Comentario al evangelio del III domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 21 de enero de 1996.
Comenzamos este domingo a leer el Evangelio de san Mateo. En él se nos presenta a Jesús como el esperado, el maestro al que hay que seguir.
Al saber que Juan había sido encarcelado, Jesús se dirigió a Galilea a predicar a los gentiles, que habitaban en tinieblas y vieron así una luz grande. Lo había profetizado Isaías con estas mismas palabras. Fue a librarlos de toda opresión y a enriquecerles, como se dice en el salmo, con su luz y su salvación. A partir de entonces, los que le conocen empiezan a decir y casi a gritar. “Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplar su templo. El Señor es mi luz y mi salvación”. Es el grito jubiloso y conmovido de todo el que encuentra a Dios, del convertido, de todo el que experimenta el gozo de verse libre de las tinieblas y vuelve como el hijo pródigo, a recibir el abrazo del padre.
Jesús predica el Reino de Dios. Desde este momento inicial hasta que muera en la cruz, toda su acción va encaminada a lograr que el Reino de Dios se establezca en nuestras vidas. “Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos”. Convertirnos a Él y seguirle con todas las consecuencias. Lo importante, lo más importante para todo hombre es el evangelio que Él predica. Su invitación resonó en el contexto de su época y así tiene que resonar en la nuestra. Cambio, conversión desde la raíz.
Es importante que pensemos en qué es lo que verdaderamente reina en nosotros, porque así descubrimos en qué y de qué somos esclavos. No nos engañemos pensando únicamente en los males de la sociedad, del mundo contemporáneo, del ambiente en que vivimos. Si no pasamos de ahí, nos quedaremos en la cómoda actitud del que no se compromete, del que se refugia en su egoísmo, contribuyendo así, por acción o por omisión, a la desgraciada situación que lamentamos.
Empecemos por nosotros mismos. ¿Qué reina en nosotros? ¿Qué es lo que nos gobierna? ¿Bajo qué dirección caminamos? Es muy importante, también desde el punto de vista social y comunitario, que seamos sinceros con nosotros mismos y conscientes de lo que nos domina, de lo que deseamos de verdad, de lo que nos envuelve en las sombras de nuestras propias pasiones desordenadas. Convertíos, es la palabra de Cristo. Conversión continua como consigna suprema de nuestra vida. Esto es lo que nos pide el Señor. Este es el fundamento sobre el que se levanta su Reino. He aquí una reflexión sumamente sana y saludable al comienzo del año.
Y después, un segundo paso para preguntarnos. Si Dios reinara en mí, ¿qué me ocurriría? ¿Cómo sería mi vida? ¿Mis relaciones con los demás, con mi trabajo, con mi familia? ¿Qué uso haría de mis cualidades, de mis bienes? ¿Cómo serían mis tiempos de ocio, de descanso, de diversiones?
Que el lector no se extrañe. Si ha de haber conversión, ha de haber esas preguntas. Y si no hay conversión, la fe en Cristo se apaga. Después, naturalmente, el cristianismo queda como un recuerdo bello o como un vestigio apenas operante. Esta actitud de conversión, que nos hace mirar a Cristo como luz de nuestra vida, reclama de nosotros, los cristianos, una unidad fundamental, que haga de nosotros una familia. Nada de divisiones entre los hijos de la Iglesia, que siempre hacen daño. Nada de pluralismos separadores en nombre de Dios. ¡Qué absurdo querer ser de Apolo, de Pablo, de Pedro! No, somos de Cristo. Y en Cristo es donde se construye su Reino. No lo construyen los tradicionales, ni los progresistas, los jóvenes o los mayores.
Si Dios reina en nosotros, seremos verdaderos anunciadores de su Reino. Nadie ha muerto por nosotros más que Cristo. Tiene que haber en la Iglesia, que es lugar del Reino en el mundo, una mano que mantenga sin desviaciones la unidad necesaria. El que anuncie el Evangelio tiene que anunciar a Cristo tal como es, no como cada uno quiera inventarle.
Por último, en este anuncio del Reino y como manifestación más elevada de la conversión y del deseo de Cristo, está la llamada individual a cada uno. De ello habla el evangelio del día en esa página deliciosa, en que Jesús, junto al lago de Galilea, llama a Pedro y Andrés para hacer de ellos “pescadores de hombres”. Después a Santiago y a Juan, y estos a otros. Empezó así la historia del seguimiento de Cristo por parte de los hombres de buena voluntad, aunque fueran rudos y sencillos. Todo lo dejaron para seguirle a Él. Para ellos, Jesús fue más real que sus redes y su barca. Su palabra y su amor se extendieron por el mundo predicando la conversión.