Carta pastoral a los sacerdotes de la Archidiócesis de Toledo como preparación a la solemnidad de Pentecostés, 25 de marzo de 1989; texto en Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, abril 1989, 198-211.
Queridos sacerdotes:
Con el intenso gozo del Aleluya pascual, recibid también mi felicitación fraterna todos los que compartís conmigo en Toledo los ministerios pascuales del sacerdocio de Cristo en el quehacer pastoral de su Iglesia.
Por tercera vez, en el presente curso, os invito a contemplar juntos la hondura y los gozosos horizontes en que el sacerdocio permanente de Cristo tiene enmarcadas nuestras vidas y ennoblecido nuestro ministerio de hombres con el temple de pastores, puestos por el Espíritu para pastorear la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio Hijo (Hch 20, 28).
El sacerdote-hombre surgió de la Pascua #
Dos realidades dejó la Pascua cristiana en el mundo, que no admiten sucedáneos ni para el hombre redimido, ni para el cristiano responsable. Mucho menos para el propio sacerdote en la Iglesia y ante el mundo. Estas dos realidades son: el mismo Cristo, revelado en todo su señorío pascual como Salvador único en el cosmos y en la historia (cf. Hch 4, 10-12; Ef 1, 10; Flp 2, 9-11); y el Don vivificante y santificador de su Espíritu, actuando permanentemente en la historia y en el cosmos.
Por supuesto, nos dejó también el acontecimiento sacramental de la propia Iglesia (cf. LG 1, 8-9), encarnación prolongada y visible del Cuerpo Místico o Cristo total (cf. Col 1, 24; 3,11)1. En ella, tanto Cristo-Cabeza como su Espíritu Consolador siguen verificando la redención posible de los hombres hasta consumar la historia de la salvación. Y, en esa misma Iglesia, con identidad cualificada por su peculiar condición de hombres de Cristo, instrumentos vivos de su Persona y con el temple de su Espíritu, los sacerdotes: cada sacerdote de Cristo, con su misión «cristiforme» –como el Padre me envió, así os envío Yo a vosotros (Jn 20, 21; cf. 17, 18)– al servicio ministerial del Espíritu Señor y Dador de vida en su Iglesia, como dice el símbolo Niceno-Constantinopolitano.
La Pascua es permanentemente «la raíz y la fuente, el centro y el culmen de la vida y misión de toda la Iglesia»2. Y dentro de la Pascua, la Eucaristía, que no sólo ha dejado al Resucitado permanentemente vivo entre los hombres en el tiempo, sino que hace de nosotros, sacerdotes visibles del sacerdocio invisible y eterno de Cristo-Cabeza, los únicos miembros de la Iglesia que son y serán siempre imposibles de sustituir: los únicos que pueden y deben «día tras día introducir en la existencia humana sobre la tierra la dimensión objetiva de la redención aplicada y de la Eucaristía cristificante»3.
Si toda la Iglesia es, desde sus orígenes y por su naturaleza, una «comunidad y comunión de testigos vivientes de Cristo surgidos de la Pascua», nuestra peculiar identidad pascual llega hasta hacer de nosotros, los sacerdotes, la más misteriosa presencia activa y operante de «humanidad sobreañadida» a la misma Persona de Cristo, «nuestra Pascua inmolada» (1Cor 5, 7). Justamente por ello, nuestro sacerdocio hace de nosotros los únicos seres humanos, cuya plena identidad consiste en asumir y realizar gozosamente nuestra condición inalienable de hombres privilegiadamente surgidos de la Pascua.
Aun en nuestro cotidiano ministerio, nuestra clave de identidad y autenticidad no está en otra cosa que en provocar el «encuentro pascual» de cada hombre con Cristo, en su Cuerpo Místico que es la Iglesia4. Por ello, y para ello, precisamente nuestro hacer Eucaristía –que es singularmente aquello en lo que nadie en la Iglesia nos podría sustituir– está reclamando constantemente de nuestras vidas aquel temple espiritual que precisará siempre toda la vida de la Iglesia, en la misma medida en que precisa de la vida eucarística y que únicamente el ministerio responsable de nuestro sacerdocio le puede ofrecer. Por lo mismo, «todos en la Iglesia, pero sobre todo obispos y sacerdotes, deben vigilar para que este sacramento de amor sea el centro de toda la vida del Pueblo de Dios…, la gracia visible y la fuente de la fuerza sobrenatural de la Iglesia en su empeño por perseverar y avanzar constantemente en su desarrollo espiritual… en un clima de Eucaristía»5.
Hombres marcados por y para el Espíritu #
Cuando en la noche del Cenáculo, Jesús trataba de realizar para su Iglesia las mejores y más decisivas «transferencias» de su condición de Redentor-Hombre entre los hombres, si profunda fue su amorosa humildad de «dársenos en Eucaristía», haciendo con ello posible y necesario nuestro sacerdocio para su Iglesia, no menos amorosa fue su humildad, al ordenar que nuestras personas fueran marcadas por la acción santificadora y testifical de su Espíritu.
Humildad salvífica, capaz de valorar su propia ausencia visible como un «bien enriquecedor» para sus discípulos y para la Iglesia entera: Os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16, 7). Con esta impresionante entrega testamentaria integral, en aquella noche sacerdotal de la Pascua, nos rompió su Corazón Redentor, haciéndosenos Él mismo Eucaristía y transferencia sacerdotal activa para su Iglesia: quedándosenos hecho centro e índice de comunión en el amor para todos los suyos: y tratando de despertar en nosotros la clara conciencia de que, sin el Don indefectiblemente permanente de su Espíritu, poco o nada podríamos hacer los suyos en el mundo. En el fondo, las tres dimensiones existenciales e irrenunciables de nuestro sacerdocio en la Iglesia: sacerdotes marcados para la Eucaristía; testigos vivientes de su Corazón Redentor; hombres instrumentos y testigos del Espíritu. Sólo así es posible y auténtico nuestro ministerio en la vida permanente de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo6.
Todos en la Iglesia, pero nadie tal vez como nosotros los sacerdotes, debemos tener conciencia de que aquella vinculación necesaria de toda la obra redentora de Cristo es la presencia donal y la acción profunda de su Espíritu, además de completar la plenitud reveladora del misterio trinitario en la redención7, constituye una ley de providencia institucional para el ser y el quehacer de la Iglesia íntegra. Tan clara y permanente, que todo lo sobrenatural y auténtico de que es capaz la Iglesia en el mundo es, y será siempre, obra de la tercera Persona divina entre los hombres. El día en que la Iglesia olvidara su condición de sacramento del Espíritu, habría perdido radicalmente su propia identidad intrahumana e histórica. Pasaría al museo de los mitos y de las religiones. Los sacerdotes, entonces, quedaríamos en el vacío existencial más profundo; sin siquiera carta de ciudadanía objetiva entre los hombres.
Pentecostés, el acontecimiento salvífico más permanente de la presencia activa de Dios sobre el hombre, no es sino la coronación de la economía de la Encarnación redentora. Por la acción del Espíritu, el Verbo se nos humanizó encarnado en el seno de María (cf. Lc 1, 35). Por una nueva infusión del Espíritu divino sobre Jesús en su bautismo (cf. Lc 3, 22), se inició la proclamación pública del Evangelio. La nueva vida y filiación divina, que el Redentor vino a traer a los hombres, no serían realizables sin un nuevo nacimiento del hombre por el agua y el Espíritu en el bautismo, capaz de engendrar hijos de Dios (cf. Jn 3, 5-6). Incluso el sacramento cumbre de la presencia pascual de Cristo, la Eucaristía, de nada serviría para la salvación si no es el Espíritu quien transforma interiormente en vida divina vivificante la misma realidad de su Cuerpo y Sangre sacramentados entre los hombres (Jn 6, 36).
Una vez consumados los acontecimientos pascuales –Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo–, la realidad profunda del Evangelio será siempre imposible de conocer con exactitud y de aceptarse con eficacia salvífica, si no es el Espíritu de Cristo el que, callada e íntimamente, infunde en el evangelizado un modo sobrenatural de ser y actuar –fe salvífica y gracia santificadora–, que transforme nuestros modos humanos de conocer las cosas, y nos abra a la experiencia vivencial de los modos y maneras de ser del propio Cristo, Redentor del hombre (cf. Jn 16, 13). Sólo Él os guiará a la verdad completa…, os lo enseñará todo…, os hará vivir el «memorial» de cuanto os enseñé (Jn 14, 26; 16, 13).
Tan coherente y realista se mostraba Jesús aquella noche en su testamento pascual y en punto tan vital para la identidad futura de los suyos y de su Iglesia, que incluso llegó a prohibir a sus discípulos cualquier actividad testifical o apostólica tras su Resurrección, en tanto no comenzaran a vivir bajo la acción pentecostal del Espíritu Santo; Los mandó esperar… (Hch 1, 4). A sabiendas de que sólo bajo el poder del Espíritu estarían a punto de ser ellos mismos testigos auténticos y los «primeros evangelios vivientes» con eficacia evangelizadora (cf. Hch 1, 8).
San Pablo explica terminantemente: Que el hombre animal no puede percibir las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura, y no puede ni entenderlas (1Cor 2, 14). Sin él, ni la Iglesia ni el cristianismo histórico irían más allá de la utopía o de la caricatura de un redencionismo intrascendente: Porque si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rm 8, 9).
Así, Pentecostés es la coronación de todos los misterios y acontecimientos pascuales de la redención, su verdadera garantía permanente en el mundo y en la historia. Señala la división constante entre el mundo y Cristo, entre el mundo y los que son realmente de Cristo en el mundo y ante el mundo.
Mundo, por ello, sigue siendo todo lo que vive o actúa sin Pentecostés; o al margen de Pentecostés: sin Espíritu de Cristo influenciando, sobrenaturalizando y transformando su vida. Mucho más, cuanto vive en contradicción abierta con el Espíritu de Cristo, porque ni siquiera está en actitud de recibirlo (cf. Jn 14, 17)8.
Antes y después de la «experiencia del Espíritu» #
Con el acontecimiento pascual de su Ascensión –ausencia definitiva de Cristo «visible», convertida en presencia definitiva de Cristo «invisible» (cf. Mt 28, 20) en su Iglesia– el propio Cristo dejaba planteado el «ambivalente» misterio y problema del Evangelio y la Iglesia en la historia. Redención consumada; pero humanamente imposible de realizar. Iglesia sustancialmente estructurada y esencialmente configurada; pero radicalmente no apta para santificar entre los hombres.
Los propios datos históricos acusan el drama: el «antes» y el «después» de Pentecostés para la realidad del Evangelio y de la Iglesia en el mundo. Nunca más exacto el humilde realismo de Jesús: Os conviene que Yo me vaya (Jn 16, 7).
Podríamos decir que, en el día de la Ascensión, al culminar su «tránsito pascual al Padre» (Jn 16, 16-17. 28), dejaba consumada la materialidad de su obra redentora. Pero quedaba por estrenar toda su capacidad salvífica efectiva y trascendente: su verificación en el tiempo hasta su retorno en la parusía. Quedaba por realizar el ser o no ser de su Iglesia.
Todo lo que en la historia evangélica se pueda entender por materialidad de la redención era ya un hecho consumado. El hecho de la Encarnación, o estado de consanguinidad del Verbo con los hombres, sus hermanos. La predicación íntegra de su Evangelio, públicamente proclamado y pedagógicamente evidenciado como realizable con el realismo modélico del propio Cristo, última palabra del Padre (cf. Hb 1, 1-2). La organización estructural de su Iglesia o Reino de Dios, visible en el mundo y jerárquicamente constituido por transferencia institucional de su propia misión a sus Apóstoles sucesores (cf. Jn 20,21; 17, 18). Consumado el hecho mismo de la redención universal, por la inmolación y resurrección de quien fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rm 4, 25). Diseñados, incluso, quedaban los mismos sacramentos, a los que quedaría vinculada la aplicación inagotable de la obra redentora de Jesús. Su postrer acto redentor, en aquel día de la Ascensión, fue el mandato de evangelización universal intimado a sus Apóstoles (cf. Mt 28, 18-20; Mc 16, 15-16; Lc 24, 47-48). Todo un proyecto completo de Iglesia; pero incapaz todavía de ser y actuar con vitalidad real de Iglesia. Como un cuerpo sin alma. Como un organismo integralmente diseñado; pero sin vida y sin posibilidades propias de eficacia y desarrollo realmente evangelizadores y salvíficos.
Era, simplemente, el antes humano e histórico de la Iglesia sin Pentecostés. El antes insuficiente de entonces, y el de siempre, cuando del ser y actuar de la Iglesia se trata, y cuantas veces se intenta actuar en ella al margen del Don de Pentecostés en acción.
Faltaba aún el después. Aquel día urgía iniciar una etapa definitivamente nueva para la Iglesia y connaturalmente salvífica. Hasta hacer posible la comprensión profunda y auténtica del Evangelio de Cristo, siempre ininteligible e irrealizable en el hombre natural o carente de la acción vital de su Espíritu. Hasta garantizar la realidad profunda de la Iglesia frente al mundo de todos los tiempos, sistemática y diametralmente opuesto a ella, y dispuesto a actuar en su contra con la misma instintividad con que actuó contra Cristo. Hasta garantizar y ampliar su ámbito de acción en el aquí y ahora de cada etapa histórica, haciendo permanentemente verificable la redención universal por encima de prejuicios raciales o engreídas fronteras religiosas de pueblos y naciones; liberándola incluso de sus hipotecas mosaicas o judaizantes. Y, sobre todo, urgía hacer posible en los mismos elementos humanos en que quedaba encarnado el Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia, su irrenunciable autenticidad: la de ser instrumentos vivos del Espíritu.
Era este Espíritu de Cristo, alma de la Iglesia, el único capaz de llevar la experiencia de la redención hasta el fondo mismo de las conciencias. De esclarecer, por la virtualidad sobrenatural de la fe, el sentido de la misión de Jesús y de la verdad verificable de su Evangelio. De vincular y vivificar las almas, mediante la eficacia de su gracia y en la misma medida en que el hombre, bajo su acción íntima y amorosa, se torna capaz de admitirla y secundarla. De obrar el profundo misterio de la conversión real de cada corazón humano a Cristo Jesús, hasta incorporarlo vitalmente a Él y a su Iglesia. De actuar la propia Iglesia y activar en sus entrañas la fidelidad y la autenticidad de su misión evangelizadora y de santificación, en cualquier lugar del mundo y en cualquier momento de la historia. De oponer y garantizar, con realidades sobrenaturales y actividad trascendente, la fuerza inagotable del Evangelio, y aun la posible santidad real de los hombres, a un mundo refractario o anticristiano por sistema9.
¡Qué hermoso resulta comprobar, con la historia en la mano, que la Iglesia es un Pentecostés permanente! A pesar y por encima de cuanto humano, insuficiente o inepto podamos los hombres acumular sobre ella.
La herencia sacerdotal de la Pascua #
Mis queridos hermanos sacerdotes: no quisiera teorizar demasiado saboreando teológica y vivencialmente esta grandeza y dinamismo admirable del misterio de la Iglesia, como ámbito e instrumento de la acción del Espíritu. Son realidades que no admiten discusión para cuantos tienen el don del Espíritu de amar a la Iglesia con la misma fe con que el Espíritu los hace capaces de creer y amar a Cristo.
Pero realidades que, a veces, por un reduccionismo naturalista en nuestra propia pertenencia eclesial, podemos terminar relegando al terreno de nuestras especulaciones ortodoxas; mientras nos esforzamos –activistas o inconscientes– en la inmediatez de nuestros ministerios por planificar desde otras coordenadas nuestra pretendida ortopraxis.
Tal vez sea ésta la más desnaturalizante tentación ministerial, que podría amenazar nuestra acción pastoral y nuestro sacerdocio: la pérdida del temple pascual, que precisa realmente toda la Iglesia para su autenticidad cotidiana, y que normalmente debería urgir casi de modo instintivo o connatural nuestra irrenunciable condición eclesial de ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (1Cor 4, 1). Es decir, de hombres capaces de «transparentar» el Espíritu de Cristo (cf. Rm 8, 9, 14, 26; Ef 2, 22; 4, 1-6, etc.) en la edificación ministerial y sacramental de la Iglesia; de ser permanentemente hombres templados por el Don del Espíritu. Es lo que, tras la imposición de manos en nuestra ordenación, determinó, exigió y constituyó la identidad permanente de nuestra personalidad sacerdotal en la Iglesia: el ser ya instrumentos vivos del Espíritu por el carácter ministerial, que se nos transmitió en aquella consagración existencial cristiforme.
¡Cuánto daño podría hacer a nuestras conciencias sacerdotales una valoración unilateral o tranquilizadora de la eficacia indefectible del opus operatum en nuestros ministerios sacerdotales! Sobre todo si este reduccionismo mental de nuestro propio quehacer en el dinamismo sacramental de la salvación de los hombres –consolador, tal vez, para la seguridad receptiva de nuestros fieles–, a nosotros nos mantiene inconscientes de que los mismos sacramentos visibles podrían resultar insuficientes sin la acción del Espíritu en el interior de los corazones; y de que nuestro peculiar opus operantis en la autenticidad responsable de nuestros ministerios estará siempre en la transparencia y fidelidad al Espíritu que reflejen nuestros actos sacerdotales.
Cuando nuestras manos bautizan, no podemos caer en el profesionalismo de olvidar que lo que el bautismo necesita de nuestro ministerio es renacer conjuntamente del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5-8). Cuando repartimos el perdón santificador del Redentor, no nos es lícito olvidar que sólo el Espíritu es capaz de operar interiormente la conversión insustituible de los corazones; y a nosotros concedernos el poder del Espíritu para el mismo ministerio del perdón (cf. Jn 20, 22-23). Incluso, cuando nuestras manos «hacen Eucaristía», Pan de Vida para la Iglesia de Dios, no nos es lícito ignorar que sólo el Espíritu nos capacita para actualizar acciones teándricas del Verbo Encarnado y poder ofrecer al corazón de los fieles la realidad sacramental y victimal del propio Cristo; pero que es el Espíritu el que da vida: sin ello, la carne no serviría para nada (cf. Jn 6, 63)10.
¡Y cuán difícilmente en nuestra palabra humana resuena con nitidez evangélica y evangelizadora la propia palabra de Dios, si además del eco fiel del Evangelio y el contraste externo del Magisterio, no llega a la interioridad de las mentes y de los corazones con la traducción exacta y santificadora de la iluminación vivificante del Espíritu de Cristo!
Frente al «hombre carnal», el hombre espiritual #
Para nadie es un secreto que el espíritu de secularización no sólo ha originado un clima anti-pentecostal hasta en ciertos sectores de la Iglesia y del clero –racionalismo larvado en los criterios, naturalismos inmanentes, temporalismo pragmático y progresista, como sucedáneos de la acción evangelizadora–, sino que ha condicionado y, en parte, desnaturalizado los mismos horizontes de la acción pastoral y del ministerio. Fenómenos ideológicos tan típicos como algunas teologías de liberación, la moral nueva o de opciones fundamentales tan antropocéntricas como subjetivas, el promocionismo humanista o sociológico sustitutorio de la prioridad absoluta de la gracia para la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 1-2; 14, 17; Gal 5, 13-28), no han sido sólo hipótesis de trabajo para un replanteamiento pretendidamente renovador de la transmisión de la fe y de la acción pastoral de la Iglesia, sino que han tratado de imponerse como relecturas o como corrientes de evangelización ante el hombre de nuestro tiempo.
Aunque ya van un tanto de vencida semejantes «movimientos de infidelidad al Espíritu»11, su secuela permanente es, aún hoy, la de habernos empobrecido pastoralmente en una paralizante crisis de vida espiritual a todos los niveles –salvo en minorías que siempre trataron de reaccionar, no sin riesgos de conflictividad intraeclesial–, más el fenómeno subsiguiente de un pastoralismo sacerdotal un tanto timorato o alérgico a promover seriamente la insustituible espiritualidad profunda de la existencia cristiana desde la prioridad de la vida interior y la trascendencia de lo sobrenatural. Con la trágica consecuencia, que ya denunciaba sin eufemismos Pablo VI: «Quien no tiene una vida interior propia, carece de la capacidad ordinaria para recibir el Espíritu Santo, para escuchar su voz delicada y dulce, para gozar de sus carismas. El diagnóstico del hombre moderno nos lleva a reconocer en él a un ser extraordinario que vive bastante fuera de sí y poco en sí mismo»12.
Los más inevitables resultados no se hicieron esperar; porque son siempre los mismos. En el misterio de la Iglesia, sacramento de salvación y unidad teocéntricas bajo el impulso del Espíritu de Cristo, cualquier renovación que no venga movida e interiorizada por ese mismo Espíritu en hombres de fidelidad receptiva y experiencial, su acción ministerial o eclesial es siempre intrascendente, coyuntural, naturalista y, de ordinario, desnaturalizadora. Degenera en puro reformismo inoperante y, frecuentemente, desintegrador. En este punto se confirman mutuamente la teología y la historia de la propia Iglesia.
También en esta línea sigue teniendo vigencia la prudente advertencia de Pablo VI: «La sociedad de los hermanos unidos por la fe y la caridad en un único organismo divino-humano, el Cuerpo Místico…, animado justamente por el Espíritu Santo, que tiene su centro pentecostal en la comunidad de los fieles jerárquicamente unidos, auténticamente ordenados en el nombre y bajo la autoridad de los Apóstoles, representa siempre el diseño original de la Iglesia. Por ello, debemos reflexionar si ciertos estudios nuestros sobre el Espíritu Santo, que prefieren aislarse para evitar el ministerio directivo de la Iglesia y el contraste impersonal de hermanos desconocidos, están en el buen camino. Una comunión egoísta que naciese de la huida de la verdadera comunión, ¿a qué espíritu podrían encontrar? ¿Qué experiencia, qué carismas podrían colmar el vacío de la unidad, supremo encuentro con Dios?»13
Deberíamos ser más objetivos y precisos, al menos nosotros los testigos y ministros del misterio de Cristo, en nuestra terminología evangélica y eclesial. Se nos ha introducido frívolamente en nuestros conceptos y lenguaje una terminología extraña y confusiva, banalmente plagiada del mundo sociopolítico; con el riesgo constante de su aplicación y uso convencional, equívoco y frecuentemente temerario e injusto. Es el clasismo conflictivo con que hoy se habla en la Iglesia de «conservadores y progresistas», «renovadores o involucionistas», «inmovilistas o liberales».
Realmente se trata de una terminología infantil, simplista, signo, incluso, de superficialidad o pereza mental y conformista. En todo caso, extraña a la revelación, a la teología, al Magisterio y hasta al mismo misterio de Cristo y de la Iglesia; y, más aún, a la fonética bíblica neotestamentaria. La cual, ya en el seno de las comunidades eclesiales, elaboró su propia terminología diferenciante, de contenido pascual y acorde con las actitudes de sus miembros en lo más profundo de su identidad; su actitud ante el Espíritu de Cristo y el dinamismo de la existencia cristiana.
Es la clásica contraposición entre la «carne» y el «espíritu»; entre el «hombre carnal» y el «hombre espiritual»; el «hombre viejo» o la «nueva criatura en Cristo». En clave de autenticidad o inautenticidad, «el hombre según la carne» y «el hombre que vive por el Espíritu».
El hombre carnal es siempre el ser humano «al natural»; sin haber sido aún transformado por la experiencia responsable del misterio de Cristo. Hombre todavía sin Cristo vivo y asimilado; que vive y actúa instintivamente sin el Espíritu de Cristo. Y, por lo mismo, sin vida espiritual sobrenatural, normalmente desarrollada, y sin apertura responsable al «sentido de lo divino». Aunque sea cristiano, es un cristiano desnaturalizado. El inevitable «hombre viejo» (cf. 1Cor 3, 2ss; 2Cor 1, 2; Rm 7, 14; Gal 5, 19ss; Rm 8, 5ss), que instintivamente se esconde y actúa en todo hombre histórico, en la misma medida en que la vida normal se desarrolla impermeable o infiel al Espíritu de Cristo. Cualquier zona existencial del hombre que no actúe o no se deje actuar bajo la acción santificadora del Espíritu, queda siempre –en las personas, como en las comunidades eclesiales– a nivel de hombre carnal»; antievangélico y fácilmente antievangelizador, cualquiera que sea el ámbito de su influencia.
El hombre espiritual, en cambio, es aquel que «tiene el Espíritu de Cristo» y responsablemente «se deja conducir por el Espíritu de Dios», con clara conciencia de su filiación divina (cf. Rm 8, 14). El hombre de vida interior profunda, consciente y creciente; abierto a una cristificación responsable; con criteriología espontánea a lo divino, y con un dinamismo de origen y trascendencia sobrenatural y santificadora (cf. Rm 5, 5; 8, 4ss; 2Cor 12, 15; Gal 4, 6; 5, 16; 6, 1).
¡Cristianos, por tanto, «espirituales» o «carnales»! No se trata de meros apelativos. Designan el sí o el no de la identidad y autenticidad en la existencia cristiana. Modos de ser y de actuar, que no es posible improvisar ni suplantar. Ni el hombre carnal tiene normalmente capacidad para actuar a niveles de auténtica espiritualidad evangélica, ni el hombre espiritual puede fácilmente ser manipulado al margen del Evangelio y del sentido de Cristo y de su Iglesia.
Consecuentemente, a la hora de discernir o diferenciar actitudes y conductas, simplemente cristianas, apostólicas o ministeriales en la vida de la Iglesia, de «progresistas» carnales, poco habría que esperar de autenticidad realmente evangélica o evangelizadora; de «conservadores» carnales, es ilusorio pensar que algo puedan «conservar» que sea auténticamente evangélico o realmente cristiano; de progresistas o conservadores «espirituales», realmente se puede esperar aquel temple que hace autenticidad y vida en la misma vida de la Iglesia. Son los hombres de Cristo, que hacen Iglesia y actualizan la fuerza del Evangelio en cualquier momento de la historia. Tanto en el plano institucional de la Iglesia como en el dinamismo carismático de sus dones y ministerios, sus vidas responden justamente a la acción del Espíritu de Cristo sobre su Iglesia: Magisterio auténtico y auténticamente secundado; santidad progresivamente desarrollada y fructuosamente testificada; Evangelio y vida cristiana seriamente asimilados y transparentados.
Especialmente a nosotros, los sacerdotes, en el misterio de Cristo y de su Iglesia, deberían preocuparnos –incluso obsesionarnos seriamente– los dos fenómenos más antipentecostales que, tal vez, se acusan en la vida de la Iglesia. Fruto tanto de conservadurismos como de progresismos personales o colectivos, ajenos a la acción del Espíritu Santo.
De un lado, el alto porcentaje de cristianos normales o cualificados, que terminan viviendo como quien definitivamente ha renunciado a la santidad: cristianos consciente o inconscientemente «carnales».
De otro, el riesgo no imaginario, de situaciones no extrañas a la terrible realidad antipentescostal del «pecado contra el Espíritu Santo», operando en los corazones14. Hombres que. aun sin llegar a la infidelidad calculada o a la apostasía formal, y sin renunciar a ser miembros de la Iglesia a su modo, eliminan de sus vidas cualquier horizonte de santidad y terminan plenamente connaturalizados con el misterio del pecado.
En uno y otro caso, realmente, quien no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rm 8, 9).
María, Madre y la mejor donante
de su «fíat» al Espíritu #
Entre los grandes dones pascuales de Cristo a su Iglesia, tenemos también el don entrañable de su propia Madre (cf. Jn 19, 25ss). Para toda su Iglesia, pero directamente verificado en la persona del discípulo y apóstol privilegiado presente en el Calvario.
Maternidad eclesial que, hablando del sacerdocio, de Iglesia y de Espíritu de Cristo en Pentecostés, aun en su universalidad maternal, encierra privilegiados acentos sobre la vida y misión cristiforme de quienes, por el ejercicio de su ministerio in persona Christi, más profundas resonancias tienen que provocar en su corazón de Madre del Redentor.
Con su maternidad «teándrica» bajo la acción del Espíritu Santo, fue ella la primera receptora del Espíritu en la plenitud de los tiempos. Y engendrando Sacerdote al Hijo muy amado del Padre, quedó profundamente vinculada a las fuentes mismas del sacerdocio redentor de Cristo. Casi diríase que fue Ella quien nos lo hizo humano y participable. Con la consoladora realidad de que todo lo que tiene de «consanguinidad humana» el Pontífice Jesús, el Sacerdote, el Mediador y la Víctima a inmolar, es exactamente lo que tiene de mariano. Ella sigue siendo, bajo la acción del Espíritu Santo, al que desde el principio otorgó plenamente su fíat maternal absoluto a la redención, el modelo exacto de todo sacerdocio realmente «cristiforme». ¡No debemos tener miedo alguno a marianizar profundamente nuestro sacerdocio! ¡El único peligro que en ello puede haber será que maternalmente nos haga cada vez más conformes a la imagen de su Hijo! (cf. Rm 8, 29ss).
Por lo demás, ¡con qué fina intuición contemplativa Juan Pablo II nos recuerda la trascendencia eclesial y pentecostal de la maternidad plena de María operada por el Espíritu! Y, por lo mismo, decisiva y permanente en el misterio de Cristo y de su Iglesia.
«En la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la Encarnación del Verbo y el nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María, María en Nazaret y María en el Cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del «nacimiento del Espíritu». Así, la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace –por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo– presente en el misterio de la Iglesia»15.
Conclusión #
Queridos sacerdotes: os ruego que, a la luz de la fe y ayudados por vuestros conocimientos teológicos, meditéis estas verdades. Buscad el agua en la fuente, es decir, en el manantial. Para la vivencia profunda de vuestro sacerdocio, con lo que tiene de ministerio de santificación de los hombres, no basta haber terminado unos estudios eclesiásticos, ni cumplir con lo que nos pide una determinada disciplina canónica. Mucho menos bastan las modas que van apareciendo con el tiempo que pasa: hoy espiritualistas, mañana temporalistas comprometidos; ayer individualistas, mañana comunitarios, etcétera.
Lo permanente, lo valioso, lo eterno por su capacidad de salvación para el hombre y de gloria en la tierra y en el cielo para Dios, es Cristo, en su Espíritu, que se nos da como luz y guía para todo cristiano en el mundo y como fuerza y alimento para la Iglesia.
Este año celebraremos el XIV Centenario del III Concilio de Toledo. Allí actuó el Espíritu, y la Iglesia de España se hizo madre fecunda de muchas generaciones.
Este año también se celebra el Congreso de Espiritualidad Sacerdotal que ha de servir como medio eficaz de renovación para los sacerdotes de España. Es el Espíritu el que enciende la luz y mantiene el fuego.
También este año completaremos en nuestra Diócesis los trabajos previos a la celebración del Sínodo en que tantas personas están colaborando. Es el Espíritu el que nos mueve a todos a desear que nuestra Iglesia se renueve en su interior y en sus estructuras exteriores para un mejor servicio del Evangelio.
Con mi afectuosa bendición.
1 Cf. San Agustín, Comentario al salmo 140, 5-6: BAC, 640-641.
2 Cf. LG 10, 11; SC 10, 41, 47-48; PO 2, 5.
3 Juan Pablo II, Homilía en la celebración del jubileo de los sacerdotes, 23 de febrero de 1984, 3: apud Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII-1, 1984, 472.
4 Encíclica Redemptor hominis, 13.
5 Ibíd., 20.
6 Cf. LG 7-8, 12.
7 Cf. Encíclica Dominum et vivificantem, 1, 2 y 6.
8 Cf. Dominum et vivificantem, I, 6; II, 7.
9 Ibíd., I, 7.
10 Ibíd., III, 5.
11 Pablo VI, Paterna cum benevolentia, 8 de diciembre de 1974, 3 y 5: en Insegnamemi di Paolo VI, XII, 1974, 1292 y 1295.
12 Pablo VI, alocución en la audiencia general, 6 de junio de 1973: en Insegnamenti di Paolo VI, XI, 478.
13 Ibíd.
14 Encíclica Dominum et vivificantem, II, 6.
15 Encíclica Redemptoris Mater, 25.