Carta pastoral a los sacerdotes de la Archidiócesis Primada con motivo de la Pascua, febrero de 1989: texto en Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, marzo 1989, 117-127.
A mis hermanos, los sacerdotes de Toledo: A vosotros que, por el presbiterado, compartís conmigo el sacerdocio eterno de Jesucristo en la redención y en su Iglesia.
Si al acercarse la Navidad os adelantaba gozosa mi felicitación como pastores privilegiados en el natalicio de Cristo, «Príncipe de pastores» (1P 5, 4), en los comienzos de la presente Cuaresma os adelanto también mi entrañable invitación para la Pascua, en cuyo dintel la concelebración diocesana del Santo Crisma y de nuestra consagración pastoral por el sacerdocio, evocará en la Iglesia nuestra peculiar identidad privilegiada para los acontecimientos y sacramentos pascuales.
Testigos de Jesucristo crucificado y glorioso #
Con tanto gozo como precisión, la liturgia nos adentrará ese día en el misterio eucarístico, proclamando la grandeza de nuestro sacerdocio como carisma ministerial entre Cristo Mediador y Pontífice y la condición de Pueblo sacerdotal de nuestras comunidades cristianas (cf. 1P 2, 5-10). «Ellos –los sacerdotes ministros– renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, y preparan a tus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en tu amor, se alimenta con tu palabra y se fortalece con tus sacramentos. Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y de amor»1.
Mi primer deseo, en esta invitación pascual a los sacerdotes toledanos, sería el de que continuéis cada día viviendo intensamente ese prefacio, o lo recuperéis para vuestra vida, con el mismo gozo misterioso, pero profundo e irrenunciable, con el que el día de nuestra común consagración sacerdotal, recién marcadas nuestras vidas indeleblemente por el Espíritu y la imposición de manos, y ansiosos de vivir por primera vez nuestro sacrificio en el de Cristo Eucaristía, la propia Iglesia nos contemplaba y nos ofrecía su felicitación maternal.
Hombres, pero marcados para la Pascua #
Clara conciencia tiene la santa Madre Iglesia de que, sin el don y la realidad permanente de la Eucaristía, nuestra Pascua no pasaría de ser una mera evocación piadosa de unos acontecimientos, cada año más lejanos en el tiempo; nuestro Triduo Pascual, un mero recuerdo sentimental o arqueológico de la Pasión y Resurrección del Señor; nuestras celebraciones pascuales, sólo un recordatorio mental o simbólico de hechos y palabras perdidas en el pasado de la Revelación cristiana. La propia Iglesia, tras la ausencia de la Ascensión, no pasaría de ser una academia bíblica o moralista de la historia de la salvación para la «redención cultural» de los hombres.
El aquí y ahora de Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre (Hb 13, 8), el hoy permanente de su mediación, su sacerdocio y su victimación palpitante en el tiempo y su condición inagotable de Salvador en su Iglesia, están en sus acciones sacramentales y culminan en el realismo integral de su Eucaristía. Que –por insondable misterio de humillación en Cristo y de pavorosa grandeza en sus sacerdotes– para toda la Iglesia sólo nuestras vidas y nuestras manos consagradas pueden dárselo.
Una Iglesia sin sacerdotes sería una Iglesia sin Pascua y sin comunión vital con Cristo en el tiempo. Podría cada año «hacer historia de la Pascua», pero nunca más «actualizar permanentemente la Pascua».
Por ello, la Pascua para los sacerdotes, además de quehacer central de nuestro ministerio, es a un tiempo título de identidad y nuestro insustituible destino existencial entre los hombres redimidos por Cristo. Y para toda la Iglesia, a nuestro sacerdocio se debe el que la Pascua sea «la raíz y la fuente, el centro y el culmen de toda su vida y actividad en el mundo»2.
Hermanos entrañables en nuestro común sacerdocio: ¡Qué humillada grandeza la de Cristo en nosotros; y qué gozosa responsabilidad la nuestra para Cristo en su Iglesia!
El Cristo que «llevamos dentro» #
El día de nuestra consagración por la ordenación sacerdotal la Iglesia pudo sobreañadir a la Humanidad de Cristo Redentor «la humanidad consagrada para el quehacer de la redención permanente». Era toda nuestra pobre condición humana de elegidos, consagrados, enviados como hombres de la redención; implicados de por vida en el «doblaje» responsable e insustituible de la Persona del Redentor.
En el misterio profundo de Cristo en su Iglesia, el agere in persona Christi no es una metáfora piadosa o un «teologoumenon» especulativo de exaltación clerical para regusto escolástico. La reciedumbre cristológica de San Cirilo de Alejandría no le impidió reconocer que «el sacerdote es la figura y la forma expresa de Cristo»3. San Juan Crisóstomo precisaría también: «En los dones de Dios, nada tienen que hacer el ángel o el arcángel. Sólo el Padre, el Hijo y el Espíritu los otorgan en su totalidad; pero es el sacerdote el que les presta su lengua y pone a su servicio sus manos»4. Era el eco del propio San Pablo, que ya hubo de apelar en la Iglesia de Corinto a su condición inalienable de ministro de Cristo y dispensador de los misterios divinos (1Cor 4, 1).
Porque acaso el polvo del tiempo o las inconsciencias de la rutina podrían hacernos olvidar lo que llevamos en las manos, el Concilio hubo de recordar a toda la Iglesia su dignidad de ser sacramento visible y operante de Cristo, su Señor invisible: sacramento e instrumento toda ella de la unión con Cristo y de todos los hombres en Cristo5. Sacramento permanente, envuelto en el misterio del «Protosacramento» redentor que es el propio Cristo, misterio revelado y operante desde la encarnación (cf. Col 1, 18-20. 24-29; 1Tm 3, 16; Ef 5, 32).
En ese sacramento universal de salvación, el propio Concilio ha tenido que recordarnos que, por su propia naturaleza, los momentos más fuertes de la sacramentalidad de toda la Iglesia, los sacramentos, son «acciones de Cristo Redentor»6. Y precisamente porque el realizarlas es cometido de sus sacerdotes en nuestra identidad de «ministros y dispensadores de los misterios divinos», en los que el propio Cristo se hace presente y actúa, el agere in persona Christi del sacerdote es una realidad misteriosa; pero tan objetiva, al menos, como la propia objetividad eficaz de los sacramentos7.
De las casi tres décadas de episcopado, que de mi vida tengo ya consumadas para Cristo en su Iglesia, os confieso que las más profundas alegrías fueron siempre las de poder multiplicar el sacerdocio activo de Cristo por la imposición sacramental de mis manos. Pero siempre me ha temblado el alma, cuantas veces tenía que retirarlas después, dejando en la Iglesia hombres indeleblemente «marcados para la redención» en su quehacer irrenunciable de cada día. Hombres, cuya identidad más íntima ya nos les sería posible realizar y reconocer exactamente, sino cuando podían y debían actuar transparentando eficazmente la Persona de Cristo Redentor. Hombres; pero de humanidad consagrada, con el corazón y la vida «reservados en totalidad» para Cristo en su Iglesia; «alienados» misteriosamente, casi tanto como la misma humanidad de Cristo para la Persona del Verbo encarnado (cf. Flp 2, 6ss; Jn 1, 14); «consagrados activamente» a su quehacer de redención. Hombres, en cuyo carnet irrenovable de identidad, sólo un nombre y un quehacer es ya legítimamente posible: Alter Christus.
Son los hombres de permanente fisonomía sacramental, hasta tal punto que, aun cuando ni Cristo ni la Iglesia sean los curas, inevitablemente el «rostro visible de Cristo y de la Iglesia» tenga necesariamente rasgos humanos sacerdotales en el tiempo. Esa imborrable fisonomía sacramental, que hace de sus vidas el «puente visible» del pontificado invisible que tienen las almas para ver y encontrar a Cristo en su Iglesia. ¡El Cristo que llevan dentro!, aunque ellos mismos se vean a veces aplastados en sus más íntimas debilidades humanas por el peso del misterio de la Iglesia y de la redención entre los hombres.
Quiérase o no, en el ámbito cotidiano de la Iglesia y de su entorno, la sociedad y las comunidades humanas, la primera y más directa «cristología» que puede percibir y valorar el hombre de nuestro tiempo –y de todos los tiempos– no está en los centros teológicos o en los escritos especializados. ¡Está normalmente en la «cristología viviente» del rostro y de la vida de cada sacerdote de Cristo!
Nuestra Pascua inmolada, ¡Cristo! (1Cor 5, 7) #
Al coronar nuestra cuaresma sacerdotal y ministerial, casi convertido directamente el Evangelio en ritual para esos días y con nuestro sacerdocio insustituible «actuando una vez más en la Persona de Cristo», actualizaremos en nuestras comunidades eclesiales los acontecimientos de nuestra redención. En Cristo, por Cristo y con Cristo viviremos intensamente el itinerario pascual desde las aclamaciones humanas de Ramos hasta la soledad definitiva del sepulcro vacío por la invencible victoria redentora de Cristo.
El momento fuerte de su redención –mediación reconciliadora. sacerdocio pleno y victimación consumada– se nos revelará en la cruz sobre el Gólgota. Es la clave permanente del gran Triduo de nuestra Pascua inmolada, que es Cristo. El Viernes Santo, día en que, contemplativa toda la Iglesia, ni siquiera nos permitirá nuestro «doblaje sacramental» del sacrificio de Cristo en nuestro quehacer sacerdotal. Aunque ello pudiera antojársenos paradójico, la propia Iglesia tradicionalmente parece temer que la dimensión incruenta del sacrificio eucarístico nos difumine un tanto el realismo cruento del acontecimiento redentor. Quisiera hacernos vivir directa y profundamente el misterio del Calvario.
A la luz de la fe y del amor, dos tipos de visión caben en el Calvario. Uno, mirando a Cristo Redentor, clavado hasta su muerte en la cruz. El otro, mirando al mundo desde la misma cruz del Redentor.
Aquello es contemplar a Cristo inmolado con intenso amor teológico de redimidos. Lo segundo, mirar al mundo con responsabilidad evangélica de sacerdotes y ministros de la redención.
Mirando a Cristo en la cruz, ¡nada falta! Lo dio todo. Nada le ha quedado por inmolar. No se le podría pedir ya más amor, ni más sacrificio, ni mayor entrega redentora. Realmente, todo está consumado (Jn 19, 30). Y aun consumada su muerte, abierto quedó su Corazón de Redentor, exhalando amores y caridad gratuita de sacrificio por todos los hombres. De ese costado redentor del Nuevo Adán surgirá su Esposa la Iglesia8, madre fecunda por los sacramentos del agua y de la sangre y el Don permanente del Espíritu de Cristo. De aquel Corazón manó también el ser y el quehacer de nuestro sacerdocio, con el que el propio Redentor había dejado marcados a sus Apóstoles la anterior noche eucarística: Haced esto en mi memorial hasta que vuelva… (1Cor 11, 25; Lc 22, 19). Realmente, sin el Calvario y su ministerio perpetuado en la Eucaristía, o no seríamos hoy sacerdotes de Cristo, o nuestro sacerdocio no tendría la profunda identidad de la Persona del Redentor.
Mirando desde la cruz de Cristo, en cambio, ¡aún es mucho lo que falta en el quehacer de la redención! ¡Queda casi todo por hacer cada día de la historia humana!
Si pudiéramos mirar al mundo «a través de los ojos mismos de Cristo»9, veríamos exactamente cada día lo que aún falta a la Pasión de Cristo (Col 1. 24).
Mirando a la cruz contemplativamente sólo vemos al Redentor. Pero mirando desde la cruz, veríamos la redención y nos veríamos a nosotros mismos con los ojos del Redentor. Mirando a la cruz, ¡Él no puede dar ya más! Mirando desde la cruz, aún no lo hemos dado todo nosotros por Él y por los hermanos.
Ambas visiones del misterio de la redención son miradas de fe en Cristo crucificado, el mismo ayer, hoy y siempre (cf. 1Cor 1, 23; Hb 13, 8). Pero del lado humano, entre ambas miradas media casi un abismo.
La primera tiende a ser piadosamente pasiva; agradecida y hasta sincera en cuantos vibran al sentirse redimidos por Cristo Jesús. Mirada honda, capaz de poner en el corazón ansias profundas de amor y de perfección evangélica, a fin de corresponder a Quien nos amó y se entregó por nosotros (Ef 5, 1; cf. Gal 2, 20). San Pablo llega a maldecir valientemente, incluso, a quien no le ame: Si alguno no ama al Señor, ¡sea anatema! (1Cor 16, 21).
Pero de semejante visión de la redención y del Calvario podrían surgir también auténticos culpables de lo que aún falta a la Pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24): las inconsciencias inoperantes de cuantos se aferran, egoístas o piadosos, a la cruz de Cristo para salvarse o santificarse ellos solos. Sin la más mínima inquietud real por la salvación de los demás. Como si el quehacer de la redención en la Iglesia pudiera darse por consumado en ella misma o en la fe fiducial del creyente. Olvidando el alcance dramático del misterio: que la eficacia y el valor permanente de la redención, indestructible y universal, pueden limitarlos o anularlos los egoísmos hasta piadosos de los propios redimidos.
La otra mirada sería la postura más realmente cristiana y evangélica. Ciertamente, la única pastoral; la más coherente con nuestra identidad sacerdotal en el misterio de Cristo y de su Iglesia. Porque el Hijo de Dios, al encarnarse solidariamente en humanidad redentora de Mediador, Sacerdote y Víctima, se injertó en la humanidad haciéndonos a todos corresponsables de la redención de todos. Precisamente por ello, vosotros sois Cuerpo de Cristo y cada uno sus miembros (cf. 1Cor 12, 27), cada uno, por su parte, miembros somos unos de otros (v. 12).
Más aún. Cumplida personalmente por Jesús su misión de Redentor al expirar en la cruz, la aplicación universal y permanente de la redención quedó a la responsabilidad de nuestra incorporación activa y solidaria al amor del Redentor, al amor operante del Cristo total en su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Ef 4, 7-16).
Esta visión «activa», humildemente responsable, de la redención, que siempre ha dado y seguirá dando el temple más auténticamente cristiano a todos los miembros conscientes de Cristo y su Iglesia ante el mundo, es la clave irrenunciable de nuestra identidad sacerdotal y de nuestro ministerio permanente in persona Christi en su Iglesia ante Dios y ante los hombres: un deber que me incumbe, y ¡ay de mí si no evangelizara! (1Cor 9, 16-17). Y, lo que es más decisivo en el misterio siempre inacabado de la redención aplicada: el propio Cristo Redentor quedó comprometido –por su «transferencia» sacerdotal visible: como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros (Jn 20, 21; cf. 17, 18)– a ir haciendo cada día en su Iglesia entre los hombres, tanto cuanto nosotros con nuestro «doblaje sacerdotal y pastoral» le ayudemos y cooperemos con Él.
Por nuestro sacerdocio, a nosotros nos toca mirar al mundo desde la cruz. Al menos, en todos aquellos quehaceres de la redención en que, aun en su Iglesia, el propio Cristo nos ha querido irreemplazables. Vibraba Juan Pablo II, cuando en su homilía para el jubileo de los sacerdotes del Año de la Redención, urgía nuestras conciencias:
«Nuestra vocación, queridos hermanos, encierra en sí un gran y fundamental servicio respecto de cada hombre. Ninguno puede prestar este servicio en lugar nuestro. Ninguno puede sustituirnos. Debemos alcanzar con el sacramento de la Nueva y Eterna Alianza las raíces mismas de la existencia humana sobre la tierra; introducir en ella la dimensión de la redención y de la Eucaristía: reforzar la conciencia de la filiación divina mediante la gracia: administrar la realidad sacramental de la reconciliación con Dios y de la sagrada comunión… No nos entre la tentación de la “inutilidad”, es decir, la de sentirnos no necesarios. Porque no es verdad. Somos más necesarios que nunca, porque Cristo es más necesario que nunca. El Buen Pastor es hoy necesario más que nunca»10.
Misterio Pascual: la «psicología de la Cruz»
(Cf. Gal 2, 19-20; 6, 14) #
Tras veinte años posconciliares de fáciles optimismos «pascuales» en la pastoral renovadora de la Iglesia en el mundo, la experiencia sacerdotal de muchos y, sobre todo, el realismo comprobado en el Sínodo extraordinario de Obispos, de 1985, nos están gritando de nuevo la prioridad de la cruz en el misterio permanente de la redención.
«Nos parece que en las dificultades actuales Dios quiere enseñarnos, de manera más profunda, el valor, la importancia y la centralidad de la cruz de Jesucristo. Por ello, hay que explicar a la luz del misterio pascual la relación entre la historia humana y la historia de la salvación. Ciertamente, la teología de la cruz no excluye en modo alguno la teología de la creación y de la encarnación, sino que, como es obvio, la presupone. Cuando los cristianos hablamos de la cruz, no merecemos el apelativo de pesimistas, pues nos colocamos en el realismo de la esperanza cristiana»11.
En el misterio de la redención, el Evangelio del Redentor crucificado (cf. 1Cor 1, 23), la cruz no fue un accidente, ni un mero sobreañadido a la humanidad sacerdotal de Cristo. Mucho menos podría quedar reducida, tras los acontecimientos pascuales del Calvario, a un simple adorno simbólico en su Iglesia y para su Iglesia.
El Verbo se nos consagró Sacerdote en el momento en que, encarnado en carne palpitante para la cruz, entró en el mundo iniciando su oblación existencial con la «psicología pastoral de la cruz» (cf. Hb 10, 5-10).
Para expresar la hondura existencial y el temple redentor de Cristo, hubo San Pablo de inventarse la expresión enigmática de la kénosis divina del Verbo humillado –Dios «como desdivinizado»12–, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2, 6ss). Y sólo desde semejante anonadamiento existencial hasta su culminación en la cruz, pudo proclamar a un tiempo el «porqué» del señorío revelador de su Resurrección pascual y el «por lo cual» de la fuerza salvífica de la misma redención avalada definitivamente en el Crucificado-Resucitado: Entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rm 4, 25).
Desde entonces, la medida de redención es y será siempre la cruz. El irrenunciable misterio e índice permanente de la «pascua cristiana»; que nunca será realmente cristiano lo que del hombre y del mundo no pase por la cruz de Cristo (cf. 1Cor 1, 23-24; Gal 6, 14). En la cuneta de la «redención frustrada» irán quedando siempre los escandalizados ante la cruz de Cristo y las cegueras deslumbradas de la humana sabiduría.
En el corazón de la cruz sacerdotal del Redentor ha colocado, vocacional y sacramentalmente, el propio Cristo el corazón y aun la vida íntegra de sus sacerdotes. Hombres consagrados no sólo para proclamar el misterio de Cristo Crucificado, sino también para «transparentar» en su Iglesia la Persona de Cristo en su permanente quehacer ministerial de realizarlo, viviendo el misterio, y vivirlo intensamente, realizándolo. Hora sería ya de aprender a traducir el «carácter sacramental» indeleble del sacerdocio y su dinamismo: agere in persona Christi Sacerdotis, por lo que nuestra propia identidad sacerdotal nos está reclamando del propio Cristo: la «psicología de la cruz».
Se afirma, a veces un tanto irresponsablemente, que la teología del sacerdocio ministerial en la Iglesia está aún por hacer. No es cierto. La teología profunda del sacerdocio la hizo y la vivió en plenitud el único Sacerdote que es Cristo: El que siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre. Y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte de cruz… Cristo, ¡el Señor, para gloria de Dios Padre! (Flp 2, 6-11).
Sólo que esta teología vivencial y pastoralmente redentora, indispensable tanto en el misterio como en el ministerio de redención, es la que acaso nos resistimos a vivir; o tratamos de matizárnosla con rebajas antropológicas, culturales, sociológicas o, incluso, teológicas. Y ello, a costa de olvidar lo que San Gregorio de Nisa, reiterando una expresión realista de Orígenes, llamaba los modos y maneras de Jesús13. ¡Lo que realmente de teología precisamos vivir los sacerdotes, como pastores, para alcanzar a tener «el sentido de Cristo»! (cf. 1Cor 2, 16; 1, 23; Gal 2, 19; 5, 24).
Y no es sólo la cristología pascual la que enmarca nuestro sacerdocio en la cruz redentora de Cristo. A nosotros, los sacerdotes, a poco que vivamos con conciencia de nuestra condición en la Iglesia y ante el mundo, nos crucifica nuestro propio sacerdocio. La historia, la experiencia y nuestra vida cotidiana nos lo evidencian.
Aun cuando la debilidad humana lleve al sacerdote de Cristo a la tentación de buscar posturas menos incómodas en su condición de «crucificado con Cristo en su Sacerdocio» (cf. Gal 2, 19-20), lo más íntimo de su existencia seguirá acusando en él las «marcas de Cristo» en su carne viva frente a los hombres. Es la grandeza indeleble y la servidumbre profunda de nuestra identidad sacerdotal.
Ayer como hoy, y hoy tal vez como nunca, ser sacerdote de Cristo es algo entrañablemente glorioso. Tan glorioso como el propio Cristo en su humanidad redentora; pese a que su propio realismo humano le convertía existencialmente en signo de contradicción (cf. Lc 2, 34) permanente entre y ante los hombres. Por ello, no es menos duro ser sacerdote de Cristo; tan duro como la experiencia profunda de la redención.
Comporta lacerante, a veces, una conciencia de humillados: como hombres desarraigados entre los hombres que «al natural» no parecen vivir sino autoafirmándose en su propio orgullo. En ninguna vida íntima, como en la nuestra, puede resultar hoy tan brutal el choque entre el antropocentrismo absoluto y el teocentrismo irrenunciable de nuestro sacerdocio. ¡Es la cruz de nuestra identidad!
Comporta, a veces, una subconsciencia de inseguridad –psicológica y social–, como hombres «del vacío» entre hombres tan utópica como obsesivamente ufanos de su auto-afianzamiento existencial progresista. ¡Es la cruz de nuestra íntima debilidad!
Comporta no infrecuentemente una conciencia de abandono en la soledad –eco, tal vez, de la misma soledad de Cristo Sacerdote en la cruz (cf. Mc 15, 34)–, en medio de una «civilización de masas», en la que el hombre actual apenas resulta capacitado para superar la droga de la despersonalización contagiosa en la masa.
Pero, sobre todo, nuestro sacerdocio hace hoy inevitable la misma experiencia de la conciencia redentora de Cristo ante el casi desesperante «silencio de Dios» en el mundo. «En la cima de su espíritu, Jesús tiene la visión neta de Dios y la certeza de la unión con el Padre. Pero en las zonas que lindan con la sensibilidad y, por ello, más sujetas a las impresiones, emociones, repercusiones de las experiencias dolorosas internas y externas, el alma humana de Jesús se reduce a un desierto, y Él no siente ya la “presencia” del Padre, sino la trágica experiencia de la más completa desolación»14. Sólo que como hombres «privilegiados sin privilegios», nosotros, a diferencia de Jesús Sacerdote en la cruz, podemos ser más propensos a la ilusión por las legiones de ángeles (cf. Mt 26, 53), a la añoranza por la espada de Pedro (cf. Jn 18, 10ss), a una tentadora esperanza en las «maniobras de Pilato» (cf. Jn 18, 31.38ss; 19, 4-6. 12-15). ¿No será ésta, acaso, la cruz de nuestra propia inmadurez humana en el sacerdocio?
En todo caso, llevamos en nuestras propias carnes los signos y la evidencia de los misteriosos «caminos de la redención». No en vano es en nuestro sacerdocio, como en el propio sacerdocio fontal de Cristo, donde más claramente lo «institucional y lo carismático de la redención y de la Iglesia se hacen síntesis existencial y viva».
Queridos sacerdotes:
A l terminar de escribir estas reflexiones no puedo menos de insistir en una idea, y es ésta: nuestro ministerio sacerdotal tiende a procurar en los fieles una clara conciencia de la necesidad de aceptar la cruz, que es la cruz de Jesucristo, y también el gozo de la resurrección.
Los dones que ofrecemos y la palabra que predicamos proceden de un Cristo victorioso y lleno de gloria. Pero también tenemos que valorar la riqueza salvadora de la cruz. Hay que luchar y educar a la comunidad cristiana en la lucha contra el pecado y contra esa otra tragedia del olvido de Dios, que pesa cada día más sobre el espíritu atormentado de los hombres de nuestro tiempo.
Como sacerdotes, somos imprescindibles y necesarios, como testigos natos del que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rm 4, 25).
Predicad la palabra de Dios en esta cuaresma con justeza y con fervor. Facilitad a los fieles la posibilidad de confesar sus pecados y pedir perdón a Dios. Orad y haced orar con los sentimientos de Cristo Jesús, Sacerdote Mediador ante el Padre (cf. Flp 2, 5). Vivid vuestra propia inmolación con Cristo, completando lo que aún falta a la pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 24).
Nuestro itinerario cuaresmal no termina en la cruz, pues nos lleva a la experiencia sublime del gozo de ser de Cristo «que ha vencido al mundo» mediante su resurrección.
Ni la cuaresma tendría sentido sin la Resurrección, ni la Resurrección se improvisa sin la experiencia de la cruz.
Llegará también para nosotros la alegría interior de la Vigilia Pascual. Volveremos a encontrarnos en ese gozo profundo mediante la oportuna reflexión. Pero entretanto nuestra cuaresma sacerdotal nos impulsa, tanto en nuestra vida personal como en nuestro ministerio, para ayudar a conocer y amar el don de la redención y a intensificar con San Pablo la conciencia profunda de nuestra identidad con Cristo. Con Cristo estoy crucificado; no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo en el presente, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 19-20).
Con mi afectuosa bendición.
Toledo, febrero 1989.
Marcelo González Martín
Cardenal Arzobispo de Toledo, Primado de España
1 Missale romanum, prefacio en la Misa Crismal, Jueves Santo.
2 Cf. SC 10. 41. 47-48; LG 10. 11; PO 2. 5.
3 San Cirilo de Alejandría, La adoración y el culto de Dios en espíritu y en verdad: PG 68, 882.
4 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 864: PG 57, 16.
5 Cf. LG 1, 9, 48; AG 1, 5.
6 Cf. SC 6-7. 26.
7 Cf. SC 7; LG 10, 28; PO 2, 5.
8 Cf. LG 3.
9 Cf. Redemptor hominis, 10 y 18.
10 Juan Pablo II, Homilía, 23 de febrero de 1984; apud Insegnamenti di Giovanni Paolo II. VII-1. 1984, 472.
11 Relación final, II, D, 2.
12 Clemente de Alejandría, Pedagogo, II, 38, 1.
13 Cf. Didaché, XI, 8: BAC 65, 89.
14 Juan Pablo II, alocución en la audiencia general del miércoles 30 de noviembre de 1988: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 4 diciembre 1988, p.3.