Artículo publicado el 22 de octubre de 1985 en el diario de Roma Il tempo, y reproducido en el diario ABC, el 19 de enero de 1986.
La Iglesia, como ha confirmado el Concilio con la declaración Gravissimum educationis, siempre se ha preocupado de enseñar y educar. Por dos razones: porque ama al hombre, y porque tiene el deber de evangelizar. El amor le ha llevado a querer dar a aquellos a quienes se acercaba, lo necesario para el desarrollo de su condición humana. Su misión de evangelizar la ha impulsado a procurar que, según crecen los conocimientos y las capacidades en el uso de la libertad. Cristo, el Salvador del hombre, esté presente de manera viva y eficaz en cada conciencia humana. Eso es educar cristianamente.
Quedan lejos los tiempos en que la Iglesia era la única que enseñaba y educaba. Aunque aquí, en España, todavía en gran parte del siglo XIX, y aun durante algunos años del XX, en aldeas y poblaciones apartadas, a las que no había llegado el maestro rural, eran los curas de los pueblos los únicos que ejercían lo que entonces se llamaba una obra de misericordia y en muchas villas y ciudades fueron las órdenes y congregaciones religiosas las primeras que en estos niveles de enseñanza, y aun en las de carácter medio o profesional, se adelantaron generosamente a la presencia posterior de los colegios públicos.
Escribo en Toledo, donde ya en el siglo XVI un arzobispo español, el cardenal Silíceo, fundó el Colegio de Doncellas para educar a las quereunían determinadas condiciones, facilitándoles una educación humana, espiritual y académica tan notable que se ha dicho, con razón, quefuel el mejor colegio femenino de Europa en su época.
La evolución de las circunstancias y la mayor conciencia que elEstado llegó a tener de sus obligaciones, hicieron que en el siglo XX la enseñanza primaria pudiera darse de manera regular en todo el territorio nacional. Esta enseñanza, dada la confesionalidad del Estado español, mantenida siempre, no obstante las leves interrupciones impuestas por algunos acontecimientos políticos, siempre permitió asegurar a los niños y adolescentes españoles una educación cristiana, tal como se concebía en la época a que me refiero.
Hoy las cosas han cambiado mucho. La transición política operada en España, la nueva Constitución, aprobada en 1978, según la cual el Estado ha dejado de ser confesional, y la aceptación de la libertad religiosa han introducido en la vida de la sociedad española modificaciones importantes en este campo. Y ha sido a partir del cambio de Gobierno, en 1982, con el triunfo del Partido Socialista, cuando las dificultades han empezado a sentirse con más fuerza, y con ellas el malestar de los espíritus, al menos de tantos y tantos padres de familia españoles que quieren educación religiosa cristiana para sus hijos.
Porque la ven amenazada y estorbada. Y piensan que los centros de la Iglesia, con cerca de tres millones de alumnos, como otros centros privados no eclesiales, tienen derecho a recibir las ayudas del Estado que les permitan seguir siendo viables sin perder su identidad.
Por eso, en diversas ocasiones, en casi todas las ciudades españolas, y particularmente en Madrid, se han lanzado a la calle a proclamar sus derechos, a pedir que sean respetados, a manifestarse clamorosamente pidiendo con decisión y dignidad que no se atropelle a nadie en sus convicciones religiosas y se asegure, mediante un pacto escolar, la posibilidad de que sus hijos sean educados de acuerdo con la fe que profesan.
Lo que han hecho estas asociaciones de padres, con sus consiliarios y directivos, con los profesores de sus centros, con el aliento de todos, ha sido gritar en las calles y en las plazas lo que tienen asimilado en su corazón, tal como el Concilio Vaticano II lo ha formulado con precisas afirmaciones en el documento sobre educación cristiana.
¿Por qué han obrado así? Sencillamente, porque han visto un peligro de estatalización en materia de enseñanza que podría hacer ineficaces los acuerdos firmados por la Santa Sede y el Estado español, para regular las relaciones mutuas en este ámbito. A la vez, los obispos, por medio de la Comisión Episcopal de Enseñanza las más de las veces, o de la Permanente, e incluso de la Asamblea Plenaria del Episcopado, han hablado públicamente, han sostenido conversaciones con las autoridades del Estado, han acudido, con paciencia y moderación ejemplares, a las oportunas instancias de diálogo. Así, se ha hecho evidente el deseo apremiante de que no haya guerra escolar, sino pacífica colaboración para que, en un pueblo de tradición católica tan clara, no se abran heridas en el cuerpo social que no podrían cerrarse sino a costa de perder mucha sangre noble y pura: la del alma de los niños, ante todo.
¿Se podrá esperar que sea así? Nos encontramos en una situación de perplejidad e incertidumbre, con síntomas poco tranquilizadores.
La razón es porque la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE), aprobada por el Parlamento español, no da tal seguridad ni garantía. Recurrida tal ley ante el Tribunal Constitucional, éste la ha declarado conforme a la Constitución española, excepto en dos extremos que ahora no tienen relevancia; es cierto que el Tribunal, en su sentencia de junio de este año, ha expuesto una doctrina clarificadora del sentido en que la ley debe ser entendida, y gracias a esas aclaraciones de tan alta autoridad, existen posibilidades jurídicas de evitar muchas de las dificultades que estaban planteadas.
Pero, aun así, se cierne sobre la enseñanza no estatal el peligro de un cierto sectarismo. De los reglamentos para la aplicación de la ley, de las trabas administrativas, del entorpecimiento provocado por las dilaciones y las exigencias y aun por un cierto afán, que a veces se hace evidente, de que disminuya el número de centros privados y de enseñantes en los mismos…, o de que la clase de religión vaya desapareciendo.
La libertad de enseñar y para enseñar, fundamento legal en que se basa la creación y sostenimiento de centros de enseñanza por parte de la Iglesia y de otras instancias no estatales, es inefectiva y queda prácticamente anulada si no se recibe del Estado la contribución económica a que se aspira mediante la obtención del concierto económico necesario para ello.
Con la LODE, y después de la sentencia del Tribunal Constitucional, no sabemos si serán atendidos los costes de la enseñanza en su dimensión real, tal como lo son ya en otros países europeos; no vemos con claridad suficiente en qué sentido van a intervenir los llamados consejos escolares, dotados de facultad de decisión muy superior a la que podrían tener con una beneficiosa intervención meramente consultiva; no aparecen garantías para la supervivencia de los centros privados, siempre expuestos a que en la misma zona puedan establecerse otros directamente promovidos por el Estado, no ya para una competencia estimulante, sino para una presencia más fácil, tras la cual pueda decirse a los ya existentes que no son necesarios y, por consiguiente, no deben recibir la subvención a que tienen derecho.
Se tiene la sensación de que no existe una disposición de ánimo suficientemente clara y explícita por parte de quienes actúan con el poder que les dan sus cargos en la Administración, y concretamente en el Ministerio de Educación y Ciencia, para aprovechar este momento y llegar al ansiado pacto escolar, en que, sin prejuicios ni posiciones excluyentes, se busque seria y sinceramente la concordancia necesaria para que unos y otros concurran, con su esfuerzo noble y elevado, a mejorar la calidad de la enseñanza y a aumentar las posibilidades de que se reciba ordenadamente. Con lo cual los que sufren son los alumnos de esta o de aquella zona de España en donde los conflictos pueden plantearse.
Y con los alumnos sufren también los padres de familia, los profesores con vocación auténtica, los directores de centros, los hombres y mujeres de la Iglesia consagrados a esta tarea hermosa por su dedicación tan abnegada, que ven desestimada su labor y su entrega, realizada siempre a costa de tantos sacrificios. Ellos quieren, y tienen derecho a querer, formar ciudadanos, hijos de España y cristianos hijos de la Iglesia, porque así lo piden los padres y las madres de los hijos que todavía no saben reclamar sus derechos. Es deber de todos, comenzando por el Estado, procurar que así sea.