Conferencia pronunciada el 21 de marzo de 1969, viernes de la cuarta semana de Cuaresma.
El viernes pasado os hablé de la santidad en la vida del cristiano como meta suprema a la que debemos aspirar todos en este mundo, en respuesta a la llamada de Jesucristo. Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 4, 48). El Concilio Vaticano II, en su constitución dogmática sobre la Iglesia, dedica todo el capítulo quinto a hablar de la vocación a la santidad a que estamos llamados todos los cristianos: obispos, sacerdotes, religiosos, laicos, absolutamente todos. Y a todos nos ofrece el Espíritu Santo sus dones divinos, para poder alcanzar la unión con Dios y participar de su vida.
Ésta es la gran riqueza de la Iglesia. Olvidarla o desestimarla significa desconocer o despreciar el sentido y la significación de la venida de Cristo al mundo. Por eso, insistía yo tanto el último día en que no perdiéramos nunca este ideal, esta meta suprema, por encima de la cual no puede señalarse otra más alta: la de vivir la santidad cristiana entendida así, como participación plena y gozosa de la misma vida de Dios.
Los predicadores del Reino #
Esta noche deseo hablaros de la predicación del Evangelio y de los predicadores de la palabra de Dios, los predicadores del Reino, del humilde Reino de Dios que empieza a construirse en este mundo.
Podríamos decir que cuando Jesucristo sale de esta vida terrena para subir a los cielos, lo único que deja como herencia a los Apóstoles es la palabra, algo tan efímero y tan pobre, al parecer, como una palabra. No les deja el poder, ni la ciencia, ni el dinero, ni la sabiduría política; les deja simplemente el encargo de predicar todo cuanto Él ha enseñado y mandado.
Dice el evangelista San Mateo, en el último capítulo de su Evangelio:Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y, viéndole, se postraron, aunque algunos vacilaron; y, acercándose, Jesús les dijo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación de los siglos(Mt 28, 18-20).
Observad: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Cualquiera esperaría que, como consecuencia de esta afirmación tan enfática, legítimamente llena de ese énfasis divino que sólo podía emplear el Señor, Él iba a dar ahora a los Apóstoles impresionantes facultades y poderes. No, lo único que les da es este mandato: Enseñad a todas las gentes, bautizándolas; enseñadles a observar todo cuanto yo os he mandado. Y los Apóstoles empezaron a predicar el Evangelio en un mundo que lo desconocía totalmente.
Y el Evangelio se difundió por el mundo, y los hombres creyeron.
¿De dónde les vino a los Apóstoles la fuerza y éxito en aquella empresa tan extraordinaria y superior a sus fuerzas? De dos cosas: primero, de que lo que predican es la palabra de Dios; y segundo, de que, detrás de su predicación, está asistiéndoles el Señor, Él mismo. Hay una relación estrecha: ni la palabra se predica sin la asistencia de Dios, ni la asistencia se da a otra palabra distinta de la del Señor. La fuerza de la predicación de los Apóstoles radica aquí: en que predican la auténtica palabra de Dios, no la de ellos. Eso no puede hacerse sin una asistencia divina. El hombre puede predicar por sí mismo su propia palabra, pero la de Dios, sin la asistencia divina, no. Y la asistencia no se promete a una palabra humana, sino a la suya, a la que Él ha enseñado. Porque los Apóstoles fueron fieles, la asistencia del Señor se dio, y el Evangelio prendió en el corazón de los hombres.
¿Qué es lo que contiene esa palabra del Señor que Él confía a la predicación de sus Apóstoles? No me obliguéis, hermanos, a recorrer todas las páginas del Evangelio. Leedlas vosotros mismos, una y mil veces, y detened vuestra mirada que contempla, vuestra mente que piensa, vuestro corazón que ama, detenedlos en la totalidad de lo que predicó el Señor. Mi deber esta noche es resumir y presentar el núcleo central de lo que fue y es la predicación de la palabra de Jesús. Y digo que se resume toda ella en predicar el perdón de los pecados. Él vino a predicar esto: el perdón de los pecados. Y a conceder esto: el perdón de los pecados.
Leemos en el Evangelio de San Marcos: Después que Juan fue preso, vino Jesús a Galilea, predicando el Evangelio de Dios y diciendo: Cumplido ya es el tiempo. El Reino de Dios está cerca. Arrepentíos, haced penitencia y creed en el Evangelio (Mc 1 14-16). Estas palabras de San Marcos, al comienzo de su Evangelio, se unen con las que escribe San Lucas al final del suyo, cuando describe el momento de la Ascensión de Cristo a los cielos, en que, antes de bendecirles, dice el Señor a sus Apóstoles: Esto es lo que yo os decía estando aún con vosotros, que era preciso que se cumpliera todo lo que está escrito en la ley de Moisés y en los profetas y en los salmos acerca de mí. Entonces les abrió la inteligencia para que entendieran las Escrituras y les dijo que así estaba escrito, a saber: que el Mesías padeciese y al tercer día resucitara de entre los muertos, y que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén(Lc 24, 44-47).
Y es que en esa predicación de la penitencia interior y el consiguiente perdón de los pecados que Dios nos ofrece, se contiene todo el mensaje cristiano y se logra la transformación radical del hombre. Se muda el corazón, se suprimen las raíces del mal, se alimenta la esperanza en la vida eterna, y se comunica al hombre la vida divina, porque en el cristianismo no hay perdón del pecado, es decir, justificación del alma, sin que a la vez se infunda la gracia que nos hace partícipes de la naturaleza de Dios y herederos del cielo.
“¡Qué extraño! –podrá exclamar alguien–. ¿Pero cómo el obispo de la Diócesis, habiendo hoy tantos problemas en el ambiente, se dirige a todos sus diocesanos y a todo el pueblo de Dios, para decirles simplemente que la predicación de Cristo tiene como núcleo central el perdón de los pecados? ¿Por qué no habla el obispo de otras cuestiones? ¡Precisamente hablar de esto!” Pues sí, hijos, sí; el obispo habla de esto, porque aun en las iglesias se habla demasiado de problemas humanos, olvidando con frecuencia la raíz de los mismos. Por eso tengo que hablar del perdón de los pecados, de ese perdón que nos purifica, que nos da una vida nueva, que nos sitúa en una perspectiva totalmente superior a la de las realidades humanas. Tengo que hablar de esto, porque, si no lo hago, no soy fiel al Evangelio. Es Cristo el que manda que hable de ello: Id y enseñad lo que yo os he mandado (Mt 28, 19). Él empezó la predicación del Evangelio, diciendo que venía a esto; y salió de este mundo repitiendo a los Apóstoles que había venido para esto: para la remisión de los pecados en todas las naciones, empezando por Jerusalén. “Los obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto como el servidor (cf. Lc 22, 26-27)” (LG 27).
Y lo estamos olvidando; se habla mucho de problemas, pero perdemos de vista la auténtica solución. Queremos soluciones inmediatas y rápidas, pero éstas no son el remedio que se necesita. No se trata de poner parches a la vida del hombre o de la sociedad, sino de transformarla. Hay que arrancar de raíz lo que perturba el corazón y la vida. Cuando las aguas del estanque no están limpias, no basta con cambiar el agua. Hay que ir al fondo y hacer limpieza allí abajo; si no, el agua que pongamos, aunque esté limpia hoy, ya no lo estará mañana. La respuesta a los problemas, en la vida de cada hombre y en la sociedad, es empezar por la penitencia interior, por el perdón del pecado, por la conversión de nuestro corazón a Dios.
Arrepentimiento y salvación #
Hay que situarnos en el interior de uno mismo, en soledad con nosotros, para descubrir, con radical sinceridad, el mal que hacemos y el bien a que aspiramos. Cuando llegamos al fondo de esa interioridad personal, nos damos cuenta de que se necesita algo más que la palabrería vana y los juicios apasionados de los hombres. De ahí, del interior de cada uno, brota un impulso terriblemente fuerte hacia la seguridad, la verdad, el amor, es decir, hacia Dios. No ahoguemos ese impulso que brota de nosotros mismos y nos arrastra dulcemente hacia la pureza infinita de Dios. Sólo con ella podemos satisfacernos. La verdadera “alienación” del hombre la padecemos cuando nos apartamos de nuestra salvación. ¡Cuántos cristianos alienados, al querer poner “remiendos” de teorías extrañas en el paño nuevo del Evangelio, o al querer insertar trozos del Evangelio en otras telas! Con el cristianismo no se puede hacer eso. Todos los sistemas filosóficos y todas las ideologías pueden ser síntesis de una tesis y una antítesis, para volver a significar la tesis o la antítesis de un nuevo perfeccionamiento. El cristianismo es la verdad y la vida. No puede reducirse a una frase, ni a un conjunto de frases o actitudes. No admite incrustaciones, ni aleaciones. El cristianismo es. Y parte de la base más honda y radical: la situación personal del hombre en lo que tiene de más íntimo y comprometido, el reconocimiento de su dependencia de Dios y de la tremenda responsabilidad de la propia salvación, junto con la obligación sagrada e ineludible de ser fermento y luz salvadora para los demás.
El sentimiento más hondo de que puede ser capaz un hombre es el del arrepentimiento, porque sacude y conmueve la zona más básica del ser humano, su “mismidad”, su ser en orden a la plenitud o a la perdición. Reconocerse pecador lleva a levantar los ojos a Dios, a pedirle el perdón que Él vino a traer, y a amarle por este perdón y por esta renovación de la existencia humana. Nosotros, los cristianos, sabemos que sólo esto nos salva. Empleo la palabra con toda deliberación. Sólo esto nos salva, con salvación profunda y radical: a nosotros, uno a uno, y al mundo entero. Sólo Cristo ha predicado el perdón de los pecados, sólo Él.
Escuchad este pasaje del Evangelio de San Marcos:Entrando de nuevo, después de algunos días, en Cafarnaúm, se supo que estaba en casa el Señor; y se juntaron tantos, que ni aun junto a la puerta cabían; y Él les hablaba. Vinieron trayéndole un paralítico, que llevaban entre cuatro; y no pudiendo presentárselo a causa de la muchedumbre, descubrieron el tejado de la casa donde Él estaba; y, hecha una abertura, descolgaron la camilla en que yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados. Estaban sentados allí algunos escribas, que pensaban entre sí: ¿Cómo habla así éste? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios? Y luego, conociéndolo Jesús, con su espíritu, que así discurrían en su interior, les dice: ¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu camilla y vete? Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados–se dirige al paralítico–, yo te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y, tomando luego la camilla, salió a la vista de todos, de manera que todos se maravillaron y glorificaban a Dios diciendo: Jamás hemos visto tal cosa(Mc 2, 1-12).
Es decir, cura a un paralítico, porque es Dios; pero lo hace para demostrar que puede perdonar pecados, porque es Dios. No vine a llamar a los justos, sino a los pecadores, dice en ese mismo capítulo segundo del Evangelio de San Marcos (Mc 2, 17). Y no hay hombres que no sean pecadores. Los que no se consideran pecadores, no existen para la redención del Cristo. Ésa es la primera gracia de la Redención: sabernos pecadores. Y pecador, queridos hijos, no es sólo el que falta a sus deberes sociales, a lo que en nuestra jerarquía de valores consideramos como útil, bueno, malo o peor. Pecador es el que, con su pecado, daña a la verdad y a la justicia eterna. Se puede faltar a la verdad y a la justicia, queriendo imponer soluciones que parecen arreglarlo todo, de momento, pero que, en el fondo lesionan lo más profundo del hombre: su verdad cristiana. Pecamos contra el Evangelio cuando ocultamos su luz y robamos a los hombres lo mejor que Dios les ha dado: su dimensión eterna. Parecemos valientes y, sin embargo, nos quedamos en la más vulgar de las cobardías, por miedo a que nos tachen de intemporales y descomprometidos. Se necesita hoy más valentía para decir a los hombres: “Somos pecadores y tenemos que convertirnos a Dios todos”, que para fomentar revoluciones y enfrentamientos de unos contra otros.
Cristo ha venido a predicar el perdón de los pecados, el misterio de la Cruz, el amor de Dios a sus hijos, el precepto de la caridad fraterna. Mi dignidad, mi libertad, mi responsabilidad, son interés del mismo Dios. Y si Dios es Dios, ha de ser así. Abandonemos de una vez el necio orgullo, el infantil y pequeñísimo orgullo de preferir nuestras soluciones y nuestros derechos frente a la sabiduría y el amor. Seamos lo suficientemente grandes e inteligentes para comprender que hay más, mucho más, infinitamente más que lo que nuestra mirada abarca. Sólo los astrónomos, los sabios de los espacios infinitos, saben un poco sobre lo mucho que ignoran acerca de esos mundos que los demás ni acertamos siquiera a pensar. Así sucede con esta acción de Dios, entrando en el alma humana para limpiarla del pecado y elevarla a las alturas de la vida divina. Por eso el obispo os predica esta doctrina, hijos, porque aquí se contiene el núcleo esencial de la revelación cristiana. Un hombre nuevo es lo que ha buscado Cristo. Y San Pablo, el gran predicador del Evangelio, insistió continuamente: Revestíos del hombre nuevo (Ef 4, 24). Y este hombre nuevo no se logra solamente con nuestros afanes de justicia temporal en este mundo, con la predicación de nuestros derechos. Sí, hay que predicarlos, pero hay que empezar predicando nuestros deberes, los de todos: deber de la conversión del corazón a Dios, de la fidelidad en el servicio a esas llamadas del Señor desde el Antiguo Testamento hasta hoy, a través de la Iglesia; el deber de la pureza del corazón, el de la esperanza cristiana, puesta en los bienes de más allá de este mundo, sin despreciar los que aquí abajo.
¡Ay de nosotros si, como consecuencia del olvido en que estamos cayendo respecto a estos puntos fundamentales de la predicación cristiana, privamos a los hombres de este sentido del pecado, de la gracia, del encuentro con Dios, del perdón, de la luz que el alma necesita! Puede suceder que las próximas generaciones sientan un vacío tan desolador en su alma que, alguien en su nombre, aunque fuese millonario en bienes materiales, se atreva a preguntar a las generaciones anteriores, maldiciéndolas: “¿Qué habéis hecho conmigo, que me habéis arrancado lo único que podía dar sentido a mi existencia?”. Eso es lo que estamos comprobando ya hoy, en gran parte. La civilización de los bienes de consumo, el materialismo técnico, la facilitación de los placeres, no sirve para dar satisfacción al corazón, ansioso de infinito. Corremos el peligro de reducir la grandeza de Dios a los pequeños parches que ponemos nosotros con nuestras visiones parciales del cristianismo, a veces llenas de resentimiento y de amargura, en lugar de nutrirlas con la paz, la luz y el amor del Evangelio, tal como Cristo nos lo predicó. La predicación de la palabra de Dios ha de orientarse siempre en todo y en todos a quitar el pecado de la vida y a poner en el corazón del hombre y de la sociedad el amor de Dios.
Responsabilidad de los predicadores #
De ahí la tremenda responsabilidad de los que tienen la misión de predicar la palabra de Dios en la Iglesia. Quiero ahora referirme a ellos; y, naturalmente, hablo de los sacerdotes, esto es, de los que reciben de la Iglesia esa misión sagrada y son enviados para predicar la palabra del Reino. No me refiero a esa otra misión amplia y general que tiene también todo bautizado, según nos enseña el Concilio, de anunciar la palabra divina, difundirla y ser testigo de ella. Hablo de los que tienen una misión solemne y oficial, recibida de la Iglesia jerárquica y nacida de su sacerdocio, que les sitúa en un plano esencialmente distinto de los demás. Hablo de los que han recibido el sacramento del Orden. Ellos “no están nunca al servicio de una ideología o facción humana, sino que, como heraldos del Evangelio y pastores de la Iglesia, trabajan por lograr el espiritual incremento del Cuerpo de Cristo” (PO 6). A ellos por medio de los obispos que les ordenan, les dice también el Señor, como a sus Apóstoles: Id y enseñad todo lo que yo os he mandado (Mt 28, 19).
Pues bien, a todos me dirijo. Quiero incluirme a mí el primero entre ellos. Hemos de predicar, ante todo, el Evangelio de Cristo, no otro; el Evangelio de Cristo. A imitación de San Pablo, hemos de poder decir con él, en su carta a los Gálatas, capítulo primero: La gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo, que se entregó por nuestros pecados, para librarnos de este siglo malo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Me maravillo de que tan pronto, abandonando al que os llamó a la gracia de Cristo, os hayáis pasado a otro evangelio. No es que haya otro; lo que hay es que algunos os turban y pretenden pervertir el Evangelio de Cristo. Pero, aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema. Os lo he dicho antes y ahora de nuevo os lo digo: Si alguno os predica otro evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema. ¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿Acaso busco agradar a los hombres? Si aún buscase agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo. Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio por mí predicado no es de hombres, pues yo no lo recibí o aprendí de los hombres, sino por revelación de Jesucristo(Gal 1, 3-12).
Tenemos que predicar el Evangelio del Señor, todos, absolutamente todos. No somos predicadores de temas políticos, económicos, sociales. Nuestro deber es predicar la palabra de Cristo, la cual, sí, tiene aplicaciones y luces para la solución de las cuestiones políticas, económicas y sociales. Llenos de Cristo, como Cristo estaba lleno del Padre, no es nuestra propia ciencia y experiencia la que tenemos que ofrecer a los hombres, sino la palabra de Dios y los caminos de su gracia. No podemos conocer nunca a Cristo, si tapamos su verdad, su vida, su doctrina, su obra, con nuestros conceptos y puntos de vista personales. Tenemos siempre el peligro de acomodar el mensaje a los deseos de la ambición, de la vanidad, del interés. Y no hay necesidad de negar el Evangelio para deformarlo. A veces basta un poco de astucia y sagacidad humana para dejar de ser fieles a lo que la palabra de Dios reclama. Somos predicadores de la verdad desnuda y sencilla, por encima de todo lo de este mundo. Hemos de conservarla, pese a quien pese. El que no está conmigo –dice Cristo– está contra mí; y quien no recoge conmigo, desparrama (Lc 11, 23). Y siempre que prediquemos la palabra de Dios a nuestros fieles todos, porque todos son los pobres hijos de los hombres que necesitan de la luz de Dios, tenemos que situarnos en esta perspectiva.
Nunca cumpliremos bastante con esta exigencia que nos impone la responsabilidad de una misión tan sagrada. La predicación de la palabra de Dios en los templos es como abrir la puerta para que el Señor venga a las almas de los que escuchan. Y somos nosotros los que tenemos esa misión confiada por la Iglesia jerárquica. De ahí que no pueda aprobar esas homilías dialogadas que se hacen en las iglesias, en las cuales se levantan las voces de los laicos, con el peligro de que se convierta el templo en centro de discusión de unos contra otros, para exponer allí sus reivindicaciones o sus conceptos personales. No es ése el lugar donde los laicos tienen que hablar. El que ha de hacerlo, en virtud de la misión que la Iglesia le confía, es el sacerdote, no transmitiendo palabras suyas, sino solamente la palabra del Señor, y explicándola conforme a la tradición de la Iglesia, y siempre atento a la luz del Magisterio.
No hemos de buscar nunca nuestra gloria, ni consentir en la tentación de la palabra halagadora, deslumbrante, llena de la sabiduría de este mundo. Dice San Pablo en este pasaje que he leído: ¿Es que busco yo la aprobación de los hombres o la de Dios? (Gal 1, 10). No estamos para decir lo que el auditorio quiere que digamos, para captar su aprobación y su aplauso, ni el de los unos ni el de los otros. Jesús no habló como esperaban los judíos, no se presentó a ellos como el Mesías solucionador de sus problemas terrenos. Nuestra palabra es la palabra de Dios, pero ha de ser muy fiel y verdadera. No nos corresponde a nosotros, tras miles de años de existencia, inventar la verdad y el amor.
A unos y a otros nos dice Cristo: Bienaventurado el que no se escandalizare de mí (Mt 11, 6). En ambos campos hoy, la postura es la del escándalo artificial y provocado. Nos irritamos muchas veces ante lo que presentan “los otros”, sólo porque son “los otros”; ante lo que consideramos nuevo o ante lo que juzgamos ya pasado. Y este escándalo es el terreno abonado para la discordia. El mensaje de Cristo se rompe en la palabra predicada sin amor, con violencia, con desprecio, o con un afán de superioridad y de dogmatismo que no nos corresponde a los humanos. Las heridas sangran en nuestro espíritu, cuando se predica así.
No podemos amar más la gloria de los hombres que la gloria de Dios (cf. Jn 12, 42-44). Antes, la gloria parece que consistía en estar a bien, fuese como fuese, con los superiores, con la autoridad, con el orden. Ahora, la gloria, para algunos, es la protesta, la rebeldía, el ponerse en contra. Con esto basta para tener un buen carnet, para circular con carisma de independencia, para asegurarse el éxito. Ni una cosa ni otra es lícita a los predicadores del Reino de Dios. “Los presbíteros –recuerda el Concilio–, teniendo ante los ojos que es el Señor quien abre los corazones y que la grandeza no viene de ellos mismos, sino de la virtud de Dios, en el acto mismo de enseñar la palabra de Dios se unirán más íntimamente con Cristo maestro y se dejarán conducir por su Espíritu” (PO 13).
Las tentaciones de Cristo en el desierto marcan tres límites muy claros a todo predicador del Evangelio. Primero, no al ansia de la satisfacción ventajosa y halagadora, sea proveniente del grupo que sea, de ricos o de pobres, de auditorios numerosos o de comunidades pequeñas, el ansia de que las piedras se conviertan en pan. Segundo, no al mensaje espectacular y al ansia de dominio sobre las conciencias débiles: tirarse del monte abajo para que los ángeles le recojan, decir las cosas que pueden llamar la atención para suscitar las grandes reacciones, no. Tercero, no a la concepción terrenal del Mesías: Todo esto te daré, si de hinojos me adorares (Mt 3, 9).
No podemos presentarnos a los hombres diciendo: “Yo te voy a solucionar los problemas de aquí abajo”. Esto no lo ha predicado nunca Jesucristo. Sí que hemos de esforzarnos, aunque no lo logremos siempre, por introducir en el corazón de cada uno de los que nos escuchan los fermentos del espíritu que muevan en todo momento al amor y la justicia. Pasar estos límites es degradar el mensaje de Cristo y reducirlo a una política o filosofía socialista. ¿Por qué hemos de quedar tan fácilmente deslumbrados por soluciones que no abarcan la realidad de la existencia humana? Hay que optar entre el Reino de Dios o el reino del mundo que hemos fabricado los hombres, entre el Evangelio verdadero y el “fácil y aguado”.
San Pablo, en el silencio del desierto #
¡Qué fuerza tan inmensa tiene la vida de Cristo para el predicador del Reino de Dios! El desierto, la tentación, el bautismo, los cielos que se abren, la voz del Padre, el mensaje que se inicia, su independencia de todos y su amor a todos. Hay que empezar por ahí, a imitación de Cristo, acogiéndonos con frecuencia al silencio que habla. Cuando San Pablo cayó herido por luz del Señor en el camino de Damasco, una vez repuesto de aquella sacudida espiritual que trastorna su existencia, ¿qué hizo el gran Apóstol, antes de ponerse a predicar el Evangelio? Tres años estuvo retirado en el desierto de Arabia, para rezar, para meditar, para pensar en la transformación sufrida y para asimilar hondamente la vida de aquel Jesús que se le había aparecido en su camino de perseguidor. Tres años en el silencio del desierto. Del desierto han salido siempre los grandes predicadores, como San Juan Crisóstomo, San Gregorio Nacianceno, como el Bautista, como Cristo mismo, que se retira allí antes de ir a predicar la palabra de Dios a los hombres. “Transformado por los más prodigiosos y reales sucesos efectuados en su espíritu, lleno de las experiencias y enseñanzas adquiridas en el trato con los cristianos de Damasco, y cargado también sin duda de su Biblia, que en todas parles llevaba consigo, si era posible, vemos al hombre solitario, en su traje oriental de beduino, con el vestido blanco de muchos pliegues, el cinto de cuero y el pañuelo de color en la cabeza (keffiye), en su viaje por los montes yermos, pelados, pardos y rojizos, que más tarde atrajeron a tantos ermitaños y estilitas…”.
“Este tiempo de casi tres años de ejercicios espirituales fue el más contemplativo y el más feliz de su vida. Aquí comenzó bajo la dirección del santo pneuma, del Espíritu de Jesús, aquel gran proceso de refundición en el alma de San Pablo, que él indica en su carta a los Filipenses (3, 7-11): Todo lo que en otro tiempo consideré como ganancia, lo he tenido por pérdida por amor de Cristo. Todo lo juzgo como pérdida en comparación del conocimiento de mi Señor Jesucristo, que todo lo sobrepuja, por cuyo amor lo he sacrificado todo”1.
Necesitamos hoy los sacerdotes mucho más silencio interior y exterior, para captar esos haces de luz que han de llenar siempre nuestro entendimiento y nuestro corazón, para ofrecérselos al hombre. Cuando después se presentó en Jerusalén a la comunidad de los cristianos, Pablo era ya el apóstol de Cristo. Entonces podía decir: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20). Y, predicando a Cristo, recorrió él mundo conocido. En sus cartas hallamos la huella de Dios. Sobre ellas no pasan los siglos. Todos los necesitados de la luz la encuentran en esos conceptos del gran solitario del desierto, que por haber sido eso, pudo ser después el gran predicador de los gentiles.
El Credo del Pueblo de Dios #
Fortalecida nuestra alma sacerdotal en la contemplación de Dios y sus verdades, debemos predicar hoy, como siempre, el conjunto de la doctrina católica, con orden y método, con profundidad y con unción, atentos siempre a la luz del Magisterio eclesiástico.
El Credo del Pueblo de Dios es hoy el tema de predicación más actual y más necesario. Al promulgarlo, decía el papa Pablo VI: “Somos conscientes de la inquietud que agita, en relación con la fe, ciertos ambientes modernos, los cuales no se sustraen a la influencia de un mundo en profunda mutación, en el que tantas cosas ciertas se impugnan o discuten. La Iglesia, ciertamente, tiene siempre el deber de continuar su esfuerza para profundizar y presentar, de una manera cada vez más adaptada a las generaciones que se suceden, los insondables misterios de Dios, ricos para todos los frutos de salvación. Pero es preciso al mismo tiempo tener el mayor cuidado, al cumplir el deber indispensable de búsqueda, de no atentar a las enseñanzas de la doctrina cristiana. Porque esto sería entonces originar, como se ve desgraciadamente hoy en día, turbación y perplejidad en muchas almas fieles”.
“Y como en otro tiempo en Cesárea de Filipo el Apóstol Pedro tomó la palabra en nombre de los Doce para proclamar verdaderamente, por encima de las opiniones humanas, a Cristo, Hijo de Dios vivo, así hoy su humilde sucesor, pastor de la Iglesia universal, levanta su voz, rindiendo, en nombre de todo el pueblo de Dios, un firme testimonio a la verdad divina confiada a la Iglesia para que ella la anuncie a todas las naciones”2.
No podemos permanecer indiferentes a esta llamada apremiante del Papa. El pueblo de Dios está compuesto hoy por hombres y mujeres sedientos de que se les predique la auténtica palabra de Dios y de su Iglesia.
“Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de las cosas visibles y de las invisibles; creemos en nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, Verbo eternal, que habitó entre nosotros con plenitud de gracia y de verdad; creemos en el Espíritu Santo, que ilumina, vivifica, protege y guía a la Iglesia, y con su acción penetra hasta lo más íntimo del alma para hacer al hombre capaz de corresponder a la llamada de Jesús: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48)…
Creemos que María es la Madre, siempre Virgen, del Verbo encarnado y Madre de la Iglesia; creemos que en Adán todos pecaron, y que nuestro Señor Jesucristo, por el sacrificio de la Cruz, nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales…
Creemos en un solo bautismo, el cual se debe administrar también a los niños que todavía no son culpables de pecados personales, para que, naciendo privados de la gracia sobrenatural, “renazcan del agua y del Espíritu Santo” a la vida divina de Cristo Jesús…
Creemos en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra que es Pedro; creemos que la Misa celebrada por el sacerdote, es el sacrificio del Calvario, hecho presente sacramentalmente en nuestros altares…
Confesamos que el Reino de Dios iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo no es cíe este mundo, cuya figura pasa, y que su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnica humana, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres.
Es este mismo amor el que impulsa a la Iglesia a preocuparse constantemente del verdadero bien temporal de los hombres. Sin cesar de recordar a sus hijos que ellos no tienen una morada permanente en este mundo, los alienta también, en conformidad con la vocación y los medios de cada uno, a contribuir al bien de su ciudad terrenal, a promover la justicia, la paz y la fraternidad entre los hombres, a prodigar ayuda a sus hermanos, en particular a los más pobres y desgraciados. La intensa solicitud de la Iglesia, Esposa de Cristo, por las necesidades de los hombres, por sus alegrías y esperanzas, por sus penas y esfuerzos, nace del gran deseo que tiene de estar presente entre ellos para iluminarlos con la luz de Cristo y juntar a todos en Él, su único Salvador. Pero esta actitud nunca podrá comportar que la Iglesia se conforme con las cosas de este mundo, ni que disminuya el ardor de la espera de su Señor y del Reino eterno.
Creemos en la vida eterna y que las almas de cuantos mueren en la gracia de Cristo, ya las que todavía deben ser purificadas en el Purgatorio, ya las que desde el instante en que dejan los cuerpos por Jesús son llevadas al Paraíso, como hizo el Buen Ladrón, constituyen el pueblo de Dios más allá de la muerte, la cual será definitivamente vencida en el día de la Resurrección cuando esas almas se unirán de nuevo a sus cuerpos”3.
Todo esto tenemos que decirlo al pueblo de Dios. Sin duda no solucionaremos todos los problemas temporales, pero mantendremos en el corazón de los hombres la luz de la esperanza. Por otro camino, ni solucionaremos los de hoy, ni los que surjan mañana, y privaremos al hombre de lo mejor que tiene, la luz para poder caminar entre las tinieblas, y no habrá paz en los corazones, sino indiferencia u hostilidad de unos para con otros, es decir, la negación radical de lo que es y pide la condición humana. Por eso tiene tanta trascendencia predicar el perdón de los pecados, con todo lo que lleva consigo esta doctrina santa de Jesús, con la cual no solamente nos da Él su palabra, sino su propia vida.
1 J. Holzner, San Pablo, heraldo de Cristo, Barcelona 1946, 41-42.
2 Pablo VI,El Credo del Pueblo de Dios: Ecclesia, 6 de julio de 1968, núm. 1379 1005.
3 Solemne Profesión de fe, pronunciada por Pablo VI el 30 de junio de 1968: AAS 60 (1968) 436 ss. Texto castellano publicado por la Comisión Episcopal de Enseñanza, Madrid, 1968, 20ss.