Comentario a las lecturas del VII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 18 de febrero de 1996.
Las tres lecturas del domingo séptimo son de una grandeza incomparable. Moisés habla de los hijos de Israel y les dice de parte de Dios: “Sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. San Pablo utiliza otro lenguaje, porque ya ha conocido la revelación de Jesucristo: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros”. La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. Lo verdaderamente importante es ser de Cristo, como Cristo es de Dios.
¿Se puede alcanzar esto en la tierra? ¿Ser de Cristo hasta ese grado? Sí, se puede. Y de eso se trata, de facilitar una formación cristiana tan rica y profunda, que vivamos persuadidos de ser templo del Espíritu. Santa Teresa en el libro de Las Moradas nos revela la hermosura y la capacidad del ser humano para poder albergar al Rey que viene hasta él.
Que nadie nos engañe con otros proyectos de hombre. Es vital creer que Dios puede realizar una gran obra en nosotros. El Espíritu de Dios nos hace caminar, ascender, abrirnos al horizonte infinito de su hermosura y su verdad.
Lo que nos pide Jesús es diáfano, lo entendemos bien, encierra una exigencia sublime, sí, pero llena de vida y de amor. No hagas frente al que te agravia. Busca en tu interior la fuerza que disuelva toda violencia. Cuando te hieran, abre el corazón, perdona.
Escribió un día el eminente humanista Dr. Marañón que “el generoso no tiene necesidad de perdonar, porque siempre está dispuesto a comprenderlo todo y es inaccesible a las ofensas”. Ama a tu enemigo, haz el bien al que te aborrece, reza por el que te persigue y calumnia. Y tras esto, la apelación a Dios, la necesidad de unirse con Dios como lo que somos, templos de su Espíritu, de que hablaba antes. “Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos”.
Este es el espíritu de familia del verdadero cristianismo, apartarnos de las sombras que oscurecen nuestra vida, para las que creemos tener tantos motivos de justificación, y dejarnos iluminar el corazón por esa luz superior de la caridad. Si amamos sólo a los que nos aman, si perdonamos solamente a los que nos perdonan, ¿dónde está nuestro cristianismo? ¿Dónde nuestra imitación de Cristo? Amar como vuestro Padre, nos dice el Señor. Ciertamente aquí, en estas llamadas de Cristo a nuestro espíritu hay algo más que una moral y unas normas externas por muy autorizadas que estén. Se trata de creer y confiar en Dios, que da la gracia a manos llenas para devolver bien por mal, amistad por indiferencia, respeto por desprecio, amor por odio.
Los que así obran engendran un orden nuevo, manifiestan a los demás quién es Dios Padre y cuál es su voluntad. Su conducta mueve los corazones y les hace comprender –volvemos a la santa de Las Moradas y el castillo interior– la gran hermosura del alma y su capacidad.
Que nadie nos engañe. Todo cambia radicalmente desde el momento en que nos reconocemos a nosotros mismos amados por Dios, sabiendo que todo es nuestro, nosotros de Cristo, y Cristo de Dios.