la iluminación de los Magos de Oriente, las primicias de la vocación de los gentiles a la experiencia del misterio de Cristo y de la salvación. También podrían deslumbrarnos los indicios teológicos y prefigurativos de la universalidad redentora del Enmanuel. Y hasta angustiarnos íntimamente el hecho de que aún hoy, tras veinte siglos de evangelización limitada, queden dos terceras partes de la humanidad redimida, pero sin epifanía real, sin evangelizar para Cristo.
Mas no olvidemos que la verdadera y más profunda epifanía de Cristo es siempre acontecimiento entrañablemente personal en la historia de la salvación de cada ser humano. Es el acontecimiento misterioso y decisivo de la vocación concreta, como fruto de una revelación personal selectiva de Cristo y para Cristo.
Para Pedro, Juan o Santiago, la verdadera epifanía de Cristo no tuvo lugar aquel día en que unos magos acudieron a Belén para evidenciar con su presencia privilegiada el alcance universal de la manifestación del Redentor. Para ellos, la privilegiada epifanía de Cristo no tendría lugar hasta treinta años después, cuando, un día, el propio Cristo se les entrecruzó en sus vidas, mirándolos con amor selectivo y eligiéndolos gratuitamente para la intimidad responsable y el seguimiento revelador. Aquélla fue la epifanía que les manifestó su vocación y les marcó para toda su existencia: ¡Ven y sígueme…!, que no me habéis elegido vosotros a mí, sino yo a vosotros (cf. Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 1-11; Jn 15, 16).
También nuestra vida, y en ella nuestra ya irrenunciable identidad personal de sacerdotes de Cristo y para Cristo, es el fruto consumado de la más gozosa epifanía selectiva; privilegiada aun dentro de la misma Iglesia, comunidad de elegidos (cf. Ef 1, 3ss; Col 1, 13ss).
Epifanía cualificada, como una evidencia irreversible del amor del Padre, a quien también plugo revelar en mí a su Hijo, tras haber sido elegido desde el vientre materno (Gal 1, 15ss). Y destinarme para hacer epifanía de Cristo; y aun para ser yo mismo una misteriosa epifanía operante de la Persona de Cristo, en el misterio sacramental de su Iglesia, para los demás.
El sacerdote, «misterio» en el misterio de Cristo #
El Santo Padre Juan Pablo II es también un profundo contemplativo. Lo evidencia, aun sin pretenderlo, en su constante quehacer pastoral y de magisterio.
En su preciosa Carta Mariana de Pentecostés (22 de mayo de 1988) a todas las personas consagradas –también, por descontado, a nosotros, los sacerdotes, sacramentalmente los más consagrados entre todas las personas consagradas en la Iglesia (cf. can. 1.008)–, ha plasmado una visión contemplativa, teológicamente genial. Fruto, sin duda, de su temple de vida de interioridad y de oración; ya que, normalmente, esto no se aprende en las especulaciones teológicas o exegéticas ordinarias.
Al desentrañar, en el acontecimiento de la Anunciación, la revelación a María del misterio de la Encarnación, ha ido mucho más allá de lo que todos sabemos: el hecho de la revelación salvífica y dinámica de la interioridad trinitaria de Dios Vivo (Economía de salvación trinitaria) introduciéndose en la historia humana. Junto con la revelación inicial del Don personal del Hijo (cf. Jn 3, 15ss), a encarnar en la integridad real y humildemente redentora de Cristo-hombre: Lo que nacerá de ti será el Santo, el Hijo del Altísimo (Lc 1, 35; cf. Mt 1, 21).
Son los dos misterios fontales de la revelación cristiana, en los que normalmente se nos agota nuestra capacidad exegética y teológica sobre los misterios de la Encarnación y Natividad del Enmanuel.
Juan Pablo II ha ido más lejos. También en aquella anunciación se le ha revelado a la Virgen de Nazaret su propia existencia vista y valorada desde Dios: el misterio de una existencia real humana introducida –por predestinación gratuita y selectiva– en el mismo Misterio inescrutable, que es el Dios vivo. Padre, Hijo y Espíritu Santo. Su vocación-elección para Madre del Mesías, con todo lo que esta elección eterna comportaba de amor privilegiado y privilegiante en Dios para con Ella. Consiguientemente, también se le revelaba, así, a María, la clave de su propia identidad existencial para toda su vida, valorada en amor desde el mismo Dios.
Es el misterio de la vocación. Que supone siempre «como un cambio profundo en nuestra relación con el Dios viviente». Al mismo tiempo que «da un nuevo sentido y una nueva dimensión a nuestra existencia, incluso cristiana».
Y lo razona teológicamente, casi con la sencillez intuitiva de un simple principio de experiencia antropológica personal.
«Esto se realiza en vista del futuro, de la vida que vivirá después la persona concreta, de su elección y decisión responsable. El momento de la vocación se refiere siempre de modo directo a una persona; pero… significa, al mismo tiempo, un cierto revelarse del mismo Dios. La vocación –antes de llegar a ser un hecho interior de la persona, antes de revestir la forma de una elección y de una decisión personal, remite a una elección que ha precedido, por parte de Dios, a la elección y decisión humana…; que apremia a situarnos en lo más profundo del misterio eterno de Dios, antes de llegar a ser en nosotros un hecho interior, nuestro sí humano, nuestra elección y decisión»4.
En realidad, de pocas vidas humanas se puede afirmar más rotundamente que está escondida con Cristo en Dios (Col 3,3) desde la eternidad del amor selectivo de Dios, como de la vida del sacerdote de Cristo.
Como también de pocas vidas en la Iglesia se puede afirmar que el mismo Cristo actúa misteriosamente oculto, como en la persona humana del sacerdote. De no ser así, ni siquiera Eucaristía tendría la Iglesia. Es el misterio de Cristo velado en el sacerdote antes y para el misterio de Cristo velado en la Eucaristía. ¡El sacerdote, «misterio» en el Misterio de Cristo!
El sacerdote «epifanía» responsable de Cristo #
¡Que privilegio de amor es ser sacerdote! De aquel amor del Padre, que nos amó en el Amado (cf. Ef 1, 6), hasta hacer de nuestras vidas un regalo personal para Cristo: «Los que tú, Padre, me diste del mundo» (Jn 17, 6; cf. 2 y 9).
Pero, ¡qué gozosa servidumbre privilegiada comporta también la entrañable grandeza de ser sacerdote de Dios! La servidumbre y el misterio de actuar in persona Christi para los demás hombres. La servidumbre responsable de ser, en la Iglesia, evangelios vivos y evangelizadores transparentes de Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre (Hb 13, 8). La acuciante servidumbre de pasar por el tiempo con la vida haciendo epifanía constante de Cristo para cuantos, aun sin saberlo o rechazándolo, siguen teniendo profunda necesidad de Cristo.
San Pablo, que un tanto tardíamente llegó a la experiencia gozosa de su vocación en Cristo, cuando Aquel que lo segregó desde el vientre materno tuvo a bien revelar en él a su Hijo (cf. Gal 1, 15ss), supo hacer de toda su vida un evangelio viviente (cf. Rm 1,1.16; 1Cor 9, 23; 1Ts 2, 8; Ef 3, 8): Que para mí la vida es Cristo (Flp 1, 21); vivo yo, ya no yo, sino Cristo el que vive en mí… vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí (Gal 2, 19ss).
De esta manera, y con esta hondura, acertó exactamente a vivir las claves de toda auténtica «evangelización» realmente epifánica: identificar su vida con Cristo; hasta llegar a tener el sentido profundo de Cristo (1Cor 2, 16); hasta transparentar en sí mismo el Evangelio de Cristo (cf. 1Cor 4, 16; 11, 1).
Sin esta identificación, se podrá conocer y valorar el Evangelio de Cristo. Se podrán sistematizar, especulativa y. pragmáticamente, urgencias, prioridades y planes de evangelización. Se podrán lograr exégesis y teologías cada vez más profundas y esclarecedoras sobre evangelización, sus fines y sus más eficaces planificaciones. Se podrá, incluso, convencer a los hombres, y a no pocos sectores de la propia Iglesia, de la necesidad permanente de la evangelización. Pero difícilmente habrá evangelizadores vivientes y auténticos.
Sobre todo, el sacerdote carente de una experiencia vital de Cristo Vivo se incapacita para ser evangelizador auténtico. Terminará reduciendo a Cristo y su Evangelio a la categoría de un mensaje. Apelando a ellos, como se apela a un pretexto ideológico operativo, filosófico o histórico para el activismo humano profesionalizado. Actuará impulsado por una evocación romántica más o menos visceral o sentimental. No sin el riesgo permanente de convertirse él mismo en un ideólogo del Evangelio o de la actividad evangelizadora; el culto que preside y solemniza, en un formalismo ancestral que hasta puede resultar extraño o postizo en su imagen existencial humana ante los demás hombres.
¡Qué triste la vida del sacerdote capaz de evangelizar horas y horas a los hombres, pero incapaz de estarse treinta minutos gozosos en la intimidad con Cristo! No parece sino que le falta el alma de la evangelización.
Destinado, por testigo y ministro, a hacer epifanía permanente de Aquel a quien la inmensa mayoría de los hombres «no conoce» (cf. Jn 1, 26). hasta podría terminar «velando, más que revelando, el genuino rostro de Dios y de Cristo» (cf. GS 19).
Cuando esto sucede, ya no se realiza una acción pastoral auténtica capaz de presentar a Cristo como Persona conocida y vivida desde la experiencia personal cualificada, que exige el sacerdocio. Y se sustituye por la presentación de un mensaje redencionista; o como tema de interés para una crítica histórico-exegética de la Palabra de Dios; o como fundamento de una ideología sociológicamente utilitaria para el hombre de nuestro tiempo.
Con cuánto realismo vivencial hacía reflexionar a los sacerdotes de Santo Domingo, el día 26 de enero de 1979, el Papa Juan Pablo II, en su primer viaje pastoral a Hispanoamérica.
«Sucede a veces que nuestra sintonía de fe con Jesús permanece débil o se hace tenue –cosa que el pueblo fiel nota enseguida, contagiándose por ello de tristeza–; porque lo llevamos dentro, pero confundido a la vez con nuestras propensiones y razonamientos humanos… En alguna ocasión hablamos quizá de Él amparados en alguna premisa cambiante o en datos de sabor sociológico, político, psicológico, lingüístico; en vez de hacer derivar los criterios básicos de nuestra vida y actividad de un Evangelio vivido con intensidad, con gozo, con la confianza y esperanza inmensas que encierra la cruz de Cristo.»
«Una cosa es clara, amadísimos hermanos; la fe en Cristo resucitado no es resultado de un saber técnico o fruto de un bagaje científico (cf. 1Cor 1, 26). Lo que se nos pide es que anunciemos la muerte de Jesús y proclamemos su resurrección. Jesús vive… Sí. Cristo vive en la Iglesia; está en nosotros, portadores de esperanza y de inmortalidad. Si habéis encontrado, pues, a Cristo, ¡vivid a Cristo, vivid con Cristo! Y anunciadlo en primera persona, como auténticos testigos: para mí la vida es Cristo (Flp 1, 21 )»5.
En todo caso, una cosa es evidente: el pragmatismo pastoral o las técnicas de la evangelización ministerialmente salvífica no pueden ser, en el sacerdote, un sucedáneo profesional de su irrenunciable –aunque eventualmente opaca– identidad sacerdotal, de hombre configurado existencialmente por la unión y experiencia vital de Dios; por su pertenencia original a la Persona y al Evangelio de Cristo Vivo; por su misión personal de epifanía y transparencia del misterio del Salvador.
El elegido, el consagrado, el enviado sería un hombre realmente vacío de capacidad evangelizadora sin un conocimiento interno –y por lo mismo, experiencial– de Cristo (cf. Ef 3, 16s; Rm 8, 29). Hasta llegaría a perder la conciencia de que la misma razón de ser de su vida quedaría, incluso psicológicamente, distorsionada, sin una profunda experiencia contagiosa y gozosa de Cristo Vivo que, al menos, le capacitaría «para ver a los hombres con los ojos de Cristo»6.
Esta identidad evangelizadora del sacerdote sigue siendo una obsesión magisterial en el cristocentrismo vivencial que alienta e impulsa el ansia de evangelización de Juan Pablo II. Este mismo año, en su visita a Lima (Perú), ha vuelto sobre el tema. Como siempre, con matices de inquietud constantemente renovada.
«La identificación con Cristo, que culmina en la Eucaristía, debe prolongarse y desplegarse a lo largo de cada jomada, hasta conseguir que toda la vida del sacerdote sea una fiel imagen del Señor. Todo en vosotros –la mirada, los gestos, la actitud servicial y siempre caritativa, la práctica de la virtud cristiana de la pobreza, el uso del signo externo que os distingue ante los fieles– ha de evocar a Cristo y ha de ser edificante para las almas que os han sido confiadas»7.
Evangelizadores, ¡sí!; pero… evangelizados #
Por haber acertado San Pablo a hacer de la experiencia de Cristo el centro de su vida, supo vibrar intensamente ante las urgencias de la evangelización: ¡Ay de mí, si no evangelizare…! (1Cor 9, 16).
Sin pretenderlo, quizá, pero con la evidencia incontestable de su propia identidad de hombre marcado por el Evangelio y el ministerio (cf. 1Ts 2, 4; Flp 1, 16; Rm 1, 1; 1Cor 4, 15; 9, 23; Rm 15, 16; Ef 3, 7; 1Cor 4, 1; 2Cor 6, 4; etc.), supo dejarnos indeleble, en su propia autobiografía epistolar, el secreto de toda evangelización auténtica. Puesto que el centro y la razón de ser de toda misión evangelizadora es Cristo mismo, Mediador y Redentor entre el Padre y los hombres, se es evangelizador en la medida en que se tiene la vida marcada por la experiencia profunda de Cristo. ¡Se puede evangelizar con autenticidad, en la medida en que se es testigo de Cristo y se vive evangelizado!
La evangelización activa podría resultar temeraria o distorsionada, sin una profunda evangelización pasiva. Por cuanto nadie es testigo genuino de una verdad de Vida realizable –Camino. Verdad y Vida (Jn 14, 6)–, que realmente no se vive primero en la propia experiencia.
El cristocentrismo vital, origen y finalidad esencial de toda evangelización genuinamente salvífica, no se salva por la mera evocación referencial o modélica del Jesús histórico o del Cristo de la fe. Ni por la simple proclamación, aunque fuere eficaz, de postulados morales, éticos o religiosos, dimanantes del ejemplo o de las palabras sapienciales de Jesús de Nazaret. Ni con el puro activismo comprometido desde el pretexto o evocación redencionista de Cristo y de su Evangelio, releídos o reinterpretados para el hombre de nuestro tiempo.
Bueno sería no olvidarlo, precisamente cuando tan intensamente nos preocupa hoy en la Iglesia la urgencia de la evangelización. Congresos, jornadas, cursos y encuentros montados sincera y casi angustiosamente desde una inquietud evangelizadora cada vez más imperiosa, acucian nuestra conciencia y acaparan energías y horas interminables de estudios y trabajos. Prioridad de la evangelización o prioridades en la evangelización son inquietudes y discusiones especulativas que a veces acaparan más horas que la misma evangelización efectiva.
Y sería trágico que obispos y sacerdotes nos perdiéramos también en ideologías, planificaciones, tácticas y discernimientos de prioridades, sin conciencia clara de que la identidad sacerdotal profunda, como experiencia vital de Cristo, es siempre la prioridad absoluta en el ministerio de evangelización.
Acaba de recordárselo el Santo Padre a los obispos austríacos, en Viena: «Sed siempre conscientes de que la Iglesia no tiene como misión proteger una colección de doctrinas áridas y convencionales. Lo que la Iglesia enseña no es mera fórmula. Es el fruto de un encuentro vivo con el Señor; y es, por ello, puerta hacia Él. Es presentación eficaz de esa Verdad, que es Camino. Cuando se falsifica la doctrina, la vida se ve afectada por dicha falsificación, cerrándose, además, caminos. Todas las doctrinas de nuestra fe confluyen conjuntamente hacia una Persona viva, Jesucristo (cf. Catechesi tradendae 5). Amamos el conocimiento de la fe, porque en él amamos a Él mismo; la fe es conocimiento engendrado en el amor. Por ello, lo que importa, en definitiva, es siempre el encuentro personal con Jesucristo. Este encuentro es decisivo, tanto en vuestro caso, como en el de los sacerdotes, maestros y todos los fieles a vosotros encomendados. Ser custodios de la fe significa ser custodios de la Vida que trae Jesucristo, la Vida en abundancia (Jn 10, 10) … Hemos de confrontar continuamente a nuestros fieles y a nosotros mismos con la Persona y el mensaje de Jesucristo»8.
Con estos sentimientos, y con el más vivo deseo de que aumente nuestra unión con Jesucristo para poder ser cada vez mejores evangelizadores, os envío mi más cordial bendición. Aceptad también, os ruego, el obsequio de esos libros que pueden ayudarnos a perfeccionar nuestro ministerio litúrgico. ¡Feliz Navidad!
Almo, en el Señor.
Marcelo González Martín
Cardenal Arzobispo de Toledo, Primado de España
Toledo, 8 de diciembre de 1988.
Fiesta de la Inmaculada Concepción.
1 San León Magno, Sermón 1 en la Natividad del Señor, 1: PL 54, 190.
2 Ibíd.
3 San León Magno, Sermón 6 en la Natividad del Señor, 6, 2: PL 54, 213-214.
4 Juan Pablo II, Marialis cultus, parte II, 5-7.
5 Juan Pablo II, Homilía al clero en la catedral de Santo Domingo, 26 de enero de 1979: apud Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II, 1979, 134-135.
6 Juan Pablo II, Redemptor hominis 18.
7 Juan Pablo II, Alocución a los sacerdotes, religiosos y seminaristas, 14 de mayo de 1988; apud L’Osservatore Romano, edic. en lengua española, 5 de junio 1988, p.9.
8 Juan Pablo II, Alocución a los obispos austríacos, 24 de junio de 1988, 4; apud L’Osservatore Romano, edic. en lengua española, 7 de agosto 1988, p.16.