Presencia de la religión y de la Iglesia en la ciudad

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Presencia de la religión y de la Iglesia en la ciudad

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Ponencia leída en la Mesa Redonda celebrada en septiembre de 1979 en el Centro de Estudios Sociales del Valle de los Caídos. Texto publicado en el volumen La presencia de lo católico en la sociedad actual, Madrid, 1981, pp. 209-292, volumen LII de los Anales de Moral Social y Económica, publicados por dicho centro.

Se me piden unas reflexiones, que sirvan como punto de partida y fundamento para ulteriores desarrollos, sobre el tema «la presencia de lo religioso en la ciudad».

Nueva presencia #

Reflexionar sobre la presencia de lo religioso en la ciudad, cuando la existencia de la Iglesia en el mundo cuenta ya con veinte siglos, y cuando la revelación de Dios también está presente entre los hombres desde los orígenes mismos de la humanidad, sólo se justifica porque nos hallamos ante una sociedad nueva, de nuevos estilos, quehaceres y consistencias. De lo contrario, tendríamos que limitamos a repetir lo tantas veces dicho, aun con el mismo lenguaje.

Dios y su amor permanecen, y permanece la revelación que nos hizo en plenitud en Cristo; y permanecen en y por su Iglesia. Desde ahí no necesitamos nuevas reflexiones, como no fuera sino para profundizar más y más en el conocimiento de Dios y de su amor.

a. En cuanto humana «formada por hombres» #

Pero la Iglesia, no ya en cuanto depositaria de la revelación divina y de los medios salvíficos de que Dios la dotó, sino en cuanto humana, en cuanto formada por nosotros los hombres, en cuanto que ex hominibus coalescit (GS 1), en cuanto que ex hominibus colecta (GS 40b), «en cuanto instituto humano y terreno» (GS 44a), en cuanto realidad social de la historia (GS 44a), lleva consigo, afectándole, los avatares de la historia del género humano, con la que está vinculada (cf. GS 1); «lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la figura de este siglo, que pasa» (LG 48c); está condicionada en su marcha histórico-salvífica por la historia de los hombres (cf. AG 6b) y se configura en sus formas humanas según los datos humano-históricos asumibles y asumidos «en cuanto compatibles con los datos revelados» (AG 22b) de sus mismos miembros.

Es ley de la Iglesia, en su tarea de evangelización, adecuar su actividad misionera y pastoral a las condiciones de los destinatarios de su actividad (cf. GS 44b). Y ya ésta es razón muy poderosa para sus cambios históricos en la pedagogía de su actividad evangelizadora, e incluso «en disponer su estructura social y visible» «para expresarla mejor y adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos» (GS 44c).

b. En cuanto divina asumente de lo humano #

Pero además, y como perteneciente a su mismo constitutivo, la Iglesia tiene que seguir con fidelidad el camino de Cristo (cf. LG 8c y AG 5c) e incluso el movimiento del Verbo al encarnarse. »Debe insertarse en los grupos humanos con el mismo movimiento con que Cristo se vinculó por su encamación a las condiciones sociales y culturales determinadas de los hombres con quienes vivió» (AG 1O; cf. AG 22a). Es decir, así como el Verbo asumió plenamente la naturaleza humana, haciéndose «hombre perfecto» y «el hombre perfecto», «en todo (lo humano) menos en el pecado (Hb 4,15)» (GS 22), y así »como hombre perfecto entró en la historia de los hombres, asumiéndola y recapitulándola en Sí mismo» (GS 38a), así también la Iglesia no se limita a aplicar a los hombres la gracia salvífica de Cristo y Dios, sino que, además, purifica, asume y eleva al hombre entero, menos el pecado, y con el hombre purifica, asume y eleva todo cuanto de humano hay en los hombres y en su historia (facultades, bienes de todo orden, costumbres, culturas, idiosincrasias de los hombres, filosofías y sabidurías, sentidos y órdenes sociales …), que no sea malo, que «sea compatible con los datos revelados» (AG 22b; cf. LG 13, 17; AG 3b, 9-10, 22; GS 38-39,58, 61-62).

Así, «la Iglesia o Reino de Cristo presente ya en misterio» en la tierra (LG 3) tiene por misión «recapitular a toda la humanidad con todos sus bienes» en Cristo (LG 13 b) y recapitular toda la historia, a cuya culminación sabe que camina (GS 38a).

Tenemos, pues, que preguntarnos cada día de la historia, y más cuando surgen pasos nuevos en ella, por todo lo bueno, por todo lo nuevo bueno para incorporarlo a la Iglesia, integrarlo, enriqueciéndola, beneficiándola (cf. GS 44), haciéndole cobrar nuevas formas históricas concretas.

Para ello hemos de ser capaces y hemos de empeñamos en «auscultar, discernir, interpretar y valorar las diversas voces (novedades) de nuestro tiempo bajo la luz de la palabra divina» (GS 44b), «a la luz del Evangelio» (GS 4a), porque también «en ellas hay verdaderos signos de la presencia de Dios» (GS 11a), según lo que hemos dicho de la amplísima misión recapituladora de la Iglesia.

Dos son, pues, los principios que nos obligan, como cristianos, a esforzamos por incorporar todo lo bueno de la historia a la Iglesia: la ley de adaptación de la presentación del mensaje y de la vida de la Iglesia ante el mundo, destinatario de la redención y de la Iglesia; y la ley de recapitulación de todo en Cristo.

La ley de recapitulación nos exige integrar todo lo bueno, haciéndolo espacio abierto y positivo-activo, hasta el extremo de que eso nuevo llegue a configurar la forma histórica de la Iglesia, una forma contingente en cuanto no única posible, ni en cuanto indisolublemente exclusiva (cf. GS 58c; 42d), pero contingente e históricamente quizá necesaria por la ley de la adaptación. Lo cual podrá requerimos sacrificios y esfuerzos firmes, por no ser quizá las formas en que nacimos y nos formamos.

Tenemos que ir, pues, aprendiendo y aprehendiendo constantemente, con la Buena Nueva de Cristo, las distintas novedades históricas buenas o compatibles como signos de la presencia de Dios1 en la historia para su Iglesia, y rechazando cuanto es fruto del «engaño del Maligno» (cf. LG 16), es decir, «impugnando y rechazando los errores y males que manan de la seducción siempre amenazante del pecado» (GS 58d).

Nuestra identidad #

Todo lo dicho tiene especial actualidad histórica en el mundo en que vivimos y en la España actual, por sus presentes novedades históricas, que luego trataremos de describir en síntesis.

Pero, a la vez, todo ello puede provocar y ha provocado, tantas veces, el problema específico de la identidad propia. Porque la asunción de nuevas formas históricas, en cada uno o en la Iglesia misma, que vienen a sustituir a formas históricas anteriores, puede producir problemas en quienes y en cuanto hayan hecho una excesiva identificación entre su ser (identidad) y su forma histórica tenida, que configuró su forma de actuar concreta. Sería el problema de haber hecho pasar por identidad o a identidad la forma contingente de vivir esa misma identidad. Remover entonces esa forma histórica puede llevar a arrancar la identidad misma.

Por ello, en grandes momentos de cambios históricos, han venido también las grandes crisis y aun rupturas de la unidad e identidad de la fe y de la Iglesia. Por eso también el tema de la identidad ha sido y sigue siendo tema capital de estudio: la identidad cristiana o esencia del cristianismo preocupó grandemente a lo largo del siglo XIX2; la identidad de la fe preocupó en el primer cuarto de este siglo, con el modernismo; la identidad de la Iglesia3 en el mundo ha sido la gran preocupación del Vaticano II; la identidad del sacerdote ha preocupado intensamente a raíz del mismo Concilio; la identidad del cristiano4 sigue siendo un tema muy actual; la identidad de la presencia de lo cristiano en la ciudad5 es el tema sobre el que se nos pide una palabra, y que preocupó al Vaticano II, sobre todo en su constitución sobre «La Iglesia en el mundo actual».

División de esta exposición #

Trataré sucintamente nuestro tema dividiéndolo en cuatro apartados:

1º Valor de lo religioso en la vida del hombre y la ciudad.

Novedades históricas del mundo moderno y de la España actual.

3º Necesidad de discernir y valorar esas novedades para ver si son asumibles, en cuanto compatibles con nuestra fe cristiana.

Nuestra presencia cristiana en esa sociedad, y en concreto, en la España de hoy.

Valor de lo religioso en la vida del hombre y la ciudad #

La existencia del hombre sólo se completa en lo religioso #

He tratado este tema en diversas ocasiones porque me preocupa grandemente como obispo y simplemente como hombre atento a las exigencias de la cultura del tiempo en que vivimos. («La contemplación, alma de la civilización del mañana»: Discurso de Clausura del V Congreso de la Asociación de San Benito, Patrón de Europa. Madrid, 1973. -«Presencia del Misterio»: Discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Madrid, 11 de junio de 1974. -«La falta de interioridad, drama de la cultura actual y de la Iglesia»: Discurso en la misma Academia. Madrid, 1977. -«La pérdida de lo sagrado: una Sociedad a la deriva»: Discurso en la Academia de Doctores de Madrid, febrero de 1978).

Lo sagrado, en un sentido primario y elemental, es algo poderoso, esencial, lleno de valor y contenido, perteneciente a la realidad básica de nuestra existencia. Su experiencia comporta siempre una exigencia, a la que cabe resistirse, pero a la que no se puede eliminar. Influye en toda la existencia del hombre, como lo demuestra la historia de las culturas; es origen y cumbre de la civilización realmente humana. Una sociedad que pierde el sentido de lo sagrado va a la deriva y mata lo mejor del hombre en su vida humana y personal, familiar y socio-política.

Al describir la experiencia religiosa se acude a diferentes puntos de apoyo, como pueden ser la «no obviedad del mundo», ya que, por ejemplo, la vida no puede comprenderse por ella misma; el hombre no está seguro, su existencia está puesta en juego tanto en cada elemento aislado del mundo como en su conjunto; el hecho de la existencia no se comprende con sólo la mirada, sino que es algo desconocido, a pesar de «todas las comprensiones»; lo que existe no es necesario, sino dado de «hecho» y, además, está la vida humana atravesada por la libertad.

Otro punto de apoyo es la experiencia de la finitud, que tenemos tanto con respecto a las cosas que hay a nuestro alcance como con respecto a nuestra propia existencia, finitud que nos lleva a preguntar: ¿frente a qué y frente a quién tal finitud, tal limitación? Un tercero puede ser la descripción de los diferentes procesos ordenadores morales y sociales que se perciben como obligatorios. Precisamente las más profundas crisis sociales y políticas de nuestro momento consisten en que la obligatoriedad se debilita porque desaparece de ellos el elemento religioso.

Y hay otros puntos de apoyo, pero sobre todo es en la experiencia de lo sagrado, que está en la raíz de la existencia, donde se manifiesta esta experiencia religiosa. Digo sobre todo, porque lo sagrado es cualidad que tiene propia y exclusivamente la realidad religiosa y ninguna otra. «Tan exclusiva, que no tenemos un concepto ni una adecuada escala de valores que se ajusten a ella partiendo de la condición de la existencia inmediata; pero tan clara y determinada en sí misma que se reconoce en todo encuentro, aun en el más leve» (R. Guardini, Religión y Revelación, t. 1, 101, Ed. Guadarrama).

Todos los elementos de la existencia, acciones, cosas, dolor, destino, autoridad, fiestas, ordenaciones, relaciones, obtienen su pleno sentido solamente cuando alcanzan la dimensión de lo religioso, más allá de su contenido inmediato. Sin él se vacían de sentido y pierden su consistencia. No es que el hombre esté completo en sí, y al margen de eso, si siente necesidad, pueda entrar también en una relación religiosa, sino que su existencia sólo llega a estar completa en lo religioso. «Hacer a los hombres eternos y felices» es la búsqueda de todos y el esfuerzo, a lo largo de la historia, de los que se han preocupado por todo lo que supone el conjunto de la condición humana. Y la misma historia nos presenta pueblos que, con un ardiente sentido de eternidad y de anhelo de felicidad, levantan construcciones de piedra que el desierto no puede sepultar. La solución al problema «hacerlos eternos y felices» es una respuesta de orden religioso, es una solución de fe. En la acción del hombre y en su vida misma hay algo que le sobrepasa. Lo religioso es el poder secreto capaz de transformar y fortalecer la realización propia del hombre y de cualquiera de sus acciones. Las obras del orgullo humano acaban por autodestruirse. Por eso, de ninguna forma los cristianos pueden predicar humanismos equívocos, que son otras tantas complicidades con la idolatría de nuestro tiempo. Es la hora de recordar que sólo Dios es Dios y que todo lo que se construye al margen de Dios está abocado, tarde o temprano, a la destrucción.

No pueden separarse los problemas del hombre y de su destino de su relación con el mundo empírico, porque es en éste donde concretamente se realiza. Pero lo que implica esta relación no es ni puede ser comprensible sólo desde este último, es decir, desde el mundo empírico; ni puede supeditarse a él, ni dictaminarse desde él, o en función de él, su línea de actuación. El modo que tiene el hombre, con sentido religioso auténtico, de ponerse ante el mundo se refiere a «su salvación» y «plenitud» . Escamotearle esta realidad es privar de sentido a la vida humana, ya que únicamente en ella lo encuentra. Y lo encuentra no sólo de un modo relativo, que depende de situaciones circunstanciales de tipo cultural, social, económico o de cualidades individuales como dotes personales de creación artística o de trabajo, sino de modo absoluto.

La salvación significa que la existencia del hombre llega a su plenitud y es ordenada para siempre a su felicidad. Da la respuesta definitiva a las preguntas de por qué y para qué y con referencia a qué existe. Es existencial en el más hondo sentido de la palabra. Lo religioso toca la conciencia, el centro sensible a la ley, a la norma y a la responsabilidad; el hombre tiene que hacer algo o dejarlo de hacer, configurar su vida de un modo determinado. Constituye «un camino»; abre «un mundo», entendiendo esta palabra tanto en sentido objetivo como subjetivo; establece una conexión de cosas y acontecimientos, de relaciones con hombres y obras, de experiencias y situaciones. Darse cuenta de que Dios existe, de que se ha revelado al hombre, y de que se ha hecho como él, asumiendo su propio destino para hacerlo «eterno y feliz» de un modo que ni siquiera puede concebir, le obliga de tal manera que no puede dejar nada de su existencia fuera de esta relación de amor salvador.

El que lucha por la única esperanza de los bienes materiales no recogerá nada por lo que merezca la pena vivir. Trabajando únicamente por los bienes materiales construimos nuestra prisión. No se puede concebir una acción sin un criterio de eficacia, pero esta eficacia material, inmediata, no es la única realidad, ni siquiera la verdadera realidad. El no ver esto lleva al hombre a consecuencias tremendamente dolorosas, de las que nuestra época tiene mucho que decir. Por ejemplo, es estremecedor ver con qué ligereza ha tomado nuestro mundo el derecho a la vida y a la muerte, a romper la familia, a favorecer todo tipo de placer, destruya lo que destruya; a manipular con «supuesto» criterio de eficacia, pero sin ningún sentido ético, los inventos de la ciencia y de la técnica. Todo esto comporta consecuencias y efectos no sólo visibles, sino también inconscientes, que están dañando a la persona: opresiones, angustias, melancolías que aparecen de repente, suicidios, hastío de la vida, inseguridades. Hechos y situaciones que, si se siguieran cuidadosamente en su proceso, nos harían retroceder hasta transgresiones contra las raíces de la vida y contra la dignidad del hombre, a pesar de que lo que llevó a actuar eran «motivaciones razonables y apremiantes».

Es vital asumir con sentido religioso la responsabilidad por el conjunto de la existencia #

La acción lleva a los hombres a una vida más fuerte que los moldea, pero al mismo tiempo tiene que significar una toma de conciencia, una responsabilidad sobre las consecuencias. Por haber conseguido un poder, antes inimaginable, sobre la naturaleza, se ha cargado a la vez de una insospechada responsabilidad que tiene que asumir como individuo y como perteneciente a un grupo social –miembros de una institución, de un centro de investigación, de una empresa, de un partido, de un gobierno, de una nación–. Tenemos que acostumbrarnos al concepto de una responsabilidad colectiva que, ciertamente, sólo puede integrarse partiendo del libre compromiso de las personas. Esta responsabilidad, tanto en su aspecto individual como social, es tan grande que el hombre no puede llevarla sólo; tiene que compartirla con el Creador y ser consciente de ella a la luz del poder soberano de Dios para no quedar al arbitrio de sus ambiciones, pasiones y equivocaciones.

Hoy como ayer, lo que imprimimos todos en el mundo que habitamos es la marca del rostro humano. Y todos somos responsables de la fisonomía que éste está recibiendo: costumbres, normas, formas sociales, cultura, diversiones, ocio, riqueza, pobreza, opresiones, libertades o libertinajes, moralidad o amoralidad, empleo de los medios de producción, etc. Es ya un símbolo el hecho de que grandes descubrimientos de nuestra época se hayan logrado y desarrollado en conexión con las guerras, y el hecho de que exista como amenaza real un poder destructor tan enorme. Las ocasiones de las más osadas edificaciones y de destrucciones hasta los cimientos nunca habían estado tan estrechamente unidas. ¿Por qué no se emplea todo en el mejoramiento de los hombres, en levantar del subdesarrollo de la pobreza a tantos millones de seres humanos? ¿Por qué todo se convierte en instrumento de ambición y poder? ¿En torno a qué objetivos se mueven las investigaciones, los planteamientos científicos? Una auténtica presencia de Dios entre los hombres hace penetrar hasta la esencia de las cosas y abre los ojos ante las desviaciones. Sin el sentido religioso, el hombre, en todas sus acciones, parece un emigrante que ni siquiera ha fundado su patria.

Por eso es sobremanera apremiante la llamada del Concilio Vaticano II a todos los hombres y, sobre todo, a los que creen en Jesucristo, alfa y omega de todo lo que existe. «El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (GS 43). La acción se realiza en unas circunstancias temporales, pero el hombre católico tiene que realizarla sabiéndose en colaboración con la voluntad de Aquel que ha creado este mundo y que está por encima de todo. En medio de nuestra vida, invadida por tantos egoísmos y mentiras, nuestros esfuerzos han de ser para recuperar lo que en el principio determinó la vida del primer hombre, antes de que éste pusiera su propia voluntad por delante de la de Dios. No podemos dejar la cultura, el trabajo, ninguna clase de acción, en manos de la incredulidad, y con esta palabra no me refiero sólo a aquellos que rechazan la fe en Cristo y en su juicio, sino también a aquellos que, aunque dicen creer religiosamente, no realizan sus acciones a partir de la responsabilidad de esa fe, sino sólo por habilidad en los asuntos, o por ventaja personal de la índole que sea. La sabiduría popular dice mucho y bien con el «hacer las cosas como Dios manda». Se ha desprendido el fondo de oro en las representaciones alusivas a Cristo y al misterio por Él revelado, pero sigue siendo, para quien de Él vive, causa de elevación y superación: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Las cosas no pueden ser Dios para el hombre. Los mitos y los ídolos caen muy rápidamente. No hay nada ni nadie que pueda ser adorado sino Dios.

Es vital para el hombre asumir con sentido religioso la responsabilidad por el conjunto de la existencia a la luz de Dios. En los mejores casos se ha entregado a responsabilidades aisladas de índole científica, artística, económica, técnica, pero las ha absorbido la ambición de poder y ganancia. Se ha olvidado de la responsabilidad por la vida misma y se le ha obnubilado su sentido. En realidad, de lo que se trata, para la tarea de los cristianos, no es de reformas que se pongan en marcha aquí o allá, sino previamente de volver al sentido cristiano de la vida con todas sus consecuencias. Sentido cristiano, el único eficaz para poner un nuevo fundamento y una nueva libertad que hagan capaces al hombre de captar con su mirada el carácter auténtico de los procesos y de establecer las leyes para conseguirlos; para saber distinguir entre fin y medio, entre lo que está lleno de valor y lo que no lo tiene, entre lo correcto y lo falso, entre lo malo y lo bueno. Sin un sentido religioso serio y profundo, que se traduzca realmente en vida, cada vez se hace más difícil al hombre actual lograr una jerarquía de valores, un auténtico juicio de valor, y distinguir lo principal y lo anecdótico. Al perder la fe en Dios se pierde el sentido de la recta dirección y se tiene la opinión de que el hombre por sí solo es el responsable de la existencia y el único señor de ella. Y entonces, ¿a merced de qué se queda la existencia entera?, ¿de la ideología que pueda surgir en ese momento?, ¿de la ambición de unos, o de las aberraciones de otros? Y sucede que las estridentes llamadas y gritos atraen, de inmediato, mucho más que las sencillas descripciones que hacen los que quieren de verdad la redención del hombre.

Nuestra misión es desarrollar, no enterrar, ni corromper, ni siquiera entremezclar con otros vinos y licores la presencia del elemento religioso. Cada grado de obediencia para con Dios significa en el hombre un grado superior de libertad auténtica y señorío. El mundo y el hombre sin Dios, ¿qué consistencia tienen?, ¿a imagen y semejanza de qué, su línea de progreso y ascensión? La torre de Babel es un hecho que se repite constantemente en los múltiples campos en que se desenvuelve la vida humana, cuando se desarrolla a espaldas de la sabiduría, la verdad y la bondad de Dios.

Toda caída del hombre es provocada por el apartamiento de Dios, por la falta de reconocimiento de su Ser, y por el abandono de sus exigencias y mandatos, en los que está nuestra libertad y nuestra verdad. El poder y la fuerza, independizadas del Dios verdadero, se convierten en algo que desencadena consecuencias que el hombre sufre en su propia dignidad y en su propia carne y sangre, pero que, ciego ante el resplandor de lo que parece logro y éxito inmediato, placer y ambición satisfecha seguida, no ve hasta que le deshacen en lo más radical de su vida: odios, guerras, opresiones, enfermedades, desviaciones de la misma naturaleza, carencia de ética, libertad y dignidad, angustia ante los poderes nucleares y bioenergéticos conseguidos y que están en manos del orgullo y el afán de posesión. Las posibilidades realmente salvadoras se encuentran en la conciencia del hombre que está ligado con Dios de modo vivo. Por eso la fe, lo mismo que el descreimiento, se convierten en factores históricos decisivos.

El cristiano «saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo» (Mt 13,52) #

Centremos la reflexión en nosotros mismos: hay un abismo entre la doctrina evangélica y la vida real de los pueblos que se llaman cristianos. ¿Cómo van a suponer que el cristiano perpetúa en la tierra la obra del Hijo de Dios, que vino a liberar al género humano de lo que es la verdadera opresión, la causa de todos los males, «el pecado», si no demostramos nosotros mismos en los hechos, por medio de las «nuevas costumbres» del Evangelio, que para nosotros ha pasado ya la antigua servidumbre y que todo ha sido renovado? ¿Cómo van a poder creer que Cristo resucitado vive en nuestras obras, actuaciones, juicios, sentimientos, si no les probamos efectivamente que es así? ¿Cómo van a creer, a juzgar por nuestras vidas? ¿Cómo van a poder reconocer que somos portadores del mensaje salvador si ven que nos comportamos igual que un partido, un clan, si les ofrecemos el bochornoso espectáculo de un catolicismo sin alma y sin vida? ¿Cómo van a poder ser atraídos por unos hombres que se dicen en posesión del camino, la verdad y la vida, pero que realmente no parecen tener distintas convicciones y hechos de vida, leyes y juicios de valor, obras y sentimientos? No parece sino que nos dicen: Vosotros no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro, ni habita su Palabra en vosotros (Jn 5, 37-38). A Dios nadie le ha visto jamás, nos dice San Juan; pero según San Pablo, Él ha hecho de la Iglesia su cuerpo, que se edifica en el amor. Los ojos no pueden mirar de hito en hito al sol, pero le pueden ver reflejado en el espejo del agua. Así, en el semblante de la Iglesia los ojos de los hombres tendrían que contemplar al Sol de Verdad y Justicia. Pero los que nos observan no pueden ver la verdadera belleza de su rostro, porque nosotros nos empeñamos en desfigurarlo.

Pertenece a la misión cristiana interpretar el tiempo de la tierra y del cielo: Cuando veis una nube que se levanta en el Occidente, al momento decís: «Va a llover», y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: «Viene bochorno», y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? (Lc 12,54-56). El cristiano tiene que reconocer la imagen en nuestro tiempo y saberlo expresar. Sabe sacar cosas nuevas y viejas (Mt 13,52) del tesoro de la revelación que le ha sido confiada para interpretar el tiempo. Sí, ciertamente, Dios no está en el fondo de oro de la Edad Media, pero también es cierto que la poderosa captación de Dios que llenaba e invadía el ánimo y el espíritu de los Padres de la Iglesia, y más tarde de los siglos medievales, no se ha conservado viva en los últimos siglos.

A la virulencia anticristiana no se puede contestar con un correspondiente «anti» de los cristianos; respuesta cristiana será la que, al recibir el golpe ciego y enemigo en toda su hondura, sepa transformarlos en algo luminoso y fecundo. Tiene que ver de dónde surge ese grito y comprenderlo, así como la necesidad que lo ha impulsado; en ocasiones será contra una mala expresión y representación nuestra de la existencia cristiana. En todas las épocas de la historia lo cristiano es el mismo Jesucristo, lo que a través de Él llega al hombre y la relación que a través de Él puede mantener el hombre con Dios, con los demás y consigo mismo. «Un contenido doctrinal es cristiano en tanto que procede de su boca. La existencia es cristiana en tanto que su movimiento se halla determinado por Él. En todo aquello que pretende presentarse como cristiano, tiene que estar dado o contenido. Él, la persona de Jesucristo, en una unicidad histórica y en su gloria eterna, es la categoría que determina el ser, el obrar y la doctrina de lo cristiano». (R. Guardini, La esencia del cristianismo, Madrid 1964, 105).

La participación en la vida terrestre es la expresión de un deber: el amor a Dios y el reconocimiento de sus derechos, y dentro de este mismo amor y obediencia, el servicio a los demás y el establecimiento de unas relaciones humanas dignas y justas. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas (Mt 23,37-40). Esta directriz general no entra en detalle en las tareas concretas que hay que realizar, pero supone la referencia a una concepción del hombre que es lo que aporta Cristo a través de su Iglesia.

No podemos, como piensan tantos hombres de hoy, hacer del hombre lo que queramos. El hombre no es creación del hombre, no tenemos que inventar un tipo de humanidad. Esta es precisamente la tarea: aplicar la visión divina del hombre y de su destino a las situaciones concretas particulares. «La tarea del cristiano, por lo que se refiere a las realidades terrestres, es consagrarlas, es decir, darles ese ambiente de gracia que es el único en cuyo interior pueden alcanzar toda su plenitud, siendo curadas en sus heridas y desarrolladas en sus virtudes, lo cual se hace por los sacramentos. Pero lo propio del seglar en la Iglesia es precisamente ser quien deriva, en cierta manera, hacia las realidades terrestres lo que es recibido por la gracia de Cristo. La función del sacerdote es transmitir esta gracia. Y la función del seglar, hacerla penetrar en todas las realidades del hombre. Esto comienza con el sacramento del matrimonio. En el clima de la gracia del matrimonio, el amor humano, el amor del hombre y de la mujer, el amor de los hijos, realiza en su propia línea sus supremas delicadezas y sus más hondas profundidades.»

»Lo mismo ocurre en otros dominios. Dentro de la gracia cristiana, la inteligencia del hombre ha alcanzado sus más altas cumbres. A medida que se estudia más la filosofía de la India, la de la Grecia antigua, el pensamiento del Islam, más se persuade uno de que, si sólo en nuestro Occidente se ha llegado a ciertas verdades, se debe, como piensa Gilson, a que la razón humana ha sido ayudada por la gracia de la revelación de Cristo, desde fuera, y por las energías vivificantes de la fe, desde dentro. Y no hay por qué sentirse orgullosos de ello, pues no se debe a la calidad del espíritu occidental, sino al hecho de que, hasta el momento presente, sólo en Occidente ha estado la inteligencia durante siglos envuelta en el clima de la gracia. Y en la medida en que la gracia se retira de la inteligencia de Occidente, ésta cae en la confusión del espíritu. Esa es una de las maravillas de la gracia de Cristo, que conduce las realidades humanas mismas, en su propio orden, a su perfección, independientemente de lo que ella les añade, haciéndoles sobrepasarse a sí mismas.»

«Presentaré otro ejemplo. Una de las cosas que más me preocupan hoy es un cierto abandono de ese tesoro de costumbres cristianas acumuladas durante siglos de fe y que penetraban la vida familiar, la vida social, incluso en ciertos aspectos la vida profesional. Habían sido el resultado de una larga y difícil conquista. Tenemos la impresión de que hoy están perdiéndose. Por ello pienso que no hay tarea más magnífica, sobre todo para mujeres cristianas, que trabajar por reconstruir ambientes de existencia cristiana. El amor humano, la inteligencia, el trabajo humano, encontrarán ahí también su dignidad y su significado» (J. Daniélou, Escándalo de la verdad [Guadarrama], 215-217).

En España el sentido católico, expresado en su cultura, acontecimientos, tradiciones, costumbres, etc., siempre ha sido un hecho y, más aún, un factor decisivo de su historia y en su historia. No puede mirarse a España sin verla siempre marcada con el sello de su religión cristiana y católica. Hablo del sentir, querer, pensar y actuar de un pueblo que, con su luces y sombras, aciertos y errores, valentía y cobardía, generosidad e injusticia, ha querido siempre ser católico, hijo de la Iglesia de Cristo. Las sombras, los errores, la cobardía, la injusticia, no está, como muchos nos acusan, en el hecho de haber sido católico, sino en no serlo suficientemente. Se pretende hacer culpable al catolicismo en cuanto tal, y vemos católicos abrumados, con una especie de complejo de culpabilidad, por el hecho de serlo. No se atreven a hablar de la grandeza de las obras de Dios llevadas a cabo sin alharacas, de la oración, de la fuerza de la adoración y de la realidad del amor de Dios expresado en la obra concreta de la salvación. No se atreven a plantear el aspecto sagrado del amor, de la misión de la familia en el mundo; de que la técnica no tiene derechos soberanos y que hay un umbral ante el que tiene que detenerse.

¿Tiene sentido el hecho de ser tildado de progresista o de integrista? Para el católico, ni la tradición ni el progreso pueden constituir ídolos, pues sólo el Evangelio y la Iglesia constituyen su último punto de referencia. El católico, como decía Merleau-Ponty, es un mal revolucionario y un conservador poco seguro. Necesitamos hombres y mujeres que vuelvan a encontrar la salud gozosa de la fe, que vivan en un clima de alegría y no como perros acosados. Tenemos la certeza de que la luz de Cristo ilumina y renueva todas las cosas. Hay que devolver al amor humano su destino profanado y encontrar su significación sagrada. No podemos cargar con la responsabilidad de vaciar al catolicismo de su trascendencia para adaptarlo a una sociedad técnica, de consumo, que además ya siente la necesidad de lo sagrado. Cuando la Iglesia, a través del Papa, preserva a la sal de toda corrupción, es la institución más joven y renovada; mientras que los que abren tantas puertas, por donde se escapa el ser y la dignidad misma del hombre, son viejos decrépitos. No hay cosa que desagrade más y haga más daño que una Iglesia que disimula su mensaje para que así lo acepten mejor.

Lo que se nos pide es que demostremos cómo ese mensaje responde al interrogante del hombre de hoy acerca de Dios. No sé si haciendo amplias concesiones con respecto a las costumbres que tienden a imponerse le sería fácil ganarse adeptos; pero una Iglesia así, degradada en su moral, sería tan despreciable como la Iglesia vaciada de sus dogmas, que algunos quisieran promover.

La parábola del samaritano, símbolo de Pablo VI para la Iglesia del Vaticano II #

Nada favorece tanto a determinadas propagandas culturales y sociales como el insistir en la «estrechez católica» frente a la amplitud de una religión natural. Pero ¿qué es esa estrechez católica? Defender la significación sagrada del amor y el derecho a la vida en gestación; enseñar al mundo que la enfermedad soportada con valentía, la vida impregnada de sacrificio, entrega y lealtad, dan lugar a bondad, sabiduría y madurez mucho más «dignas de vida» que una salud que hace al hombre brutal y una inteligencia que arroja la existencia a lo meramente exterior; el amar contra un saldo final que entrega la vida al egoísmo del individuo, a su placer, a la sociedad de consumo, a los objetivos de ideologías y sistemas ateos y materialistas que matan la raíz del existir humano; mostrar que es esencial que campee en la Iglesia la contemplación sobre la impugnación, y que, por eso, todo lo que amenace al sentido de Dios, la adoración, lo sagrado, constituye el peor peligro; «afirmar que, si es cierto que la caridad es la piedra de toque de la autenticidad de la práctica sacramental, también lo es a la inversa: que la caridad, en el sentido cristiano y sobrenatural de la palabra, no puede existir independientemente de la vida sacramental» (Daniélou, El dedo en la llaga, Bilbao 1970, 75); exponer al mundo del siglo XX, en el Vaticano II, que los consejos evangélicos, castidad ofrecida por Dios, pobreza y obediencia, son un don divino que la Iglesia recibió del Señor (LG 43); que la perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor, es al mismo tiempo emblema y estimulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo (CD 16).

La Iglesia es la representación del acontecimiento central del mundo: que Dios ha dicho su palabra a la pregunta del hombre y de la humanidad abierta a Él. Palabra conciliadora y redentora cuyo carácter se hace visible, sobre todo, en que no se pronuncia desde lo alto del cielo, sino en que se haya hecho carne, viva entre nosotros y haya querido convertirse en un nuevo centro para la conciencia de la humanidad. Pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud, y reconciliar por Él y para Él todas las cosas (Col 1,19-20). «Este destino no sólo no priva al orden temporal de su autonomía, de sus propios fines, leyes, ayudas e importancia para el bien de los hombres, sino que más bien lo perfecciona en su valor e importancia propia y, al mismo tiempo, lo equipara a la íntegra vocación del hombre sobre la tierra.»

«En el decurso de la historia, el uso de los bienes temporales ha sido desfigurado con graves defectos, porque los hombres, afectados por el pecado original, cayeron frecuentemente en muchos errores acerca del verdadero Dios, de la naturaleza del hombre y de los principios de la ley moral, de donde se siguió la corrupción de las costumbres e instituciones humanas y la no rara conculcación de la persona del hombre. Incluso en nuestros días, no pocos, confiando más de lo debido en los progresos de las ciencias naturales y de la técnica, caen como en una idolatría de los bienes materiales, haciéndose más bien siervos que señores de ellos… Hay que establecer el orden temporal de forma que, observando íntegramente sus propias leyes, esté conforme con los últimos principios de la vida cristiana, adaptado a las variadas circunstancias de lugares, tiempos y pueblos» (AA 7).

Pablo VI, en la alocución pronunciada durante la sesión pública con que se clausuró el Concilio Vaticano II, dice que la introspección que había hecho la Iglesia fue «para hallar en sí misma, viviente y operante en el Espíritu Santo, la palabra de Cristo y sondear más a fondo el misterio, o sea, el designio y la presencia de Dios por encima y dentro de sí y para reavivar en sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría, y reavivar el amor que le obliga a cantar sin descanso las alabanzas de Dios: Cantare amantis est, es propio del amante cantar, dice San Agustín. Los documentos conciliares, principalmente los que tratan de la divina Revelación, de la liturgia, de la Iglesia, de los sacerdotes, de los religiosos y de los laicos, permiten ver claramente esta directa y primordial intención religiosa y demuestran cuán límpida, fresca y rica es la vena espiritual que el contacto con Dios vivo hace saltar en el seno de la Iglesia y correr por su medio sobre los áridos terrones de nuestros campos» (Pablo VI, El valor religioso del Concilio [7 diciembre 1965] n. 5).

Bajo esta misma luz, Pablo VI señala que la parábola del samaritano es el símbolo de la Iglesia del Vaticano II. La parábola de Jesús sobre el compasivo samaritano rompe todas las fronteras de pueblo y grupo social, riqueza y cultura, y muestra la relación de «prójimo» entre el herido que es judío y el viajero que es samaritano; dos grupos nacionales que se odiaban y despreciaban mutuamente. Ahí está la hondura de la significación: vínculo de caridad entre aquel cuyo corazón se abre con todas sus posibilidades a la llamada de la necesidad y acogida de aquel que necesita ayuda. La Iglesia católica, como el samaritano del Evangelio, se detiene ante el hombre herido y siente la necesidad de conocer, acercarse, comprender, penetrar, vivir, evangelizar la sociedad en que él vive.

«El descubrimiento de las necesidades humanas –y son tanto mayores cuanto más grande se hace el hijo de la tierra– ha absorbido la atención de nuestro sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros –y más que nadie– somos promotores del hombre» (ibíd., n. 8).

La Iglesia católica tiene un mandato de Cristo: Cuanto hicisteis a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40). El más pequeño, el que ni siquiera puede reclamar para sí ninguna de las razones que pueden mover el interés de ayudar, ni la admiración, ni la simpatía, ni la utilidad; el más pequeño, porque allí donde está aparece el mismo Jesús. Desde Cristo cae la luz sobre la confusión que atraviesan las relaciones humanas: el mandato siempre nuevo.

«La mentalidad moderna, habituada a juzgar todas las cosas bajo el aspecto del valor, es decir, de su utilidad, deberá admitir que el valor del Concilio es grande, al menos por esto: que todo se ha dirigido a la utilidad humana; por tanto, que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre. La religión católica y la vida humana reafirman así su alianza, su convergencia en una sola humana realidad: la religión católica es para la humanidad; en cierto sentido, ella es la vida de la humanidad. Es la vida, por la interpretación, finalmente exacta y sublime, que nuestra religión da del hombre (¿no es el hombre, él solo, misterio para sí mismo?), y la da precisamente en virtud de su ciencia de Dios: para conocer al hombre, al hombre verdadero, al hombre integral, es necesario conocer a Dios… Es la vida porque describe su naturaleza y su destino y le da su verdadero significado. Es la vida porque constituye la ley suprema de la vida, y a la vida infunde la misteriosa energía que hace que la podamos llamar divina» (Pablo VI, ibíd., n. 15).

Cuando la Iglesia mantiene con firmeza su autoridad, no es para defenderse a sí misma, sino para mantener intacto el depósito que Jesucristo le ha confiado. Al obrar así, defiende los bienes más valiosos del hombre, defiende lo verdaderamente humano contra lo que tiende a destruirlo, sale al paso de una subversión total de los valores, de una perversión de la inteligencia y de una insensata regresión. Tiene la misión de hacer presente a Jesucristo a los hombres, debe anunciarlo, mostrarlo y darlo a todos. Lo demás es consecuencia de ello. Hay quienes pretenden convertirla en instrumento de sus ambiciones o móviles humanos. Pero consciente de su ser y su fe, pronto afirma su identidad.

Como dice Henri de Lubac en su libro Meditación sobre la Iglesia, para algunos, más que la mensajera y la guardiana del Evangelio, es la majestuosa heredera del mundo helénico y romano. Otros la consideran como una gran fuerza de propulsión y de progreso que arranca a los pueblos de su inercia. Unos humanistas la alaban por haber salvado en las épocas bárbaras la cultura antigua. También se le expresa el reconocimiento por haber impulsado las artes. Algunos hombres sabios ponen en ella su confianza por estimar que es la única fuerza espiritual capaz de llegar a dominar y resolver los problemas. Desde otras fuentes se celebra su influencia civilizadora, la regla que impone a las costumbres, la magnífica floración de sus obras educadoras o de sus institutos de caridad y los cuidados que dispensa a cada una de las fases de la existencia humana.

«Tantas admiraciones, tantas alabanzas y tantas esperanzas no nos dejan insensibles. Aun en medio de su exclusivismo, casi siempre ponen de manifiesto algún punto de vista exacto y de gran valor. Nunca se ponderará suficientemente la profunda humanidad de la Iglesia, sobre todo en nuestra época, en la que este bello vocablo de humanismos está cada vez más acaparado, con el consentimiento de los cristianos, por los enemigos de Dios. Estos mismos puntos de vista, parciales e inexactos, de los que la alaban, no vienen a ser sino un homenaje rendido a la plenitud y al equilibrio de su acción. Pero desde el mismo momento que se desconoce lo esencial, se corre el peligro de desviarse. Cuando sólo se ven en la Iglesia sus méritos humanos, cuando se la considera como un medio, tan noble como se quiera, pero sólo un medio para conseguir un fin temporal, y no se sabe ver en ella principalmente y ante todo un misterio de fe, no se la comprende en toda su realidad, aunque se siga siendo vagamente creyente. Y lo mismo que se admira en ella queda desvirtuado; el elogio que se le tributa no es más que vanidad, cuando no resulta una blasfemia» (H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Bilbao 1972, 193).

La Iglesia católica no significa nada para nosotros si no es el sacramento, el signo eficaz de Jesucristo. Esta es la presencia de la Iglesia católica en nuestras ciudades: la mano del compasivo samaritano que salva la vida del hombre robado y herido por los ladrones. Ella muestra que el respeto a la persona tiene su fundamento último en el hecho de que está llamada a un destino que sobrepasa la existencia terrestre. La comunidad de personas es la realidad concreta de la ciudad futura que se elabora a través del mundo presente. La revelación del valor infinito de la persona humana tiene su origen y sólo adquiere la plenitud de su sentido en la revelación que se nos hace en el Evangelio del amor de Dios a todos los hombres.

Las novedades históricas #

Las novedades históricas del mundo actual #

Es ya muy tópico hablar de la nueva era de la humanidad, iniciada a raíz de la primera bomba atómica en la segunda guerra mundial, o a raíz del lanzamiento del primer satélite artificial. Se habla de la era posindustrial o superindustrial. Esos serían como los signos más manifiestos de la nueva era.

En la imposibilidad, personal y objetiva, de formular una constatación total y profunda, refleja y científica, sobre cuanto supone de novedad este mundo moderno, bástenos tomar conciencia primera y de síntesis, suficiente, por otra parte, para adoptar unas posturas éticas fundamentales.

Podemos sistematizar las siguientes características principales, que entran directamente en nuestro tema.

El «homo technicus» y la ciudad secular6 #

El homo faber se ha superado a sí mismo y se ha hecho homo technicus, llegando a las computadoras. Las posibilidades de la técnica dan lugar a ensoñaciones y argumentos de novelas y de películas de ficción antes insospechadas. La tecnología misma ve formulados sueños. Y aunque se habla de riesgos y perjuicios que la gran técnica trae consigo –polución del medio, manipulación de masas por los científicos–, su optimismo no decrece, porque se espera que la tecnología formulará un uso racionalizado de la técnica para soslayar esos peligros.

El resultado es que el hombre moderno, el homo technicus, se ve a sí mismo, se experimenta incluso, como superador de no pocas ataduras y esclavitudes a que las fuerzas de la naturaleza le tenían y tienen sujeto. Se ve transformador de la naturaleza, poniendo las fuerzas de la misma a su servicio.

Aplica la técnica incluso a su propia naturaleza y a sus relaciones sociales, estudiando y manejando los resortes de las ciencias positivas antropológicas –en medicina, psicosociología, culturización, racionalización del trabajo y del consumo, del ocio y de la vivienda, del hambre y aun de la violencia y el crimen– y se percibe como auto-liberador de opresiones y esclavitudes sociales, como transformador de la sociedad.

Por otra parte, y ante los éxitos de sus esfuerzos, se comprueba a sí mismo como dictador de la marcha de la historia, como sujeto decisor y realizador de la historia, y no sólo como objeto inmerso en unas leyes de la historia fatales e indominables. La humanidad, que ha cobrado conciencia y realidad de inicial unidad, es el sujeto que ya puede decidir su propia historia.

El homo technicus se ve aún, en muchos campos, objeto dominado por las fuerzas o leyes de la naturaleza y de la historia; pero se auto-descubre, cada día más, como posible dominador y transformador. Las fuerzas de la naturaleza y de la historia no le constituyen un deber, sino una fatalidad que con su iniciativa puede ir superando: su responsabilidad y deber es liberarse de esas ataduras, en vez de doblegarse, impotente, a ellas. Se siente así formulador y creador de una nueva moral en relación con esas fuerzas.

Incluso de una nueva moral en sus relaciones sociales: lo que siempre fue no le constituye deber; las tradiciones más o menos sagradas e intangibles, porque nació y se formó en ellas, las rompe y las supera. Su deber es el hacerse libre y configurar una sociedad y una historia en que cada uno pueda disponer de sí según su libertad.

Es más: el homo technicus no admite que se le aduzca la intangibilidad de la naturaleza y de la historia como creación de Dios o como Providencia suya para que desista o se le frene en su pretensión de dominar la naturaleza y la historia. Dios no ha podido querer, intangibles, las enfermedades, las esclavitudes ante la naturaleza, las opresiones sociales y las explotaciones. En todo caso, de haber Dios, Dios ha hecho a los hombres, a todos, de la misma dignidad, les ha dotado de iniciativa e inventiva, de libertad y responsabilidad propias para que se superen y se realicen a sí mismos, liberándose de forma que las victorias del hombre sean signos de Dios, de la grandeza de Dios (cf. GS 34c; 36b; 43a; 55; 57), porque más potencia creadora se requiere para crear un ser imperfecto, que se auto-perfeccione luego él mismo, que para crearlo ya perfecto-estático.

El homo technicus es, pues, secularizante: descalifica y niega a todo dios proclamado como freno a su propia vocación del transformador y auto-liberador. Lo que supone un giro antropológico aun en la teología7.

Por último: el homo technicus comprende que, de haber Dios, Dios no es un elemento integrante de la naturaleza ni de la historia. Dios no es un factor más que haya que tener en cuenta en los cálculos de química o física o en los proyectos de sociedad: no es un dato científico ni un dato humano. Dios le es, pues, inútil, total y rotundamente, a la hora de transformar la naturaleza y la historia. Cuando se trata de las relaciones con la naturaleza o la historia y el mundo, Dios cae fuera, o más allá, o en el fondo inaferrable científicamente: Dios es el Todo Otro8. En todo caso, requiere otro tipo de relaciones específicas y únicas con Él; habría que celebrarle en otro plano: es «extrínseco» al mundo. Con Él hay que situarse en el plano de la libertad personal y no en el de la naturaleza y la historia.

El «homo sapiens» y la sociedad pluralista y permisiva #

La sociedad moderna ha superado o está en vías de superación –con posibilidad, de hecho, de superarlo en unos decenios– del analfabetismo en todo el mundo. Los países desarrollados, por otra parte, cuentan con niveles científicos y culturales altos y crecientes. Hay que hablar del homo sapiens, no ya sólo por referencia a su constitución originaria de hombre o ser racional, sino también como nivel histórico-social. «Escribir un libro» se pone como tarea de todo hombre desarrollado. Y aunque esté lejos de ser realidad en todos, en el mundo se producen anualmente centenares de miles de libros, cada uno con la pretensión de aportar sus reflexiones y enseñanzas.

Eso hace que tenga que hablarse de pluralidad de culturas, pero en un sentido nuevo, ya que el fenómeno actual ha supuesto un cambio cualitativo en la relación entre las diversas culturas. Filósofos y teólogos hablan de que se ha llegado a que no pocas de las culturas existentes no pueden llegar a un entendimiento entre sí, porque carecen de unos principios comunes, desde los cuales, al menos, iniciar un comienzo de entendimiento. Son culturas irreductibles, entre sí, a unos principios comunes9.

En virtud de ello, no se puede hablar de principios comunes sobre valoraciones radicales y ultimidades, sobre antropologías y concepciones de la vida, de la sociedad, de la historia y del mundo.

A la hora, por tanto, de constituir la sociedad, so pena de incurrir en el recurso a la fuerza, o sea, a la dictadura de base ideológica, no se puede apelar a principios de naturaleza filosófica, sino al principio de la libertad, del pluralismo, es decir, a la sociedad plenamente aconfesional y a-ideológica, a la sociedad permisiva10. Su postulado será la máxima libertad posible para todos, dentro del respeto a un mínimo de orden social público.

El «homo urbanus» y la sociedad funcionalista11 #

Urbanidad, como nota distintiva del hombre urbano, expresaba antes la corrección de formas sociales que se cultivaban y aprendían en la urbe.

La urbanidad del homo urbanus moderno es otra. Sin negarle un mínimo de formalidades, el homo urbanus, viviendo en la gran urbe, en la macrópolis, no conoce ni a sus vecinos; cada uno vive a su aire y en «su mundo»; en medio de millares y millones de hombres, vive solo, salvo –si las tiene– un grupo reducido de amistades que viven distanciadas en la ciudad. El fuerte ritmo acelerado, las distancias, las diversas ocupaciones de cada uno, la configuración de la vida social de la ciudad por números, siglas, funciones, con contactos momentáneos de servicios y funciones, sin contactos continuados cálidos, hacen que se hable de la jungla de asfalto y de vida funcionalista en las ciudades. Cada uno es computado según la función, trabajo o servicio; no se valora a las personas por y en sí mismas según lo que son, sino según lo que hacen, o, incluso, según lo que parece que hacen.

La soledad humana y la falta de contacto con la naturaleza son, así, las características resultantes de ese funcionalismo ciudadano.

El «homo utilis» o «oeconomicus» y la sociedad de consumo12 #

Por último, mencionemos un último aspecto a que ha llegado el homo faber moderno.

La sociedad moderna se caracteriza cada día con más afán por su configuración en orden a la producción y al rendimiento de bienes económicos. Aun los espacios que le quedan al homo urbanus para poderse dedicar a la contemplación de la naturaleza o al estudio y cultivo de valores superiores, están atormentados por la invasión del consumismo.

La técnica ha posibilitado una gran producción de bienes de consumo; pero a la vez ha condicionado y configurado a la sociedad para producir, de tal modo que, para poder seguir subsistiendo en sus niveles económicos, necesita sostener sus mecanismos de producción por el consumo. Se crean así necesidades artificiales superfluas, provocadas y sostenidas por la técnica misma al servicio de tal propaganda por el consumo. El hombre es incitado a consumir, y es tratado como potencial consumidor en función de su utilidad para sostener y aumentar la producción: es considerado como útil, es el homo utilis, objeto y sujeto para la producción, para el sostenimiento económico de la sociedad misma, no sólo del productor. Es la sociedad de consumo.

Las novedades históricas en España #

No es difícil el ver, más en concreto, esas características de la sociedad moderna en España, envueltas, por otra parte, en los acontecimientos políticos del último trienio. Simplemente las mencionaremos, para su recuerdo consciente, por ser ya conocidas y vividas por todos.

España, sociedad nueva #

A España se la cita en el noveno o décimo puesto de los países industrializados del mundo. Al haber entrado en la categoría de «país desarrollado», aunque esté lejos de los primeros, está ya tocada de las características que hemos mencionado.

Recogemos unos datos más significativos y suficientemente constatables13.

España, en la década de los ochenta, alcanzará los 40 millones de habitantes. Su industria provoca ya las notas de la sociedad superindustrial:

– Está padeciendo –en la prensa y los medios, en la calle y en las planificaciones– las características de » sociedad de consumo».

– Si en las sociedades superindustrializadas se ha llegado a un ritmo anual de migración interior que rebasa el 10% de su población, en España –según el III Plan de Desarrollo Económico y Social– se apunta un nomadismo intenso. Mientras en el decenio de los años ochenta las diecisiete provincias del Sur aumentarán su población sólo en 750.000, las del Norte lo harán en 2.400.000. La población rural se concentrará en las cabeceras de comarcas, que tendrán sus servicios y equipamientos urbanísticos para servir a su área de influencia.

Habrá en España 23 áreas metropolitanas, que, con su población, representarán el 53% de la población total. La agricultura y la pesca (primer sector) abarcará en ese decenio el 16% de la población activa; la industria (segundo sector) alcanzará el 42%; y los servicios (tercer sector) abarcará el 42%. Son cifras que se prevén y aproximadas, pero nos muestran que entraremos más de lleno en una ciudad urbana que alcanzará el 84% de la población, por vía, en gran parte, de migraciones interiores, con el consiguiente desarraigo y la consiguiente soledad, que antes ya mencionamos.

Esa nueva sociedad industrial-urbana supondrá no pequeña modificación en la configuración social del país: al entrar muchos en los servicios y la industria, al crecer los niveles económicos y culturales (toda la población escolar, entre los seis y catorce años en Enseñanza General Básica, y toda la de primer grado de Formación Profesional que no prosiga estudios superiores, tendrá –según previsiones programadas– enseñanza gratuita, y el número de graduados de estudios superiores crecerá), aparecerá una muy amplia clase social (media, o –según valoraciones de preferencia ideológica– obrera), que será dinamizador y estabilizador de la convivencia social futura.

La configuración socio-político-jurídica de sociedad permisiva alcanzará una vivencia que ha sido ya postulada en el referéndum de la Constitución nueva, el 6 de diciembre de 1978, artículo 16, que formula la postura a-confesional y a-ideológica del Estado y la libertad confesional e ideológica.

Los 36 millones de turistas que nos visitaron en 1978 crecerán y nos importarán, seguirán importándonos con mayor intensidad, elementos más intensos y nuevos de cambio social, formas de vida que acelerarán el cambio de las formas tradicionales, asimilándonos a los países más desarrollados, pero también más secularizados, más permisivos y más funcionalistas. Esa incidencia se verá aumentada con el crecimiento de salidas de españoles al extranjero, al crecer los niveles económicos. La incorporación de España a la Comunidad Económica Europea, con su flujo y reflujo de intercambios, contribuirá también a ese cambio.

No falta quien aprecie que la secularización del Estado y de las instituciones públicas, la condición de sociedad permisiva, la vida urbana y la sociedad de consumo en España se asentarán, además, bajo el signo o modelo de sociedad neocapitalista de portada occidental. Eso es decir que la religión contará con libertad para que ella misma, sin corte público, reducida al plano meramente de vida de naturaleza privada (aunque actúa en público), se configure con los que quieran seguirla.

Todo ese conjunto traerá consigo, está trayendo ya, cambios importantes en valores y vivencias socialmente cualificados. Así, el modelo de familia patriarcal, propio de sociedades preindustriales y todavía vigente en buena parte de nuestros pueblos, desaparecerá en aras del modelo de familia unicelular o nuclear. La diferenciación socio-funcional de los sexos, en el funcionalismo de la sociedad urbana, desaparecerá. El trabajo de la mujer fuera de casa exigirá nuevos estilos de convivencia en la pareja. La tasa de natalidad descenderá (o mejor, ha descendido ya a niveles europeos: 18 por 1.000) [A. Oresanz, Cambio social y conducta sexual en España, en Pastoral Misionera 14 (1978) 493-501]. Las tensiones sociales, dentro del pluralismo encuadrado en un marco político-jurídico de un Estado de Derecho, superarán su tendencia a la lucha por el pacto, el compromiso o el consenso. El ámbito de la intimidad individual y de la vida privada quedará más defendido frente a los mecanismos estatales, pero se verá invadido –sin ser consciente de ello– por los resortes de manipulación de los «medios» utilizados por la sociedad de consumo, a la vez que quedará aislado por la insolidaridad del aislamiento en que se ve el homo urbanus por el «cada cual vive su vida». Las desviaciones y aun aberraciones sociales crecerán alarmantemente: libertades sexuales de grupos, delincuencia juvenil, aislamiento rotundo de enfermos y ancianos y desvalidos…, por la incitación y provocación del consumismo provocador de deseos de apropiación o de recursos para alcanzar goces inmediatos, o de rechazos de todo lo desagradable y doloroso.

La sociedad permisiva, incapaz de ofrecer liberación verdadera y esperanza real, y aun totalitarista en sus exigencias, provocará evasiones en distintas formas refinadas o brutas (drogas, psicopatologías), o actitudes escepticistas ante la verdad, o formación de grupos de rechazo («el gran rechazo» de que habla Marcuse), aun radicalizados y revolucionarios en mil modos.

En conclusión y resumen: hemos expresado en síntesis la nueva sociedad moderna y española, sin haber pretendido entrar en otros pormenores, sino sólo en los grandes bloques de su configuración. La pregunta que centra nuestra cuestión es sencilla: ¿qué cabida y qué función puede y debe realizar la Iglesia y la religión en esta sociedad urbana, permisiva, secularizante y consumista?

Discernir y valorar #

A la hora de iniciar el discernimiento y valoración de tales posturas y realidades históricas nuevas, no vamos a destacar sus aspectos negativos que otros ya han hecho. Trataremos primero de exponer los grandes principios de valoración, para luego, en una tercera parte, extraer unas consecuencias más importantes.

La insatisfacción de la nueva sociedad #

Ya las llamadas «teologías de la secularización» han sido superadas por sus mismos autores, hacia y por una teología de la celebración o de la fiesta de Dios en la ciudad14. El fenómeno hace previsible un ocaso cercano también de las teologías que se han derivado de aquellas («teología de la revolución», «teología de la liberación», etcétera).

En efecto, la fe cristiana tiene unas exigencias de proyección social hacia la sociedad, sin que se reduzca, por definición, a la vida privada, como ha destacado la nueva «teología política» de hace un decenio escaso.

No tratamos de ellas. Como tampoco de exponer la insatisfacción humana que implica la ciudad o sociedad de consumo, creada para el hombre con aspiración de liberarse, pero quedando aprisionado en su libertad misma por el permisivismo social que conduce a un escepticismo intelectual y a una perspectiva sin horizonte de esperanza. Ya Marcuse lo ha hecho al acusar a esa sociedad de unidimensional (El hombre unidimensional).

Los presupuestos #

Al no ser objeto de nuestra atención directa aquí el tema religioso como tal, ni el de la revelación, sino el de la presencia cristiana en la sociedad, damos por presupuestas una serie de afirmaciones. Entre ellas, las más destacadas son: que Dios es el fin último «extrínseco» del hombre, cuyo fin último «intrínseco», teleológico, es su felicidad, que sólo la encontrará en su encuentro personal con Dios; que Dios todo lo creó bueno, y que sólo por el pecado del hombre se le sublevan y vuelven en contra las cosas al usar de ellas; que Dios creó al hombre muy bueno, a imagen y semejanza suya (B. C. Butler, La notion d'»ímago Dei»: sa signification pour l’étique sociale, en lstina 13 (1968) 451-456); pero que el hombre, Adán. ya en los orígenes, pecó, abusando de su libertad, queriéndose hacer «como Dios», y que el pecado original ha incidido no sólo en perder la amistad con Dios, sino también en haber deformado la capacidad moral natural del hombre, que, aun para cumplir dignamente su vida moral natural necesita, con necesidad moral (no física), de la revelación de Dios y de la gracia sanante de Dios, que, de hecho, se le prestan socialmente por y en la Iglesia; que la fe tiene dimensiones sociales en sociedad privada y pública, porque trata no sólo de salvar a cada hombre, sino también de formar el Reino de Dios y de Cristo, que ha de recapitular toda la humanidad, toda la historia y toda la creación o cosmos, definitivamente en el último día; que la Iglesia fundada por Cristo es ese Reino incoado ya en la tierra, en misterio, y que ella tiene una misión que cumplir no sólo respecto a los hombres individuos-personas, sino también respecto al mundo entero y a la humanidad entera.

Sólo supuestas esas premisas podemos afrontar la temática que se nos ha asignado.

Ante la técnica y la secularización #

La técnica es buena en sí misma #

La doctrina revelada enseña con claridad que el hombre tiene vocación dada por Dios para dominar la tierra (Gn 1,26-28; 9,3; Sb 9,3). Por ello el Vaticano II puede repetir con toda claridad:

«Está ratificado a los creyentes que la actividad humana, individual y colectiva –o sea, el ingente esfuerzo con que los hombres en el decurso de los siglos tratan de mejorar las condiciones de vida–, considerada en sí misma, responde a la voluntad de Dios. Pues el hombre, creado a imagen de Dios, recibió el mandato de que sometiendo a sí la tierra con cuanto en ella se contiene, rigiese el mundo en justicia y santidad, y que, reconociendo a Dios creador de todo, orientase a Él su propia persona y todas las cosas, de forma que, sometiendo todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra» (GS 34a).

«(Los hombres) pueden con razón ponderar que en su trabajo desarrollan la obra del Creador, atienden al bien de sus hermanos y contribuyen con su trabajo personal a que se cumpla en la historia el designio de Dios» (GS 34b).

«Los cristianos, por tanto, lejos de pensar que las conquistas logradas por los hombres con su ingenio y poder se oponen a la potencia de Dios, y que la creatura racional actúa como rival del Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del género humano son signo de la grandeza de Dios y fruto de su inefable designio» (GS 34c).

«Crece en los cristianos la importancia de la función de trabajar con todos los demás hombres para la edificación de un mundo que tiene que construirse más humano… Pues cuando el hombre, con el trabajo de sus manos y con la ayuda de la técnica, cultiva la tierra para que le produzca fruto y para hacerla morada digna de toda la familia humana, y cuando interviene conscientemente en la vida de los grupos sociales, cumple el designio de Dios, manifestado al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y de perfeccionar la creación, y se realiza a sí mismo. A la vez observa el mandamiento de Cristo de entregarse en servicio de los hermanos» (GS 57a-b).

El hombre, pues, con su trabajo y su técnica, «desarrolla la obra del Creador», es adiutor Dei, como decía Bergson (Les deux sources de la mora/e et de la religion, 184ª edición [PUF, París 1969], 246-250). Y eso es bueno «considerado en sí mismo«, pues «responde a la voluntad de Dios» y al mandato de Cristo.

Riesgos en el aprecio de la técnica #

Pero el hombre puede hacerlo malo por no superar un doble peligro que encierra esa tarea:

Porque «las ciencias y la técnica, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas causas de las cosas», pero «el progreso moderno de las ciencias y la técnica», tan acentuado, «puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando al método de investigación que usan estas disciplinas se le considera sin razón como suprema regla para hallar toda la verdad» (GS 57e).

«Es más, cabe el peligro de que el hombre, confiando demasiado en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje ya de buscar las cosas más altas» (GS 57e).

De hecho, en la historia, «incluso en nuestros días, no pocos, confiando más de lo debido en los progresos de las ciencias naturales y de la técnica, caen en una como idolatría de los bienes temporales, haciéndose más bien siervos que señores de ellos» (AA 7 e)15.

Es ésa una «como idolatría», por el cultivo de la autonomía de «las cosas, dotadas de consistencia, verdad y bondad propias, de propias leyes y orden propio» (GS 36b; cf. AA 7a); no es agotar toda su realidad, que tiene a la vez, en el fondo mismo de su autonomía o secularidad, el grito profundo de su creaturidad, de su referencia a Dios. Es «como idolatría» porque se toma la parte como si fuera el todo, y se cierra a considerar ese grito creatural; cultiva una secularidad cerrada. Se ha mundanizado, como absolutizado. Y ahí se encierra o contiene una actitud o «espíritu de vanidad y malicia, que transforma a la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y del hombre, en instrumento del pecado» (GS 37e)16.

El pecado en el uso de lo temporal que hay que liberar #

La Iglesia, siguiendo la enseñanza de la revelación, expresa aquí una visión profunda del misterio del pecado original y de su trasfondo diabólico. En efecto, el hombre tiene que «referir su propia persona y todas las cosas a Dios«, como vimos en el Concilio, «para que sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra» (GS 34a), de forma que, «cuando actúa transformando las cosas y la sociedad y perfeccionándose a sí mismo» (GS 35a), cante sus «victorias como signo de la grandeza de Dios» (GS 34c), es decir, que «cuando use las cosas ha de referirlas al Creador» (GS 36c). «Todos los creyentes, cualquiera que fuera su religión, escucharon siempre la voz y la manifestación de Dios en las creaturas» (GS 36c).

Pero para el hombre, «el progreso humano –según enseña la Sagrada Escritura, con la que concuerda la experiencia–, encierra un gran peligro: pues los hombres y los grupos, subvertida la jerarquía de valores y mezclando el mal con el bien, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno…» (GS 37a). Y, «por el olvido de Dios, queda oscurecida la creatura misma» (GS 36c).

«El hombre, creado por Dios en la justicia, ya en el inicio mismo de la historia, por instigación del maligno, abusó de su libertad, erigiéndose contra Dios y pretendiendo alcanzar su fin al margen de Dios. (Los hombres) conocieron a Dios, pero no le glorificaron como Dios, sino que oscurecieron su corazón y sirvieron a la creatura en vez de al Creador. Esto que nos dice la Revelación concuerda con la experiencia misma… Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como principio suyo, el hombre rompe la debida ordenación a su fin último, a la vez que rompe toda su ordenación, tanto para consigo mismo como para con los demás hombres y las cosas todas creadas» (GS 13a).

«En el decurso de la historia, el uso de las cosas temporales ha sido desfigurado por graves vicios, porque los hombres, afectados por el pecado original, cayeron frecuentemente en muchos errores acerca del verdadero Dios, de la naturaleza del hombre y de los principios de la ley moral: de donde se siguió que se corrompieron las costumbres y las instituciones humanas y se conculcó no pocas veces a la persona humana misma» (AA 7c).

La presencia del Maligno #

Eso fue por instigación del Maligno (GS 13a), es decir, que «los hombres, engañados por el Maligno, se hicieron muchas veces necios en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira, sirviendo a la creatura en vez de al Creador» (LG 16).

Esa presencia activa, instigadora y engañadora del «padre de la mentira», hace que «una dura lucha contra las potestades de las tinieblas, que comenzó desde el origen del mundo y durará, como dice el Señor, hasta el último día, esté inmersa (pervadit) en toda la historia de los hombres» (GS 37b)17.

El misterio de la historia #

Tras lo dicho es preciso que nos percatemos bien de que –según la Revelación, con la que concuerda la experiencia– en el fondo de la historia, de la construcción de la sociedad, en el fondo de la política, nos encontramos con el misterio del pecado del hombre, con el misterio de la lucha con el poder de las tinieblas (Sobre esas «potestades» (dynameis las llama San Pablo) y tentaciones mesiánicas de la política, véase M. A. Ferrando, Cristianismo y poder civil, Madrid 1965, c. l, IV-VI), con el misterio del designio de Dios sobre la historia.

El Vaticano II nos recuerda que «la compenetración de la ciudad terrenal y la ciudad celestial no es perceptible sino por la fe; es más, sigue siendo el misterio de la historia humana, la cual está perturbada por el pecado hasta (que llegue) la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios» (en el último día) (GS 40b).

La gran conclusión inicial, por tanto –tras lo dicho–, es que la política, la construcción de la ciudad, encierra una densidad teológica.

Esa afirmación no es nueva. Todos los eticistas se han planteado constantemente el problema, que ya formuló Dostoiewski en Los hermanos Karamazov: «Si no hay Dios, todo es lícito». Las horrendas experiencias de «los campos de concentración» del siglo XX lo confirman en nuestro tiempo de forma bien manifiesta. El problema político es, en el fondo, problema ético, y el problema ético es, en el fondo, problema teológico. Donoso Cortés, adornándolo con diversas referencias históricas y filosóficas, lo tuvo como afirmación central de la política. Juan Bautista Metz lo ha centrado desde el planteamiento del mundo y de la historia (La teología del mundo), y aun los mismos teóricos neo-marxistas, aludiendo al lenguaje religioso, llegan a plantearse que el «logos ético» requiere un «logos absoluto», es decir, plantean el tema religioso, o teológico, porque reconocen que el axioma de que homo supremum bonum homini, como suprema norma ética, no puede justificarse como absoluto ni por la praxis, ni por sí mismo, y necesita un afrontamiento ulterior que trasciende lo científico, lo técnico, lo demostrable (así, con diversas palabras, Garaudy, Kobakowski, Machovec, Schaff, Bloch… ).

Es decir: la primera gran consecuencia práctica para construir la ciudad es que ésta ha de configurarse abierta al menos a la dimensión religiosa; debe posibilitar la dimensión religiosa del hombre, so pena de incurrir en las mayores aberraciones humanas de totalitarismos profundos, por no hablar de que el uso no razonable de la técnica se le vuelve en contra, alterando la ecología.

La actuación de la Iglesia sanante #

Hay que completar el planteamiento teológico de la política. La doctrina aludida sobre el pecado original nos lleva a ello.

En efecto, Dios creó al hombre a su imagen, varón y mujer los creó y vio que eran muy buenos (no sólo «buenos», como los demás seres que había creado antes) (Gn 2,27 y 31). Pero el pecado original afecta a todos los hombres, y así el hombre ha quedado y nace herido por el pecado (GS 14a), y «por ello el hombre está dividido en sí mismo: toda la vida humana, tanto la individual como la colectiva, se presenta, por ello, como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (GS 13b)18.

Esa naturaleza herida se muestra aun en lo más específico del hombre19. Pues (el hombre) «por su interioridad está por encima del universo entero» ( GS 14b). Pero su «inteligencia no se limita sólo a los fenómenos, sino que puede alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, si bien, por consecuencia del pecado, está en parte oscurecida y debilitada» (GS 15b).

De ahí la gran afirmación que hizo el Vaticano I y repite el Vaticano II de que –a escala macrosociológica, diríamos hoy– «para que todos los hombres, en la presente condición del género humano, puedan conocer fácilmente, con firme certeza y sin mezcla de error alguno, las cosas divinas que de por sí no son inaccesibles a la razón humana, tiene necesidad (moral) de la revelación» (DV 6b).

En su voluntad, «más todavía: el hombre se encuentra incapaz de dominar por sí mismo eficazmente los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas» (GS l3b). «La libertad del hombre está herida por el pecado» (GS 17).

Y como «la dignidad humana consiste en la obediencia a la ley escrita por Dios en su corazón» y en su «conciencia, que da a conocer de modo admirable esa ley que se cumple en el amor de Dios y del prójimo» (GS 16), «la libertad humana, herida por el pecado, no puede llevar a efecto plenamente esa ordenación de Dios más que con la ayuda de la gracia de Dios» (GS 17). (Véase n. 168 de Pacem in terris, de Juan XXIII).

En otras palabras, teniendo en cuenta que «el pecado disminuye al hombre mismo, impidiéndole conseguir su plenitud» (GS 13b), el hombre, aun para cumplir deberes en lo temporal (Véase R. Tamames, Ecología y desarrollo, Madrid 1977; J. Voigt, La destrucción del equilibrio ecológico, Madrid 1971; A. Gortz, Ecologié et politique, París 1977), necesita reparar su oscurecimiento e incapacidad moral, sanar su herida naturaleza. Y como esa reparación (aún hablamos de su elevación-restauración en el plano sobrenatural) le viene de la revelación y de la gracia de Dios, cuya depositaria es la Iglesia, esta Iglesia puede afirmar con toda claridad: «Es de toda la Iglesia el trabajar para que los hombres sean hechos de nuevo capaces (capaces reddantur) de restablecer rectamente todo el orden temporal» (AA 7c).

De Cristo es el mensaje revelado y la gracia que aplica la Iglesia. En Cristo es donde se cura la herida de la naturaleza por el pecado original; en Cristo, que es de Dios y es Dios-Hombre. «Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad… Sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta a ese problema, Dios que llama al hombre a pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad» (GS 21d).

«Cuando, por el contrario, falta ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas –como consta hoy con frecuencia–, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solución, hasta el punto de llevar no pocas veces al hombre a la desesperación» (GS 21c).

Esa respuesta de Dios es Cristo. Y el Vaticano II puede añadir que «quien sigue a Cristo, el Hombre perfecto, se hace él mismo más hombre» (GS 41 a). «Realmente, el misterio del hombre no se esclarece verdaderamente sino en el misterio del Verbo encarnado. Pues … Cristo, el novísimo Adán, en su relación misma del misterio y del amor del Padre, manifiesta plenamente el hombre al hombre mismo y le descubre su vocación última» (GS 22a).

O dicho con palabras pronunciadas en sentido positivo y referidas a la Iglesia: «Ninguna ley humana puede poner tan aptamente a seguro la dignidad personal y la libertad del hombre como el Evangelio confiado por Cristo a la Iglesia» (GS 41 b)20.

«Partiendo de la fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del incesante cambio de opiniones» (GS 41 b). «Pues el Evangelio anuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios; rechaza toda esclavitud, que fluye radicalmente del pecado; venera santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe proyectarse en servicio de Dios y en bien de los hombres; encomienda, en fin, a todos a la caridad de todos» (GS 41 b).

Las citas podrían multiplicarse, en definitiva, para mostrar que Cristo y su Iglesia son moralmente necesarios aun para el comportamiento natural digno del hombre (sin contar la absoluta necesidad de Cristo para la única vocación última del hombre, que es del orden sobrenatural del amor de Dios como Padre).

Por eso la Iglesia, peregrina e histórica, es no sólo la institución intramundana de la gracia y de la salvación definitivas. Es también la institución que cura las heridas de la naturaleza. Por ello es imprescindible para la posibilidad de una ordenación y construcción de la ciudad digna del hombre. Los Papas, sobre todo desde León XIII, han venido repitiendo que la Iglesia es la Maestra de la Ley Natural.

La nueva teología política de Metz (Teología del mundo) ha insistido también en que la Iglesia es, además, la institución (intramundana) crítica de los comportamientos desviados de la sociedad. Cosa que los Papas dijeron al hablar de la Iglesia, Tutora de la Ley Natural. O como repitió Pablo VI, la Iglesia es Maestra en humanismo21.

La conclusión de este apartado es sencilla: la sociedad humana, la construcción de la ciudad, necesita de la Iglesia, porque la necesitan sus ciudadanos para volver a ser capaces de construir rectamente la ciudad; y la necesita también porque sólo ella es depositaria de la revelación de Dios sobre el destino último o la meta de la historia, meta que está en el encuentro último con Cristo, que ha de volver para establecer definitivamente su Reino.

De ahí que la ciudad ha de estar abierta a la presencia activa de la Iglesia.

La singularidad de los cristianos #

De esa necesidad de la revelación y de la gracia de Cristo, y por lo mismo de la Iglesia, se concluye algo importante que merece ser destacado. Sólo los cristianos, vistos a escala macrosociológica, son capaces de realizar una política digna, de construir una ciudad adecuada a su dignidad. Porque sólo el cristiano queda hecho capaz de asumir y realizar la genuina secularidad. Lo ha destacado incluso la nueva teología política de Metz22, en conformidad con los datos y valores de la fe cristiana: «En el fondo, sólo nuestra fe», «sólo el cristiano es capaz de tomar completamente en serio la secularidad», «de encararse sin encubrimiento con ella y de asumirla como lo que es», de «liberar la secularidad» amenazada y sacudida por el pecado, y por ello tendente a devorarlo todo y convertirse en un Moloc. Esa es también la doctrina de los Papas, que subyace en toda su enseñanza social23.

Los no-cristianos, pero creyentes, tienen también una gran base para no quedar absorbidos por el secularismo; pueden encararse sin desfiguraciones sustanciales con la secularidad. En su interior actuarán movidos por su conciencia de creyentes, vivificada e impulsada –aun sin saberlo– por la gracia de Cristo (cf. LG 16); pero faltándoles la asistencia de la Iglesia, de los medios histórico-institucionales de la Iglesia, de su mensaje y de sus sacramentos, quedarán en su capacidad macrosociológica y en su capacidad personal, «con demasiada frecuencia, engañados por el Maligno: … expuestos a una horrible desesperación. Por eso la Iglesia… fomenta encarecidamente las misiones», nos advierte el Concilio (LG 16).

En resumen: que los cristianos son singularmente privilegiados en sus capacidades humanas para proyectarse a construir una ciudad digna; sólo necesitan fe –y la fe les exige la entrega, como ha destacado con insistencia el Concilio (GS 43; 73-90; LG 36; AA 7,14; AG 21)–. Tienen la plusvalía que deben rendir. Lo cual les responsabiliza, en forma también singular, delante de los hombres y de la historia, que esperan de ellos lo que ellos pregonan; delante de Dios, porque «faltar a los deberes temporales es faltar a los deberes para con el prójimo, y faltar a los deberes para con el prójimo es faltar a los deberes para con Dios» (GS 43a); y delante de la Iglesia, que tiene que dar testimonio de ordenar el mundo entero, el orden temporal, todo él, a Cristo, «a través de sus hijos» (cf. AA 2; 7 d; LG 35-36).

Lo común de los cristianos con todos #

A pesar de lo dicho sobre la singularidad de los cristianos, éstos han de percatarse bien de que su singularidad, su plusvalía, el aporte específico que ellos dan, versa sobre la creaturidad de las cosas y del hombre, sobre la condición herida de la naturaleza humana por el pecado, no sobre la secularidad en sí misma.

La visión de la creaturidad hace que no se cierre la secularidad; que la secularidad no se convierta en secularismo. Pero no dispensa del trabajo y esfuerzo por descubrir, formular y dominar la secularidad. Pensar o adoptar la actitud de que basta la fe, de que basta conocer la condición creatural de las cosas para cultivar el mundo y hacerlo nuevo, sería fideísmo, que ya rechazó con claridad Pío XII24.

Por eso, el Vaticano II insistirá muy repetidamente en que los cristianos han de restablecer el buen orden y construir la ciudad, teniendo en cuenta y cultivando las leyes propias de la autonomía de lo temporal (cf. GS 36; 43; 55-56; 62; 64; 72; 74-75; 78; LG 36; AA 7; 24). En este aspecto han de actuar como ciudadanos con los demás ciudadanos (cf. GS 43b; 44b; 52c; 62; 72; 83; 85a; 88c; 89-90; AA 7e). «La vocación específica y propia» de los cristianos en la comunidad política está precisamente en que, «dando ejemplo de responsabilidad y de servicio al bien común», demuestren con los hechos la conjunción armónica de la secularidad con la creaturidad25, en una concepción-realización integral (cf. GS 57 a; 64a). Eso es hacer surgir un nuevo humanismo (cf. GS 55a; 57a; 61a; 62f; 64a; 75c).

Es decir, el cristiano y la Iglesia acogen cuanto de secularidad obtienen los hombres, sean o no creyentes; pero si la formulasen cerrada, la Iglesia y los cristianos la abrirán, «la purificarán». Por eso el Concilio mismo llega a decir: «La Iglesia necesita de modo peculiar la ayuda de quienes, por vivir en el mundo, se trate de creyentes o de no-creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y entienden el sentido íntimo de las mismas» (GS 44b). «Se deben reconocer y emplear suficientemente en la cura pastoral no sólo los principios teológicos, sino también los hallazgos de las ciencias profanas, sobre todo de la psicología y de la sociología, llevando así a los fieles a una vida más pura y madura de la fe» (GS 62b).

Se trata, pues, no sólo de ver si y hasta qué punto «las novedades de las nuevas ciencias y doctrinas y de los nuevos inventos» son «compatibles con los datos de la Revelación» –como vimos que dice el Concilio (AG 22)–, sino también y, además –como afirma el mismo Concilio–, «de conjugarlas con las costumbres cristianas y con la doctrina cristiana, de forma que la práctica de la religión y la rectitud de espíritu procedan en ellos a ritmo con el conocimiento de las ciencias y con los avances diarios de la técnica, y así puedan ponderar e interpretar todo con sentido cristiano integral» (GS 62f; cf. en términos similares GS 52c-d).

Ahí esta la imprescindible colaboración de los cristianos y de la Iglesia, pues, aunque la Iglesia, «el fin que tiene asignado es de orden religioso, sin embargo, precisamente de su misión misma religiosa le fluyen función, luz y energías que pueden servir para constituir y consolidar la comunidad humana según la Ley divina» (GS 42b).

Es así, con esa conjunción entre secularidad y creaturidad, con esa secularidad mantenida abierta a su creaturidad, como «en el Reino de Cristo la creatura misma quedará liberada de la esclavitud de la corrupción para la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rm 8,21)» (LG 36a), y como «Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvífica a toda la sociedad humana» (LG 36b), y como «cuanto hay de bueno sembrado en el corazón y mente de los hombres y en las formas y culturas propias de los pueblos no sólo no perezca, sino que es sanado, elevado y consumado para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre» (LG 17; AG 9).

Ante la sociedad pluralista #

Libertad religiosa #

Ante el gran fenómeno de la sociedad pluralista de nuestro tiempo, que antes explicamos y que lleva a una sociedad permisiva, la Iglesia, consciente de que »la verdad no se impone de otra forma sino por la fuerza de la verdad misma que penetra suave a la vez que fuertemente en las mentes» (DH 1b), y «aunque en su vida de Pueblo de Dios peregrinante, a través de la historia humana, a veces ha tenido comportamientos menos conformes con el espíritu del Evangelio, e incluso contrarios al mismo» (DH 12), «sin embargo, no sólo ha mantenido siempre la doctrina de que nadie sea coaccionado a la fe» (DH 12), sino que, además, afirma y «declara que toda persona humana», «sola o asociada con otros, en privado o en público», «tiene el derecho a la libertad religiosa«26, es decir, «a ser inmune de coacción por parte de cada uno o de los grupos sociales y de toda potestad humana, en materia religiosa», .. en la vida social civil», »dentro de los debidos límites», es decir, «dentro del justo orden público» (DH 2).

El postulado de reconocimiento, hoy27 #

Es tan profunda y creciente, «en nuestro tiempo», la vivencia de la libertad (DH 1a), y, por otra parte, es tan profunda la irreductibilidad de las diversas culturas vigentes a una unidad de entendimiento básico común –como dijimos–, que para respetar la dignidad y libertad de todos los ciudadanos y comunidades religiosas se hizo preciso que el Concilio Vaticano II afirmase con claridad que «si en atención a las peculiares circunstancias de los pueblos se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en el ordenamiento jurídico de la ciudad, es necesario que a la vez se reconozca y observe para con todos los ciudadanos y comunidades religiosas el derecho a la libertad en materia religiosa» (DH 6c).

Es decir, el Concilio no insiste en que una confesión o comunidad religiosa alcance reconocimiento jurídico civil singular; ni siquiera para la Iglesia28.

En España, de hecho, la nueva Constitución, votada en referéndum el 6 de diciembre de 1978, establece, en su artículo 16, la aconfesionalidad religiosa e ideológica del Estado29. El articulo 6 del Fuero de los Españoles. que afirmaba que la religión católica, como única de la nación española, era la religión reconocida por el Estado español (articulo cuyo contenido era reafirmado en el articulo 1 del Concordato con la Santa Sede, de agosto de 1953, y que era incorporado al mismo por su protocolo correspondiente, aunque modificado, abriéndolo a la libertad religiosa por el referéndum del 1 de julio de 1967), ha caído rotundamente. Ha sido sustituido por la afirmación del articulo 16 de la Constitución, en que se dice que el Estado tendrá en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrá relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones; y por el reconocimiento contenido en el preámbulo o proemio del primer acuerdo –de los cinco celebrados con la Santa Sede– del 28 de julio de 1976, de que la religión católica es la de la mayoría de los españoles.

Nos encontramos, por tanto, en nuevos planteamientos de relaciones entre la Iglesia y el Estado. Y hemos de tomar constancia y conciencia bien claras y firmes sobre un hecho de tanta calidad e importancia, con todas sus consecuencias. Después hablaremos de algunas más importantes consecuencias que de ahí se derivan.

El postulado de la libertad, hoy #

La Iglesia misma es bien consciente de la vivencia social de la libertad hoy; y de su radical fundamentación en la dignidad de la persona humana (cf. DH 2-3; GS 73b-e).

Por ello, afirma el gran principio de ordenación de la sociedad sobre el principio de libertad. Dice el Vaticano II a este propósito: «Se ha de observar el estilo (consuetudo) de la libertad integral de la sociedad, según el cual debe reconocerse al hombre el máximo posible (quam maxime) de libertad, y no debe restringírsele sino cuando y en cuanto es necesario» (DH 7c).

La restricción o límites o «protección de la sociedad civil contra los abusos que puedan darse so pretexto de libertad corresponde principalmente a la potestad civil. Pero no puede hacerse de modo arbitrario…, sino según normas jurídicas (que sean) conformes con el orden moral objetivo» (DH 7c), o «dentro de los límites del orden moral…, según un ordenamiento jurídico legítimamente establecido o por establecer» (GS 74d), «límites que señala la ley natural y evangélica» (GS 74e).

Tales límites están primero o antes en la conciencia y responsabilidad moral personal y social (OH 7b), y por ello «nada mejor para establecer una vida política verdaderamente humana que fomentar el sentido interior de la justicia y benevolencia y del servicio del bien común, y corroborar las convicciones fundamentales acerca de la verdadera naturaleza de la comunidad política, así como de su fin, recto ejercicio y límites de la autoridad pública» (GS 73e). Es decir, una educación para la libertad (DH 8; GS 75f).

Pero el Concilio –sin descender a detalles, que no es su función– señala también los criterios objetivos de la norma moral social, integrados bajo la noción de justo orden público, que repite con reiteración al hablar precisamente de la libertad religiosa (DH 2a): »dentro de los debidos límites», que son: «el justo orden público» (DH 2b; 3d; 4b; 7c).

Límites por el justo orden público30 #

El Vaticano II no se limita a hablar de la libertad y del orden público. Precisamente porque, bajo el impulso de diversas ideologías y postulados de fondo, cabrían verdaderos abusos, como lo ha mostrado la historia misma del siglo XX y lo sigue mostrando, según se invocó en el aula misma conciliar por no pocos Padres.

De ahí que el Vaticano II adjetive con frecuencia tales principios. Y hable de la genuina libertad (DH 8a), de la verdadera libertad (GS 42d; 3lc; 17a; 20), de la «justa libertad» (GS 59b-c; 62g); y hable del «orden público justo» (lug. citados).

Con ello, el Concilio muestra que apela no ya a unas doctrinas o teorías previas, ni siquiera tanto a la suya misma, aquí, sobre el hombre y el orden social, sino a la objetividad misma de lo que es el hombre, a las «normas morales (sociales-políticas) objetivas» (DH 7c), a «lo exigido objetivamente por el bien común» (GS 74e), a la naturaleza misma, verdad y bondad propias de las cosas, de la persona humana y de la vida social, a sus métodos de estudio objetivo (cf. GS 36 sobre autonomía, y paralelos; DH 14c).

En punto a los límites de la libertad socio-cívica establece tres grandes criterios:

– uno que podríamos llamar principio jurídico, que es el del respeto y «tutela de todos los derechos de todos los ciudadanos y la pacífica composición de los mismos» (DH 7c);

– otro, el del «cuidado suficiente de esa honesta paz pública, que es la ordenada convivencia en la verdadera justicia» (DH 7c), y que podemos llamar principio político;

– y un tercero, que puede llamarse principio moral público, el de «la debida custodia de la moralidad pública» (DH 7c).

Los tres forman (en sentido asertivo, no exclusivo, pues el Concilio no ha pretendido decirlo todo) la parte fundamental del bien común (DH 7 e). Es decir, que no agotan las exigencias del concepto y realidad integral del bien común, que postula una ulterior realidad a edificar sobre esos fundamentos primeros y básicos. Los tres son principios de naturaleza dinámica, versan sobre «materias sometidas a incesante evolución» y necesitan «adecuarse a cada pueblo y mentalidad» (GS 91 b); «el bien común, aunque regido en su raíz radical por la ley eterna (o natural), en sus exigencias concretas, en el decurso del tiempo, está sometido a incesantes cambios, por lo que la paz nunca es cosa adquirida para siempre, sino perpetuo quehacer» (GS 78a), y exige un ordenamiento en constante necesidad de adecuarse (cf. GS 84); el bien común, cuya parte fundamental es el orden público, es realidad social a ir realizando y buscando incesantemente y según la evolución de cada pueblo (cf. GS 74 y 75).

El conjunto, por tanto, resultante de las nuevas configuraciones socio-jurídicas de las libertades públicas –aun suponiendo que logren serlo en forma objetiva correcta– en España, nos sitúa ante novedades que nos exigirán también nuevas actitudes y estilos y configuraciones de la presencia de la religión y de la Iglesia.

La libertad de la Iglesia31 #

El primer cambio, ante el pluralismo mencionado y ante la vivencia de libertad, es que la Iglesia insiste en su libertad, basándose fundamentalmente en que es «una sociedad formada por hombres que tienen el derecho a vivir en la sociedad civil según las normas de la fe cristiana» (DH 13b), derecho común con »el que debe reconocerse a todos los hombres y comunidades y sancionarse en el ordenamiento jurídico de la sociedad» (DH 13c; cf. DH 2a; 15a).

«Reivindica –también– la Iglesia su libertad en la sociedad civil y ante toda autoridad pública (o Estado) en cuanto autoridad espiritual constituida por Cristo, el Señor, a la que por mandato divino le incumbe el deber de ir a todo el mundo y predicar el Evangelio a toda creatura»; «libertad sagrada», «tan propia suya, en verdad, que quienes la impugnaren, obrarían contra la voluntad (positiva) de Dios» (DH 13a-b).

Es, en virtud de este segundo principio, como la Iglesia se proclama no sólo independiente en lo intrínseco de su actuación (DH 13c), sino también sociedad independiente y soberana ante el Estado, de modo que «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas entre si, cada una en su propio campo», convergiendo «ambas, aunque por titulo diverso, en servir a la vocación personal y social de los mismos hombres; el cual servicio lo ejercerán tanto más eficazmente en bien de todos cuanto mejor cultiven entre sí una sana cooperación» (GS 76c). Y la Iglesia «ofrece su cooperación sincera» (GS 3b).

En España, en la nueva situación, el Estado reconoce, implícitamente al menos, esa independencia soberana de la Iglesia, en el hecho de haber firmado los acuerdos últimos (26 julio 1976; 3 enero 1979) con la Santa Sede; y reconoce en su Constitución, articulo 16, el principio de cooperación, y en dichos acuerdos diversas formas concretas de tal cooperación.

Sin embargo, ante diversas interpretaciones y valoraciones que se han venido a mostrar en las opiniones manifestadas públicamente, conviene hacer algunas observaciones o considerandos importantes.

La libertad positiva de la Iglesia #

Tales observaciones hay que proclamarlas con claridad en dos formas. Una negativa y otra positiva.

En forma negativa, diremos con rotunda claridad que ni la religión, como valor de dimensión social (cf. DH 4a) y como encarnación institucional en comunidades religiosas, ni la Iglesia, ya más en concreto, son realidades a las que simplemente se les reconozcan en el ordenamiento jurídico civil una libertad socio-jurídica de actuación, porque no atentan contra el justo orden público; que se les permita subsistir simplemente porque no merecen una persecución, o un desconocimiento jurídico, y sean más controlables por el Estado, teniéndolas reconocidas jurídicamente.

Una tal concepción merece el rechazo rotundo no sólo de todo creyente, cristiano o no-cristiano, sino incluso de todo hombre amante del respeto al hombre32.

Hay ateos que sostienen que «la liberación del hombre es sobre todo liberación económica y social; y mantienen que la religión, por su naturaleza, se opone a esa liberación, por cuanto que la religión –dicen–, al poner la esperanza del hombre en la vida futura y falaz, apartaría al hombre de la edificación de la ciudad terrenal. De ahí que quienes mantienen tal doctrina, al acceder al dominio político del Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en la educación de la juventud, incluso con el uso de los medios de presión que tiene a su alcance el poder público» (GS 20b). Conforme a esta concepción se han manifestado algunas figuras representativas de militancias políticas33.

Queremos dar un cierto crédito –sin que podamos concederlo sin reservas muy serias– a otros que, procedentes de posturas originarias en ese mismo sentido, proclaman ahora que comienzan a descubrir en la Iglesia un comportamiento histórico de preocupación por la liberación social del hombre, incluso económico-política, de forma que la Iglesia no sería ya adormidera de los justos afanes por una sociedad más justa34. Ponemos reservas –digo– a tales afirmaciones expresadas, porque aunque la historia de las religiones, e incluso de la Iglesia, tiene páginas no precisamente ejemplares en el comportamiento de sus fieles y clérigos, sin embargo, la historia muestra con mayor luz y fuerza, a cualquiera que la vea en sus emplazamientos y enmarcamientos históricos, páginas bien brillantes de liberación incluso socioeconómica. La conciencia misma, hoy vigente, de la libertad y de la dignidad de la persona humana, de su igualdad y trascendencia, de su valor por encima de todo lo creado, de que es el motivo y fin de toda sociedad, es fruto en su máxima proporción –aun en quienes se mueven contra ella invocando tales títulos y valores– de la predicación, con la palabra y el ejemplo, de siglos de historia de la Iglesia. No sólo es un principio que «ninguna ley humana puede garantizar la dignidad de la persona y la libertad del hombre con tanta seguridad como el Evangelio confiado por Cristo a la Iglesia» (GS 41 b), sino que es un hecho bien patente que ninguna institución ha hecho, en la historia, tanto por el hombre como la Iglesia. Por ello, «la Iglesia, por la fuerza del Espíritu Santo, se ha mantenido fiel esposa de su Señor y nunca ha cesado de ser el signo de la salvación en el mundo, a pesar de que no ignora que entre sus miembros, clérigos y laicos, a lo largo de muchos siglos, no han faltado quienes han sido infieles al Espíritu de Cristo» (GS 43f); «por lo que, en la génesis de ese ateísmo, pueden haber tenido no pequeña parte los creyentes, en cuanto que por la negligente educación de la fe, o por la falaz exposición de la doctrina, o incluso por los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más que revelado –puede decirse– el genuino rostro de Dios y de la religión» (GS 19c). Por todo esto, es verdad que, por nuestra parte, «dejando a un lado el juicio de la historia sobre tales deficiencias, debemos tener conciencia de ellas y combatirlas con la máxima energía para no dañar a la difusión del Evangelio» (GS 43f); pero también, por parte de ellos, esperamos gestos más que palabras, que, a juicio de otros militantes de las mismas filas, contradicen su propio sistema doctrinal.

Pero también hemos de rechazar la postura de quienes –todavía hoy, en postura trasnochada en la historia de las ideas– mantienen que la religión es cosa meramente privada y que, por parte del Estado y de las instituciones públicas, sólo merece dejarla tranquilamente en paz. Olvidan no sólo que la fe cristiana se opone a una concepción privatista de su propia fe, sino que, incluso en la historia misma de las ideas, se ha superado ya toda ética meramente individualista, y que los restos que quedan están rotundamente desacompasados. «Las instituciones humanas, privadas y públicas, tienen que esforzarse por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre…, tienen que ir respondiendo gradualmente a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas» (GS 29c; cf. GS 43a).

«El principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones humanas es y debe ser la persona humana, que, por su naturaleza misma, tiene del todo necesidad de la vida social» (GS 25a). «El orden social, por tanto, y su desarrollo progresivo deben, en todo momento, subordinarse al bien de la persona, ya que la ordenación de las cosas debe subordinarse al orden de las personas, y no al revés; ya que el Señor mismo lo advirtió cuando dijo que el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado» (GS 26c). Todas las cosas han sido creadas para el hombre, y el hombre las dispone para su uso; incluso se constituye en sociedad civil para mejor ordenar sus actividades en colaboración y satisfacer mejor sus propias indigencias y «tener una vida plenamente humana». Es decir, crea la sociedad civil «para mejor alcanzar el bien común, o sea, aquel conjunto de condiciones de vida social con las que los hombres, las familias y las asociaciones puedan lograr con mayor plenitud y facilitar su propia perfección» (GS 74a); también en su dimensión religiosa (GS 26b), pues se trata del bien integral del hombre (cf. GS 75c), su vocación integral (GS 57a).

Por ello el Vaticano II no se limita a exigir para todos los hombres la libertad religiosa que debe reconocer el Estado como un derecho humano anterior a su mismo ordenamiento jurídico y sancionarlo en él –como hemos visto arriba–, sino que, además, debe crear condiciones sociales positivas para el libre ejercicio de la religión: «El poder civil (el Estado), cuyo fin propio es cuidar el bien común temporal, debe reconocer y favorecer (favere) la vida religiosa de los ciudadanos» (DH 3e).

«Como el bien común de la sociedad es el conjunto de las condiciones de la vida social, con las que los hombres puedan lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección, pertenece esencialmente al oficio de toda potestad civil proteger y promover los derechos inviolables del hombre. Por tanto, la potestad civil debe asumir eficazmente, por medio de leyes justas y por otros medios aptos, la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos, y crear las condiciones propicias para fomentar (fovendam) la vida religiosa, a fin de que los ciudadanos realmente puedan ejercer sus derechos de religión y cumplir sus deberes religiosos, y la sociedad misma goce de los bienes de justicia y paz que provienen de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad» (DH 6b).

Sería, pues, no reconocer en verdad los derechos de la persona, los de la naturaleza social de la religión y los de la Iglesia, que un ordenamiento jurídico civil se limitase simplemente a conceder libertad religiosa, sin preocuparse de facilitarle esas «condiciones propicias». Sería también no reconocer la vida religiosa de la mayoría de los españoles-ciudadanos creyentes (y casi todos ellos creyentes cristianos).

Ante la sociedad permisiva #

Si –como dijimos– la sociedad pluralista, con un pluralismo irreductible, puede legitimar el no reconocimiento jurídico civil de una determinada o unas determinadas confesiones o comunidades religiosas, y consiguientemente el Estado se declara aconfesional religiosa e ideológicamente, ello llevará consigo –está ya llevando y lo ha ya llevado en sus principios a la Constitución– dos grandes fenómenos sociales nuevos en nuestra sociedad española, como sucede ya en otros países: uno, el llamado consenso; otro, el de una vivencia socio-jurídica permisiva. Ambos merecen algunas reflexiones.

El consenso #

Ante el hecho sociológico del pluralismo irreductible, no es posible una concepción de justificación doctrinal-objetiva sobre lo que y cómo realizar la sociedad: las concepciones doctrinales con pretensión de objetividad sobre el hombre, la sociedad, el sentido definitivo o último de la vida, el mundo, la historia y el cosmos, precisamente por ser distintas e irreductibles, no pueden reducirse a una concepción común.

Es preciso, por ello, buscar y hallar, no obstante, algunas normas comunes que sean mínimas, pero suficientes para ordenar la convivencia ciudadana.

Pero por la dicha irreductibilidad, no es posible encontrar siquiera ese mínimo como coincidencia de principios comunes de concepción-objetiva; pues los contenidos que cada uno aprecie sobre tales principios serian distintos en su apreciación de objetividad y de justificación, aunque coincidan en su formulación literal.

Eso lleva entonces a la creación conjunta, por parte de quienes tienen diversas concepciones o ideologías o doctrinas, de unos principios, que tratarán de buscarlos, para no caer en un puro e inmediato subjetivismo del todo artificioso, en la vivencia social de unas apreciaciones más inmediatas en el ciclo o etapa de la historia en que se está, y que por lo mismo cuentan con una cierta vigencia social, aunque no ha de pretenderse buscarles una justificación doctrinal-objetiva común. Simplemente pueden servir como pautas de comportamiento social para el mínimo de la convivencia social de esa etapa histórica. En otra era histórica puede que vengan otras vivencias-vigencias, por virtud de otros hábitos o «culturas».

Esa creación o erección a principios prácticos de comportamiento socio-jurídico se realiza por acuerdo o contrato entre las fuerzas vivas representantes del país (dígase por los líderes de los partidos políticos), o por compromiso entre ellos, o por consenso de los mismos.

No hay, pues, una justificación doctrinal-objetiva, ni se pretende que la haya. Se da tan sólo como última justificación la vivencia social a que se remite por su vigencia social histórica y que se formula por el consenso, que no pasa entonces de ser más que una mera justificación formal35.

Ulteriores pretensiones de justificación doctrinal-objetiva irán a decir que eso es mera realidad histórica que se impone (imperativo de la praxis, sobre todo desde Gramsci), o que es el mínimo vigente de Derecho natural (los iusnaturalistas), o mera creación social-jurídica (los positivistas).

Con ello –y es el punto a que queríamos llegar– se origina una especie de «ética cívica» sin justificación radical36. Lo que trae consigo dos grandes problemas: el de que, al faltarle un fundamento o justificación radical o última o absoluta, no puede doblegar a la razón, ni originar convicciones de verdad; con lo que la ley cívica no puede contar con una fuerza propiamente educativa, no puede justificar un deber de conciencia radical. Sólo valores secundarios (igualdad, solidaridad práctica, «buen nombre») o razones incluso menos nobles (pusilanimidad para oponerse a la ley o violarla; conveniencia social; tranquilidad para no complicarse la vida; miedo a ser cogido y castigado…) pueden ser invocados, en definitiva. De ahí que, al no contar con base ética radical, tenga que ser precisa una mayor actuación de los medios represivo-preventivos, es decir, un crecimiento de las fuerzas del orden público37.

Por otra parte –y es el segundo problema–, al persistir, por instinto mental, el principio del valor educativo de las leyes, y al ser este valor educativo meramente consensual, influirá en muchos, sobre todo en los poco formados, produciendo las actitudes morales-éticas que corresponden a un tal sistema: unas actitudes moral-éticas relativistas y meramente históricas, sin base radical, trascendente y absoluta. Es decir, sin valor religioso, ni reconocimiento público del valor religioso.

Eso se refleja en la Constitución misma, que, si bien salva la no-coactividad o inmunidad o libertad de coacción en materia religiosa, prescinde de la religión en lo público; y que, por otra parte, define lo que se ha de entender por educación. La religión queda reducida a lo privado; y la educación, a lo cívico (art. 27 § 2). Y siendo eso lo que tiene vigencia en lo público, eso que es una parte de un todo no considerado ni aceptado, la fuerza educativa de la ley hará que no pocos simples consideren que la religión no tiene importancia, y que lo que la tiene es solamente la moral cívica, y aun ésta en la forma dicha de insatisfacción y relatividad histórica por carecer de justificación radical.

Vivencia-vigencia sociojurídica de sociedad permisiva #

Sólo me queda que añadir aquí que todo lo no prescrito y reconocido en el ordenamiento jurídico a-valorativo está permitido, no-penalizado, protegido por la ley. Aunque se trate de grandes aberraciones que causan gran daño a los espíritus y dignidad de los hombres, y aunque sea contagioso.

A ello hay que añadir que, a la hora de concretar en leyes ordinarias los principios de moral cívica contenidos en la Constitución, la concreción que se logre dependerá de lo que la mayoría parlamentaria decida en cada momento. Y problemas importantes y decisivos en la moral social, tenidos antes por elemental sentido moral-social como atentatorios contra derechos de terceros, podrán obtener –como en otros países está sucediendo– carta de libre despenalización y legalización, como en materia de pornografía, de aberraciones sexuales, ideológicas, sin detenerse ni ante la vida, como en los casos de aborto (legalizado en no pocos países «civilizados») y de la eutanasia (que ya ha asomado a querer ser legalizada en esos países, como Suecia, Francia, Inglaterra).

Pero, además, esa sociedad permisiva, fuertemente invadida por el sentido hedonista y utilitarista, por la manipulación de la propaganda de los «medios» en manos potentes del Estado a-confesional, pero utilitarista o económico, o en manos de potencias económicas, se convierte en sociedad totalitaria, porque ahoga con sus tentáculos a la vivencia social de los valores nobles.

Si añadimos a ello la soledad del homo urbanus, nos encontraremos con una sociedad de signo absurdo, desesperante, sin horizontes humanos, como campo de cultivo para la deshumanización y el antihumanismo38.

Puesta, como principio, la base de un Estado y de un ordenamiento sociojurídico agnóstico, a-confesional y a-ideológico, la situación social de cuantos tienen aspiraciones nobles, de cuantos aspiran a ser hombres dignos, de cuantos quieren una sociedad que ayude al hombre a ser dueño de sí y a perfeccionarse, y, especialmente de cuantos tiene fe en Dios y de cuantos son cristianos, se hace sumamente difícil, y aun heroica. Tienen que luchar contra todo el ambiente circundante, porque el hedonismo, el utilitarismo, la pornografía, la aberración de los desvalores, les invade aun en las calles, donde los carteles, murales y «medios» se lo meten por los ojos, aunque no quieran.

Consecuencias para todos los cristianos #

Eso supone y exige que los hombres todos de buena voluntad y los cristianos tengan que unirse con mayor cohesión e intensidad, tengan que fomentar más y mejor sus comunidades para vivir su fe. Si ya la fe, por definición, viene dada en la comunidad eclesial y tiene que vivirse en comunidad eclesial, viene dada por la predicación-transmisión de la Iglesia y tiene que alimentarse en las celebraciones de la Iglesia y de su comunión, tendrá que cuidar más y mejor el contar con el arropamiento comunitario, aun fuera de los momentos de esas celebraciones. De ahí la necesidad de comunidades o de grupos –llámense de base o de otro nombre– en que, con contactos más frecuentes, se ayuden en mutuas interpelaciones personales para vivir esa su fe, compensando en esa compañía la soledad «urbana», la invasión del ambiente y la manipulación antes dicha39.

Muy necesarios son esos grupos, y por ello alcanzan una gran abundancia y proliferación en todos los que –cristianos y no-cristianos– se sienten en la necesidad de fomentar las vivencias de sus principios de vida. Pero no bastan. Es también preciso –y aquí las fuerzas vivas de los católicos deberán mostrar con mayor eficacia su espíritu evangélico– que lleguemos al plano de las instituciones40. Al carecer ya la religión de puesto público, propiamente dicho, en la sociedad y en su estructuración en virtud de la a-confesionalidad, con todas las consecuencias que hemos tratado de sintetizar, se impone sustituir, del modo que sea posible, esa carencia con la creación de instituciones propias, fuertes y consistentes, que realicen influjo de formación y sostenimiento a escala social.

Las asociaciones apostólicas tendrán que revitalizarse, centrando con mayor fuerza su atención en los valores más esenciales de la vida cristiana, en la formación misma de la fe. Los maestros y educadores cristianos habrán de potenciar su unidad para una mayor actuación de grupo social. Las asociaciones de padres y de matrimonios habrán de intensificar su actuación. Todas las obras de la Iglesia, especialmente la catequesis y la formación de la juventud, deberán cobrar nuevos vigores. Todo tendrá que orientarse hacia lo más fundamental, como es la formación de la fe.

Pero, además, será preciso que los cristianos que tienen medios, especialmente ellos, creen instituciones fuertes: centros de estudios y publicaciones, universidades, academias…, aspectos de realidad que, en nuestro país, por razones o excusas que no son de exponer ahora aquí, cuentan con poca tradición.

Incluso los profesionales que ejercen actividades más afines a los valores cristianos en la vida social –como abogados, juristas, políticos, médicos, profesores…– habrán de unirse con mayor eficacia para formar y difundir los criterios y principios cristianos en la vida social, incluso en la vida legal y política del país. Asociaciones de juristas católicos, de médicos católicos, de políticos católicos…, por encima de sus militancias en partidos políticos, deberán actuar en la formación y difusión de los principios cristianos.

Y si la legislación que siga es consecuente con el principio proclamado en la Constitución, de que «se reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes» (art. 27 § 6), fijando simplemente las condiciones requeridas por el bien común para esa libertad de creación, sin estatalizarla, se impone con urgencia singular la creación de universidades y centros superiores inspirados en los altos principios de la fe41, creación que habrán de procurar en forma especial cuantos tienen fuerzas y medios, como una responsabilidad social-cristiana singular. Ya hemos mencionado antes que sobre esto hay poca tradición en nuestro país. Pero los intelectuales y profesores cristianos y cuantos cuentan con medios habrán de inventar todos los medios, para unirse, actuar juntos, y unir esfuerzos para que se garantice la formación y futuro de cristianos que actúen por propia vocación en tan necesario campo de las ideas y de la cultura. Hablando a intelectuales, como lo estoy haciendo, no necesito extenderme más en este punto, que lo conocen y viven de lleno en su vida cristiana. Lo que se hace ya en otros países les servirá de ejemplo y de aliciente.

Consecuencias de comportamientos políticos #

Culturas cristianas puede haber muchas. En realidad, lo son cuantas sean compatibles con los datos de la fe, y son asumidas en esa integración de totalidad que hace la fe. Queremos decir que no hay sólo una o unas pocas culturas cristianas, y que puede haber más de las que han surgido en la historia. En definitiva, es cultura cristiana la que sabe ordenar los saberes y los descubrimientos de los saberes según la jerarquización de los mismos bajo la suprema sabiduría de ordenarlo todo a Cristo, y por Cristo a Dios. Hay momentos en la historia en que esa jerarquización no es del todo acertadamente hecha por el sabio, o acertadamente vista por los demás, dando origen y ocasión a dificultades, tensiones, discusiones y aun incomprensiones. La historia muestra ejemplos, tipificados incluso, de ello. Pero no debe desanimar a los sabios: ellos saben comprender que la sabiduría y la cultura lleva consigo, no pocas veces, actitudes de profetas. Lo que importa siempre es la recta intención y expresión de y por mantener la dicha jerarquización; porque la depuración crítica de los cultos y sabios irá comprobando si aquella pretendida jerarquización fue verdadera o más bien ilusionada.

Políticas a lo cristiano caben también muchas. En definitiva, la política es un arte de conjugación de medios y de ordenación de comportamientos socio-humanos en orden a un bien común que se trata de construir, de edificar, mediante un proyecto intencional. Pero para ser política cristiana, o que tenga cabida en lo cristiano, ha de respetar la condición humana integral del hombre, sin partirlo, ni negarle nada al hombre de cuanto el hombre es por naturaleza y debe tender a ser por vocación personal propia y por la vocación divina de Dios en Cristo. Dentro de esta suprema y ordenada jerarquización caben muchos proyectos y formas de lograrlo en esta vida conjugada en vida social común.

Dentro, pues, de una pluralidad de culturas y de una pluralidad de proyectos políticos ha de haber la presencia del valor cristiano, que es decir, con mejores y más acertadas palabras, la presencia de Cristo y de Dios. Porque han de mantener el principio del Apóstol: Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1Cor 3,22-23).

De ahí que, si bien no en cada detalle, sí al menos cuando se trate de cuestiones especialmente cualificadas, y sobre todo cuando se trate de ver la cohesión del conjunto del sistema cultural o político de cada uno o de cada grupo, se imponga manifestar abiertamente la jerarquización dicha, tanto por. razón de los sistemas mismos y de quienes los sustentan como por razón de los demás. Los sabios y los políticos que creen en Cristo no deben ni avergonzarse de Cristo ni tener complejo de su fe. Sepan que el testimonio explícito, en esos casos, hecho con normalidad y elegancia, edifica a los demás, muchas veces con una fuerza que ni ellos mismos intuyen ni perciben. Y ello para no hablar ya de que Cristo mismo nos pide confesarle delante de los hombres para que Él nos pueda confesar luego delante de su Padre (cf. Mt 10,32). Los cultos y los políticos, dedicados a una vida más pública, están más obligados a mostrar que la fe no es privatista, ni en sus contenidos, ni en su vivencia, ni en su proyección a la vida social.

Eso lleva consigo la exigencia de una plena coherencia entre su vida pública y su vida privada, entre sus principios y su cumplimiento, entre su fe y su vida ( cf. AA 13 b); una síntesis vital entre sus trabajos y dedicaciones y los valores religiosos, bajo cuya suprema jerarquización todo se coordina para la gloria de Dios (cf. GS 43a).

Y hoy, con un planteamiento sociopolítico de a-confesionalidad, se impone con mayor urgencia la confesión de la propia fe.

Ante la sociedad de consumo #

El sentido hedonista y utilitarista de la sociedad de consumo llega a enrollarse en sí mismo: la producción, que es un medio para satisfacer un consumo necesario, convierte, para sostenerse y crecer, al consumo en medio suyo. Provoca el consumo a través de la incitación al sentido utilitarista y hedonista. Crea con ello, a través de sus potentes medios de propaganda, todo un ambiente que, carente de otros valores, produce incitaciones a conductas que dañan a la sociedad misma en cuanto humana.

La violencia, el pansexualismo, la codicia, la envidia social, excitados, provocan no sólo niveles bajos de humanismo, sino incluso delincuencia creciente, sobre todo en la juventud; producen una alteración alarmante de la ecología, no sólo material, sino incluso moral, hasta el extremo de provocar tipos humanos tarados psicológicamente, porque incide hasta en el ambiente familiar, al que altera, y por consiguiente lo hace inhóspito para la formación normal de los hijos (que, por otra parte, se limitan, por hedonismo o por carencia de viviendas materialmente suficientes, hasta por el crimen del aborto).

La sociedad lo sabe, pero prefiere sacrificar al hombre antes que sacrificar sus niveles económicos (una vez satisfechas las necesidades).

Los cristianos tienen que dar aquí un ejemplo en firme contradicción con el ambiente. Han de luchar para que a nadie le falten los bienes materiales y espirituales humanos, incluso la fe; pero han de dar también un testimonio vivo, incluso de consistencia social y de repercusión social de austeridad, de solidaridad con los desvalidos y los desheredados de responsabilidad humana y cristiana social, para influir en «las muchas necesarias reformas en la vida económico-social y en el cambio de mentalidad y de comportamiento» sociales (GS 63a), y «esforzarse denodadamente… hasta que lo antes posible sean removidas las ingentes desigualdades económicas, que son a la vez discriminantes individual y socialmente, y que existen hoy y que muchas veces siguen creciendo» (GS 66a). Los cristianos han de influir de modo ejemplar en hacer vivas socialmente la convicción y la práctica de que «la finalidad fundamental de la producción no es el mero incremento de los productos, ni el mayor beneficio, ni el poder, sino el servicio al hombre. al hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y sus aspiraciones intelectuales, morales, espirituales y religiosas; a todo hombre –decimos– y a todo grupo humano, cualquiera que sea su raza o su país» (GS 64a); «el progreso económico debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar bajo el solo arbitrio de unos pocos, ni de unos grupos que gocen de excesiva potencia económica, ni de una sola comunidad política, ni de unas cuantas naciones más potentes… Ni debe dejársele al mero juego cuasi-mecánico de las fuerzas económicas de los particulares, ni solo a la potestad de la autoridad pública (o Estado) … Debe recordarse que los ciudadanos tienen el derecho y el deber, que deben serles reconocidos incluso por la potestad civil, de contribuir, según sus posibilidades, al verdadero progreso de su propia comunidad» (GS 65).

Dignidad integral del hombre #

El gran principio que debe dominar el ámbito económico de toda sociedad es. Pues, doble: el de la dignidad integral del hombre, a cuyo servicio está (que hemos ya mencionado), y el de que Dios ha destinado la tierra y cuanto en ella se contiene para uso de todos los hombres y pueblos (GS 69a): «de tal forma que los bienes creados deben llegar a todos con equidad, bajo la guía de la justicia, acompañada de la caridad» (GS 69a).

Ahí es donde tiene que entrar en forma ejemplar la iniciativa, la inventiva de los cristianos, formulando unos programas o proyectos de justicia social que sean los más integrales, los más avanzados y los más justos (cf GS 72), en los que «cualesquiera que sean los sistemas de propiedad (que se inventen) acomodados a las legitimas instituciones de los pueblos, según las diversas y cambiantes circunstancias, se tenga que atender siempre a esa destinación universal de los bienes… A todos los hombres compete el derecho de tener parte de bienes, suficiente para sí y sus familias» (GS 69)42.

Frente a la manipulación #

Como dos grandes bloques se dan hoy en el mundo, según sus concepciones sobre el hombre proyectado a su dimensión social y política. Son bien conocidos. Ambos, cada uno a su estilo, materialistas y, por lo mismo, ateos. El uno, poniendo su acento en la libertad omnímoda del hombre, que rechaza toda dependencia de Dios. El otro, poniendo su acento en la liberación, sobre todo económico-social, de ese mismo hombre. Son los dos que menciona el Vaticano II como «ateísmos sistemáticos» actuales (GS 20), y los dos que trata Pablo VI en la carta Octogesima adveniens (A. M. Oriol, Socialismo, marxismo, liberalismo. Meditación sobre la “Octogesima adveniens” n. 26-36, en Estudios Eclesiásticos 53 (1978) 209-243), y en la encíclica Populorum progressio.

La incidencia de ambos en la sociedad es tan fuerte que se ha hecho notar que el interés por la libertad o por la liberación son motivaciones o categorías de servicio al mundo, que a quienes las comparten los acercan solidariamente en sus combates con mayor cercanía o comunión, aun dentro de las filas de cristianos, que la exigencia del testimonio y responsabilidad de la fe, que los dividiría en sus actitudes y comportamientos cristianos de servicio a ese mismo mundo.

«Quizá la ruptura más grave que se da hoy en la comunidad eclesial como efecto de su presencia en la sociedad proviene de un fenómeno desconocido hasta el presente: muchos grupos de cristianos se sienten solidarios de grupos no creyentes, con quienes comparten el servicio al mundo, pero se ven totalmente alejados de otros cristianos con quienes, en principio, comparten el testimonio de la fe. Es decir, la solidaridad humana es vivida más fuertemente que la comunidad de fe. No se quiere que la fe sea una barrera al compromiso común en la acción, al cual se considera prioritario sobre aquélla. Se afirma que el testimonio de fe divide a los hombres en categorías, mientras que el servicio al mundo acerca a quienes comparten solidariamente sus combates. En la situación de estos cristianos comprometidos, muchas veces la persona de Jesucristo se considera más como ‘el punto de referencia’ del servicio al mundo que como Aquel de quien se quiere dar testimonio por la acción en la vida social»43. (Las palabras transcritas reflejan –aunque no repiten– expresiones que hace ya unos años han usado los franceses).

Eso nos refleja efectos de la sociedad laica y secularista, manipuladora hasta producir el hombre unidimensional y hasta constituirse en sociedad unidimensional, es decir, totalitaria, como ha calificado el mismo Marcuse (J. Perea, Para un programa de identidad eclesial, en Iglesia Viva 75 [1978] 278-279).

Es normal que la visión cristiana, que ofrece grandes principios para la vida social posibilite muchas y muy variadas soluciones a los problemas sociales: soluciones discrepantes, legitimas en sí mismas; pero cuando están en juego aspectos y realidades importantes del bien común, les urge unirse, de modo que nunca les sea licito anteponer su propia utilidad al bien común (GS 75e; cf. GS 43c; 74b-c).

Militantes cristianos hay en los dos grandes bloques que hemos mencionado, porque no se quiere hoy, ante la atención directa al cultivo de la secularidad, atender a posturas llamadas confesionales, caídas incluso –dicen– en cierto descrédito por su insuficiente operatividad frente a dos bloques tan potentes con la potencia de «este mundo». Cierto es que, en ambos bloques, en forma abierta o en forma solapada, no se quiere dar cabida pública a la dimensión religiosa. Cierto es también que «la Iglesia, aunque rechaza absolutamente el ateísmo, sin embargo, profesa sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben contribuir a edificar rectamente este mundo en que viven juntos» (GS 21f). Pero también advierte la Iglesia que » eso no puede ciertamente hacerse sin diálogo sincero y prudente» (GS 21f), y que ha de hacerse no sin discernimiento, sino «para edificar rectamente el mundo» (ibíd.), es decir, «cooperando con quienes persiguen idénticos fines«(GS 43b), con quienes se atienen a la objetividad de la secularidad genuina (cf. GS 44b; 62b) cuando se da «conformidad (objetiva) con los principios morales» (AA 24g); en resumen, «con los hombres de buena voluntad en promover cuanto es verdadero, cuanto es justo, cuanto es santo, cuanto es amable» (cf. Fil 4,8), como dice el Concilio con frase que gustó de usar Juan XXIII (AA 14b).

Eso les exigirá no seguir ciegamente las premisas, consignas, disciplina o actuación de su partido, sino estar constantemente discerniendo, «guiados por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana, en su actuar directo y concreto, cual ciudadanos con los ciudadanos, con su propia pericia y responsabilidad especificas, buscando siempre y en todo la justicia del reino de Dios, de tal forma que, observando las leyes propias del orden temporal íntegramente, lo hagan conforme a los principios superiores de la vida cristiana, adaptándolo a las circunstancias varias de lugar, tiempo y pueblo» (AA 7e) y siguiendo la voz de «la jerarquía eclesiástica, que enseña e interpreta auténticamente los principios morales que hay que seguir en lo temporal» (AA 24g; cf. GS 76e).

Eso les situará no pocas veces en la urgencia de tener valentía para oponerse y para confesar su condición cristiana, como antes dijimos.

Pero también, a la vez, les sitúa en posición delicada. que deben ponderar a la luz de su fe: la de si pueden dar su voto a representantes suyos, que, por su partido, hacen profesión pública y convencida de posturas inconciliables con la fe. Tal cuestión es urgente, porque a la hora de que sus tales representantes en las Cortes tengan que decidir con su voto actuarán no conforme a la fe cristiana de quienes les apoyaron y eligieron, sino conforme a sus propias premisas personales y de partido. Lo cual, si en cuestiones dejadas a la libre discusión y decisión de los hombres, no altera la postura de conciencia de los cristianos, si la tocaran las cuestiones en que se encierran directos y decididos contenidos de moral natural o evangélica.

Ello, cuando menos, aconseja –y en el conjunto de lo que es la vida social y política, urge– que haya incluso partidos que –aunque en su titulo no lo incluyan– proclamen sin ambigüedades, y la cumplan, su condición de cristianos. Como hay otros que, sin rubor, se proclaman marxistas, ateos o agnósticos.

Instituciones cristianas #

Ya antes hemos hablado de la necesidad de instituciones cristianas en la sociedad, en razón de superar el pluralismo confundente y el permisivismo sociojurídico. Todo aquello debe ser aducido aquí para superar los principios hedonistas y utilitaristas de la sociedad de consumo.

Pero queremos aquí insistir en la responsabilidad de los padres y educadores cristianos.

La Iglesia. en medio del mundo, está presente de forma singularmente decisiva en la familia, «célula de la sociedad» en que nacen nuevos ciudadanos, y a la vez «como iglesia doméstica», en la que «por el bautismo de los hijos se perpetúa el Pueblo de Dios a lo largo de los siglos» (LG 11b). y «se muestra como santuario familiar de la Iglesia» (AA 11d).

El Concilio Vaticano II recuerda que los esposos y las familias tienen su apostolado específico, de «importancia singular para la Iglesia y para la sociedad civil» (LG 11b; GE 3a); «los padres son para sus hijos los primeros pregoneros y educadores de la fe» (LG 11b; AA 11b). Y «hoy parte principalísima de su apostolado es afirmar decididamente su derecho y deber de educar cristianamente a sus hijos» (AA 11 b). «Es necesario que en la familia cristiana…, a los hijos se les enseñe desde sus primeros años a conocer, sentir y adorar a Dios y a amar al prójimo, según la fe recibida en el bautismo» (GE 3a).

«La función de educar, que pertenece en primer lugar a la familia, necesita de la ayuda de toda la sociedad» (GE 3b). «Ruega, pues, el Concilio a todos los gobernantes y responsables de la educación que cuiden de que nunca se prive a los niños y adolescentes del sagrado derecho que tienen a ser estimulados en apreciar con recta conciencia los valores morales y en abrazarlos con adhesión personal, así como también en reconocer y amar más perfectamente a Dios» (GE 1c).

«Hay que reconocer a los padres… que son los primeros y principales educadores de sus hijos… con una educación integral personal y social«, que han de «favorecer creando un ambiente familiar de amor y de piedad hacia Dios y hacia los hombres. La familia es la primera escuela de las virtudes sociales que necesitan todas las sociedades … En ella encuentran los hijos la primera experiencia, tanto de una sociedad humana sana cuanto de la Iglesia. Por la familia son introducidos fácilmente en el consorcio civil de los hombres y en el Pueblo de Dios» (GE 3a).

«También a la sociedad civil competen ciertas obligaciones y derechos, en cuanto que a ella pertenece disponer cuanto se requiere para el bien común temporal…, según el principio de su función subsidiaria…» (GE 3b). Y ahí «es preciso que los padres, cuya primera e intransferible obligación y derecho es educar a sus hijos, gocen de verdadera libertad de elegir escuelas…, excluido, por tanto, todo monopolio de escuelas que se oponga a los derechos nativos de la persona humana, al progreso y divulgación de la cultura misma, a la convivencia pacífica de los ciudadanos y al pluralismo que rige hoy en muchas sociedades» (GE 6a-b).

La escuela, pues, «que tiene una importancia singular entre todos los medios de educación» (G E 5 ); la escuela, en todos sus grados, debe encontrar la ayuda de los cristianos, «sobre todo por medio de las asociaciones de padres de familia», y ello en »toda la labor de la escuela, máxime en la educación moral que en ella debe darse» (GE 6c), «teniendo en cuenta el pluralismo de la sociedad moderna y favoreciendo la debida libertad religiosa», de forma que «en todas las escuelas se dé a los hijos una educación conforme a los principios morales y religiosos de las familias» (GE 7b), «sin que se les coaccione a asistir a lecciones escolares que no correspondan a la convicción religiosa de los padres, o sin que se les imponga un sistema único de educación del que se excluya del todo la formación religiosa» (DH 5).

Frente a todo eso caben los riesgos de que los padres se dejen absorber por los criterios de la sociedad hedonista de consumo, o de que vivan disociando sus principios cristianos de su conducta, repercutiendo con ello en forma decisiva en la educación de sus hijos. El Concilio pide que, para mutua ayuda y sostenimiento, «las familias se reúnan por grupos» (AA 11f) y constituyan asociaciones familiares (GS 52t).

Frente a los abusos estatales que no respeten la «legítima autonomía de la familia» y el primario «derecho de los padres a educar cristianamente a sus hijos en el seno de su familia», «los esposos y los demás cristianos, junto con los demás hombres de buena voluntad, deben cooperar para que se conserven inconcusos tales derechos en la legislación civil» (AA 11c).

Hablemos también, »por último, del deber de educar que compete por singular título a la Iglesia, no sólo porque como sociedad humana ha de ser también reconocida capaz de educar, sino sobre todo porque tiene la función de anunciar la salvación a todos los hombres» (GE 3c). «Con ello, a la vez, presta ayuda a todos los pueblos para promover la perfección integral de la persona humana, incluso para el bien de la sociedad terrenal y para la edificación de un mundo más humanamente configurado» (GE 3c). «Por eso el santo Concilio proclama de nuevo el derecho de la Iglesia a establecer y dirigir libremente escuelas de cualquier orden y grado, como ha declarado ya en muchos documentos del Magisterio, recordando al mismo tiempo que el ejercicio de este derecho contribuye grandemente a la libertad de la conciencia, a la protección de los derechos de los padres y al progreso de la cultura misma» (GE 8b).

Y teniendo en cuenta lo delicado de la educación cristiana de la fe y en la fe, el mismo Concilio «recuerda a los padres cristianos el deber de confiar sus hijos, cuando y donde les sea posible, a las escuelas católicas, de sostenerlas conforme a sus fuerzas, y de colaborar con ellas en bien de sus hijos» (GE 8c).

Este deber de ayudar a las escuelas y centros católicos lo exhorta el Concilio no sólo a todos los padres, sino también a todos los fieles y «encarecidamente a los Pastores de la Iglesia, sin escatimar sacrificios», «ante todo en atender a las necesidades de los pobres, a los que se ven privados de la ayuda y afectos familiares o que no participan del don de la fe» (GE 9c).

Y proclama también el Concilio la urgencia no sólo de Universidades y Facultades de estudios eclesiásticos, sino incluso de estudios civiles, de escuelas profesionales, técnicas, de institutos y de magisterio, de forma que «se haga como pública, estable y universal, la presencia del pensamiento cristiano en todo el afán por promover la cultura más elevada, y sus alumnos, verdaderamente prestigiados por su doctrina, estén preparados para desempeñar las funciones más responsables en la sociedad y para ser testigos de la fe en el mundo» (GE 10a).

Presencia de lo religioso y de la Iglesia en España, hoy #

Expuesta una síntesis sobre los principios de la vivencia social de la religión y de la Iglesia, teniendo en cuenta el estilo de la sociedad del mundo actual, nos queda la visión concreta de esa presencia en la España actual, que ha dado un paso a sociedad de nueva configuración sociopolítica, que ha formulado su nueva Constitución recientemente (el 6 de diciembre de 1978), y que está en camino de formular su nueva configuración de legislación ordinaria, tras los pasos de la nueva Constitución de las Cortes. Esa nueva configuración concreta de bien común supone una educación apropiada (Cf. XXXIX Semana Social de los Católicos de Italia, Diritti dell’uomo ed eaucazione al bene commune, 1968: Episcopado Español – Card. Tarancón – Mons. E. Yanes, Los valores religiosos y morales en la Constitución (Declaración, discurso y conferencia), Madrid 1977; J. J. Tamayo Acosta, Un proyecto de Iglesia para el futuro de España, Madrid 1978).

No haremos sino mencionar los puntos más salientes, cuidando de no repetirnos.

Ante la secularidad y la técnica #

Cerrar la realidad, sea ésta la cósmica, la histórica o la humana, es asfixiante. Todo creyente, y más conscientemente el cristiano –dijimos–, lucha por mantenerla abierta, porque no puede admitir el suicidio de su espíritu44.

Dijimos que la Iglesia, la Iglesia peregrinante, la gran institución intramundana, vela, enseña y urge esa apertura de la secularidad del hombre. Ahora bien, siendo en España constitucionalmente reconocido que » los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española» (art. 16 § 3), y resultando que el Estado español en su Acuerdo con la Santa Sede (de 28 de julio de 1976, proemio), reconoce » que debe haber normas adecuadas al hecho de que la mayoría del pueblo español profesa la religión católica», es lógico esperar en la promesa que encierran esas palabras, y más aún en las que siguen en el articulo citado de la Constitución, que añade: «y (los poderes públicos) mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones«. Es una promesa rubricada por referéndum, llena de posibilidades para que la libertad religiosa no quede encerrada en un mero respeto negativo de simple legalidad o tolerancia legalizada.

«La libertad religiosa y de culto de los individuos y las comunidades» que «se garantiza» en el articulo 16 § 1 de la Constitución, se ampara, también ella, en el principio del articulo 9 § 3 de la misma Constitución, según el cual «la Constitución garantiza… la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos». Lo cual es también una promesa solemnemente refrendada, llena de posibilidades, y que remite, implícitamente, a principios de objetividad que, para la libertad religiosa en sus manifestaciones, será, en su aspecto de límites, «la necesaria (limitación) para el mantenimiento del orden público» (articulo 16 § 1), y para la actuación positiva del Estado, dos principios: uno general y otro particular: El general, el del articulo 9 § 1, según el cual «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud, y facilitar la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social». El particular, el mencionado de que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española» (art. 16 § 3).

Pero eso es directamente en cuanto a la libertad religiosa propiamente dicha de las personas y comunidades religiosas.

El más grave problema estará en cuanto, establecido también el principio de «la libertad ideológica» (el mismo art. 16 § 1), para la que vale también el principio general citado (del art. 9 § 1 y 3), los poderes públicos tengan que legislar en materias que tocan las convicciones religiosas, y cómo hayan de entender el alcance del «tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española» conjugado con el principio de que «los españoles son iguales ante la ley (art. 14 de la Constitución) y en materia legislativa que no sea penal».

Un principio formal, como punto de partida, está en la Constitución, según sus articulados; un principio formal de elaboración de las leyes está en el mecanismo de las Cortes (arts. 81-92 de la Constitución).

Pero eso no basta. Autores que han intervenido en la redacción de la Constitución misma han reconocido que el «consenso» es justificación puramente formal, es decir, que no supone acuerdo sobre los contenidos de las expresiones. También se ha hecho notar que con esa misma Constitución podrán gobernar, caso de que lleguen al poder, partidos de signos contradictorios, que discrepan diametralmente en materias importantes de derechos humanos y que tocan lo más íntimo de las convicciones morales y religiosas.

Pero lo hecho, hecho está en la Constitución. Por ello, no podrá extrañar que el principio de la fe, según el cual –como vimos– la Iglesia es Maestra y Tutora de la Ley Natural, previsiblemente tenga que expresar su palabra en diversas ocasiones, sin que ello vaya a suponer un «ultraje» a las Cortes, ni «una incitación a que el ciudadano desprecie a la ley y al legislador», como ha ocurrido poco ha en país cercano45.

La Iglesia no entra ni en la técnica legislativa ni en la concreción legal que se haga de los principios naturales, que permiten decisiones distintas; ni tampoco en los juicios prudenciales de mal menor; pero sí se opone y opondrá con su Magisterio y autoridad moral y espiritual a toda ley que atentare a los preceptos negativos naturales y a toda pretensión de cerrar el paso a exigencias positivas de los derechos fundamentales. Es de esperar, por la seria voluntad de acierto y la sana mente de los legisladores, que la Iglesia se limite a animar y alentar, a orientar con altos principios y a formar conciencias.

De todas formas, dentro del principio de libertad religiosa de los individuos y comunidades entra el que unos y otras puedan «manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda actividad humana» (DH 4e); implica incluso que la Iglesia, amparada en ese principio y en su misión, «pueda en justicia (ei fas sit), siempre y en todas partes con verdadera libertad (no sólo) predicar la fe, enseñar su doctrina sobre la sociedad, ejercer su función sin trabas entre los hombres (sino también) dar incluso su juicio moral, aun en materias que tocan al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos los medios que sean conformes con el Evangelio y con el bien de todos según la diversidad de tiempos y situaciones» (GS 76e; cf. AA 7d y 24g).

Todo eso supuesto, en la elaboración de las leyes la responsabilidad moral-social-jurídica inmediata está en las Cortes; y la responsabilidad de base, en la soberanía del pueblo español, a tenor de la Constitución misma (art. 1).

Ante el pluralismo y el permisivismo #

En atención al pluralismo, la Constitución proclama la aconfesionalidad del Estado: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal» (articulo 16 § 3).

Eso supone e implica que el Estado no se siente vinculado jurídicamente con ninguna instancia confesional en materia sociojurídica. Su vinculación está en el principio expresado, constitucional, de que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española» (art. 16 § 3).

La Iglesia reconoce esa configuración estatal. Se atiene al principio de la libertad religiosa que ella misma proclamó en su declaración conciliar. Por ello no se opone, antes al contrario, reconoce en plenitud todas las consecuencias que se le derivan del principio de libertad civil en materia religiosa, como lo hace en los cinco Acuerdos, firmados por la Santa Sede y el Estado español (28 julio 1976 y 3 enero 1979), en forma explicita y concreta.

Ello obligará a la Iglesia a reforzar sus atenciones ministeriales de magisterio, formación y cuadros apostólicos, como dijimos en la parte anterior.

Instituciones de enseñanza #

En ese nuevo contexto sociojurídico de libertad civil en materia religiosa merece singular atención el principio constitucional del articulo 27 § 6, al que aludimos ya antes: «Se reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales».

Es un articulo lleno de promesas. Y esperemos que se lleguen a cumplir por parte del Estado sin discriminaciones y sin estatalismos. Porque la enseñanza, cuanto a más alto nivel más es, por definición, un servicio prestado a los demás, un servicio social, que ofrecen cuantos se sientan capacitados para ella. Pero no un servicio estatal46. Nadie enseña algo en nombre del Estado, sino en nombre de la ciencia y de la verdad. Al Estado toca dar las facilidades sociales y la configuración jurídica a esa función social, según los requisitos del bien común. Le toca incluso hacer él mismo los montajes necesarios de instituciones de enseñanza allí donde y en la medida en que no lleguen las iniciativas de las personas y grupos sociales. Pero no erigirse él en el maestro de la sociedad; tanto más cuanto que se declara a-confesional, religiosa e ideológicamente, en su misma constitución. Por eso dice bien el artículo 149 § 1, n. 30: «El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias: … 30: Regulación de las condiciones de obtención, expedición y homologación de títulos académicos y profesionales y normas básicas para el desarrollo del artículo 27 de la Constitución a fin de garantizar el cumplimiento de las obligaciones de los poderes públicos en esta materia».

Al Estado toca, pues, establecer esas condiciones y normas de mínimos, cuyo cumplimiento por parte de cualquiera –sea persona física, o jurídica, o incluso el Estado mismo en los centros que él cree por insuficiencia de las fuerzas sociales– haga jurídicamente efectiva, correcta y vigente la libertad de crear centros docentes y de enseñar (porque la Constitución también afirma, en el art. 27 § 1, que «se reconoce la libertad de enseñanza»).

En España tenemos que superar todavía toda una concepción estatalista de la enseñanza.

Universidad libre #

Lo dicho vale también sobre la universidad. Hay que terminar con la concepción de que sólo el Estado tenga derecho a fundar, establecer y dirigir universidades; o de que sólo las universidades estatales sean figuras institucionales propiamente tales de la vida social española.

Hay que tener un poco de inventiva para configurar las nuevas leyes sobre enseñanza y sobre universidades. Hay que superar la postura de que la universidad es un organismo estatal, aunque dentro del gran sistema o mecanismo estatal gozara de una cierta autonomía interna respecto de su dependencia de otros organismos superiores.

La universidad no puede ser un organismo estatal, porque no ejerce una potestad o autoridad estatal; no es un órgano de gobierno en ningún sentido. La enseñanza, y más en un Estado a-confesional y a-ideológico, no es susceptible de ser ejercida por autoridad o potestad jurisdiccional o gubernativa de ningún orden.

La universidad, como todo centro docente, por ejercer una función social, requiere cumplir unos mínimos de requisitos exigidos por el bien común de la sociedad, como hemos dicho antes. Pero el hecho de esta exigencia –que, por otra parte, se da en toda actuación social– no legitima que pueda hablarse de función estatal o pública de los centros de enseñanza. Ni siquiera de los centros creados y sostenidos por el Estado. El Estado, al crearlos y sostenerlos, cumple una función pública, pero lo creado y sostenido no es una institución pública, ni la tal institución ejerce una función pública o estatal.

La distinción entre universidades o centros públicos y privados no es, pues, correcta, e induce a confusiones de trascendencia jurídica. Es lo que sucede con el proyecto de ley de autonomía universitaria (fechada en noviembre de 1978 y presentada en enero de 1979 a las Cortes). Identifica universidad creada y sostenida por el Estado con «organismo» y con «pública»; y en lugar de exigir a todas las posibles universidades las mismas condiciones, somete las no estatales a las estatales a través del «Consejo General de Universidades», formado tan sólo por los rectores y presidentes de los consejos económicos de las «universidades públicas» (cf. sus arts. 32, 33, 69-70; 7 § 2; 9; 13, 23, 35-37; 42, 52, 53, 54, 60).

Eso en un Estado que se pregona no sólo democrático, sino que, además, «proclama su voluntad de… establecer una sociedad democrática avanzada» (proemio de la Constitución), es lo mismo que si la libertad de crear partidos políticos (art. 6) o sindicatos (art. 7 y 28) tuviera que someterse al control y aprobaciones previas de distintos puntos decisivos suyos por parte del «partido oficial» o del «sindicato oficial» o «público» o «estatal» , antes de ser reconocidos por el Estado.

Libre es el Estado de configurar el estatuto económico de los profesores de las universidades que él sostenga, por el módulo de «funcionarios del Estado» (art. 48 del proyecto), si eso le cuadra bien en su técnica organizativa económica. Libre es incluso para tener, para las universidades que sostenga, un cuadro o «Cuerpo especial de docentes del Estado». Pero no ha de concluirse de ahí que los profesores sean en realidad funcionarios estatales (lo que sería no digno de los mismos, que enseñan en nombre de la ciencia y de la verdad), ni que todo profesor catedrático de universidad tenga que ser previamente perteneciente a tal «Cuerpo estatal», so pena de tener discriminaciones de excepción a la ley general.

Habría que preguntarse el porqué de un tal «Cuerpo docente del Estado». En la historia encontraríamos que su raíz está en Napoleón, cuando confesó: «Al constituir un cuerpo docente, mi fin principal es poseer un medio para dirigir la opinión pública y determinar la orientación moral»47.

Es decir, que el monopolio –abierto o camuflado– de la enseñanza por parte del Estado responde a una concepción estatal ideológica. Y es un hecho que, en Francia, de cuya concepción y ejemplo codificatorio de Napoleón depende España, «el monopolio universitario fue instituido por el emperador con la intención de que el cuerpo docente, dependiendo del Gobierno, se limitase a proponer una especie de verdad oficial, utilísima para mantener, en vida, al régimen»48.

Hay, pues, que distinguir con claridad entre centros de enseñanza que son del Estado y centros libres de enseñanza. Todos ellos han de atenerse a las justas exigencias del bien común, reconociendo el carácter social de toda enseñanza y sometiéndose a todas las mismas condiciones-exigencias del bien común. Hasta el Pacto Internacional de derechos económicos , sociales y culturales de la ONU de 1966, que acompaña y complementa a la Declaración Universal de Derechos Humanos, de la misma ONU, de 1948, reconoce explícitamente: «Articulo 13 § 4: … la libertad de los particulares y entidades para establecer y dirigir instituciones de enseñanza, a condición de que se respeten los principios enunciados en el párrafo 1, y de que la educación dada en esas instituciones se ajuste a las normas mínimas que prescriba el Estado».

Y el párrafo 1 del mismo artículo dice: «Los Estados Partes, en el presente Pacto, reconocen el derecho de toda persona a la educación. Convienen en que la educación debe orientarse hacia el pleno desarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad, y debe fortalecer el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales. Convienen, asimismo, en que la educación debe capacitar a las personas para participar efectivamente en una sociedad libre, favorecer la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y entre todos los grupos raciales, étnicos o religiosos, y promover las actividades de las Naciones Unidas en pro del mantenimiento de la paz».

Como se ve, precisamente en esos artículos está calcado, más en breve, el texto de los párrafos 1, 2 y 5 del artículo 27 de nuestra Constitución.

Es curioso, por otra parte, que, teniendo España una tradición fuerte de universidad es de la Iglesia –las primeras que hubo en España lo fueron por ella (Palencia, la primera, en 1208; Salamanca, Alcalá y otras muchas)–, en la España llamada moderna no haya sido posible una universidad libre hasta hace doce años en Pamplona, con gran retraso sobre otros países europeos y americanos. Y ello por una confusión-identificación de la Nación al Estado49.

Es de esperar que la distinción hecha en la Constitución entre España, o la Nación española, o el pueblo español, de una parte, y el Estado, de otra, al que le emanan sus poderes de la soberanía nacional de ese pueblo (art. 1), y la proclamación proclamada de «establecer (en España) una sociedad democrática avanzada» (proemio), hagan que el Estado español y la sociedad española recuperen tiempos perdidos y se pongan en vanguardia con una realidad viva de universidad es libres.

Es de esperar también que la inercia de estatalismo docente quede desvirtuada por la reclamación de las Autonomías, pues ya la catalana y la vasca han formulado en su anteproyecto que les es de competencia exclusiva las «fundaciones de carácter docente, cultural y artístico» (el vasco, art. 17), aunque cabe el riesgo de que se sustituya la inercia estatalista por la autonomista.

En realidad, la universidad libre deberá ser una consecuencia y corolario de los principios o «valores superiores del ordenamiento jurídico (del Estado español), la libertad, la justicia, la igualdad» (articulo 1 § 1 de la Constitución), de donde fluye el artículo 27, párrafo 6, que venimos comentando.

Pero también hay que considerar, como más concreto y aportable, el principio de la libertad religiosa e ideológica, consagrado en el artículo 16 de la Constitución, y el principio de la libertad de expresión y difusión, consagrado en el artículo 20, que, llevados a su plenitud, exigen no sólo iglesias o lugares de culto (o equivalentes, para los «ideólogos») en que fomenten sus propias vivencias, ni sólo periódicos o revistas en que expresarse, sino también centros en que formar sus ministros y militantes con plena ciudadanía de y para la actuación de expandir y enseñar, y vivir en unidad de conciencia50.

Facultades universitarias civiles de teología católica #

Es profundamente curioso que, desde hace más de un siglo, no existen en las universidades civiles españolas facultades de teología. Decimos curioso por no emplear otros adjetivos. Como si la teología no fuera una ciencia de interés social con todos los requisitos de ciencia y de cultura superior. Como si en España no hubiera habido una historia gloriosa de las facultades de teología. Como si tal cosa tuviera que ser una singularidad única en el mundo, que diera complejo al Estado. Como si las naciones libres no mostraran ejemplos vivos de un tal aprecio.

Y eso no se ha logrado ni en los «cuarenta años» de Estado confesional. En el fondo de la cuestión encontraremos siempre la misma razón: el estatalismo docente. El Estado no cae en la cuenta que una facultad de teología católica (o protestante, o mahometana, o de otra confesión que teniendo consistencia social la reclame con legítimo derecho) es siempre una facultad confesional por la naturaleza misma de sus contenidos de estudio y docencia; lo cual tiene exigencias específicas en su profesorado, aun admitiendo y respetando el principio de «la libertad de cátedra» formulado en la Constitución (art. 20 § 1c), que siempre ha de ser respetando los contenidos de la misma. Un profesor de física no puede apelar a tal principio para enseñar historia de China, por ejemplo; similarmente, un profesor de teología católica no podrá apelar a la libertad de cátedra para enseñar teología musulmana o protestante.

Un horizonte de esperanza para cubrir esta laguna desacreditante abre el articulo 12 del Acuerdo de España con la Santa Sede, del 3 de enero de 1979, sobre enseñanza. Dice: «Las universidades del Estado, previo acuerdo con la competente autoridad de la Iglesia, podrán establecer centros de estudio superiores de teología católica«. «Previo acuerdo con la competente autoridad de la Iglesia» por razón de la naturaleza expresada de estos centros.

Ya hay, en alguna medida inicial, una cátedra de teología católica en las universidades autónomas de Madrid y en la de Salamanca. Pero un solo profesor queda perdido, por mucho que pueda personalmente hacer. Confiamos en que, en atención al «hecho de que la mayoría del pueblo español profesa la religión católica» (proemio del primer Acuerdo, 28 julio 1976), en atención a que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española (articulo 16 § 3 de la Constitución), en atención al valor socio-científico de la teología, en atención a la historia de España, en atención a un amplio respeto por los principios de libertad positiva proclamados en la Constitución, y en atención al buen ejemplo de otros países en cuyo ámbito socioeconómico-cultural queremos entrar, las universidades españolas del Estado no tarden en tener sus facultades de teología católica. Quien ganará con ello será la misma sociedad española, a cuyo servicio está, por definición, el Estado.

Permítaseme, para cerrar este punto, mencionar tan sólo que la «Oficina Internacional de Enseñanza Católica» tenía en el año 1955 (no dispongo de otra estadística a mano), en 34 países, la cifra de 100.000 centros de enseñanza, con 600.000 profesores y 20 millones de alumnos (La Croix, 15 mayo 1956).

Enseñanza de la religión en los centros estatales #

En virtud del principio de libertad religiosa, que implica el derecho de los padres a que sus hijos reciban educación religiosa en los centros a que éstos asistan (DH 5), la Constitución española afirma: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (art. 2 7 § 3).

Concretando ese principio constitucional en el Acuerdo III, el Estado español y la Santa Sede han convenido en que en los centros estatales, a nivel de educación preescolar, de EGB y de BUP, se integrará, en condiciones equiparables a las demás disciplinas, la enseñanza de la Religión católica, pero será de carácter voluntario para los alumnos y para los profesores que la impartan; igual régimen se establece para las escuelas universitarias de formación del profesorado. En los centros estatales superiores se garantiza a la Iglesia para que pueda organizar cursos voluntarios de enseñanza religiosa; e incluso las universidades del Estado podrán establecer centros superiores de teología, como ya vimos; pero en todos los casos se postula la voluntariedad del alumnado y del profesorado. Con ello se logra atender al derecho de libertad religiosa de los padres y de los alumnos, y el de la Iglesia en poder acceder hasta ellos.

Similar consideración jurídica se da al derecho de asistencia religiosa a los españoles que estén internados en centros estatales (sanatorios, centros penitenciales, orfanatos, centros militares) art. 4 del Acuerdo II, así como sus arts. 2, 5-6 del Acuerdo III, y proemio del Acuerdo V).

Esa configuración jurídica es muy correcta. Es la correcta. El Estado cumple su función y deber de tutelar la libertad religiosa. Tras ello, todo queda a la responsabilidad personal de los interesados y a la atención pastoral de la Iglesia. A ésta corresponde urgir a padres, alumnos y profesores, a los internos y a los sacerdotes el cumplimiento de sus deberes religiosos de formación y asistencia. Y aquí tendrá la Iglesia que acertar a realizar esta función de atracción y convocatoria, aduciendo simplemente todos sus medios evangélicos, pero simplemente ellos (cf. GS 76d-e; DH 11 b-e, 12a, 14d). Todo esto producirá un nuevo ambiente en el país, que Iglesia (jerarquía y fieles) han de saber cultivar con delicadeza y eficacia.

El mismo criterio habrá de aplicarse en los acuerdos del Estado con la Conferencia Episcopal sobre los «medios de comunicación social» (articulo 14 y proemio del Acuerdo III) y en el sistema de porcentajes sobre el sostenimiento económico de la Iglesia (articulo 2 del Acuerdo IV).

Otras actuaciones pastorales #

Para superar el ambiente hedonista y utilitarista y de secularización, en medio del pluralismo abierto, iniciado jurídicamente con la nueva Constitución, se impone –como ya dijimos anteriormente– la necesidad de insistencia en fomentar con plena genuinidad comunidades de base y grupos apostólicos, con fuerte vivencia y firme celo apostólico.

Pero en medio de esas actividades propiamente eclesiales-religiosas, hay otro campo que no se puede olvidar: el del estudio y propaganda del pensamiento social de la Iglesia.

Este Centro de Estudios Sociales del Valle de los Caídos tendrá que intensificar sus reuniones, coloquios, estudios y publicaciones, acertando en su modo expositivo y en la profundidad de su pensamiento, proyectando los altos principios de la fe, que marcan el sentido radical a la vida humana, a las realidades de cada día de la sociedad española. Su esfuerzo estará en saber discernir con acierto lo que es del plano de la fe y lo que es mera ideología o mera cultura. Ideología y culturas son cambiantes. Cabe el riesgo de que, inmersos en una determinada cultura en que hayamos sido formados, dándonos una configuración mental de unidad existencial entre fe y cultura o ideología, identifiquemos ambas en sus mismas nociones. Elaborar en cada caso y tema concretos esa distinción y aun separabilidad entre ambos planos puede costar mucho y serio esfuerzo. Por eso el Vaticano II, a la vez que insiste en la «síntesis vital» o existencial (GS 43a), en la «coherencia» (AA 13) entre la fe y la vida, condenando el «divorcio» (discidium) (GS 43a) entre ellas, insiste con no menor fuerza en la no-unión inseparable, exclusiva e indisoluble, en la no-identificación nocional entre la Iglesia y los modos históricos de vivirla, entre la fe y la cultura propia (GS 58d; cf. GS 42d, 44b), y postula no sólo reformas socioeconómicas, sino también, a la vez, cambio de mentalidad y de costumbres (GS 63e) y esfuerzos con espíritu de innovación y creación de nuevos sistemas, formas, soluciones y realizaciones (cf. GS 66-72, 88-89).

Para ello convendría sobremanera celebrar encuentros y simposios de estudios y diálogos de profesionales católicos que penetren en su problemática social, jurídica y política, por sí y para su actuación y para la sociedad misma en la legislación y actuación-ejecución de las mismas. Uniones de juristas católicos, políticos católicos, médicos católicos… tendrán que potenciarse mucho más, y mantenerse en contacto y unidad, sobre todo cuando haya que tratar problemas que, por ser de contenido moral anterior, están por encima (o por debajo) de las posturas plurales legítimas políticas.

Los católicos responsables, cada uno a su medida, en los medios de comunicación social habrán de afinar mucho su competencia y acierto de actuación profesional. Deberán incluso unir sus esfuerzos en los momentos de problemas sociales morales que se proyecten o proyectan en la dimensión sociojurídica, en las leyes y actuaciones del Estado, de las asociaciones e instituciones de densidad social fuerte, en los grandes » medios» de televisión y radio y cine. A ellos en forma de responsabilidad social cristiana les atañe la tutela, a su medida y posibilidades, de la moral pública y de la genuina libertad religiosa; a ellos como grupo social (cf. DH 6a), secundando incluso al Magisterio y guía pastoral de la Iglesia, sin rubor y con eficacia y valor (cf. decreto Inter mirifica, sobre los «Medios»).

A la jerarquía de la Iglesia en España toca ya actuar con nuevos estilos, distinguiendo bien entre el ámbito de la libertad jurídica civil en materia religiosa –que deberá respetar en su plena objetividad genuina– y la urgencia de los deberes morales que la fe impone incluso en y para el uso de esa libertad jurídica civil, como lo hace la Santa Sede en el articulo 6, párrafo 3 del Acuerdo II, al hablar de la obligación grave del católico de atenerse a la doctrina y normas canónicas sobre el matrimonio canónico. Le toca también distinguir cada vez con mayor claridad el plano de las exigencias de principio de la moral social católica y el plano de la libre concreción de los mismos en opciones o decisiones políticas. Y le toca respetar con delicadeza las decisiones que los legisladores católicos tomen en juicios de prudencia con su madurez de cristianos adultos. Tendrá que acertar también a usar con competencia técnica y dignidad magisterial, sobre todo, en los espacios que –de común acuerdo entre la Conferencia Episcopal y el Estado, dentro de los principios de libertad religiosa– tenga en los «medios». Tendrá que potenciar con todas sus fuerzas las asociaciones apostólicas que tratan de informar de espíritu cristiano la actuación temporal de sus miembros y de difundirlo; incluso –no hay por qué negarlo, porque es consecuencia obvia del espíritu de la fe y de la asistencia pastoral (cf. AA 7d; GS 43b)– tendrá que impulsar moral y espiritualmente a los cristianos militantes en la acción temporal y aun política estrictamente dicha, incluso a planos de asociaciones: hay valores y realidades muy decisivas e importantes como para poder inhibirse de tal actuación. Pero, sobre todo, tendrá que impulsar, e incluso si es preciso crear, asociaciones apostólicas directas que fomenten y formen la fe misma, que la expandan abiertamente con mayor potencia y empuje: en una sociedad pluralista eso se impone con mucha mayor necesidad y urgencia. Deberá también alentar, asistir y encauzar las comunidades de base, necesarias para superar el aislamiento del homo urbanus, dándole un arropamiento de calor de relaciones personales a nivel directo de la fe, pero enmarcándolas dentro de la comunidad eclesial. Tendrá que urgir a los religiosos y a las instituciones religiosas un mayor y más efectivo sentido de disponibilidad, a tenor de las concretas necesidades y urgencias pastorales de cada diócesis y de todo el país, respetando su característica singular en cada caso; su sentido de disponibilidad, que es facilitación para la distribución equitativa y necesaria de sus fuerzas apostólicas, distribución que no puede quedar simplemente a merced de considerandos privados, sino de ponderación del bien común eclesial concreto. Por último –para no alargar la lista–, tendrá que tener una singular atención a la juventud y adolescencia, no sólo como fomento de la promesa que son del mañana de la Iglesia y de la sociedad española, sino especialmente porque han accedido a la mayoría de edad a los dieciocho años (art. 12 de la Constitución) y, por tanto, a participar de pleno derecho en las decisiones político-jurídicas.

Conclusión #

Hemos procurado ofrecer una síntesis panorámica de los principales capítulos que versan sobre la presencia cristiana en la sociedad, y en la sociedad española de hoy. Cada uno de los puntos expuestos merecería una más detallada exposición y reflexión. Pero esta tarea queda para nuestros diálogos y trabajos ulteriores.

Resumo el principio decisivo en una sociedad aconfesionalmente constituida: todos los cristianos deben ser bien conscientes de que, si la fe es la que les da el sentido último de la existencia humana ( cf. GS 40c41 ), y, por tanto, también el sentido último de la vida temporal (LG 48b), y les da, por lo mismo, funciones, luces y energías para emplazar toda la actividad humana –también la política– en ese gran panorama u horizonte (cf. GS 42b) –lo que es la apertura de la secularidad de que antes hablamos–, es, sin embargo, bajo su responsabilidad personal y su pericia o competencia, ingenio y saber, donde cae la edificación concreta y directa de la ciudad en ese horizonte (cf. AA 6d; 7e; GS 43).

Sepan que realizando esa correcta ordenación de la ciudad, enmarcándola en ese horizonte, es decir, en el Reino de Cristo, primogénito de todo el cosmos creado, están realizando tarea cristiana y apostolado, porque disponen y «preparan el campo del mundo a una mejor siembra de la palabra de Dios y abren las puertas de este mundo más patentemente a (la actuación de) la Iglesia» (LG 35c).

Todo cristiano que, desde su interior, «guiado por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movido por la caridad, actúa en forma directa y concreta en lo temporal» (AA 7g), sabe que «conduce a los hombres al progreso universal en la libertad humana y cristiana» (LG 36b), y que «como peregrino camina hacia la consumación de la historia humana» (GS 45b), que es «la recapitulación de la humanidad con todos sus bienes bajo Cristo, Cabeza en la unidad de su Espíritu» (LG 13b), donde están los nuevos cielos y la nueva tierra (Ap 21,1), la nueva ciudad, que no necesita sol ni lámparas, ni cerrar nunca las puertas, porque la claridad misma de Dios y la lámpara del Cordero la ilumina siempre y todos caminan en su luz y nunca tiene noche (Ap 21,23-25).

A modo de proposiciones, que ofrezco a la discusión, y para que puedan ser discutidas, formulo las siguientes:

1ª. Es del todo necesario, en nuestro mundo de hoy, asegurar y defender la presencia de lo religioso en la sociedad terrestre, como dimensión constitutiva del hombre.

2ª. Concretamente en España, por lo que a nosotros se refiere, es muy necesario defender la presencia de lo católico, tanto por reconocimiento de la verdad revelada, a la que nos lleva la fe, como por razones históricas y culturales.

3ª. Esta defensa debe hacerse sin agresividad ni intolerancia frente a otros grupos religiosos, pero también sin complejos ni cobardías, para no caer en el secularismo, en el indiferentismo, o en una especie de culturalismo sincretista que se presenta ante muchos como exigencia del humanismo y la civilización de nuestro tiempo.

4ª. La deseada presencia de lo religioso-católico en la ciudad está pidiendo: a) que los intelectuales católicos, teólogos y filósofos, defiendan la dimensión de lo sagrado en el hombre y en la sociedad; b) que los historiadores de la cultura y los sociólogos se esfuercen por valorar debidamente lo que ha tenido de positivo la orientación católica de la vida de España.

5ª. Los católicos no deben perder su singularidad específica –exigencia de su fe– en la construcción de la ciudad, si bien, por respeto a la libertad religiosa y al pluralismo ideológico, colaborarán con todos los demás para el progreso y desarrollo de la sociedad de nuestro tiempo.

6ª. En los años posteriores al Concilio Vaticano II se ha producido un descenso en la presencia de lo católico en la sociedad española, por causa de muy diversos factores, unos políticos, externos a la Iglesia, y otros internos a la misma.

7ª. Realizada la transición hacia un ordenamiento democrático, señalamos como tareas urgentes para asegurar la presencia de lo católico en la sociedad española, las siguientes:

  1. inspiración católica de las leyes, en cuanto sea posible;
  2. creación de instituciones católicas de índole y con propósitos culturales, sociales, políticos;
  3. creación de asociaciones de profesionales católicos: médicos, juristas, científicos, periodistas, etc.;
  4. particularísima atención a los problemas de la enseñanza y a las instituciones docentes en relación con la educación católica, escuelas de uno y otro grado, universidad católica, facultades de teología católica en la universidad estatal;
  5. intrépida defensa de la familia, mediante asociaciones familiares extendidas por toda la nación;
  6. volver a trabajar en el campo de la juventud con organizaciones adecuadas;
  7. esfuerzo pastoral de la Iglesia por la catequesis de niños, jóvenes y familias;
  8. muy particular atención a la religiosidad popular según la Evangelii nuntiandi, y de acuerdo con la tesis de las que es calificado exponente el cardenal Daniélou. Junto a esto, impulsar pequeñas comunidades y grupos como elemento dinamizador.

8ª. Por último, estimo conveniente que haya partidos políticos que se confiesen cristianos abiertamente.

1 Cf. M. D. Chenu, Los signos de los tiempos. Reflexión teológica, en AA. VV. La Iglesia en el mundo de hoy, Madrid 1970, vol. I, 253-278; A. Tornos, Los signos de los tiempos como lugar teológico, en Estudios Eclesiásticos 53 (1978) 517-532.

2 Por ejemplo, desde el libro de L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, al de K. Adam, La esencia del cristianismo, Barcelona 1955, hay toda una amplia gama con los mismos o similares títulos.

3 Son significativos J. Maritain, El campesino del Garona, París6 1966; Bilbao 1967; U. von Balthasar, “Cordula” oder der Ernstfall, Einsiedeln 1966; H. de Lubac, La Iglesia en la crisis actual, 1969, Santander 1970; D. von Hildebrand, El caballo de Troya en la Ciudad de Dios, Chicago 1967 (Madrid 1969); L. Bouyer, La d`ècomposition du catholicisme, Vienne 1968; Y. M. Congar, Au milieu des orages. L’Église affronte aujourd’hui son avenir, París 1969.

4 Cf. Urs von Balthasar, Wer ist ein Christ?, Einsiedeln2 1965; H. Küng, Ser cristiano, Madrid 1977; J. Ratzinger, Ser cristiano, Salamanca 1977. Al tema de la identidad cristiana está dedicado el número primero de la nueva revista Communio (enero 1979); AA. VV., Cambios históricos e identidad cristiana, Salamanca 1978.

5 Cf. J. Martín Velasco, La religión en nuestro mundo, Salamanca 1978; E. Schillebeeckx, El mundo y la Iglesia, Salamanca 1969; Equipo Internacional del Movimiento por un Mundo Mejor, Respuesta cristiana al reto de nuestro tiempo, Madrid 1978.

6 Cf. H. Cox. La ciudad secular, Nueva York 1965: Barcelona 1968; A. de Nicolas, Teología del progreso. Génesis y desarrollo en los teólogos católicos contemporáneos, Salamanca 1972: J. Mathes. Introducción a la sociología de la religión. Vol. 1: Religión y sociedad, Barcelona 1971. 81-128: la tesis de la secularización, sociología del secularismo, experiencia de la secularización.

7 Cf. A. de Villalmonte, El giro antropológico en la teología moderna, en AA.VV., Los movimientos teológicos secularizantes (BAC Minor 31), Madrid 1973, 77-III, con oportuna bibliografía.

8 Es muy significativo en ese sentido que el libro de Robinson, Honest to God, Londres 1963; trad. Honesto para con Dios, Barcelona 1967, tenga en alemán el título Gott ist anders (“Dios es de otra manera”), Munich 1964, y en la traducción italiana parecidamente: Dio non é così, Florencia 1968. Schillebeeckx, o.c. (supra nota 5), 183-201.

9 Cf. J. A. Aldama, El pluralismo teológico actual, en AA.VV., Los movimientos teológicos secularizantes (BAC Minor 31), Madrid 1973, 165-189.

10 Cf. G. Sala, Dogma e storia della dichiarazione “Mysterium Ecclesiae”: Nuovi Saggi Teologici 10, Bologna 1976.

11 Cf. H. Cox, La ciudad secular, Nueva York 1965; Barcelona 1968, expone con amplitud este aspecto; I. Illich, La conviavilidad, Barcelona 1974; P. Lersch, El hombre en la actualidad, Madrid 1959.

12 Destaca fuertemente aquí la descripción que hace y la reacción que muestra el marxista Herbert Marcuse, sobre todo en su pequeña y sobresaliente obra El hombre unidimensional, Boston 1964; Barcelona 1969. Véase J. M. Castellet, Lectura de Marcuse, Barcelona 1969; Predrag Vranicki (marxista yugoslavo), Historia del marxismo. Vol. II: De la III Internacional a nuestros días, Salamanca 1977, 293-307, dedicadas a Marcuse.

13 Pueden verse III Plan de Desarrollo Económico y Social, Horizonte 1980 (Comisaria del Plan de Desarrollo, Madrid). AA. VV., Estudios sociológicos sobre la situación social de España (FOESSA, Madrid 1975), y en este volumen: L. González Seara, Los nuevos españoles. Introducción a un informe, y E. Martín López, Aspectos sociales y políticos del desarrollo económico. A modo de epílogo. Véase también S. del Campo, El reto del cambio social en España, en La España de los años 70. I: La Sociedad (Moneda y Crédito, Madrid); AA. VV., Cambio social y religión en España (Fontanella, Madrid).

14 Cf. Cándido Pozo, Teología de la fiesta, ¿ocaso de la teología de la liberación?, en Conversaciones de Toledo (junio 1973), Teología de la liberación (Aldecoa, Burgos 1974), 409-436; J. Daniélou-C. Pozo, ¿Ante el ocaso de la teología de la secularización?, en su volumen Iglesia y secularización (BAC Minor 23), Madrid 1973, 179-199; B. Mondin, El juego como categoría teológica, en AA.VV., Los movimientos teológicos secularizantes (BAC Minor 31), Madrid 1977, 113-141, con oportuna bibliografía.

15 Véase A. de Nicolás, Teología del progreso (citado supra, nota 6); C. Skalicky, La teología dell’impegno cristiano nel temporale, en Lateranum 43 (1977) 198-243; AA.VV., Evangelizzazione e promozione umana, Roma 1976; B. Sorge, Evangelizzazione e promozione umana, Bologna 1976.

16 Cf. CH. Duquoc, Ambigüedad de las teologías de la secularización, Gembioux 1972; Bilbao 1974, con oportuna bibliografía.

17 En ello insisten J. A. Aldama, Secularización y teología de la liberación, en Conversaciones de Toledo (junio de 1973), Teología de la liberación, Burgos 1974, 351-360; J. B. Metz, Teología del mundo (1968), Salamanca 1970; T. I. Jiménez Urresti, ¿Teología misionera desde la praxis marxista? (a la luz de la Evangelii nuntiandi n. 29-38), en Estudios de Misionología 2 (1977) 57-154, con índice bibliográfico sobre el “Movimiento de Cristianos por el Socialismo”.

18 J. Daniélou, El misterio de la historia, París 1933; San Sebastián 1957; U. von Balthasar, La Théologie de l’historie, París 1955; G. Chifflot, Théologie de l’historie, París 1960; J. Mouroux, Le mystére du temps, París 1962.

19 Cf. J. L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista. Aproximación teológica. Salamanca 1978, especialmente desde 149.

20 Cf. T. I. Jiménez Urresti, Teología de la liberación, del Vaticano II, en Conversaciones de Toledo (junio 1973), Teología de la liberación, Burgos 1973, 43-101, especialmente 46-57: esclavitudes originarias, adquiridas y liberación integral.

21 Omitimos dar abundancia de citas de los Papas, que se encuentran sobre todo en sus encíclicas sociales. Baste recordar Pío XI, Mit brennender Sorge, contra el nazismo: “La Iglesia es la custodia y expositora del derecho divino-natural” (AAS 29 [1937] 160); Casti connubii: “La custodia y maestra de toda la verdad sobre la religión y las costumbres (AAS 22 [1930] 580); Juan XXIII en el título mismo de su encíclica Mater et Magistra.

22 J. B. Metz, Teología del mundo (1968), Salamanca 1970, 59-62.

23 Pío XII, Radiomensaje a obreros españoles (11 marzo 1951): «Sin la Iglesia la cuestión social es insoluble. Pero tampoco ella sola la puede resolver… Hace falta la colaboración de las fuerzas intelectuales, económicas y técnicas, de los poderes públicos … Nadie ha presentado un programa que supere la doctrina de la Iglesia en seguridad, consistencia y realismo» (AAS 43 [1951] 214-15). Radiomensaje de Navidad de 1941: «Las soluciones del problema social… en su entereza y fruto pleno sólo podrán alcanzarse si los hombres de Estado y los pueblos, empresarios y obreros, están animados por la fe en un Dios personal…, con mayor razón quien tiene la fe en Cristo» (AAS 34 [1942] 19). Radio mensaje de Navidad de 1944: «Sólo los hombres de Estado, que conocen, ven y respetan el orden establecido por el Creador, están en condiciones de cumplir los deberes propios del orden legislativo» (AAS 37 (1945] 15-17): etcétera.

24 Pío XII, Radiomensaje de Navidad de 1954: «Sobrenaturalismo unilateral… con motivo de que vivimos en el mundo de la redención, sustraídos por ello al orden de la naturaleza…, error al que un católico no puede en modo alguno someterse» (AAS 47 [1955] 25). CH. Duquoc, Ambigüedades de las teologías de la secularización (citado supra, nota 16), piensa que el Vaticano II ha insistido poco en esa necesaria atención y dedicación a la autonomía de lo temporal, ya que, referida a la atención al quehacer social o histórico, requiere atención diversa a la dedicada al dominio de la naturaleza. requiere «mediación histórica».

25 La atención a la creaturidad, es decir, a la dimensión que debe permanecer abierta a lo trascendente, es la que requiere la luz de la fe o de la revelación; pero no nos da soluciones concretas y directas aplicables de inmediato a lo político. Por eso la luz de la fe (la escatología cristiana) es una teología política negativa, en el sentido de que acusa y critica la historia que realizamos cuando deja de estar orientada a la luz del horizonte escatológico. Así, J. B. Metz, en su Teología del mundo (1968), Salamanca 1970. Es, pues, negativa, pero necesaria. R. Belarmino habló de luz y atracción indirecta: cf. T. l. Jiménez Urresti, Crítica teológica a la teología crítico-política de Metz, en AA.VV., Teología del mundo contemporáneo (Homenaje a K. Rahner, Madrid 1975, 515-543, al final). Pero la fe da también una luz más próxima a la consistencia misma de lo humano en cuanto tal, aunque no concreta o aplicable inmediatamente; más próxima que la luz de la escatología, porque da luz también sobre constitutivos humanos: cf. T. l. Jiménez Urresti, De la «teología política escatológica negativa» a la teología positiva de la creación, en AA. VV., Miscelánea J. Zunzunegui, vol. IV, Vitoria 1975, 289-344.

26 Cf. AA.VV., Libertad religiosa (comentario a la declaración conciliar), Madrid 1968; A. Fuenmayor, Libertad religiosa, Pamplona 1969.

27 Cf. A. de la Hera, Pluralismo y libertad religiosa, Sevilla 1971, dotado de bibliografía muy oportuna; AA.VV., Libertà religiosa e transformazione della società, Milán 1966; F. Casuscelli, Concordati, intese e pluralismo confessionale, Milán 1974, con índice bibliográfico.

28 A más de lo citado en las dos notas anteriores, véase I. Martín, Iglesia y comunidad política en la enseñanza del episcopado mundial después del Vaticano II, Madrid 1976; AA.VV., La Iglesia en España sin concordato: una hipótesis de trabajo, Madrid 1977.

29 Cf. O. Alzaga, La Constitución española de 1978. Comentario sistemático, Madrid 1979.

30 Cf. L. Martín-Retortillo, Las sanciones de orden público en el Derecho español (Tecnos, Madrid); y Libertad religiosa y orden público (Tecnos, Madrid).

31 Cf. A. Arza, Reflexiones sobre la libertad de la Iglesia, en AA.VV., La Iglesia, sacramento de libertad, Bilbao 1972, 127-168.

32 G. Ruggieri, Comunidad cristiana y teología política. Sabiduría e historia, Salamanca 1973, expone con claridad la reducción que el Estado secularizante moderno hace de la religión y de la Iglesia a la dimensión de lo privado, y aun ello mientras no vea comprometida su omnímoda libertad de actuación por parte de esa religión o Iglesia.

33 Así, I. Moreno, dirigente del PT en España, y M. Guedan, portavoz del ORT, que discrepan de las declaraciones de los partidos comunistas españoles (véase nota siguiente), en Revista de Fomento Social 32 (n. 125, 1977). Similarmente, el Partido Comunista Cubano, Resolución sobre la tesis política en relación con la religión, la Iglesia y los creyentes (dic. 1975), en Vida Nueva n. 1074 (2 abril 1977), 644-647.

34 Véanse Declaraciones acerca de la militancia de cristianos en el seno del partido, del Comité Ejecutivo del Partido Comunista Español (PCE) (febrero 1975), del Comité Central del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUS) (septiembre de 1975) y del Comité Ejecutivo del Partido Comunista de Euskadi (enero 1976), recogidas en Revista de Fomento Social 22 (n. 125, 1977).

35 Cf. G. Peces Barba, del PSOE, El consenso en la Constitución, en El País (Madrid, 28 enero, p. 12, y 30 enero, p. 14, 1979. Pueden verse, en ese y otros sentidos, AA.VV., Le consensus, en Pouvoirs n. 5 (1978).

36 En la necesidad de esta fundamentación radical para el mantenimiento del Estado en sus funciones y del orden social digno, ha insistido toda la doctrina social de los Papas, desde León XIII, especialmente de Pío XII, a raíz de la terminación de la guerra mundial en 1945, cuando se constituyen los nuevos órdenes de no pocas naciones: véanse especialmente sus Radiomensajes de Navidad. En ellos desarrolla con insistencia el principio que formuló en su primera encíclica, como programática de su pontificado, Summi Pontificatus (20 octubre 1939), poco después de iniciada la guerra mundial: «Así, debilitada y perdida la fe en Dios y en el divino Redentor y apagada en las almas la luz que brota de los principios universales de moralidad, queda inmediatamente destruido el único e insustituible fundamento de estable tranquilidad en que se apoya el orden interno y externo de la vida privada y pública, que es el único que puede engendrar y salvaguardar la prosperidad de los Estados» (párr. 25 ). Véanse también sus párrafos 40-43: en Doctrina pontificia. Vol. II: Documentos políticos, Madrid 1958, 767.

37 Reiteramos lo dicho en la nota anterior. Pío XII, Summi Pontificatus, párrafo 41: «Hay que advertir con insistente diligencia la esencial insuficiencia y fragilidad de toda norma de vida social que se apoye sobre un fundamento exclusivamente humano, que se inspire en motivos meramente humanos, y que haga consistir toda su fuerza en la sanción de una autoridad puramente externa». Párr. 42: «sin la cual (fuerza interior) el derecho no puede exigir de los ciudadanos el reconocimiento debido ni los sacrificios necesarios»: en Doctrina pontificia. Vol II: Documentos políticos, Madrid 1958, 775-776.

38 Marcuse ha acusado con fuertes expresiones el antihumanismo de la sociedad capitalista (véase supra nota 12). Pero no se ha librado de semejantes aberraciones el marxismo comunista: los horrores de Stalin han provocado dentro del marxismo la protesta y revisión de su doctrina sobre la relación entre teoría y praxis (cf. Vranicki, citado en nota 6, que lo acusa repetidas veces), e incluso han suscitado el planteamiento del absoluto ético en sus teóricos de tendencia humanista (cf. Ruiz de la Peña, citado en nota 19).

39 Pueden verse: A. Alonso, Comunidades eclesiales de base, Salamanca 1970, AA.VV., Comunidades de base y expresión de la fe, Barcelona 1970; A. Liege, Comunidad y comunidades en la Iglesia, Madrid 1978; C. Floristán, Comunidades de base, Madrid 1973: J. B. Metz-J. Schick, Los grupos informales en la Iglesia, Salamanca 1975: AA.VV., Los pequeños grupos en la Iglesia, Salamanca 1972: R García Ramírez. Sociogénesis de las comunidades de base, Pamplona 1978.

Pablo VI. Alocuciones a la XXI Semana Italiana de Pastoral, 9 septiembre 1971; y en la clausura del Sínodo de 1974. C. Morcillo, en Ecclesia (1970) 1488; Infantes Florido, en Ecclesia (1970) 901-902.

40 Cf. J. Daniélou, L’oraison, problème politique, París 1965; La Iglesia, ¿pequeño rebaño o gran pueblo?, París 1968, en J. Daniélou-C. Pozo, Iglesia y secularización (BAC Minor 23), Madrid 1971, 23-41; L’avenir de la religion, París 1968.

41 Cf. Arroyo Millán, La escuela católica en el mundo de hoy, en Educadores I (1059); E. Schillebeeckx, La universidad católica, en su obra El mundo y la iglesia, Salamanca 1969, 436-447.

42 Cf. T. I. Jiménez Urresti, La participación universal de los bienes, (Razón y límites del derecho a la propiedad privada a la luz del Vaticano II), en Burgense 17 (1976) 505-544.

43 Cf. sobre Marcuse: J. M. Castellet, Lectura de Marcuse, Barcelona 1969, c. V: Desde el hombre unidimensional al Estado totalitario, 95-114.

44 Cf. J. Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972, 23-32.

45 Véase la prensa española de los días 6 y 7 de enero de 1979, sobre el proceso al Card. Benellipor su magisterio pastoral contra la Ley sobre Aborto en Italia.

46 Cf. T. Díaz González, Autonomía universitaria, Pamplona 1974; A. Fuenmayor, Las universidades de la Iglesia, Pamplona 1974.

47 Citado por Lavisse, Histoire de la France contemporaine, vol. III, 335.

48 H. Barthelemy, Traité de droit administratif (1930), 876; J. Kerleveo, L’enseignement libre, service privé d’interét gèneral en Droit public français, 34.

49 Cf. J. M. Garganta, Derechos de la Iglesia y su ejercicio según la “Declaración sobre la educación cristiana” del Concilio Vaticano II, en Educadores 8 (1966) 237-258; L. Viani, Universidad de la Iglesia y libertad de enseñanza, en Estudios Eclesiásticos 52 (1977) 401-402; F. Sebastián-O. González de Cardedal, Iglesia y enseñanza, Madrid 1977.

50 Cf. A. de Miguel, Ideologías en torno a la democratización de la enseñanza, en Educadores 10 (1968) 355-382; A. Mayordomo, Proyección social de la educación: ideas de la “regeneración” española, en Educadores 20 (1978) 373-382; y todo el n. 87 (julio-septiembre 1976) de la Revista de Ciencias de la Educación, en que se recogen artículos y documentación (pp. 381-539) y bibliografía (pp. 366-368) sobre posturas ante la enseñanza y el Estado, estatificadoras y de libertad; XXVIII Semana Social de los Católicos de Italia, Società e scuola (1955); R. Gómez Pérez, Las ideas políticas ante la libertad de enseñanza, Madrid 1977.