Comentario a las lecturas del II domingo de Pascua. ABC, 14 de abril de 1996.
Las primeras comunidades cristianas, tal como se nos dice en el libro de los Hechos de los Apóstoles, compartían entre sí todo lo que tenían, vivían unidos en la oración, en la fracción del pan, en la recepción de las enseñanzas de los Apóstoles, en la ayuda material de unos a otros. El “amaos los unos a los otros como Yo os he amado” era un espíritu y un modo de ser y de vivir, no una normativa literalmente aplicable a la real existencia de las familias creyentes.
De hecho, no duró mucho tiempo esa entrega de unos y otros al nuevo horizonte, que se había abierto a sus ojos. Y quedó lo que tenía que quedar: el entusiasmo ardoroso por saberse discípulos de Aquél que había resucitado de entre los muertos, la experiencia gratísima de un modo de vivir nuevo por las virtudes individuales y sociales que practicaban, la fe que les hacía nacer para una esperanza viva, como afirma san Pedro, para una herencia incorruptible. Me llaman la atención esas palabras, esos adjetivos, la esperanza “viva” y la herencia “incorruptible”. Ciertamente, si no es viva, no es esperanza; y sólo una herencia imperecedera merece el esfuerzo y la entrega de la vida.
En la carta del Apóstol se nos dice lo que tiene que ser la Pascua para nosotros: vida nueva iluminada y fortalecida con esperanza y fe viva, que se robustecen en las pruebas y dificultades. La resurrección de Jesucristo nos abre cada día el camino en medio de las tinieblas. El presente es difícil. Tenemos que sufrir pruebas diversas, pero eso nos purifica, nos hace humildes y comprensivos, nos da el sentido de lo esencial, de lo que de verdad merece la pena.
Sin necesidad de sentirnos apremiados por una equivocada expectación del próximo fin del mundo, en la serena manifestación del misterio de Cristo y del Evangelio, llegamos fácilmente a comprender la horrible monotonía del pecado, la insaciable repetición hasta la náusea, siglo tras siglo, año tras año, día tras día, de los mismos sucios desórdenes, violencia, carnalidad, avaricia, odio, envidia. Y, por el contrario, un esfuerzo sincero por pedir perdón al Señor, para buscar amparo a nuestra debilidad en su misericordia, para meditar en la belleza de los sentimientos y palabras, que brotaron de sus labios, dirigidas a los hombres, sus hermanos, es suficiente para sentir la dulce amistad de Aquél que vino a buscar a los pecadores, porque “son los enfermos los que necesitan de médico, no los que están sanos”.
Jesús resucitado, en su primera aparición, inunda de paz a los suyos. A sus discípulos, asustados y llenos de miedo, les transforma en hombres llenos de alegría, porque les da su paz.
Hay dos momentos en la narración evangélica, que leídos y meditados al calor de nuestra fe, conmueven el alma del creyente y la sitúan en la cumbre del agradecimiento y del amor a Jesús. Uno, cuando confía a los Apóstoles la misión más grande, que puede tener un hombre en la tierra. “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo. A quien les perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos”. La misión del sacerdote, el hombre de la paz y el perdón.
El otro es cuando vuelve a aparecerse a los Apóstoles, buscando a alguien que no cree, a Tomás, que no había estado, cuando Jesús se hizo presente, y había dicho: “si no veo, si no toco, no creo. Y al verlo ahora, se arroja a sus pies diciendo: “¡Señor mío y Dios mío!”. Millones de hombres y mujeres han ido repitiendo a lo largo de la historia esa exclamación, casi cuando empezaron sus primeros balbuceos, porque sus madres cristianas les enseñaron a decirlo. Y Jesús añadió: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron”.