Comentario a las lecturas del Domingo de Ramos. ABC, 23 de marzo de 1997.
Los caminos estaban llenos de peregrinos, que acudían a Jerusalén para la gran fiesta de la Pascua. La ciudad rebosaba de gente, porque faltaban ya solamente seis días. El pueblo había oído hablar del último y portentoso milagro-signo de Jesús, la resurrección de Lázaro. San Juan nos dice que los curiosos iban incesantemente a Betania para ver al resucitado. Este es el ambiente en que se produce la entrada de Jesús en la Ciudad Santa. La muchedumbre extendía sus mantos y algunos cortaban ramos de los árboles para alfombrar el camino. ¡Viva, bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega! ¡El de nuestro padre David! ¡Viva el Altísimo!
Así se inician los últimos días de la vida del Señor. Él sabe hacia dónde camina en medio de aquellas aclamaciones. Ese pueblo que le acompaña, esos discípulos que le siguen en el momento del triunfo clamoroso, estarán lejos de Él en las horas de la Pasión. “¿Qué hago con el que llamáis Rey de los judíos?”, preguntará Pilatos. “Crucifícalo”, será la airada respuesta. Ha llegado su hora, para la que vino a este mundo. Hoy, el relato de la Pasión según san Marcos nos tiene que servir de oración intensa para entrar de lleno en la celebración del Misterio Pascual.
Una lectura sosegada y reflexiva, que vaya haciendo calar en nuestro interior toda esa sucesión de acontecimientos intensos, como son la institución de la Eucaristía, la agonía en Getsemaní, la traición de Judas, el prendimiento, el juicio que hace de Él el sumo sacerdote, la negación de Pedro, las burlas y bromas sucias de los soldados y la plebe, los azotes, su camino del calvario, sus palabras en la cruz, su sentirse abandonado de Dios Padre, su muerte ante la mirada tristísima de su Madre y de aquel grupito de personas fieles. Y la actitud del centurión romano, que estaba frente a Él y, al ver cómo habían sido sus últimos instantes y sus últimas palabras, no pudo menos de exclamar: realmente este era el Hijo de Dios.
El comportamiento de Cristo lo expresó san Pablo en su carta a los filipenses: Cristo, a pesar de su condición divina, se despojó de su rango, se sometió a la muerte y una muerte de cruz.
Los hombres durante siglos hemos leído y rezado con la Pasión del Señor. Dice san Francisco de Sales que el amor que no dimana de ella es frívolo. En esta lectura y en esta oración no entraremos, si no vemos y reconocemos que nuestro pecado, el pecado de todos los hombres, es el que ha llevado a nuestro Señor Jesucristo a su Pasión y muerte, y a soportar sus sufrimientos tan terribles. Odios, calumnias, robos, injusticias, violaciones, rebeldías… todo ha sido asumido por Él y vivido hasta sus últimas consecuencias para que todo pueda ser perdonado, si el hombre, arrepentido, busca el camino por donde la misericordia divina pueda llegar a él.
El amor de Jesucristo es seguro. Por Él sabemos a ciencia cierta que Dios nos ama y nos perdona. Tenemos seguridad de que es así por Cristo, porque apuró, hasta las heces, el cáliz de nuestra culpabilidad. Nadie ha muerto como Cristo, porque era la misma vida. La misión de Jesús fue regenerarnos a lo divino, tomando sobre sí, en su pensamiento, en su cuerpo, en su corazón, en su vida y en su muerte, el mal que los hombres han causado. De este abismo de humillación y aniquilamiento podemos surgir nosotros como hombres nuevos. Esta es nuestra vida, y esta es nuestra tarea en la vida. De todo podemos librarnos, siguiendo los pasos de Cristo con la fuerza de su Espíritu.
El Domingo de Ramos nos coloca ante un Jesús, que afronta con dolor, con humildad y con valentía el camino de la cruz, que es el camino de la gloria.