Presencia del misterio

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Presencia del misterio


Discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencia Morales y Políticas, Madrid, 11 de junio de 1974. Texto tomado de la edición oficial publicada por la referida Academia.

Prólogo #

El honor que me hacéis al elegirme miembro numerario de esta Academia de Ciencias Morales y Políticas no podrá ser correspondido por mí simplemente con sentimientos de gratitud. Me parece escaso reconocimiento a una distinción tan notable.

Por lo cual quiero asegurar os desde este primer instante que, por encima del agradecimiento, actitud noble si las hay, es el respeto y la admiración lo que llena mi alma al ingresar en la Academia: Respeto a la Institución en sí, por lo que significan su historia y su ejemplar actividad ; y admiración a vosotros , señores académicos, en cada una de cuyas vidas, tan dispares y tan coincidentes, sin embargo , en méritos de pensamiento y de acción, encontrará siempre, el que quiera lealmente buscarlos, motivos para la alabanza justa y el honor que se debe a vuestros trabajos y a vuestro propio comportamiento social en el campo específico de las actividad es públicas, por las cuales sois tan ampliamente conocidos y tan legítimamente estimados.

Recibiré de vosotros mucho más, sin duda, de lo que yo pueda ofrecer. Y éste es el mejor tributo que yo puedo rendiros al proclamarlo, como así es, con sinceridad y con gozo.

Sucedo al Académico de número, Excmo. Sr. don Eloy Montero Gutiérrez. Sólo una vez pude saludarle con ocasión de un acto académico celebrado en la Universidad de Valladolid, donde yo era Profesor. Tenía allí muchos amigos, desde los tiempos en que fue Canónigo Doctoral de aquella Metropolitana. Pero, ¿dónde no tenía amigos don Eloy Montero? Amigos y discípulos que recibieron el beneficio de su amistad y su magisterio. Su vida fue densa y apretada porque él la hizo girar constantemente en torno a tres grandes ideales: el Sacerdocio, el estudio del Derecho y la Cátedra.

Hizo sus estudios eclesiásticos en el Seminario de Ciudad Rodrigo y más tarde en la Universidad Pontificia de Salamanca, ciudad en la de Ciencias Morales y Políticas. Madrid, edición oficial publicada por la referida que cursó también los de Filosofía y Letras, y Derecho en la Universidad civil. A los veintiséis años era Provisor y Vicario General en su Diócesis de origen y Canónigo por oposición. Más tarde, Doctoral en Valladolid. Cargos y funciones todos ellos que le iniciaron en las tareas del gobierno, del hombre de acción y del dictamen del especialista.

En 1921 obtiene la Cátedra de Derecho Canónico en la Universidad de Sevilla, con lo que entra ya de lleno en el mundo universitario civil. En adelante, la docencia y el estudio de las disciplinas jurídicas serán su constante dedicación.

Pasa en 1928 a la Universidad Central, también por oposición; y, no obstante los turbulentos años que pronto aparecieron en el horizonte de la vida española, su prestigio fue creciendo sin cesar. Ello hizo fácil que, terminada nuestra guerra, fuese durante once años el indiscutible Decano de la Facultad de Derecho.

Su tiempo lo absorbían la Cátedra y la Facultad, las publicaciones doctrinales, los artículos y trabajos de divulgación, los informes y colaboraciones que hubo de prestar a las diversas Comisiones y Consejos de que formó parte, y también el ejercicio privado de la abogacía en tantos y tantos pleitos matrimoniales para cuya solución fue requerido. Sus obras sobre Derecho Canónico Comparado, El matrimonio y las causas matrimoniales y la iniciación de la «Biblioteca de Clásicos Jurídicos», en la Facultad de Derecho, no le impidieron dedicar su pluma a la redacción de otros escritos más ocasionales y accesibles al público no especializado, como El porvenir de la Iglesia en España, en 1933, y Lo que vi en Rusia, en 1935. Igualmente podríamos citar sus trabajos monográficos, como Marruecos: el pueblo moro y el pueblo judío, La guerra ante el Derecho y ante la Iglesia, El individualismo económico y las modernas exigencias de la justicia social, Los Estados modernos y la nueva España.

Por último, es de justicia señalar el fervor y la asiduidad con que se entregó a esta insigne Academia, que le acogió en su seno. Desde que fue recibido en 1942, asistió a 434 juntas entre ordinarias y públicas, y presentó, o escribió en la revista, diversos trabajos, como Restauración de la vida familiar y hogareña, Neomaltusianismo y sus problemas, La Iglesia en la China comunista, La mujer en la revolución china, El movimiento ecuménico, La Iglesia anglicana, etcétera.

Quizá el tema que mereció sus preferencias fue siempre el de la familia, al que dedicó el discurso de ingreso en 1942, con el título: Crisis de la familia en la sociedad moderna. En favor de esta institución sagrada trabajó cuanto pudo en su triple condición de sacerdote, canonista y sociólogo. La contemplación de tantos dramas familiares desde su despacho de abogado le ayudó a comprender de la manera más viva y directa la necesidad de cultivar por encima de todo los valores morales de la familia y, queriendo dar una prueba definitiva de cómo en él hallaron armonía las preocupaciones del sacerdote y el recto pensar del académico, dejó instituida en su testamento una fundación con capital de 300.000 pesetas para premiar a la persona que más se haya distinguido como jefe de familia cristiana y que más eficazmente haya defendido y programado los principios morales y religiosos de la familia católica en discursos, conferencias, libros, etcétera. Esta Academia, junto con la de Jurisprudencia –a la que también pertenecía–, forma parte del Patronato que ha de conceder los premios.

En suma, un hombre de claro y recto pensamiento, un jurista eximio, un español atento a las grandes tradiciones de su Patria, un enamorado de la cultura y las instituciones docentes, un sacerdote leal servidor de la Iglesia. Esto fue el Excmo. Sr. don Eloy Montero, al que yo rindo homenaje con toda complacencia, honrado por el hecho de sucederle en el lugar que ocupó en esta docta casa.

Paso ya al tema de mi discurso.

PRIMERA PARTE

El problema del misterio en la vida humana #

Mi condición de sacerdote y obispo de la Iglesia de Cristo me obliga y exige, en cada momento y circunstancia de la vida, colocarme en una perspectiva muy concreta. Por eso al pronunciar mi discurso de ingreso, precisamente en esta Academia de Ciencias Morales y Políticas, he pensado en un tema sin duda fundamental para la vida del hombre hoy, que experimenta lo difícil que es vivir a pesar de los progresos técnicos del desarrollo de las ciencias en todos los campos: la «presencia del misterio». Es necesario volver continuamente sobre ello para no perder de vista el sentido de la totalidad de la existencia humana al entregamos con tanto afán a responsabilidades aisladas de índole política, artística, económica, social, técnica y científica. La reflexión sobre la presencia del misterio en nuestra existencia es siempre vital y nueva, porque todo hombre ha de asomarse continuamente al misterio por sí mismo y siempre son nuevas y distintas las situaciones en las que se desarrolla la vida humana.

Nuestro compromiso con el misterio #

«No vacilo en afirmar que muchos de los males más espantosos que aquejan a la Humanidad, muchos errores, incluso las peores perversiones que comprobamos a nuestro alrededor, se relacionan íntimamente con la casi general obnubilación del sentido que habríamos de tener para este misterio que nos envuelve a todos nosotros. Este misterio es de tal índole que con él la vida humana no solamente pierde, entre otras cosas, una dimensión, sino incluso peso y plenitud»1. Es un texto de Gabriel Marcel, cuya muerte reciente me movió decididamente a elegir este tema, para él tan querido. Por eso parto de su reflexión sobre Misterio y Problema.

«Un problema es algo que encuentro, que aparece íntegramente ante mí, y que por lo mismo puedo asediar y reducir, mientras que el misterio es algo en lo que estoy comprometido»2. Es decir, con el problema nos enfrentamos, es algo que está ahí, fuera de nosotros. Es un obstáculo que hemos de vencer, con el planteamiento de unos datos concretos que tienen una solución exacta. El misterio, en cambio, es algo en lo que nosotros estamos comprometidos, es interior a nuestro ser, lo llevamos dentro, y él nos lleva a nosotros: se identifica con nosotros, no podemos distanciarnos de él. Para el problema hay técnicas adecuadas, en función de las cuales se define; pero el misterio trasciende toda técnica. La experiencia humana va arrojando luz sobre la zona de lo problemático, las adquisiciones logradas se acumulan y quedan al alcance de quien las estudia; y, aunque siempre aparezcan líneas desconocidas y márgenes de error, lo desconocido puede ser cubierto y el margen de error corregido. No obstante, en cuanto al misterio, vivimos a su lado, dentro de él, pero jamás lo dominamos, ni podemos situarlo dentro de unos límites. Cada hombre ha de encontrarse y abismarse en el misterio por sí mismo; los datos y las informaciones apenas llegan a abordarlo.

Pero tampoco puede confundirse el misterio con lo difuminado, con lo nebuloso o con lo incognoscible. «Lo incognoscible no es, en efecto, más que un límite de lo problemático que no puede ser actualizad o sin contradicción. El reconocimiento del misterio es, por el contrario, un acto esencialmente positivo del espíritu, el acto positivo por excelencia y en función del cual se define rigurosamente cualquier positividad»3. En el problema somos nosotros los que formulamos preguntas, pero en el misterio somos interpelados, como llamados insistentemente para esclarecer algo que nos es vital. Lo maravilloso es que toda luz que se arroja sobre él hace más clara su interpelación, y esa claridad es una nueva llamada a una mayor profundidad.

Pienso en la doble referencia que define la condición humana según Gabriel Marcel: «Ser y tener». El tener alude al orden de cosas que el hombre posee, es el ámbito de su dominio, pero lo que le define propiamente no es lo que tiene, sino lo que es. Hay que buscar el tener en tanto en cuanto es un enriquecimiento del ser. Lo esencial es el ser, cuyas categorías escapan a las del tener, puesto que éste es «algo que llena lo que es», simple «inherencia al». «Para tener, efectivamente, es necesario ser en algún grado»4. Si el tener llegara a degradar al ser, habría hasta que maldecirlo, pero pierde ese aspecto de exterioridad y dualidad que presenta frente al ser, cuando el espíritu se alimenta de él como un árbol que al ir ensanchan do más y más sus raíces en la tierra, se apodera de las sustancias que le nutren, porque las convierte en savia, en «árbol». El ser está en la línea del misterio; el tener, en la del problema.

Lo que hace al hombre tal no es el conjunto de sus haberes o pertenencias, es su misma existencia, el misterio de su libertad, capacidad, posibilidad de amar y ser amado, irrepetibilidad, apertura a lo trascendente, vocación, destino, responsabilidad. La filosofía puede decir que el hombre es un ser en el mundo, que es parte del mundo, que es la cumbre de las realizaciones en la Naturaleza, pero su ser no puede confundirse con el mundo. No tiene el mismo significado el que un pájaro construya su nido y un hombre construya su casa. En el hombre actúa el espíritu con toda su dimensión y se eleva por encima de las condiciones naturales inmediatas. El hombre no está constituid o de tal manera que esté acabado en sí mismo. Posee una triple relación vital, como dice Martín Buber: relación con el mundo y las cosas, relación con los hombres, tanto individual como colectiva, y relación con el misterio del ser que penetra las dos relaciones anteriores trascendiéndolas. «Misterio que el filósofo denomina lo absoluto y el creyente Dios, pero que ni siquiera quien rechaza estas denominaciones es capaz de eliminarlo realmente de su situación»5. Estas tres relaciones vitales son paralelas a la triple relación de verdad, que según Hans Urs von Balthasar, en su libro El hombre actual frente al problema de Dios, hay en el hombre: el hombre logra sentido en el encuentro, el hombre como ser corporal es solidario del cosmos, el hombre como espíritu está abierto a Dios.

El hombre es «persona» y tiene una significación tal que no puede ser sustituido por otro. La persona, como dice Marcel, toma conciencia de que «es más que su vida» , está llamada a un destino eterno que siente dentro de sí y que sólo ella podrá realizar. Lo esencial de la vida humana se reduce en último término al misterio de su ser, no al hacer, tener o poseer. Los actos realizados son su fruto y concreción. Nos equivocamos al olvidar tan fácilmente el sentido de la vida humana y reducirla a conseguir éxitos, poder o dominio, al logro de las realidades materiales, a la circunstancia externa del aquí y del ahora, a la que ciertamente está condicionada y en la que se realiza, a la inmediatez de lo que toca y palpa, a la seguridad de lo exacto y preciso, a lo que se ordena y estructura según funciones y fórmulas, a la acción pragmática y eficaz. Sólo en el sentido de la vida, que es el misterio de nuestro ser, está la raíz de toda acción, y sólo en el ser se perciben los auténticos lazos y relaciones que entretejen la trama del vivir.

No se puede tirar por la borda, o sencillamente omitir, el misterio de la existencia que es el que ilumina la vida cotidiana y el ser del hombre en el mundo. Él es la clave de bóveda y el nudo de los seres. Sólo él puede dar una respuesta a todos los problemas y, a los hechos, una significación. Prescindir de él sería algo así como si en las fórmulas físicas, químicas o matemáticas cayeran los signos que permiten precisamente tales fórmulas y establecen su correlación y sentido, o como si en una composición musical nos quedáramos con las notas sueltas, sin pentagrama para leer la melodía.

Nada es más admirable e inquietante que el ser humano #

El hombre es la proclamación viva del misterio en todo el desarrollo de lo que pudiéramos llamar las tres grandes zonas que integran su ser: conocimiento, sentimiento y tendencia. En la raíz de su existencia está la vida, la muerte y anhelo de inmortalidad, la ley y la libertad, la trascendencia y la finitud, el espíritu y la materia, la temporalidad y la pervivencia, la presencia y la soledad. En su vida cotidiana, las derivaciones del misterio se manifiestan en el amor, en la fidelidad, en las decisiones que libre y responsablemente toma, en el juicio y autocritica de su propia conciencia, en el imprevisto que trastoca sus planes, en el dolor, en la paz. Los hombres se preguntan por el misterio, porque penetra su existencia de muy distintas formas. Nadie se pregunta por lo que de alguna forma no conoce, siente o vive. «Hay sabiduría dondequiera que uno tiende, no digamos a organizar, pero sí a ordenar su vida alrededor de un centro, con relación al cual aparece como periférico y subordinado aquello que no procede más que de la preocupación por mantenerse en la existencia y en los intereses que a ella se refieren. Pero la ciencia misma se reduce a un desperdigamiento de conocimientos si no se constituye en algo que gira alrededor de un centro»6.

Al hombre de siempre, pero quizá más que nunca al de hoy, le ha estremecido y admirado su propio poder. Se siente dueño y señor de todo. Es el único ser inteligente que comprende los procesos, encuentra las reglas y leyes del desarrollo, capta los principios de donde se deducen causas y efectos, reconoce las bases y fundamentos según los cuales tiene que suceder esto de determinada manera. Es capaz de razonamientos que tienen conclusiones fecundísimas. Su inteligencia penetra en la esencia de los fenómenos y cala hasta lo profundo de las estructuras. Persigue la Naturaleza en sus leyes más recónditas y la esclarece hasta en sus últimos componentes. Satisface sus necesidades cada vez mejor y de forma más refinada. Despliega una vida riquísima en todos los campos del saber y de la cultura. La marcha de su historia es un constante progreso hacia un dominio de las cosas siempre en aumento. En su más profundo sentir, está la realidad de que el mundo le ha sido dado como tarea propia suya. Y si no lo siente como» dado», «confiado», se cree el ser en el que la Naturaleza se ha hecho inteligente, consciente y directiva. Lo que está en torno suyo le parece susceptible de ser captado, comprendido, modificado, aprovechado mediante su saber y trabajo. Todo se ordena a constituir una vida cada vez más tecnificada y fácil, como si sólo esto fuera la auténtica y profunda existencia humana.

Mucho hay de admirable en el universo, pero nada es más admirable e inquietante que el ser humano, dijo ya Sófocles hace veinticinco siglos en el coro de Antígona, porque «poseyendo la industriosa habilidad del arte más de lo que podía esperarse, procede unas veces bien o se arrastra hacia el mal conculcando las leyes de la patria y el sagrado juramento de los dioses»7. El poder es específicamente humano, y, por tanto, significa la posibilidad de ayudar al hombre al desarrollo de su plenitud o el peligro de enajenarle y destruirle. No le es algo añadido, está en el misterio de su ser, le es esencial ejercitarlo. Lo que el hombre puede con su poder y dominio es una interrogación constantemente planteada, porque con facilidad sucumbe al egoísmo, a la confusión, al torbellino de la acción. Su mal uso le oscurece su vocación humana. Toda actuación del poder que no venga dominada por el respeto al misterio de lo que es la persona significa la destrucción de lo humano.

Si el hombre se sabe a imagen y semejanza de un Dios personal, vivo y libre, que también es su salvador, será dueño de su poder, será noble en su fuerza creadora, no se dejará esclavizar por nada, tendrá conciencia del sentido del conjunto de la vida y de su propia vida y destino, distinguirá lo que está lleno de valor y lo que debe ser sacrificado para lograr una mayor riqueza, tendrá una mirada despejada para captar el auténtico y pleno desarrollo de su ser. Su tarea, la que exige su vocación humana, quedará colmada. Si de la vida tiene una visión materialista y pragmática, todo lo tratará como una especie de fuerza de la que debe apoderarse para manipularlo a su antojo. Todo puede ser afirmado o trastocado, destruido o puesto en marcha más o menos que como si se manejara un interruptor que deja pasar la corriente. Si desapareciera del hombre el sentido y respeto de la vida, la convicción de que su destino es eterno y de la responsabilidad de su actuación; si desapareciera de su conciencia la luz del ser que realmente es, por muy grande que fuera su dominio, avanzada su técnica, exacta y precisa su ciencia, refinada su vida, caería en el vacío y degradación de su propio ser.

«El hombre de hoy y de mañana tiene que habérselas con energías de dimensiones enormes. Está expuesto a riesgos que llegan hasta el fondo. Pero su situación no se puede dominar con una actitud relativista de espíritu. Este produce una índole humana que sólo es dura en los planteamientos de problemas científicos y técnicos, pero que es blanda en su actitud personal. En ella resulta variable la distinción entre razón y sinrazón; la relación entre lo útil y el respeto al hombre; la ordenación de rango de lo esencial y de lo casual, y así sucesivamente. El hombre queda inerme ante las tendencias del acontecer cultural, y oculta su debilidad tras la idea de la inevitabilidad de los procesos.»

«El hombre debe volver a establecer posiciones absolutas; hacerse otra vez capaz de formar un auténtico juicio de las cosas de la vida cultural, y mantenerlo en pie; de adoptar una actitud y hacerla prevalecer luchando. Esto no ocurre por sí solo, sino que los actos que lo producen deben ser desarrollados; pero aquello que lo consigue es precisamente la ascesis; una disciplina de sí mismo que limite la desmesura de las exigencias de la vida y que ponga medida al desenfreno del consumo y el placer, rompiendo la dictadura de la ambición y el afán de ganancia; y todo ello, no por la enemistad a la vida, sino por deseo de una vida más libre y valiosa.»

«Sin exponemos a la sospecha del engrandecimiento de nosotros mismos, hemos de decir que en nuestra época hay posibilidades totalmente nuevas de grandeza en la actuación y en el ser. Pero ‘grandeza’ no es nada cuantitativo, sino asunto de valor interior; asunto de la libertad y del estilo»8.

El misterio de la existencia humana en la doble dimensión crucial del anhelo de dominio y del respeto #

El anhelo de dominio es la expresión inmediata de la existencia humana. En su dimensión positiva e interior al hombre significa la conciencia de sí; la tensión por conseguir la identidad con uno mismo; la autoafirmación en y por encima de la diversidad de situaciones; la voluntad para establecer unos fines a conseguir, de la índole que sean; la autodeterminación ante toda una serie .de posibilidades de elección. En su aspecto más exterior es la facultad que pone en movimiento fuerzas, encauza energías que cambian la realidad, establece nuevas relaciones y estructuras. En su dimensión negativa significa soberbia, violencia, olvido de la realización interior, enajenación, abuso de fuerza, destrucción del respeto a la persona, allanamiento de la libertad, destrucción de valores fundamentales, supeditación a fuerzas interiores desenfocadas, perversión de intenciones y, por tanto, de fines.

El anhelo de dominio se expresa, tanto en la noble y alta aceptación del dolor, que lo convierte en visión más profunda de la vida y de lo esencial, como en el esfuerzo inteligente para transformar la energía de la Naturaleza; tanto en el hombre que se destruye a sí mismo por ejercer un poder tiránico que aniquila su interioridad, como en la destrucción violenta de vidas y bienes. El anhelo de dominio se define cuando el hombre cobra conciencia de él y lo transforma en acción de la que es único responsable. El misterio presente en el ejercicio de su poder lo diferencia de todo lo que existe en la Naturaleza y le hace preguntarse, en consecuencia, por esta responsabilidad suya, por esta singularidad y grandeza de su condición humana. En él todo tiene sentido: el dolor, la alegría, el éxito, el fracaso; porque todo, según el ejercicio libre de su poder, puede realizarle o destruirle. Nuestras acciones nunca son sencillamente una cadena de estímulos y respuestas, un simple planteamiento de datos de un problema con una solución encasillada y única.

En el interior de sí, el hombre sabe, tiene capacidad para ello, que no existe dominio alguno que no sea al mismo tiempo dominio de sí; que no hay grandeza sin el renunciamiento de uno mismo; no hay poder sin humildad, no hay mandato sin obediencia. Y cuando el hombre sabe y vive todo esto, es que vive inmerso en algo que trasciende lo material, en algo que no puede asir entre sus manos ni delimitar con su inteligencia. Sabe que ejerce bien o mal su poder con relación a una plenitud, a un dominio y a una liberación que añora y que parece identificarse con él mismo, pero que aún no posee. Hay algo, la presencia del misterio, expresado y definido en ese anhelo de dominio que es mucho más que el dominio de fuerzas exteriores, porque lo que desea es su plena realización, una interiorización que le trasciende y le abre, una liberación que le eleva como por encima de sí mismo al tiempo que encuentra su verdadera y rica identidad.

El anhelo de dominio y el respeto son manifestaciones muy concretas, pero también muy hondas del misterio de la existencia humana. Su vinculación es radical y ambos parten del mismo núcleo: la singularidad y dignidad de la persona humana. Al hablar de persona, pienso en el sentido de lo que esencial y existencialmente constituye al ser humano como tal: libertad y responsabilidad, con todas sus implicaciones; pienso en la unidad. íntegra que fundamenta todos los actos, en la propiedad que de sí mismo tiene, en su exclusividad, en la exigencia de entrega por el amor y en la apertura a la trascendencia. Por tanto, al hablar de respeto a la persona está en juego lo más fundamental que puede decirse. De toda esta rica condición brota en consecuencia, como decía hace un momento, el anhelo de posesión y dominio. Y todo abuso de él va en contra del respeto a la persona, de la misma forma que quien no tiene respeto a la persona está dispuesto para la intervención abusiva y destructora de su poder.

El origen del sentimiento del respeto está, por tanto, en la raíz del misterio del ser humano. Es la intuición de la grandeza que late en la persona, la conciencia de su valor, la convicción de algo sagrado e intangible, el convencimiento de no poder tomar posesión de ella y utilizarla para provecho propio. El respeto descubre el derecho a la dignidad, a la libertad, a la propia iniciativa, al propio desarrollo y desenvolvimiento. El auténtico respeto empieza cuando ante «el otro», el hombre se echa hacia atrás, colocándose como en una perspectiva espiritual, perspectiva completamente diferente a la que tiene ante las cosas, y no intenta, por tanto, cogerlo, manejarlo o dominarlo como si fuera un objeto más. El auténtico respeto empieza cuando el hombre se coloca a sí mismo y a los demás en la zona del misterio y no en la del problema. El respeto reconoce que hay una esfera privada, personal y ajena. ¿Cómo es posible que nuestra sociedad se deje arrastrar por el sensacionalismo, atropellando lo que el respeto pide, y simplemente por el afán de dominio y de poder? Este anhelo, fundamental a la condición humana, que puede convertir al hombre en un ser verdaderamente libre para el amor y la verdad, puede también destruirlo y convertirlo en un ser demoníaco. Siempre lo que es capaz de mayor gloria y grandeza lo es de la mayor abyección y miseria.

El respeto brota de la admiración de la grandeza y la admiración ensancha el corazón del hombre. El hombre que no admira es que no ama, y es un resentido, un mezquino y envidioso. Pero también nace el respeto ante el dolor, la tristeza, la debilidad. Misterio del dolor humano, de la tristeza, de la debilidad, cuya verdad y realidad muchas veces escapan al mismo que la experimenta. La comprensión es el camino del respeto; es necesario abrirse más y más a la comprensión de la condición humana. Para que el hombre conozca y asuma su total responsabilidad, tiene que encontrar la verdadera relación con las exigencias más íntimas de su ser, que le harán ver la verdad de las cosas, y en las que puede hallar la explicación de sí mismo y de lo que le rodea.

Los hombres anhelan grandes realidades y no se dan cuenta de que sólo algunos encuentran el camino hacia ellas, porque lo comienzan en la capacidad de su propia persona, que es el mejor don que les ha sido confiado. Los que han encontrado el camino han descubierto la interioridad, la ascesis, el «para qué» del poder en su vida, el respeto a la persona, la fecundidad del sacrificio y de lo que, en una situación de inmediatez, puede parecer renuncia y despojo. Estos hombres saben y están iluminados por el misterio de su existencia. Saben «lo que la disciplina significa, no como incorporación pasiva a ella, sino como algo que asumen en la responsabilidad de la conciencia y en honor de la persona. Aquí reside el presupuesto de la tarea más grande que estos hombres han de realizar: erigir una autoridad que respeta la dignidad humana; crear órdenes en los que pueda existir la persona. La capacidad para mandar y para obedecer se ha perdido de tal manera que la fe y los dogmas han desaparecido de la conciencia de los hombres. La verdad incondicional ha sido sustituida por la pura consigna; la orden, por la coacción; la obediencia, por el abandono de sí mismo. Es preciso volver a descubrir lo que significa mandar y obedecer. Esto sólo es posible si se reconoce de nuevo la grandeza absoluta, si se ven los valores absolutos; pero esto significa reconocer a Dios como norma viviente y punto de relación de la existencia. En último término, sólo se puede mandar justamente si se parte de Dios; y sólo se puede obedecer bien si la obediencia se refiere a Él»9.

La vivencia del misterio es el único modo de existencia auténtica #

La vivencia del misterio es el único modo de existencia humana auténtica, porque todas las situaciones y elementos: el trabajo, las relaciones, las actuaciones, los hechos, obtienen su pleno sentido cuando alcanzan la dimensión de algo más que ellos mismos y que los trasciende. Vivimos la vida a través de circunstancias concretas, de situaciones limitadas al «aquí» y al «ahora», pero nuestro ser escapa a esta circunstancialidad: ahí está el ansia de amor eterno en los juramentos y promesas de fidelidad, la continua necesidad del hombre de crear cosas bellas, el arrepentimiento que nace en la zona más íntima y personal, la inquietud por la verdad en todas sus manifestaciones, los juicios de valor, la aceptación del dolor, la grandeza de ánimo como respuesta a situaciones hirientes.

Pero es que, además, he dicho «aquí y ahora» como si estos adverbios estuvieran claramente delimitados y definidos, siendo así que la espacialidad y temporalidad son interrogaciones perennes del pensamiento filosófico y también de las ciencias positivas. El misterio está ya en estas dos coordenadas y en la realidad de lo existente, en su inmensidad, ilimitación, en el encadenamiento de verdades que nunca se agota, en la manifestación de grandeza y belleza, en el lenguaje y en los símbolos, en la expresión de la ley inteligente y sabia que todo lo penetra, en el orden y armonía de la singularidad y de la totalidad. Todo, absolutamente todo, está haciendo relación y referencia a un sentido, en el que esa singularidad y totalidad encuentra su fundamento y finalidad. Lo existente es la expresión en el tiempo y en el espacio de «la verdad», «del orden», «de la belleza», «del bien», conceptos que todos atisbamos y en relación a los cuales establecemos nuestros juicios de valor, pero que nos sobrepasan y envuelven. Cuando el hombre, con su inteligencia, descubre una ley, no es en realidad un punto de llegada, sino un nuevo punto de partida; ha descubierto un horizonte que le abre a otros nuevos horizontes. Y es propio de su espíritu científico la exigencia de un conocimiento integral que excede a las ciencias positivas. Dice Garrigou-Lagrange en su libro El sentido del misterio, que Santo Tomás y Aristóteles, porque tenían un espíritu verdaderamente filosófico, poseían un alto grado del sentido del misterio, es decir, un «hábito de sabiduría» muy diferente del de la ciencia positiva y del espíritu geométrico. «Mientras que las ciencias positivas, que establecen las leyes de los fenómenos, consideran lo real como sensible u objeto de experiencia externa o interna; mientras que las matemáticas consideran lo real como cuantitativo, la filosofía primera o metafísica considera lo real como real, o al ser en cuanto ser»10. Las ciencias positivas, a medida que se van desarrollando, son más conscientes de sus métodos y posibilidades y de las inmensas zonas que escapan a su alcance. «Me parece digno de nota que hoy se vuelva a la verdadera metafísica ‘mediante’ la ciencia y no contra la ciencia. En efecto, los filósofos irracionalistas, sean cristianos o existencialistas, han hecho quiebra. Nuestra época vuelve a encontrar la gran idea antigua y cristiana de la aptitud de la inteligencia para conocer la verdad de las cosas»11.

La vivencia del misterio nos da una base firme y una libertad que nos hace capaces de captar con la mirada los diferentes procesos. Lo vital suyo está en el sentido positivo que brinda, en la exigencia constante de superación, en la serenidad y conciencia que da en los avatares de la vida, en la capacidad de resistir los oleajes y movimientos de las ideologías pobres y superficiales, en la liberación de la fuerza de sugestión de los grandes «slogans» y de las grandes cifras, en el espíritu de creación y de invención que en él se respira, en lo confortante que para el ánimo es su calor y presencia, en la realidad de crecimiento que supone en todos los órdenes, en el sentido de responsabilidad y madurez que entraña, en la apertura que presenta para el espíritu que tiene necesidad de caminos y no de muros. El misterio enseña que se deben sacrificar todas las apariencias de felicidad con las que los mediocres la confunden, y que no son más que simples goces del corazón y del cuerpo adormecidos. El misterio saca al hombre de su pequeñez, encogimiento y cerrazón y le despierta hacia lo desconocido que duerme en su ser y que es él mismo convertible en su propia grandeza. El misterio comienza allí donde un hombre se sabe y se siente por encima de la materialidad y limitación que lo constriñen.

Es el misterio el que hace descubrir al hombre en su soledad la vasta e ilimitada extensión de su espíritu y la línea de fuerza más radical que posee: el amor, don de sí y reconocimiento del otro, por el que el ser cobra toda su dimensión y medida. Es transformante por naturaleza, pero es necesario que encuentre su objeto, por el que tiene sentido la vida y la muerte, el dolor y la alegría. El amor nace en el silencio, que tanto tiene que ver con el misterio, porque pertenece a la estructura fundamental del hombre. «El silencio es esencial a su constitución –dije en la conferencia La adoración eucarística en la vida de la comunidad cristiana, pronunciada en Valencia con motivo del VIII Congreso Eucarístico Nacional–, es la base para llegar a la ciencia, a la belleza y a la trascendencia. Desde él se parte a todas las direcciones, mundo exterior, mundo del arte, mundo religioso. Sólo desde él puede conocer a Dios, a los hombres y al mundo. Es el signo de la cualidad y profundidad del espíritu. El hace posible las más grandes verdades, es la puerta de entrada donde todo cobra su densidad original. Los hombres nos encontramos en el silencio, gozamos de la obra de arte teniendo ambos, objeto contemplado y hombre, como medida común, el silencio. Se encuentra el hombre con la creación de su inteligencia y de sus manos en el silencio. La perfección, la belleza, se logra cuando la espontaneidad original del silencio de la naturaleza y la del espíritu se encuentran y unifican en la «creación». El silencio es fértil como el grano de trigo. Él informa la palabra, el gesto, la expresión; no es carencia, ni suspensión de la palabra. Es esencial a la vida interior, una, y da consistencia a lo que hay en nuestra intimidad. Callamos ante el descubrimiento, ante la creación, ante el amor. Ya no tienen sentido las preguntas; se siente, se ve inmerso en la plenitud; es como la totalidad, el gran contenido»; se vive en el misterio.

«La vida sin el misterio sería irrespirable», dice Gabriel Marcel12. Una concepción de la vida sin el misterio lleva al nihilismo, a la situación de pobres seres acosados por lo improvisto de todo lo que ocurre, al absurdo, a la pérdida de la gozosa confianza, vital para el ser humano; a la confusión y sometimiento a cualquier impresión y fracaso. En el misterio está la razón de vivir; sin él, ¿qué sentido tiene? ¿En razón de qué nos amaríamos y comprenderíamos los hombres? ¿Por qué la nobleza, la honradez, la justicia? ¿Por qué la valoración, el rendimiento y el respeto ante el débil, ante el ser deforme, ante el inerme? ¿Sin el misterio, qué garantía en las relaciones humanas? ¿Qué sentido tiene el deber? » El instinto de justicia y de caridad, presente en cada uno de nosotros, a pesar de todos los mentís de la Historia, pide que la vida tenga un sentido. No para asegurarnos una recompensa egoísta, sino para que la vida sea algo. ‘Para que sea’, sencillamente. Porque la vida no es nada si no es ‘verdadera’. Y no es verdadera si no participa de una verdad absoluta»13. En la misma medida en que perdemos el sentido del misterio pagaremos una gran factura en la realización y desarrollo de nuestra vida humana, religiosa, social, cultural. Ya la estamos pagando al dar tanta preponderancia a lo finito, a la acción con una perspectiva puramente temporal y anecdótica, al logro técnico y social, como si todo quisiéramos reducirlo a la escala de lo concreto y medible y quitarle la dimensión de trascendencia en la que está la grandeza.

Respuesta del hombre a la vivencia del misterio #

Si la presencia del misterio es real y vivida, tendrá consecuencias que se manifiesten en la vida cotidiana y ofrecerá a los hombres que lo admiten, más aún, les exigirá: alma para su civilización técnica, luz bajo la que se vivan con ilusión las tareas temporales, sentido del dolor y de la muerte, que siempre existirán, a pesar de los adelantos de la técnica; la significación sagrada del amor y la relación de justicia y verdad entre los hombres; juicios de valor verdadero, auténticos motores para crear un clima de alegría y confianza; certeza de que estamos hechos para la felicidad y la plenitud por encima de lo que temporalmente nos afecta, como desgracia y fracaso; voluntad decidida para luchar contra una decadencia que se complace morbosamente en hurgar en las defecciones y debilidades; capacidad de resistir y defender las convicciones propias frente a nihilismos, relativismos y escepticismos demoledores.

La vivencia del misterio lleva a la realización del bien, de lo bueno, de un quehacer moral del que está hoy tan necesitado nuestro mundo, confuso y perplejo dentro de tantas éticas de situación que minimizan la riqueza y exigencia del ser persona. La cuestión fundamental de todas las ciencias es en el fondo la misma: la de su verdad. Nada hay más profundo que ella; por eso, siguiendo el camino trazado por Platón y Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás ven la bondad de los actos en la conformidad con su ser, «en el obrar en verdad». El bien, como dice Santo Tomás, es lo que es razonable y esencial en cada caso, en cada situación con que la vida nos sale al encuentro. El bien es algo vivo, activo, es la creación más fecunda, la única fecunda y de consecuencias ciertas e infinitas. Hay algo inefable en el mensajero del bien; él tiene buena y sana intención respecto a la vida en todas sus situaciones, por complejas que sean; respeto y nobleza para dejar ser, dejar valer y ayudar a crecer; da firmeza y serenidad, flexibilidad y comprensión; no se deja amargar por las circunstancias y el dolor le fortalece; está convencido de que el bien lo realiza cada uno concretamente, empezando por él mismo. El hombre bueno es la presencia de un orden que trasciende lo material, lo limitado y finito; en él encuentra resonancia la palabra que siempre está pronunciando el misterio.

El mayor mal que se está haciendo al hombre es querer eliminar la trascendencia y la dimensión del misterio, tratando de reducirlo todo a datos personales y circunstanciales. Las consecuencias son: la tendencia a sustituir la verdad por la opinión, la confianza por la inquietud, el fin por los medios, la conversión por una especie de malsano complejo de culpabilidad; inclinación a presentar el bien moral como un conformismo social, a considerar como héroe al que va en contra de los valores. «Se presenta a la certeza como la expresión de una necesidad sospechosa de seguridad y se exalta la duda como si fuera el criterio mismo de la existencia auténtica. Pues bien, es falso que ponerlo todo radicalmente en tela de juicio sea la expresión misma de la autenticidad de la inteligencia; eso es, por el contrario, una perversión. Las ciencias jamás lo ponen todo en tela de juicio. Lo hacen con hipótesis pasadas, para sustituirlas por otras que expliquen mejor los datos. Pero jamás ponen en tela de juicio los datos mismos. Se puede discutir una astronomía, pero no la existencia de los astros. La teología procede de idéntica manera. Tiene aproximaciones cada vez más correctas del dato de la fe. En este sentido discute los problemas. Pero no discute el dato de la fe, porque ello sería negar su objeto. Y en el plano mismo de la explicación, toda ciencia cuenta con cosas adquiridas, sobre las cuales no hay ya por qué volver de nuevo».

«Ante este ambiente, los cristianos son, con demasiada frecuencia, cobardes o cómplices. No puede uno menos de escandalizarse de la manera en que algunos periódicos y revistas católicas tratan sobre películas, novelas o ensayos sin subrayar en modo alguno los problemas morales que plantean, e interesándose exclusivamente por su valor artístico. Y aun este criterio no tanto en función de su calidad cuanto de algunas modas del día. Creo que es difícil que una obra genial no sea expresión de una humanidad también genial; es decir, rica en autenticidad. Existe un vínculo fundamental entre belleza auténtica y humanidad auténtica. A base del error jamás se harán auténticas obras maestras humanas. No podría citar aquí realizaciones cumbres en el ámbito de la música, de la pintura o del teatro que no sean al mismo tiempo la expresión de una profundidad y de una autenticidad humanas.»

«Si no hay complicidad, sí dimisión. Cabe siempre encerrarse dentro de una torre de marfil cada vez más ilusoria, porque hoy es imposible quedarse al margen del ambiente en que se vive»14. Jean Daniélou llama «enterradores» a los maestros de la revolución, que se quedan en el plano de la impugnación y nada tienen que afirmar, porque todo cuanto se presenta como susceptible de dar un sentido, todo reconocimiento de trascendencia es para ellos alienación y represión.

Para establecer juicios, para decir, por ejemplo, que una sociedad es inhumana, antes hay que saber qué es el hombre, porque según lo que él sea, así será su aspiración y su realización. Si al hombre le negamos su trascendencia, su destino eterno, su vocación de ser, de verdad, de bien, de belleza, su responsabilidad en orden a una salvación y condenación propia y ajena, ¿qué clase de persona y de sociedad pueden existir? ¿En qué se fundamenta su amor y su sacrificio, su entrega y su responsabilidad? «Todo ocurre como si estuviésemos hechos para otra cosa, para un futuro irrealizable, para una felicidad aún no conseguida, para ‘otro mundo’, para ‘otra vida’, para una liberación de las apariencias opresivas, para una victoria sobre la muerte …, la cual continúa siendo el escándalo absoluto. Creo que, si esta convicción de otro mundo no existiera, todos nuestros gestos ante el nacimiento o la muerte serían inmediatamente estúpidos… Y encuentro entonces una verdad filosófica, humana, e incluso universal, en esta reflexión tan bella de San Pablo a propósito de la muerte: No queremos ser desvestidos, sino que queremos ser supervestidos, a fin de que lo que es mortal en nosotros sea absorbido por la vida«15.

Para Zubiri, la religación es el vínculo ontológico del ser humano; no es una dimensión que pertenece a la Naturaleza, sino a su persona, o si se quiere, a su naturaleza personificada. No estamos arrojados absurdamente en el mundo, sino que estamos religados; y lo que religa la existencia, religa con ella al mundo entero; es decir, la religación afecta a todo, pero sólo en el hombre se actualiza formalmente. La religación nos abre el ámbito del misterio y nos sitúa ontológicamente en él. «Y así como el estar abierto a las cosas nos descubre en éste su estar abierto, que ‘hay’ cosas, así también el estar religado nos descubre que ‘hay’ lo que religa, lo que constituye la raíz fundamental de la existencia»16. Sólo el hombre que vive en el reconocimiento de la trascendencia, expresado de una forma o de otra, puede dar sentido a la bondad o maldad de su actuación, puede dar sentido a la justicia o injusticia de sus relaciones. El habitar y actuar en el mundo no es algo aparente, fruto de un mundo «interpretado», ni es el estar en un mundo de los hombres, con o en contra unos de otros, desafiando el destino. Es el estar en un mundo en el que todos los pasos tienen un sentido, ser conscientes de la religación que nos une, de dónde venimos y a dónde vamos. Vivir sabiendo que lo que da sentido a la vida, da sentido a la muerte. Nuestro siglo, que ha alcanzado grandes cumbres y grandes metas, quedaría sin consistencia, desanclado, desarraigado, si no ofreciera una metafísica, una casa en que habitar, un sentido para comprender, un aire en que respirar.

El hombre que vive en la trascendencia sabe y siente la exigencia de la fidelidad, que es permanencia por encima de lo fugitivo; permanencia firme y leal en un amor, en una responsabilidad, en una postura, a pesar de sacrificios, dificultades o daños. La fidelidad lleva a la identidad con uno mismo, es el eje de la propia realización y la única postura apropiada en el reconocimiento del otro. Es como la ley que debe imperar en el ser, en el pensar y en el obrar. Maurice Nedoncelle, en su obra De la fidelidad, nos la describe como la que hace posible la realización y cumplimiento de la persona; para él tiene una significación metafísica y no sólo psicológica o moral; la fidelidad es esencialmente fidelidad a una fe, a un valor, a los seres o «valores vivientes». Para Gabriel Marcel, la fidelidad se refiere a lo que él llama la «presa del ser»; es la condición misma de la persistencia del propio yo en el curso de sus actos trascendentes; sólo la fidelidad hace realmente posible la existencia porque es su fundamento. No hay traición que no sea una fidelidad renegada. «Sin osar afirmar que esta conexión puede ser discernida en toda circunstancia, no puedo por menos de observar que la fidelidad, cuando es auténtica y cuando nos muestra su rostro más puro, va acompañada de la disposición más opuesta al orgullo que se pueda imaginar: la paciencia y la humildad se reflejan en el fondo de sus pupilas. La paciencia y la humildad, virtudes de las que hoy hemos olvidado hasta el nombre y cuya naturaleza se pierde en la noche a medida que se perfecciona el instrumental técnico o impersonal del hombre, sea lógico o dialéctico. Pero la comunidad que forman las tres juntas, y que se me antoja como un ser cuya ágil estructura no le toca a la psicología identificar, no podría existir, ni siquiera ser pensada en un sistema que concentrara ‘en mí’ las raíces y como la cimentación real de los compromisos que la vida puede incitarme a suscribir»17.

Ni fidelidad, ni paciencia, ni humildad pueden ser pensadas ni concebidas fuera de la presencia de ese misterio que envuelve nuestra vida. La paciencia comporta mucha fuerza, la paciencia «en absoluto» sólo puede ser concebida en la omnipotencia suma. La paciencia es grande en el que puede ejercer violencia, pero es comprensivo, indulgente y bueno; es el fundamento de todo esfuerzo, requiere confianza y no sabe de la desesperación; quien no tiene paciencia no ama. Es tensión serena entre lo que se quería ser, hacer o tener y todavía no se ha conseguido. Es fuerza bajo cuya protección se desarrolla la vida; con ella nos hacemos dueños de la realidad. Hay que atravesar todo un muro de incomprensión y resistencia para hablar hoy de humildad y decir la tremenda realidad que implica: energía del amor, que capacita para la generosidad y el desinterés. El concepto pobre y deformado de actitud débil, mentalidad de esclavo, signo de mezquindad, indigna servidumbre y disponibilidad es la inversión nietzscheana de los valores evangélicos, según la cual el hombre auténtico vendría determinado por la voluntad de poder y dominio, por el orgullo, por el señorío que no se doblega ante nadie. La humildad está entretejida de fidelidad, y hace al hombre capaz de dar y recibir. La vida humana se realiza dentro del misterio profundo del ser que es verdad, bondad, humildad, fidelidad, paciencia. Realmente, todas las realidades existenciales, como dice Marcel, son presencia del misterio; así, la fe, esperanza, amor, comprensión , disponibilidad, fidelidad, sufrimiento, alegría, libertad, hospitalidad.

No es posible misterio sin Dios #

Al palpar así la presencia del misterio, viviéndolo como la realidad que nos envuelve, sintiéndonos interpela dos por él, comprendiendo a su luz el sentido de la vida, viendo que todo es en y por relación a él, estamos afirmando el único misterio: «Dios es». El profesor González Álvarez, en su Tratado de Metafísica y en el volumen dedicado a la Ontología, nos dice: «La búsqueda de la causa es el fin al que tiende la consideración científica. El metafísico, en la conclusión misma de su tarea ontológica, se encontrará abocado a una perspectiva que no tiene ya tal carácter. Es la perspectiva teológica o divina»18. Y cierra el volumen de la siguiente forma: «A todo lo largo y lo ancho de su tratamiento hemos sido remitidos a un mundo superior al nuestro. Ocupándonos del ente trascendental, rozábamos de continuo la trascendencia. Analizando el ente particular en un ser quíntuplemente estructurado, se nos reveló efectuado. Y acabamos de ver, estudiando la dinamicidad del ente, que las causas material y formal apelan a la eficiente como ésta exige la final, la cual, a su vez, nos orienta hacia un agente primero que obre en todo operante. Cerramos, pues, la ontología y nos disponemos al tratamiento de la nueva perspectiva, que llenará el volumen correspondiente a la teología natural»19. Es el paso natural hacia Dios. En la vida, todos necesitamos ser metafísicos para vivir en la dimensión del misterio. Todos lo somos a un nivel más o menos profundo y riguroso, porque constantemente tenemos que pasar del accidente, de la potencia, de la materia, e incluso más allá de la sustancia, del acto y de la forma en su estructura finita. Necesitamos avanzar en la vida como se avanza en la metafísica, no «por acumulación extensiva, sino por intensiva profundización»20.

Mas yo no pienso ahora en una teología natural, sino en la revelación del misterio de Dios, Revelación de Dios en Cristo, misterio de salvación y redención. Tendría que volver a leer todo lo anterior, pero para decir Jesucristo, revelación del misterio no sólo Creador, sino Salvador, donde antes decía misterio; para decir persona cristiana, hombre cristiano, donde antes hablaba de realización, de plenitud. Porque si mi persona no está conclusa en lo humano, sino en el Misterio, y ese Misterio se ha manifestado en Jesucristo, sólo en Él está la verdad, la vida y el camino. Creo que la trasposición de todo lo dicho hasta aquí a la religión cristiana estaría expresada en la Epístola a los Romanos de San Pablo:

No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él para ser también con Él glorificados.

Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios… Porque sabemos que nuestra salvación es objeto de esperanza, y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos es aguardar con paciencia.

Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza … Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su destino … Pues estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús (Rm 8,14-39).

Ese ser que es el hombre, de profundidad ilimitada, persona singular, irrepetible, en lo más íntimo y propio de su ser está atraído por Dios, siente el deseo de ver y gozar del Dios Vivo y Personal. Es lo que Rahner llama el existencial central, y Alfaro el existencial critico; es el verdadero y puro don de Dios. Pero, evidentemente, el hombre que por sí solo nunca pudo llegar a la existencia, mucho menos, infinitamente menos, puede llegar a saber de la vida de Dios en sí mismo. Parece locura saber de Dios en sí mismo y no ya sólo a través del misterio de lo creado. Parece locura y enajenación: salir de las coordenadas en las que estamos inmersos y liberamos de nuestra finitud; pero éste es precisamente el misterio que Dios ha querido manifestamos y revelamos: » Él es amor». Y ahora sí que todo se explica y cobra su ser a la luz divina: Dios es amor. En esto manifestó el amor que Dios nos tiene: en que envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él (1Jn 4,8-9).

Para San Pablo, el Misterio es la sublime revelación de Dios en Cristo. Dios, el único que posee la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano, ni le puede ver (1Tm 6, 16) nos ama, y la prueba de que nos ama es que nos ha dado a su propio Hijo, que se entregó por nosotros (Rm 8,32). Cristo es toda la revelación del misterio, y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn 1,14). Él nos puso ante los ojos la imagen de Dios: Padre nuestro. Él nos dijo con su ejemplo y su palabra cómo son las cosas de la vida, cómo van, cómo se relacionan entre sí y qué sentido tienen en su relación. Frente a todos los determinismos e indeterminismos, frente a todas las posturas e ideologías de opresión, nihilismo, desesperación, frente a las invasiones del absurdo, frente a religiones de dicha y placer, frente a todas las construcciones del hombre, frente a todo, Jesucristo presenta una idea clara sin dejar de ser misteriosa: la idea de la Providencia. Dios cuida y vela de cada hombre; ni un solo cabello de su cabeza se le caerá sin Él saberlo, todo coopera al bien de los que le aman y quiere que todos los hombres se salven.

Pero Dios no sólo se nos ha revelado, Dios se comunica, nos da su vida trinitaria. Dios es a quien podemos decir: Tú eres mi Dios, soy hijo tuyo, hermano de Jesucristo, templo del Espíritu Santo. La Trinidad en sí misma es la expresión cumbre del misterio de Dios, misterio de amor en que el semblante personal de Dios es el de tres Personas en su relación recíproca. Y este misterio de amor se proclama ya siempre en la historia personal de cada ser humano. Por eso los hombres son bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19). Y por eso San Pablo, cuando se despide en sus cartas, pide para los cristianos esta comunicación de la vida divina: la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sea con todos vosotros (2Cor 13,13). «En la Trinidad se nos revelan las últimas profundidades de lo real, el misterio de la existencia. Ella constituye el principio y origen de la creación y de la redención; por otra parte, todas las cosas le son finalmente referidas en el misterio de la alabanza y de la adoración. Más aún, en definitiva, ella es la que proporciona a todo su consistencia. Todo lo demás procede de ella y a ella tiende»21.

El misterio del hombre sólo queda esclarecido dentro del misterio del Verbo Encarnado. Su afirmación, responsabilidad del cristiano. #

Nada se solucionará en torno a la realización, salvación y plenitud del hombre mientras todo quiera arreglarse dentro de una horizontalidad puramente material, terrestre, humana y temporal, circunscrita al aquí y al ahora. Chocarán constantemente entre sí las ideologías, egoísmos, intereses. ¿Por qué la primacía de una sobre otra? ¿En nombre de qué? ¿De qué y para qué salvan? ¿En qué y para qué el fundamento del amor y de la felicidad? En la historia se van superponiendo las soluciones exclusivamente humanas; en seguida presentan los puntos débiles, pronto se ven sus deficiencias, los distintos sistemas ideológicos aprietan y ahogan al no dar cauce libre al espíritu, y el hombre se siente asfixiado y degradado en la dimensión más profunda de su existencia, que es, aunque no lo sepa de manera consciente, la obra de Dios en él. La verdadera grandeza está en ser capax Dei, según la expresión de Santo Tomás22, y el corazón estará inquieto hasta que descanse en Él23.

Hay que defender al hombre frente a todas las ideologías y posturas que lo minimizan en su triple relación con el mundo, con los demás y con Dios. Un hombre en el que no se diera ninguna apertura hacia Dios sería un hombre mutilado en la parte esencial de su ser. En toda alma humana existe una apertura a lo sagrado, al misterio, al mundo del más allá, que Jaspers ha llamado situaciones-límites: encuentro con el dolor, con el amor, con la muerte, con la libertad, y que pone al hombre en presencia de realidades cuya trascendencia capta. Las religiones son expresión de esta búsqueda de Dios. Pero no somos ya pobres ciegos buscadores inconscientes de Dios, no podemos estar conformes con autores cuya afirmación se limita a ver en el hombre algo que le trasciende, pero sin saber a dónde dirigir su vuelo, su mirada y su amor. No bastaría el anhelo del hombre si Dios no se le hubiera acercado; es Dios quien toca a la criatura, pero no es tocado por ella: tangit quidem…, sed non tangitur24; es Dios quien ama: Él nos amó primero a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1Jn 4,10).

El misterio del hombre sólo queda esclarecido dentro del misterio del Verbo Encamado, muerto y resucitado, porque Cristo revela plenamente el hombre al hombre y le descubre su altísima vocación (GS 22). Fuera de Cristo no sabe qué es la vida, ni la muerte, ni sabe de sí mismo.

¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes,
el hijo de Adán para que de él cuides?
Apenas inferior a un Dios le hiciste,
le hiciste señor de las obras de tus manos,
todo fue puesto por ti bajo sus pies (Sal 8).

¿Qué es el hombre? Es ya la revelación quien nos contesta y da solución a todos los problemas e incógnitas. El hombre es hijo de Dios; a los que creen en Jesucristo les ha dado poder de llegar a ser hijos de Dios, herederos y copartícipes suyos. Hijos que no nacen de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de querer de hombre, sino que nacen de Dios; porque el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, hemos recibido todos de su plenitud, y hemos recibido la gracia y la vida. La respuesta a esa llamada a ser hijos de Dios es la firmeza en la fe frente a cualquier clase de situación y de ideología; la unión con todos en la esperanza del Evangelio, y la vida en la caridad, único amor fecundo y verdadero, porque viene de Dios y va a Dios.

Un acto de fe y no la filosofía o cualquier otra sabiduría es el que hace exclamar a Gabriel Marcel el día de su bautismo a la edad de cuarenta años: «Milagrosa dicha esta mañana. He tenido la primera experiencia de la gracia. Estas palabras son tremendas. Pero es así. Me he visto al fin presa del cristianismo, y estoy sumergido en él. ¡Feliz inmersión! Pero no quiero escribir más. Y, sin embargo, tengo necesidad de hacerlo. Una impresión de balbuceo. Es sin duda un nacimiento. ¡Un mundo que estaba absolutamente presente y que aflora al fin!»25. Aunque no tenga «esta experiencia» «el cristiano lleva la vida de la Trinidad en sí, que le connaturaliza con Dios». La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón (Hb 4,12). Esta es la palabra que penetra en la existencia humana, la transforma y la salva. Nuestro Dios es el

«Dios de la creación y de la revelación,
Dios del universo y del alma,
Dios de la naturaleza y de la gracia,
Dios del cosmos y de la historia,
Dios del ser y del valor,
Dios de la reflexión y de la oración,
Dios del filósofo y del místico,
Dios de la tradición social y de la meditación solitaria…
Dios infinito y perfecto,
Dios absoluto y personal,
Dios único de aspectos múltiples,
Dios de todo yo mismo y de todos»
26.

El cristiano ha de afirmar con su vida, con su palabra y con su pensamiento, la fe y esperanza en el misterio de Dios. Lo exige siempre todo momento histórico, porque la historia es historia de salvación. Pero de modo especial, lo exige el mundo de hoy, que necesita saber, tocar y palpar en la vida, palabra y pensamiento del cristiano, que la vida eterna es que te conozcan a Ti el único Dios verdadero y al que tú enviaste Jesucristo (Jn 17,3).

Son necesarios hombres a la escucha de la revelación hecha por Cristo, sin desanimarse, sin respeto humano, sin temor a proclamar a Cristo como la verdad y la vida, sin desviarse a ídolos humanos: ciencia, técnica, progreso, falsos altruismos y horizontalismos limitadores. Se necesitan hombres que vivan el misterio de la caridad frente a los que han hecho falsos ídolos del amor; se necesitan hombres valientes que coloquen al hombre y a la humanidad en el sitio que les corresponde. Es idolatría esperar la salvación fuera del amor de Dios y hacer del hombre un demiurgo que se fabrique a su gusto y capricho su propia imagen y su propia jerarquía de valores. La «religión del hombre», como valor supremo, ¿no es una de las idolatrías de nuestro tiempo? ¿Y esa idolatría no se da entre los cristianos que ven en el cristianismo un simple humanismo, aunque sea de una categoría superior? «A veces releo al más considerable, al más agudo de nuestros adversarios, Feuerbach, el profeta negro. Escribía a comienzos del pasado siglo: «En el puesto de la divinidad debemos colocar la especie o la naturaleza humana; en el puesto del más allá que se eleva por encima de nuestra tumba hasta el cielo, el más allá que se eleva por encima de nuestra tumba sobre la tierra, es decir, el futuro histórico, el futuro del hombre». Y a veces pienso que, si Feuerbach volviera a aparecer entre nosotros, diría: «Creo que he convencido a los cristianos»»27.

¿Qué importancia concede nuestro mundo, pero mejor, no ya nuestro mundo, sino nosotros los cristianos… qué importancia concedemos en nuestra vida, escritos, ideas, a la salvación de Cristo, a la grandeza y santidad de Dios, a su alabanza y adoración, a la realización, según la voluntad de Dios, del hombre y del mundo que le ha sido confiado como tarea? ¿Qué importancia concedemos al misterio del Verbo Encamado, al misterio de la salvación y qué sentido concedemos al progreso, a la ciencia, a la técnica, a lo social?

Hay crisis de pensamiento, de solidez, de fundamento; hay crisis de consecuencias lógicas y caemos en las más pobres y miserables deserciones. No es el cristianismo el que sale perjudicado, sino el hombre. El cristianismo no es enemigo de los avances de la ciencia y del progreso, que claramente manifiestan la grandeza de Dios. Cuando la Biblia habla del hombre nos dice que Dios le hizo a imagen y semejanza suya; el poder y el dominio, veíamos, es constitutivo del ser humano. Lo que daña y perjudica son las idolatrías del hombre, y más cuando vienen de hombres que las realizan a título de cristianos. No desviemos nuestra inquietud por la verdad en inquietud por la pura novedad y el puro cambio. Ya hace tiempo que el escritor francés Paúl Claudel dijo que no necesitaba ir al fondo de lo desconocido para encontrar algo nuevo, necesitaba ir al fondo de lo conocido paca encontrar lo inagotable, ¡magnífica actitud para las circunstancias presentes!

«La Iglesia, como dice el Concilio Vaticano II, sostiene que el reconocimiento de Dios no se opone de ningún modo a la dignidad del hombre, ya que esta dignidad tiene su fundamento y alcanza su perfección en el mismo Dios, pues por Dios creador ha sido el hombre constituido inteligente y libre en la sociedad; más, sobre todo, es llamado como hijo a la comunión con el mismo Dios y a participar de su misma felicidad. Enseña también que no disminuye la importancia de los deberes temporales con la esperanza escatológica, sino que más bien su cumplimiento encuentra en ella nuevos motivos en qué apoyarse. Por el contrario, si faltan el fundamento divino y la esperanza de la vida eterna, queda gravísimamente herida la dignidad del hombre, como tantas veces aparece hoy día, y quedan sin solución los misterios de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, de modo que los hombres no raras veces caen en la desesperación» (GS 21). «El cristiano sabe que el mundo en que vive pasará, pero también que este mundo es, todavía actualmente, querido por Dios en el marco de la historia de la salvación y que está colocado bajo la soberanía de Cristo. En la medida en que sabe que este mundo pasará, renuncia a él; en la medida en que sabe que este mundo constituye el marco, querido por Dios, de la época presente de la historia de la salvación, opta por él»28.

Es idolatría y grave error creerse sin necesidad de Dios para el bien, empeñarse en señalar como ideal la plena autonomía del hombre, hablar del amor sin hablar del amor de Dios, hablar de salvación sin hablar de la redención de Cristo. El cristiano, que se sumerge en la revelación del misterio hecha por Dios, sabe que Cristo es el principio y el fin, el alfa y omega, el que reina sobre todas las cosas del cielo y de la tierra, a quien ha sido dado un nombre sobre todo nombre y todos los seres, que, en eso está su verdad, doblan sus rodillas ante Él. El cristiano tiene una responsabilidad singular: tributar culto a Dios en una sociedad y en un mundo que se seculariza. La verdadera ciudad, ha repetido constantemente La Pira, es aquella en que los hombres tienen su casa y Dios la suya. La adoración es dimensión esencial de todo humanismo integral. Es empequeñecimiento, mediocridad y degradación, en una palabra, el incapacitarnos para la adoración, en la que se atisban las grandezas y el amor de Dios. El secularismo desemboca en un ateísmo desde el momento en que la relación con Dios no se considera constitutiva de la existencia bajo todos sus aspectos, implicaciones y consecuencias.

No a un cristianismo sin Dios, dice Daniélou. «Es esencial denunciar, cuando todavía estamos a tiempo y los estragos acaban de comenzar, la corriente de pensamiento intitulada cristianismo arreligioso, y que apela, por lo demás de manera más o menos justificada, a Bonhoeffer y a Tillich, a Robinson y a Cox. Ya, para empezar, el titulo parece singular. Sin embargo, expresa bien lo que quiere decir. Para los representantes de esta corriente, la religión, lo sagrado, son exponentes de un fenómeno cultural, ya caducado, que corresponde a una edad pre-científica. Dicho fenómeno nada tiene que hacer en el mundo contemporáneo. Por tanto, si queremos que el cristianismo sobreviva, es necesario disociarlo de la religión. Esta desmitización debe afectar a las representaciones religiosas, ya se trate de lo relativo a Dios o de lo que atañe a los misterios de Cristo. Ha de afectar a las manifestaciones de lo sagrado en la sociedad, bien se trate de los lugares de culto o de las fiestas religiosas. Debe afectar a la relación pastoral del alma con Dios, al culto y a la mística.»

«En el origen de esta corriente ha entrado en juego una doble preocupación legítima: la de purificar la realidad de Dios de representaciones antropomórficas, reacción contra prácticas de carácter supersticioso, desconfianza con respecto a las ilusiones y alienaciones de la experiencia subjetiva. Un segundo paso ha consistido ya en algo más discutible: so pretexto de purificar el cristianismo, se ha llegado a una especie de furor iconoclasta, que denuncia todo dogma como idolatría, todo rito como magia y toda mística como impiedad. No queda sino una especie de vacío ante un misterio inaccesible. Esto es ya radicalmente opuesto a la verdad del hombre, a quien Dios hizo capaz de conocerle a través de su obra, y más todavía a la verdad del cristiano, a quien se ha manifestado en forma de hombre. Añádase a esto que, de pronto, el cristianismo no sería ya sino privilegio de una pequeña aristocracia de iniciados y resultaría totalmente inaccesible a la multitud inmensa de los pobres»29.

No basta creer en la trascendencia, ni siquiera en «un Dios». Hay que creer que Dios se ha manifestado, que interviene en el drama de la existencia humana y que realiza en ella obras divinas. El misterio del Verbo Encamado, a cuya luz sólo se esclarece el misterio del hombre, exige hoy a los cristianos la afirmación rotunda, sin vacilaciones, ni concesiones, de la realidad del mundo sobrenatural. Hay que presentar al mundo la nueva gozosa de la irrupción divina en la existencia humana y de que vivimos en plena historia de salvación. Cristo no nos ha enviado a decir nuestros sentimientos, nuestras propias teorías sobre la salvación, ni nuestras posibles interpretaciones, sino la venida de su reino, el perdón de los pecados: Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y se bautizare se salvará, pero el que no creyere será condenado (Mc 16,15-16).

El amor implica numerosos trastornos; es profundamente serio introducir así a otro en la vida de uno mismo; el amor es como un nuevo nacimiento, un nuevo descubrimiento del «tú» y del «yo», una sabrosa toma de conciencia del «nosotros»; sólo en el amor tiene pleno sentido el sacrificio y el don de sí. La fidelidad y la humildad nacen del amor de manera necesaria. Sólo a la luz del amor tiene pleno valor y fuerza la persona y sólo a su luz se descubre el sentido de vivir. La seguridad del amor hace caminar con firmeza aun en medio de dificultades y sufrimientos. El amor sabe de la grandeza y de la debilidad, de la nobleza y de la pequeñez; es el auténtico conocimiento y en él hay que buscar el valor de todo. «La cosa más pequeña, si va con amor, no tiene precio», dice Teresa de Jesús30. Amor saca amor31, y lo que se pasa con amor torna a soldarse32. Amar a Cristo, creer en Él, es introducirle así en nuestra vida, en la que causará «serios trastornos» aceptar en nuestro cotidiano y sencillo vivir la irrupción de lo absoluto, de lo sobrenatural, de la vida trinitaria, el grande y en realidad único misterio. Misterio interior a nosotros mismos, misterio que ilumina todo lo existente y ante el único que queda esclarecido el misterio del hombre. ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes así de él? No, es mejor preguntar: ¿Y Tú, Señor, quién eres?

SEGUNDA PARTE

El misterio de Dios y la madurez del hombre moderno #

Esa pregunta –¿y Tú, Señor, quién eres?– no queda sin respuesta. La razón humana y la revelación nos permiten acercarnos a las zonas en que brilla la luz. No intento entrar en ellas, puesto que esto significaría escribir un tratado completo de teología. Ahora bien, de acuerdo con la reflexión que me ha guiado en este discurso, quiero hacer una afirmación que estimo de capital importancia, a saber: la presencia del misterio de Dios en nosotros es el fundamento del quehacer moral. Se trata de un Dios a cuyo conocimiento llegamos a través de los misterios que nos rodean (la supresión del misterio en nombre de la pretendida madurez del hombre moderno introduce la supresión práctica de Dios), pero igualmente de un Dios en cuyo conocimiento el orden moral encuentra su consistencia y sus últimas raíces, mientras que, rechazado su conocimiento, se deja al orden moral sin fundamento alguno. De ahí la terrible gravedad, por sus consecuencias tan dañosas, de los movimientos filosóficos existencialistas no cristianos y de las teologías radicales y desacralizadoras del momento presente.

El conocimiento de Dios en la creación #

1º. a) San Pablo insiste en que Dios se hace conocible en la creación: Los atributos invisibles de Dios resultan visibles por la creación del mundo, al ser percibidos por la inteligencia en sus hechuras: tanto su eterna potencia como su divinidad (Rm 1,20). Es éste un principio fundamental que la Iglesia católica repetirá todo a lo largo de su historia hasta los Concilios Vaticanos I y II: «La santa madre Iglesia tiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas por la luz natural de la razón humana»33.

b) Sin embargo, esa manifestación de Dios no se impone al hombre con el peso de un automatismo. Hay luz suficiente, pero una luz que necesita de una decisión ética para ser aceptada. «Si la existencia de Dios fuese exactamente demostrable, es decir, sin que hubiese necesidad de una intervención ética debida a la fisura en el círculo, entonces toda lucha moral inherente a la historia espiritual cesaría y, en el fondo, la historia del mundo, tal como es, no seria posible. Si pudiéramos concebir tan claramente, tan objetivamente, que hay un Dios, como concebimos que dos y dos son cuatro, entonces el ‘peso’ divino haría caer la balanza inmediatamente y el ‘peso’ físico se levantaría con una repentina sacudida. Entonces no seríamos ya la delicada balanza humana metafísica cuyos dos platillos cargados con los pesos tan pronto ceden o tan pronto se elevan, según que nosotros venzamos en el bien o sucumbamos en el mal. No quedaría ningún margen para esta última decisión, que se exige del ser humano en el mismo interés de la propia realización de su yo» (así escribe, en un relato sobre su conversión, P. Wust)34. Hay luz suficiente, pero una luz que puede ser rechazada. En el caso normal, el rechazo es responsable. San Pablo escribe: Son inexcusables (Rm 1,20).

c) Además de la responsabilidad del rechazo, esta actitud tiene consecuencias morales graves. La corrupción moral que San Pablo escribe en Rm 1,24-32, la presenta como consecuencia de haberse cerrado al conocimiento de Dios manifestado en la creación. «Una gran parte del error humano está en conexión, en todo caso, con la ceguera debida a una voluntad falsamente utilizada. La relación endurecimiento-ceguera es también la raíz fundamental de una metafísica de la perversidad todavía por crear»35. Y, en efecto, es obvio que, suprimido Dios, al suprimirse el fundamento del actuar moral, la corrupción reine por doquier. «En esta proximidad o en este alejamiento de Dios, los hombres se revelan inmensos y ricos, en seguridad y superiores al mundo, amando con heroísmo, apacibles y serenos, o bien superficiales, estrechos, desesperados, arrogantes, destructores, a la vez que nostálgicos, inciertos y suspirando hacia Dios. Tanto el individuo aislado como el total de la humanidad, parecen siempre oscilar entre estos dos estados»36. Por lo demás, en la triste situación del hombre sin Dios hay un designio providencial: «Que la humanidad tenga necesidad, a veces, del alejamiento de Dios para aprender a reconocer en las épocas de civilización secularizada cuán pobre es sin Él, es un pensamiento profundo que data desde los orígenes»37. La situación, inducida por la ausencia de Dios, ha sido descrita así por el Concilio Vaticano II: «Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas –es lo que hoy con frecuencia sucede–, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación» (GS 21).

2º. a) Afirmamos nuestra confianza en las posibilidades del hombre para el conocimiento de Dios, a pesar de las debilidades que ha introducido en él el pecado original, a pesar de «la llaga de la ignorancia», que Santo Tomás describe como efecto del pecado original y como consistente en que «la razón pierde su trayectoria hacia la verdad»38. Esta afirmación de confianza en el hombre es una tesis característicamente católica, que ha sido constantemente rechazada por el protestantismo clásico. Aun sin llegar a las posiciones más radicales del barthismo.

K. Barth niega que la creación sea objetivamente espejo de Dios, que haya «analogía» entre la creación y Dios: «Yo tengo la analogía entis por la invención del Anticristo y pienso que a causa de ella no puede uno hacerse católico. Con lo cual me permito al mismo tiempo considerar todos los otros motivos, que se pueden tener para no hacerse católico, como cortos de vista y no serios»39. Como las palabras humanas son también creadas, negada la analogía no sólo se cierra la puerta al conocimiento natural de Dios a partir de la creación, sino al conocimiento por la fe, es decir, por aceptación de un mensaje de Dios expresado en palabras humanas. Sobre qué es la Sagrada Escritura escribe Barth: «Por tanto, no un mensaje religioso, no noticias e instrucciones sobre la Divinidad o la divinización del hombre, sino mensaje sobre un Dios, que es totalmente de otra manera, del que el hombre, en cuanto hombre, nunca sabrá ni tendrá nada»40. Con ello, para Barth, la fe no puede ser la aceptación de unos contenidos reales, en los que realmente se cree; el mismo Barth ha escrito: «Esto es la fe: el respeto ante lo divino incógnito»41. El callejón sin salida del sistema de Barth ha sido reconocido con claridad por teólogos protestantes como E. Brunner, que escribe: «La semejanza de la palabra humana con la divina es el presupuesto para que pueda darse testimonio de la Palabra de Dios. La semejanza, que, sin embargo, no suprime la absoluta desemejanza, es también la posibilidad de la revelación y del conocimiento de Dios»42.

Aun dentro del protestantismo ortodoxo se rechazará la posibilidad de conocer a Dios a partir de las creaturas, apelando a su pesimismo sobre el hombre consecuentemente al pecado original. Sí, nos dirá con San Pablo la teología protestante clásica, en la creación, lo invisible de Dios se hace visible; en el mundo se refleja la imagen de Dios; pero el hombre, corrompido por el pecado original, es incapaz de percibirla43.

Son interesantes las expresiones duras, con que ya la Formula Concordiae describe el pecado original como «una íntima, pésima, profundísima (como un abismo), inescrutable e inefable corrupción de toda la naturaleza y de todas sus fuerzas, ante todo de tas facultades superiores y principales del alma, en la mente, el entendimiento, el corazón y la voluntad. Así pues, después de la caída, el hombre recibe de sus padres hereditariamente una fuerza mala congénita, una interna impureza del corazón, malas concupiscencias y malas inclinaciones, de modo que todos tienen, derivados de Adán hereditaria y naturalmente, tales corazones, tales sentimientos y pensamientos, que según sus mayores fuerzas y según la luz de la razón, naturalmente luchan contra Dios y sus sumos mandamientos y son enemigos de Dios principalmente en lo que se refiere a las cosas divinas y espirituales. Pues en las otras cosas externas y de este mundo, que pertenecen al campo de la razón, le queda al hombre algo de entendimiento, fuerzas y facultades, aunque estas reliquias miserables son muy débiles y, por cierto, ellas mismas, tan pequeñas como son, están infectadas y contaminadas de veneno por aquella enfermedad hereditaria, de modo que ante Dios no son de algún valor»44. Esta sigue siendo todavía hoy la razón fundamental de la oposición del protestantismo ortodoxo a la Teología natural (y al conocimiento natural de Dios a partir de las creaturas).

Baste citar unas palabras de E. Brunner: «La semejanza (entre Dios y las creaturas) no es el fundamento de la theologia naturalis, porque la razón pecadora entiende esta semejanza siempre falsamente sin la radical desemejanza, que está fundada en el ser Dios solamente, en el ser de Creador y Señor, de Dios»45. Por eso Dios sólo puede ser conocido por la fe: «Pero todo esto sólo se puede conocer en virtud de la revelación histórica, en la fe»46. En una fe que es don exclusivo de Dios y que, por ello, carece de soporte humano. Aunque sean palabras de un extremista, dentro de la teología protestante, R. Bultmann expresa una idea típicamente protestante al exponer el principio de destruir «toda falsa seguridad y todo falso deseo de seguridad que podría tener el hombre, ya que esta seguridad se funda en sus buenas obras (ésta fue la gran preocupación de Lutero) o en un conocimiento firme de sus constataciones. El hombre que quiere creer en Dios como en su Dios debe saber que no tiene nada en sus manos sobre lo que pueda hacer reposar su fe; que debe, por decirlo así, verse suspendido en el aire y no puede reivindicar ninguna justificación de la verdad de la Palabra que se le dirige»47.

Naturalmente, quitar todo apoyo racional a la fe –como sucede cuando se niega la posibilidad de conocimiento natural de Dios– es incurrir en fideísmo48.

b) Una fe sin apoyos racionales es arbitraria. No es el «obsequio conforme a la razón», de que hablaba el Concilio Vaticano I49. Es interesante que Su Santidad Pablo VI ha tenido que advertir a los católicos del peligro de una infiltración de este error en nuestros días: «Queremos ver en vuestros trabajos, queridos hijos, una respuesta a estos votos y la empresa de un examen serio y lúcido del pensamiento de los hombres de nuestro tiempo descarriados por el ateísmo. Vuestros estudios pueden contribuir, además, a disipar el error de un cierto número de creyentes, que se sienten hoy tentados por un renaciente fideísmo. Por no atribuir valor sino al pensamiento de tipo científico, y por desconfiar de las certezas propias de la sabiduría filosófica, se encuentran arrastrados a fundar sobre una opción de la voluntad su adhesión al orden de las verdades metafísicas. Frente a esta abdicación de la inteligencia, que tiende a arruinar la doctrina tradicional de los preámbulos de la fe, vuestros trabajos se consagran a la tarea de recordar el valor indispensable de la razón humana, solemnemente afirmado por el primer Concilio Vaticano, en conformidad con la enseñanza de la Iglesia, de la que Santo Tomás de Aquino es uno de los testigos más autorizados y más eminentes»50. Lo primero que se requiere para que la fe sea «obsequio conforme a la razón» (aún más primariamente que la constatación del hecho de la revelación), es un conocimiento cierto de la existencia de Dios51.

c) Si no hay conocimiento natural de la existencia de Dios (si tal conocimiento se relega a una fe concebida fideísticamente y, por ello, arbitraria), el actuar moral, que tiene en Dios su último fundamento, queda sin apoyo sólido.

La concentración en el microcosmos que es el hombre #

1. En este siglo -no vamos a discutir los posibles precedentes anteriores- es constatable una predilección por el hombre como campo privilegiado para llegar al conocimiento de Dios. En todo caso, nada malo habría en ello. San Pablo habla de conocer a Dios a partir de las creaturas, y el hombre es una creatura. Por otra parte, siempre se ha considerado al hombre como un «microcosmos». Y además, de todas las creaturas, ninguna me está tan vecina como el hombre que soy yo mismo. Sin pretender enjuiciar sus exageraciones, es un fenómeno característico ya muy en los comienzos de este siglo nuestro, la llamada apologética de la inmanencia, de la que M. Blondel fue uno de los más altos representantes52.

2. Esta predilección por el hombre, como campo privilegiado de reflexión, se ha visto acentuada por el existencialismo. Era inevitable, ya que el único método cognoscitivo del existencialismo es la propia experiencia existencial. Desgraciadamente, este instrumento de conocimiento es muy limitado, no permite llegar a Dios y conduce, por ello, a concepciones éticas muy singulares.

a) El existencialismo clásico (Heidegger y Sartre). El hombre se experimenta, ante todo, como un ser para morir. Ello se comprende porque la muerte no es para los existencialistas un mero fenómeno externo hacia el que nos encaminamos, una realidad futura. No. La muerte está en nosotros desde el día en que nacemos. La continua experiencia de derrumbamiento, que es el peso del tiempo, no es sino experimentar el actuar continuo de la muerte en nosotros.

«La muerte es un modo de ser que se apodera de la existencia tan pronto como existe53«. «De cara con la muerte ve la existencia que su propio destino viene a ella, que ve su propio futuro viendo su muerte; que ella es su futuro siendo para morir y así propiamente siendo un morir permanente»54.

Como –según Heidegger– sólo se conoce aquello de lo que se tiene experiencia existencial, y no tenemos experiencia existencial de algo que haya antes de nuestro nacimiento ni de lo que hay detrás de la muerte, afirmará que la existencia está limitada por dos nadas. «(El ser) es lanzado de la nada a la existencia»55. «El ser de Heidegger, que es tiempo, es a la vez ser para la muerte. Este ser no tiene en ninguna parte una mirada que vaya más allá de él. Detrás de él está la nada de su origen. Ante él se encuentra el futuro, que debe determinar las fronteras de su ser. Este futuro es ocaso, hundirse, extinguirse en la muerte»56.

El hombre camina –según Heidegger– hacia el naufragio total, pero además camina sin poder detenerse y con conciencia de que va hacia ese naufragio. De esta conciencia nace la angustia. Pero el existencialismo quiere dar una norma de conducta: la ética de la resignación; sólo aceptando lo inevitable, aceptando el naufragio total, se supera la angustia. «La filosofía existencial debe, en primer lugar, tener el sentido de que a partir de ella la vida no se entendería ya tan feroz e inmediata»57. «La existencia está, en cierto modo, de frente a su ser, ve su interna inconsistencia, su interno desmoronamiento y decide de propia voluntad y soberanamente sobre su destino, se decide a su destino. De cara con la nada, la existencia se vuelve sobria, se trata de cumplir ‘decididamente’ su misión de ser uno mismo»58.

Es interesante advertir que lo que el existencialismo califica de «angustia», no es sino el sentimiento instintivo de rebeldía ante el pensamiento del naufragio total; ya veremos cómo valora ese sentimiento instintivo el Concilio Vaticano II. Por ahora bástenos conocer que el existencialismo lo descalifica como miedo ante lo inevitable, y que propone como solución ética acallarlo con la resignación ante el naufragio inevitable. Por lo demás, a esto se reduce la pobreza ética existencialista. Así es como se consigue la «existencia auténtica».

b) La forma del existencialismo en Unamuno. El influjo del existencialismo en Unamuno –para quien la lectura de Kierkegaard había sido el mayor motivo para felicitarse de haber aprendido danés59– es innegable. Unamuno piensa que la razón lleva «a la negación vital; no ya a dudar, sino a negar que mi conciencia sobreviva mi muerte»60; el conflicto surge del choque entre la razón, que niega la supervivencia, y el deseo de sobrevivir (» choque entre la razón y el deseo», ibíd.); este deseo no es sino la angustia instintiva del hombre ante la idea del naufragio total. Yo soy el centro de mi Universo, el centro del Universo, y en mis angustias supremas grito con Michelet: «’¡Mi yo, que me arrebatan mi yo!’»61. Con la preocupación –muy existencialista– de enseñar un modo de vivir, también Unamuno nos dirá cómo se consigue la «existencia auténtica». Lo específico de él es que para Unamuno la existencia auténtica se obtiene, no por la aceptación del naufragio, sino por la rebeldía contra él. Son características las palabras de Sénancour con que encabeza el capítulo 11: «El hombre es perecedero. Puede ser; pero perezcamos resistiendo, y, si la nada nos está reservada, no hagamos que ello sea justo»62. «Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia; peleemos contra el Destino, y aun sin esperanza de victoria; peleemos contra él quijotescamente»63. En toda esta concepción hay varias cosas notables:

1ª Se predica la rebeldía contra lo que la razón, según Unamuno, dice que es inevitable; la lucha, desde el punto de vista de la razón, es una locura; pero Unamuno, con su exaltación de la figura de Don Quijote (su obra: Vida de Don Quijote y Sancho; sobre todo el ensayo que la precede: «El sepulcro de Don Quijote»), ha hecho de Don Quijote –la locura de la lucha contra lo razonable– el símbolo de todo un modo de vivir.

2ª En el existencialismo de Unamuno hay una nota característica que lo distingue del existencialismo europeo clásico: éste predica, como actitud ética fundamental, la resignación frente a lo inevitable; Unamuno, la rebeldía.

3ª El existencialismo clásico europeo descalifica el sentimiento instintivo contrario a la idea de naufragio total (para ellos es sólo miedo). Unamuno lo valora mucho más positivamente. Su gran duda será preguntarse una y mil veces si ha de tener más razón la cabeza, que niega el más allá, o el sentimiento, que se obstina en afirmarlo. Surge de nuevo el tema de Don Quijote como superior, moralmente hablando, a Sancho: «La veracidad, el respeto a lo que creo ser lo racional, lo que lógicamente llamamos verdad, me mueve a afirmar una cosa en este caso: que la inmortalidad del alma individual es un contrasentido lógico; es algo no sólo irracional, sino contrarracional; pero la sinceridad me lleva a afirmar también que no me resigno a esta otra afirmación y que protesto contra su validez. Lo que siento es una verdad, tan verdad por lo menos como lo que veo, toco, oigo y se me demuestra –yo creo que más verdad aún–, y la sinceridad me obliga a no ocultar mis sentimientos»64.

4ª Por cierto, este deseo de que haya vida eterna –deseo en cuyo fomento consiste la existencia auténtica– equivale en la terminología de Unamuno a la fe en la vida eterna. «¿Y qué cosa es fe? Así pregunta el Catecismo de la doctrina cristiana que se nos enseñó en la escuela, y contesta así: Creer lo que no vimos. A lo que hace ya una docena de años corregí en un ensayo diciendo: ¡Creer lo que no vimos, no!, sino crear lo que no vemos. Y antes os he dicho que creer en Dios es, en primera instancia al menos, querer que le haya, anhelar la existencia de Dios»65.

5ª Recogiendo ideas ya insinuadas, pero viéndolas ahora a través del concepto unamuniano de fe, habría que decir que a esta fe-deseo de que haya vida eterna, Unamuno atribuye dos funciones: ante todo, gracias a ella se consigue una existencia auténtica, que hace soportable la vida. «Hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más allá de la tumba, y en una vida individual y personal, en una vida en que cada uno de nosotros sienta su conciencia y la sienta unirse, sin confundirse, con las demás conciencias todas en la Conciencia Suprema en Dios; hay que creer en esa otra vida para poder vivir ésta y soportarla y darle sentido y finalidad»66.

Y en segundo lugar, dada su pregunta sobre la supremacía entre cabeza y corazón-deseo, quizá esta fe-deseo (pero sólo quizá, Unamuno no llega a más) toque la realidad. «Y hay que creer acaso en esa otra vida para merecerla, para conseguirla, o tal vez ni la merece ni la consigue el que no la anhela sobre la razón y, si fuere menester, hasta contra ella»67. En resumen: ética de rebeldía; vivir de tal manera que si la nada nos está reservada, sea una injusticia con nosotros; pero quizá lo más característico del planteamiento de Unamuno (aunque valore más el deseo instintivo que el existencialismo europeo clásico) consista en su disociación entre lo que la razón dice y la dirección en que se encamina el deseo instintivo de supervivencia.

c) La solución del existencialismo cristiano en el Vaticano ll. El número 18 de la Constitución pastoral Gaudium et Spes tiene un planteamiento lleno de interés. Trata del problema de la muerte. En el tratamiento y en la respuesta, mientras que el párrafo segundo da una respuesta teológica, el primero tiene para nosotros la especial importancia de colocarse en un terrero filosófico. Analizando el párrafo podemos distinguir:

1º Plantea el problema de la muerte en términos existencialistas: «El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua» (GS 18). Nótense los temas de «la disolución progresiva del cuerpo», sinónimo de la constante acción de la muerte en el hombre, y el del «temor por la desaparición perpetua», es decir, la angustia ante el pensamiento del naufragio total.

2º Ya en ese «temor por la desaparición perpetua» está insinuada la reacción instintiva del hombre ante el pensamiento del naufragio total.

3º Pero lo más importante es la valoración que se hace de esa reacción instintiva: no como miedo, ni como un interrogante (¿quién tendrá razón? ¿Cabeza o corazón?), sino como algo que responde a la realidad interna del hombre: («Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte». Es decir, la reacción instintiva ante el pensamiento del naufragio total es fruto de esa realidad espiritual e inmortal que el hombre lleva en sí). Con esta valoración positiva (no negativa, como en el existencialismo clásico europeo, ni dubitativa, como en Unamuno) se supera la disociación entre cabeza y corazón que hacía Unamuno: en la tendencia instintiva del corazón contra la destrucción total, la cabeza encuentra un argumento de que realmente no vamos hacia la destrucción total.

4º Finalmente, se insiste en que los progresos científicos, que consiguen prolongar la vida, pero no pueden suprimir la muerte, no son solución de la angustia del hombre: «Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre; la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano»; en efecto, el problema está en que el hombre se percibe como «ser-para-la muerte», encaminado hacia ella; el que se camine con una velocidad mayor o menor no cambia el que se está caminando, de hecho, hacia la muerte.

d) La ética de esta solución. Frente a la resignación o la rebeldía, la solución del existencialismo cristiano, expuesto por el Concilio, comporta una ética muy diversa. Ante todo, hay la persuasión de que existe un más allá de la frontera de nuestra vida terrestre. Esa persuasión puede ser filosófica –párrafo primero del número 18–, pero se fortifica y amplía con lo que enseña la fe –párrafo segundo del mismo número 18. Por cierto, la esperanza es activa, implica lucha por conseguir lo que se sabe alcanzable; en esto difiere el concepto de esperanza del de espera; recuérdese el titulo del libro de Laín Entralgo: La espera y la esperanza; la espera es pasiva –sentarse en la antesala esperando que nos abran–; mientras que la esperanza es un deseo dinámico que hace actuar por conseguir lo que se sabe alcanzable. Esa esperanza, aunque tiene como objeto primario a Dios y su posesión escatológica, también ofrece nuevos motivos para esforzarse en las tareas temporales y en el intento de hacer un mundo mejor (Constitución pastoral Gaudium et Spes, 21). Porque los bienes primarios hacia los que se encamina la esperanza –Dios y su posesión sobrenatural– sólo son alcanzables por una dignación de Dios mismo, el reconocimiento de esa dignación llevará al amor, a la caridad.

Cristianismo radical y moralidad #

1. Entendemos aquí por cristianismo radical el movimiento que comienza con D. Bonhoeffer, y que se hace con la proclamación de un «cristianismo irreligioso»; tal proclamación surge a partir de la convicción de que «ha pasado (…) el tiempo precisamente de la religión en general»68. La convicción subyacente es que la religión existe cuando el hombre necesita de explicaciones («Los hombres religiosos hablan de Dios cuando el conocimiento humano –a veces por simple pereza mental– no da más de sí o cuando fracasan las fuerzas humanas. En realidad, se limitan siempre a ofrecer un deus ex machina, ya sea para resolver aparentemente unos problemas insolubles, ya sea para erigir una fuerza ante la impotencia humana»69). La crisis del concepto de religión estaría así ocasionada por el progreso científico; el hombre necesita cada vez menos recurrir a Dios como explicación, ya que dispone de explicaciones científicas para campos cada vez mayores; el campo de un Dios «tapa-agujeros» (el Dios explicación para los «agujeros» que científicamente no ha podido el hombre llenar todavía) se hace cada vez más pequeño: «Semejante actitud (la actitud religiosa) sólo tiene posibilidades de perdurar, aunque forzadamente, hasta el momento en que los hombres, por sus propias fuerzas, logran ampliar dichos límites y en que resulta superfluo el deus ex machina«70.

Naturalmente, queda para Bonhoeffer el problema de los límites absolutos, los que la ciencia no ha resuelto ni resolverá jamás, como son la muerte y el concepto de pecado; pero Bonhoeffer cree poder concluir que tampoco es necesario el Dios-explicación con respecto a esos límites, ya que hay hombres que mueren sin necesitar recurrir a Dios o actúan sin necesitar de Dios en su quehacer moral: «Por otra parte, hablar de los límites humanos me parece harto problemático (la misma muerte, que los hombres apenas temen, y el pecado, que los hombres muy a duras penas comprenden, ¿acaso son, aún hoy día, unos verdaderos limites?). Siempre tengo la impresión de que al hablar de los límites humanos sólo tratamos de reservar medrosamente un lugar en el mundo para Dios»71. «Veo de nuevo con toda claridad que no debemos utilizar a Dios como tapa-agujeros de nuestro conocimiento imperfecto. Porque entonces, si los límites del conocimiento van retrocediendo cada vez más –lo cual es, objetivamente, inevitable–, Dios se hallará, con ellos, en su misma línea de constante retroceso»72. «Esto es válido para la relación entre Dios y el conocimiento científico. Pero lo es asimismo para las cuestiones simplemente humanas de la muerte, el dolor y la culpa. Hoy hemos llegado a un punto en que, para estas cuestiones, existen respuestas humanas que pueden prescindir por completo de Dios. En realidad –y así ha sido en todas las épocas–, el hombre llega a resolver esas cuestiones incluso sin Dios»73.

Es notable que Bonhoeffer nunca indica soluciones teóricas a esas cuestiones –a esos límites absolutos–, se limita a insinuar que hay hombres que se han resuelto esos problemas –en realidad, que han afrontado los límites absolutos– sin Dios. Bonhoeffer nos invitará (¡a los cristianos!) a vivir en el mundo sin Dios: «Y nosotros no podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo etsi deus non daretur«74. De esta manera participamos del sufrimiento que Dios experimenta al ser desalojado del mundo: «El hombre está llamado a sufrir con Dios en el sufrimiento que el mundo sin Dios inflige a Dios»75. Bonhoeffer ha hablado de cristianismo irreligioso y de «cristianismo sin religión»76; pero, ¿qué queda de cristianismo? Su respuesta estará en la predicación de una ética que toma como prototipo a Cristo. Ante todo, ¿qué es Cristo para Bonhoeffer? En Esbozo de un trabajo, segundo capítulo, dejó indicado: «El encuentro con Jesucristo: experiencia de producirse aquí el trastorno de toda existencia humana debido al hecho de que Jesús ‘no existe sino para los demás’. Este ‘ser enteramente para los demás’ de Jesús: experiencia de la trascendencia»77. Pero lo notable es que, según Bonhoeffer, Cristo sería el prototipo para el cristiano de vivir etsi deus non daretur: «El cristiano no dispone, como los creyentes de los mitos de la redención, de una última escapatoria de las tareas y las dificultades terrenales hacia la eternidad: al igual que Cristo ha de vivir hasta el fin de su vida terrena (‘Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’)»78. «Nuestro ser, que se ha hecho adulto, nos lleva a reconocer realmente nuestra situación ante Dios. Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona! (Mc 15,34). El Dios que nos deja vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo, Dios, es el mismo Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios»79. Nótese la mutilación de la imagen de Cristo que se nos ofrece; se nos presenta a un Cristo con la única dimensión horizontal, olvidando la importancia en Él de la relación vertical, de su intimidad con el Padre, que es la fuente de su «existir para los demás». En segundo lugar, el planteamiento de Bonhoeffer, por el que constituye a Cristo prototipo y paradigma, plantea los mismos interrogante s que se han escrito a propósito de uno de los teólogos de la muerte de Dios, W. Hamilton: «¿Por qué no escoge un ejemplo más actual? ¿Por qué no escoge un hombre como Ghandi, Schweitzer, Martín Lutero King, John F. Kennedy o cualquier otro individuo extraordinario con valores sublimes, una libertad poco corriente y una entrega generosa a las preocupaciones e intereses de la Humanidad? ¿Por qué ha de mirar hacia atrás el hombre maduro para inspirarse en este campesino galileo?»80. ¡Se sigue en pleno fideísmo, que es tanto como seguir en plena arbitrariedad de la opción tomada!

2. La posición de Bonhoeffer suele llamarse Teología existencial no-religiosa. Para entender su sentido, tal vez convenga compararla con la Teología existencial de tipo religioso, como es la de R Bultmann. Sin pretender dar una definición técnica de lo que es «Teología existencial», para nuestro propósito se puede describir como un intento de encontrar la existencia auténtica (existencia cristiana), tomando como paradigma la existencia de Cristo. Bultmann, una vez realizada su obra de desmitologización, no se queda, como histórico («historich» y no simplemente «geschichtlich»), más que con un rabino judío llamado Jesús que muere en una cruz. Para el sistema de Bultmann baste remitir a la breve exposición de H. Lais81. Pero lo que hay que imitar en Él es su confianza en el Padre, su confianza cuando ya no hay motivos para esperar, un esperar sin saber lo que espera: mientras que para Bonhoeffer la frase-clave es «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (imitar a Cristo, que vive y muere sin apoyo en Dios; interpretación no-religiosa), la de Bultmann es: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (interpretación religiosa).

«En la cruz se realiza el juicio de Dios sobre todo lo humano, y, por cierto, en cuanto un suceso histórico («geschichtlich», es decir, que me interpela, y, en ese sentido, configura la historia). La cruz, para Pablo, no es un símbolo, una figura que habla por una idea eterna, sino la pregunta al hombre si quiere despojarse de su seguridad (…). En tal despojarse a sí mismo, como el reconocimiento del juicio de Dios sobre el hombre viejo como pecador, el hombre se comprende a sí mismo, como liberado de sí, como resucitado con Cristo»82. «La esperanza cristiana sabe que espera, pero no sabe qué espera»83. Para Bultmann, formular los objetos de la esperanza es convertirlos en mitos; por eso se comprende que, según él, Jesús esperara en su Padre sin motivos y sin saber qué esperaba.

3. Bonhoeffer no es un «teólogo» de la «muerte de Dios» (él piensa que es Dios mismo el que le obliga a vivir sin Dios), pero ha puesto las premisas para ese movimiento84. Hay un paso nuevo en Hamilton, que él explica con los dos temas de Edipo y Orestes: «Se recordará que Edipo, inadvertidamente, mata a su padre, mientras que Orestes, por lealtad a su padre, escoge libremente matar a su madre corrompida»85. «La teología de Orestes indica que, para superar la muerte del padre (la muerte de Dios) en nuestras vidas, la madre (la madre que representa a la religión, la seguridad, el fervor y la autoridad, pero que se ha corrompido) tiene que ser destruida, y tenemos que prestar nuestra atención y devoción a la polis, el Estado, la política y nuestro prójimo»86. Todo esto se postula en nombre de la madurez del hombre moderno: «Al haber llegado a la madurez el hombre moderno, para usar la expresión de Bonhoeffer, tiene que asumir toda la responsabilidad de su destino futuro, sin hacer referencia a la hipótesis de Dios, ni depender de ella»87. Se seguirá defendiendo un «cristianismo ateo», que significa tomar a Jesús como paradigma en su entrega a los demás. (Este programa plantea todos los interrogantes que ya hemos indicado a propósito de Bonhoeffer, y que en parte se podían haber hecho a propósito de Bultmann.)

Pero volvamos al tema de la muerte del padre, que Hamilton completa con el asesinato de la madre. Hamilton considera los hechos con optimismo: ¿no es un fenómeno que responde a la madurez del hombre y que es señal de su autonomía el tener que arreglar su vida sin contar con Dios? El tema de la muerte del padre no es nuevo; según R. Aron, en este tema se resume todo el pensamiento de Sartre. El fenómeno de la muerte del padre, aunque pueda ser desgarrador, es también un fenómeno positivo: «En el plano familiar, hace falta que un día el hijo se emancipe con respecto a sus padres, y sería lamentable que no lo hiciese»88. Pero, ¿puede el hombre dejar de ser niño con respecto a Dios? ¿No estará la indigencia inscrita en su ser limitado y contingente? En esas circunstancias, ¿se puede aspirar como ideal a la emancipación con respecto a Dios? El hecho de que Sartre, después de la muerte del padre –de la muerte de Dios para él– no pueda mirar el mundo sino con «náuseas» (recuérdese que la novela más representativa del pensamiento filosófico de Sartre se nos da en el análisis psicopatológico de la «náusea», que resulta para Sartre de la «contingencia del mundo»)89, y que su filosofía se haya podido definir como filosofía o teología del absurdo, porque suprimido Dios, reconoce la total absurdidad del mundo, de ese mundo que produce náuseas90, hablan bien claro de la falsedad del planteamiento.

¡Cuánto más realista es reconocer la pequeñez y limitación que, como hombres tenemos, reconocer que hay misterios (¡los límites absolutos!) en nosotros no explicables sin Dios! Es lo que el Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, nos ha inculcado en el número 21 a propósito de «los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor».

1 G. Marcel, En busca de la verdad y de la justicia, Barcelona 1965, 78.

2 G. Marcel, Être et avoir, París 1935.

3 G. Marcel, Diario metafísico, Madrid 1964, 146.

4 G. Marcel, Être et avoir, París 1935.

5 Martin Buber, Qué es el hombre, Méjico 1974, 110 (8ª edición).

6 G. Marcel, En busca de la verdad y de la justicia, Barcelona 1966, 142.

7 Sófocles, Antígona, Buenos Aires 1970, 634.

8 Romano Guardini, La preocupación por el hombre, Madrid 1965, 48.

9 Romano Guardini, El poder, Madrid 1963, 127.

10 R. Garrigou-Lagrange, El sentido del misterio, Bilbao 1963, 86.

11 Jean Danielou, Desacralización o evangelización, Bilbao 1965, 55.

12 Cf, L’iconoclaste, París 1923, 147.

13 Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, vol. I, El silencio de Dios, Madrid, 6ª ed., 1966, 490.

14 Jean Danielou, Desacralización o evangelización, Bilbao 1965, 14-16.

15 Jean Guitton, Lo que yo creo, Barcelona 1960, 123-124.

16 J. Zubiri, Naturaleza, historia y Dios, Madrid 1955, 320.

17 G. Marcel, Diario metafísico, Madrid 1964, 70.

18 A. González Álvarez, Tratado de Metafísica: Ontología, Madrid 1961, 19.

19 Ibíd., 436.

20 Ibíd., prólogo.

21 Jean Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, 11.

22 Cf. Suma teológica, 1-2 q.113, a. 10 c.

23 San Agustín, Confesiones I, 1.

24 Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, 1, q.105, a.2 ad.1.

25 Être et avoir, París 1936, 17.

26 H. de Lubac, Por los caminos de Dios, Buenos Aires 1962, 136.

27 Jean Guitton, Lo que yo creo, Barcelona 1960, 4.

28 O. Cullman, Cristo y el tiempo, Barcelona 1968, 189.

29 Jean Daniélou, ¿Desacralización o evangelización?, Bilbao, 2ª ed., 35-37.

30 Libro de las Fundaciones, 12,7.

31 Vida, 22,14.

32 Camino de perfección, 16,7.

33 Concilio Vaticano I, Constitutio dogmatica de fide catholica, cap. 2; E. Denzinger, El magisterio de la Iglesia, Barcelona 1955, n. 1785. Repite sus palabras el Concilio Vaticano II, Consitutio dogmatica de divina revelatione, cap. 1, n. 6.

34 P. Wust, Testimonios de la fe. Relatos de conversiones, Madrid 1953, 183ss.

35 Ibíd., 182.

36 Ibíd., 184ss.

37 Ibid., 185.

38 Suma teológica, 1-2, q.85 a.3: BAC 122, 840.

39 Dogmatik, I/1, Zürich7, 1955, p. VIIIss.

40 Der Römerbrief, ed. 2, reimp. 9, Zürich 1954, 4.

41 Ibíd., 14.

42 Die christliche Lehre von Gott. Dogmatik, t. 1, Zürich2 1953, 185.

43 Sobre la posición de Lutero acerca del conocimiento natural de Dios, cfr. J. Lortz, Historia de la Reforma, trad, esp., t 1, Madrid 1963, 185. Como teólogo protestante de nuestros días baste citar a E. Brunner: «Ante todo, es necesario distinguir claramente entre si dos cuestiones, que desgraciadamente siguen siendo confundidas una y otra vez: la cuestión de la revelación en la creación y la cuestión del conocimiento natural de Dios» (Die christliche Lehre von Gott. Dogmatik, t. 1, Zürich2 1953, 137). «La afirmación de una revelación en la creación no tiene en si misma nada que ver con la afirmación de una teología natural» (ibíd.)… Si es falso e imposible desde un punto de vista bíblico y teológico impugnar la realidad de una revelación en la creación, no es menos falso negar la significación negativa del pecado para el conocimiento de la revelación en la creación. El pecado no sólo cambia la voluntad, sino que realiza también un ·oscurecimiento del poder de conocer, cuando se trata del conocimiento de Dios» (o. c., 138). «El pecado enturbia de tal manera la vista del hombre que ‘conoce’ o imagina dioses en lugar de Dios … que deforma la revelación de Dios en la creación en ídolos» (Natur und Gnade, Tübingen 1934, 14).

44 Formula Concordiae. Solida Declaratio, 1, 3; Die Bekenntnisschriften der evangelizch-lutherischen Kirche, Göttingen 1956, 848ss.

45 Die christliche Lehre von Gott. Dogmatik, 1, Zürich2 1953, 184.

46 Ibíd., 185.

47 Die Rede vom Handeln Gottes: Kerygma und Mythos, t. 2, Hamburg 1952, 207.

48 L. Bouyer, Dictionaire théologique, Tournai 1963, 264, define el fideísmo con estas palabras: “Error de aquellos que quieren retirar a la fe todo apoyo racional”.

49 Constitutio dogmatica de fide catholica, cap. 3; Denzinger, El Magisterio de la Iglesia, núm. 1790.

50 Alocución al VI Congreso Tomista Internacional, 10 de septiembre de 1965: AAS 57 (1965) 789.

51 Cf., la primera de las tesis firmadas por Luis Eugenio Bautain, Denzinger, o. c., número 1622; y la segunda de las impuestas a Agustín Bonnetty, Denzinger, núm. 1650.

52 Sobre el método de inmanencia con sus exageraciones, cfr. M. Nicolau, De revelatione christiana, nn. 138-141; Sacrae Theologiae Summa, t. 1, Matriti5 1962, 144-148, F. de B. Vizmanos, De la religión natural y la revelación cristiana nn. 344-351; Vizmanos-Ruidor, Teología fundamental para seglares, Madrid 1963, 221-224.

53 M. Heidegger, Sein und Zeit, Halle3 1931, 245.

54 A. Delp, Tragische Existenz, Freiburg in B. 1935, 64.

55 Ibíd., 66.

56 Ibíd., 65ss.

57 Ibíd., 81.

58 Ibíd., 82.

59 Cf. Unamuno, Ibsen y Kiergegaard: Ensayos, t. 2, Madrid 1942, 341.

60 Del sentimiento trágico de la vida, cap. 6; Ensayos, t. 2, 764.

61 Ibíd., 696.

62 Ibíd., 893.

63 Ibíd., 900.

64 Ibíd., 763.

65 Ibíd., 825. Véase La fe: Ensayos, t 1, Madrid, 245. «Ya veremos más adelante, al tratar de la fe, cómo ésta no es en su esencia, sino cosa de voluntad, no de razón, como creer es querer creer, y creer en Dios ante todo y sobre todo es querer que le haya. Y así creer en la inmortalidad del alma es querer que el alma sea inmortal, pero quererlo con tanta fuerza que esta querencia, atropellando a la razón, pasa sobre ella» (Del sentimiento trágico de la vida, cap. 6: Ensayos, t. 2, 760s). «Pues la fe no es la mera adhesión del intelecto a un principio abstracto, no es el reconocimiento de una verdad teórica en que la voluntad no hace sino moverse a entender; la fe es cosa de la voluntad» (Del sentimiento trágico de la vida, cap. 9; Ensayos, t. 2, 830). Unamuno se da cuenta de que, al pasar la fe exclusivamente a la voluntad, al convertirla en un deseo, abraza una posición protestante con respecto al concepto de fe. «La fe no es adhesión de la mente a un principio abstracto, sino entrega de la confianza y del corazón a una persona, para el cristianismo a la persona histórica de Cristo. Tal es mi tesis, en el fondo una tesis luterana» (Unamuno, en sus cartas: Ensayos, t. 2, 56). Por lo demás, es curioso –aunque esto sea una digresión– que, aunque la estructura de la fe en Unamuno es protestante, sus contenidos –el mundo dogmático que Unamuno desea sea verdadero– es católico; Unamuno está convencido de la superioridad del dogma católico sobre la doctrina dogmática protestante (cfr. Del sentimiento trágico de la vida, cap. 4: Ensayos, t. 2, 714-725 ); además piensa que existe una sintonía entre el catolicismo y el alma española (cfr. Del sentimiento trágico de la vida, cap. 11: Ensayos, t. 2, 924).

66 Del sentimiento trágico de la vida, cap. 10: Ensayos, t. 2, 890ss.

67 Ibíd., 891.

68 Carta de 30 de abril de 1944; D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, Barcelona 1969, 160-162.

69 Ibíd., 162.

70 Ibíd.

71 Ibíd., 162s.

72 Carta del 29 de mayo de 1944, o.c., 185.

73 Ibíd., 185s.

74 Carta del 16 de julio de 1944, o.c., 209.

75 Carta del 18 de julio de 1944, o.c., 211.

76 Carta del 30 de abril de 1944, o.c., 163.

77 Ibíd., 224.

78 Carta del 27 de julio de 1944, o.c., 198.

79 Carta del 16 de julio de 1944, o.c., 209s.

80 CH. N. Bent, El movimiento de la muerte de Dios, Santander 1969, 112.

81 Probleme einer zeitgemäsen Apologetik, Wien 1956, 89-101.

82 R. Bultmann, Die Bedeutung des gestchichlichen Jesus für die Theologie des Paulus: Glaube und Verstehen, t. 1, Tübingen2 1953, 207.

83 R. Bultmann, Die christiliche Hoffnung und das Problem der Entmythologisierung, Tübingen 1954, 58.

84 Para la importancia del influjo de Bonhoeffer sobre Hamilton, por ejemplo, cf. Bent, El movimiento de la muerte de Dios, Santander 1969, 93-96.

85 Bent, o.c., 78.

86 Ibíd.

87 Ibíd., 107.

88 Jean Danielou, L’avenir de la religión, París 1968, 18.

89 A. Niel, Jean Paul Sartre, héros et victime de la ‘conscience malherureuse’, París 1966, 16.

90 R. Jolivet, Sartre ou la théologie de l’absurde, París 1965.