Conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI, Madrid, el 22 de mayo de 1979. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, junio 1979.
Introducción #
Entre los muchos temas que se ofrecían a mi consideración para hablar esta tarde ante vosotros, he elegido éste por una razón sencilla.
Como Obispo, vivo exclusivamente entregado a un quehacer religioso. Creo en la Iglesia católica y la amo. Y siento vivamente el deseo, nacido de mi convicción interna y de mi fe, de que la verdad de que es depositaria sea conocida y amada por el mayor número posible de gentes en el mundo entero.
Como español e hijo de mi tiempo, contemplo la evolución política y social de nuestra patria, y dado que la religión no es únicamente para vivirla en el interior de la conciencia, sino que por exigencia de su naturaleza ha de proyectarse sobre la ciudad terrestre, me pregunto con todo derecho qué queda de la España católica y qué puede quedar de aquí al final de siglo.
Con lo cual declaro abiertamente que no comparto la opinión de quienes juzgan anacrónico hablar de la España católica, incluso como hipótesis. Si hay españoles, hay España; si hay ingleses, hay Inglaterra. Y según sean los españoles o los ingleses, así será España o Inglaterra en el orden político, económico, deportivo o religioso, sin que ello prejuzgue el problema de la confesionalidad o laicidad del Estado, que es otra cosa distinta.
Primera parte
¿Qué queda de la España católica? #
Ni parcialidad ni reducción #
Cuando se habla de España católica, inmediatamente surge ante nosotros una imagen, más que la realidad. Y una imagen frecuentemente parcial, deformada, limitada para muchos a lo que recuerdan del siglo XIX o XX, o, yendo más atrás, a los tópicos que se repiten sobre el Siglo de Oro, la Reconquista o los Concilios de Toledo.
Esto es algo así como querer describir la orografía de un país, fijándose únicamente en los picos montañosos más salientes, los que se abarcan con la mirada, pero sin haber recorrido el suelo palmo a palmo. Ni siquiera tendría justificación el procedimiento, aunque se tratara de hablar de la España católica de un momento determinado, a no ser que se dijera que se pretendían describir únicamente aspectos externos que, por supuesto, exigirían ser tenidos en cuenta, pero de ningún modo servirían para captar íntegramente el valor del hecho religioso católico.
Por ejemplo, es muy frecuente que se hable o se escriba de la «católica España», teniendo a la vista el horizonte de los últimos ciento cincuenta años.
Ahora bien, si se me habla de la desamortización de Mendizábal y de la reacción de la Iglesia frente a aquella legislación; de la supresión de las Facultades Teológicas en las Universidades civiles y del estado deficiente de los estudios eclesiásticos en los Seminarios; de las guerras entre carlistas y liberales con intervenciones banderizas de sectores de la Iglesia por una y otra parte; de revoluciones persecutorias como la del 68 y de actitudes enconadas en contra, como reacción; de actitudes contrapuestas en la Iglesia ante la restauración canovista, que poco a poco van entrando, aunque nunca del todo, por caminos de reconciliación; de apasionamiento e incomprensión ante los intentos reformistas de Canalejas ya en el siglo XX; de la falta de visión de los problemas sociales del mundo de la economía y del trabajo ante los primeros brotes del marxismo, del socialismo de Pablo Iglesias, de las Encíclicas de León XIII, si se me habla de todo esto, se me está colocando ante hechos aislados, picos salientes en el paisaje, que desde luego manifiestan algo, y aún mucho, y que configuran en parte la realidad. Ello nos obligará a tener que examinar cuestiones como el clericalismo, la falta de sensibilidad social, la excesiva interferencia del altar en el trono y del trono en el altar, el aislamiento cultural de la Iglesia, etc. Son hechos que hay que estudiar. Pero la visión y el juicio sobre una España católica no pueden reducirse a los comentarios o interpretaciones que suscitan estos hechos.
Permítaseme, pues, enfocar la cuestión desde otra perspectiva. Porque cuando me pregunto ¿qué queda de la España católica? no estoy pensando en esos paisajes, ni siquiera en el más significativo y al que he aludido muy de pasada, el de la unión de Iglesia y Estado, o, como se decía antes, del altar y el trono. Más aún, me importan muy poco, a no ser como lo que son: datos aislados o aislables que, estudiados en sí mismos, obliguen a precisiones y rectificaciones, y que, si obedecieron a una directriz determinada en el pensamiento o modo de ser del catolicismo ante tales hechos, nos pedirían, cuando menos, juzgarlos con los criterios de la época, pero nada más.
Y se podría añadir que fenómenos semejantes se vivieron en muchos países de Europa por el mismo tiempo o años antes. De modo que no sería algo privativo de España, tal que justifique el hablar de la España católica como de un caso raro y suelto que la califica peyorativamente en el concierto de las naciones. Unión del trono y del altar se había dado en Europa hasta la Revolución francesa; luchas entre sectores del poder político y el poder religioso, en ninguna parte como en Italia durante el siglo XIX; alejamiento progresivo del proletariado respecto a la Iglesia, fue fenómeno común, lo mismo en países protestantes que católicos; y si en Alemania hubo un obispo como Mons. Ketteler, que plantea el problema social de la época casi al mismo tiempo que Carlos Marx, hubo otros muchos obispos que no lo hicieron, porque no supieron o no podían hacerlo.
Una fe y una cultura católica #
La España católica, a la que yo me refiero, no es la del siglo XIX, ni la de los Reyes Católicos, ni la de San Fernando y las Cruzadas. Es todo a la vez, y comprende la realidad de una fe predicada, vivida, propagada con fervor misionero. Con todas las imperfecciones y fallos que se quieran, pero con una innegable capacidad de encarnación en los individuos y en las familias, y un despliegue social tan variado y tan rico que ha constituido la empresa cultural y «política» de España a lo largo de los siglos con más fuerza creadora a través de su historia.
No es necesario recurrir a Menéndez Pelayo para ilustrar esta afirmación. El mismo Madariaga, hombre religioso, pero nada benigno en sus juicios sobre la Iglesia española, particularmente cuando habla del siglo XIX y del XX, escribe: «La religión católica es, ya hace veinte siglos, el elemento quizá más importante de la cultura y de la civilización españolas, y aunque muy caída de su antiguo esplendor, sobre todo en virtud de causas históricas que han influido por igual en otras formas de vida nacional, aunque privada de la situación predominante que tuvo antaño en la vida española, es todavía, y seguirá siendo durante mucho tiempo, uno de los rasgos más importantes del espíritu de España. El creyente, ya sea un clerical, ya sea tan sólo un anticlerical, pisa terreno histórico más fuerte que el recién llegado, cuyas ideas son con harta frecuencia ideas de cabeza sin hondas raíces en el alma»1.
Entiendo, pues, por España católica el hecho de un modo religioso de ser y de vivir en los hombres y mujeres de las ciudades, pueblos y aldeas de España en sus diversas regiones, en coherencia con los datos esenciales del mensaje de fe del catolicismo: adoración y glorificación de Dios y de sus misterios revelados por Cristo; defensa de los principios dogmáticos de ese mensaje, y, en ocasiones, ardorosa colaboración a sus formulaciones y exigencias, por medio de sus teólogos y sus santos, no solamente los de sus Siglos de Oro; aceptación de una praxis moral y unas costumbres generalizadas, inspiradas en los mandamientos de Dios y de la Iglesia, con un concepto de la familia como núcleo sagrado para muchos, y casi para todos, como cristalización de valores éticos de primer orden; religiosidad popular manifestada en mil formas diversas de expresión y común participación del sentimiento religioso; oración y plegaria a la omnipotencia de Dios por medio de la intercesión de la Stma. Virgen María y de los santos; aceptación de la muerte con sentido trascendente que se tiñe a veces de patetismo religioso e incluso degenera en un tragicismo revelador de la impotencia humana, capaz de suscitar la atención de pintores, escultores y poetas.
A cada uno de estos aspectos se le puede oponer como contrapartida todos los defectos que queráis: parcialidad, exageración, inconsecuencia, politización a veces, clericalismo, moralismo a ras de tierra, temerosidad, etc., defectos que se han dado igual –tengo mucho empeño en subrayarlo– en otros países de tradición católica, más aún, que se dieron ya entre los que seguían a Jesús en Palestina, y en las primitivas comunidades cristianas, y en los siglos medievales de las catedrales y los monasterios, en las épocas de oro de los santos y los pícaros, es decir, siempre.
No obstante estos defectos, el conjunto de actitudes positivas desde el punto de vista católico que he señalado antes, nutrió la vida española durante muchos siglos, y atravesó la conciencia de los hijos de España como los vientos y los ríos cruzan el cielo y la tierra de la Península. El alma española estuvo como empapada de religiosidad católica. Todo ello dio lugar al hecho religioso cuyo valor esencial paso a definir.
Lo sagrado en lo católico #
Consiste en la aceptación y la presencia de lo sagrado, lo divino, en la vida humana. Ese es el valor fundamental de una cultura y una civilización católica. Se lo reconozco igualmente a otras religiones. Donde existan y mantengan los grandes principios de la relación del hombre con el absoluto de Dios, estamos en presencia de un factor supremo de dignificación de la condición humana. No las identifico, porque creo en la Revelación que de Cristo hemos recibido, y en la Iglesia que Él instituyó, llegada la plenitud de los tiempos.
Lo sagrado es misterio, pero es siempre elevación; no se reduce a medidas humanas, pero está presente en la vida de la humanidad; se presta a manipulaciones, pero mantiene en vigor una dimensión constitutiva del hombre; no se limita a lo religioso, pero no existe sin lo religioso; nace de las profundidades del ser, pero pugna por manifestarse en la civilización terrestre. Cuando falta, el hombre y la sociedad están mutilados y, en gran parte, vacíos.
Al encarnarse en nuestro pueblo eso que llamamos cultura católica, se logró un humanismo con rostro y con alma, con sentido del porqué y para qué, con capacidad para orientar el rumbo de la vida. Un pueblo que reza, glorifica y alaba a Dios, está cumpliendo una de las funciones más altas de la civilización y la cultura. Sin adoración a Dios no hay hombre completo. Y no podrá haber adoración si no hay fe.
Los españoles tuvieron y vivieron esa fe individual y colectivamente, mezclada con mil adherencias no estrictamente religiosas, desde luego, pero nunca carente de sentido sobrenatural ni de algo que en la existencia humana tiene valor supremo: la posibilidad práctica de entender el misterio de la vida y utilizarla como un medio de relación con el creador y ordenador sumo, Dios, ayudando a los demás a alcanzar el fin último: la salvación. Esto es lo que hacía sentir entusiasmo a hombres como Ramiro de Maeztu en su Defensa de la Hispanidad. Muchas de las páginas que escribió no han pasado de moda.
Podría decirse que, si limitamos el concepto de España católica a esa vivencia y expresión colectiva de lo sagrado, hemos escamoteado el tema. No quisiera ser acusado de esto. Evidentemente, no es lo mismo lo sagrado o lo religioso que lo católico. Lo que sucede es que ese valor de lo religioso y de lo sagrado a que me he referido, como categoría fundamental de la existencia, en España ha tomado cuerpo social precisamente en lo católico. He ahí por qué es tan importante conservarlo. Porque si se perdiera, estoy seguro de que no dejaríamos de ser católicos para pasarnos al protestantismo o a una religión oriental, sino para hacernos agnósticos.
Pero además, y hablando ya como creyente, el cristianismo es la religión revelada por Cristo, universal, para todos los hombres –por eso se llama católica–, y los hombres o los pueblos que hayan tenido la dicha de recibirla deben considerarse felices de no perder su sentido de lo sagrado y lo religioso precisamente tal como aparece en el hecho de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María, en su nacimiento para el mundo, en su predicación del Evangelio, en su muerte redentora y en su resurrección. Cristo quiso recapitular todas las cosas en Sí (Col 1,10).
Y este sentido de lo sagrado y de lo religioso, a través de lo católico, se ha vivido en España intensamente con las características esenciales que señala el credo de la Iglesia católica. Una de ellas es el universalismo y el de la fundamental igualdad de los hombres ante Dios en orden a la salvación; y España lo vivió y lo cumplió en América con un esplendor que ni los peores capítulos de la leyenda negra pueden hacer desaparecer. Otra es la de las afirmaciones dogmáticas insoslayables en una religión como la católica, que se sustenta en la vida y las enseñanzas del Hijo de Dios, que, por lo mismo, no fluctúan ni pueden estar sometidas a los vaivenes o interpretaciones subjetivas de los hombres; y España se distinguió por la adhesión y defensa de estos principios, con la coherencia que pedía la misma Iglesia, y acaso a veces con el apasionamiento del carácter español. Lo mismo en el culto y la piedad, en la relación con la Jerarquía, en la sensibilidad para las exigencias de la moral, particularmente las que llevan implícito un cierto concepto del honor. España lo vivió y ha seguido viviéndolo hasta muy entrado y avanzado el siglo XX en que estamos.
Las guerras civiles del XIX, que empiezan por motivos políticos y se tiñen de matizaciones religiosas, dividen a los católicos del mismo credo, y, en la defensa violenta de las posiciones respectivas, aparece todo lo áspero y montaraz de nuestra condición, incluso en clérigos y obispos, lo que dio origen a un modo de entender las posturas religiosas, viciado por la política y por los errores de perspectiva en cuanto a la defensa de lo que se creía esencial para mantener el espíritu de la nación española.
Hoy, a más de cien años de distancia, nos es muy fácil enjuiciar a aquellos hombres, pero lo hacemos con criterios de hoy, lo cual incapacita para comprender bien lo que quisieron hacer ayer.
Deber de los historiadores, de los teólogos, de los sociólogos es discernir con objetividad lo que haya habido de defectuoso y censurable en el proceso secular del desarrollo de la fe y la cultura católica. Lo que afirmo es que era natural, legítimo y deseable que, en un pueblo así formado y predispuesto, la unión entre la fe y la vida se manifestase en la cumbre de la expresión política y social, es decir, en el Estado. Lo mismo había sucedido en otras naciones; era un ideal que la Iglesia fomentaba; solamente el tiempo y los profundos cambios de toda índole permitirían llegar a conclusiones distintas, en unas naciones antes y en otras después. Lo que nos parece totalmente inadmisible –vuelvo a decir– es enjuiciar el hecho de la España católica exclusivamente a través de una época limitada e inmediata, de unas manifestaciones de ese hecho, estridentes o tumorales quizá en algunos casos, y añadir la sonrisa irónica y burlona, el improperio habitual contra el oscurantismo cerril e ignaro, la riqueza de las órdenes religiosas, la abundancia de clérigos ociosos, etcétera.
Por debajo de todas esas manifestaciones, en la conciencia más honda de un pueblo que sufría al contemplar el ocaso de sus antiguas grandezas, corría la sangre de una fe no perdida, que seguía impulsando a la práctica de la virtud, al mantenimiento del valor de la familia, al deseo de contar con una juventud alegre, pero limpia, a la afirmación de Dios como luz definitiva de la existencia, al amor a Cristo y a la Virgen María, a la paz interior y al consuelo que los sacramentos llevan al alma de quienes los reciben. En ese mismo siglo XIX, y aun en lo que va del XX, en la España católica, sin ayuda ninguna del Estado, se fundaron Congregaciones Religiosas de enseñanza y beneficencia, en número extraordinario, gracias a las cuales fueron apareciendo centenares de escuelas, asilos, orfanatos, hospitales, anticipándose a la labor estatal posterior. Lo hicieron hombres y mujeres llenos de fe, partiendo de la más absoluta pobreza, héroes de la caridad social, siempre alentados por sacerdotes y obispos que trabajaron con ellos. Pero todo esto se olvida con facilidad, y es más cómodo recrearse, por ejemplo, en las páginas anticlericales de Baroja o de Galdós, o en el feroz ataque que hace éste a ciertas formas de ayuda al prójimo, en su drama Misericordia; el mismo Galdós, que, por otra parte, gustaba de visitar a las monjas de clausura de los conventos de Toledo para que en sus locutorios le hablasen de Dios.
Se ha acusado mucho al catolicismo español de falta de atención a las exigencias de la justicia social. Le faltó clarividencia y generosidad, como dijo tantas veces don Ángel Herrera, y tuvo que contemplar más tarde con dolor inmenso el alejamiento de la clase obrera apartada de la Iglesia.
Hay que anotar este hecho, ciertamente, como una zona sombría de la España católica. Solamente diré que sucedió lo mismo en otros países de la Europa católica o protestante; que el fenómeno del alejamiento del proletariado no se ha dado exclusivamente en España; que cuando se empieza la revolución industrial en Europa, en nuestra patria nos dejamos hundir en nuestras guerras civiles; y, dato muy importante, que para lograr una mejor distribución de los bienes se necesita una economía ordenada y eficiente. España en el siglo XIX fue perdiendo todo cuanto tenía en América. Otros países europeos, por el contrario, ampliaron sus colonias y explotaron las riquezas de éstas hasta la última guerra mundial. España durante el siglo XX, cuando las luchas sociales se hacen más encarnizadas, era mero paisaje. La industria, excepto en algunas regiones, casi inexistente. La agricultura, totalmente empobrecida. No justifico, no, la ausencia de preocupación social. Solamente quiero decir que, en medio de tanta ruina y de tanta pobreza, se explica que cada uno defendiera lo suyo como pudiese.
Aun con todo, el sentido católico de la vida se mantuvo en la mayor parte del pueblo. Era un catolicismo con muchas imperfecciones, como siempre sucede, pero existía. A cualquiera de los que creen en la Iglesia tiene que alegrarle cuanto se haga para eliminar esos fallos, pero sin que se pierda la fe en Cristo Redentor.
Suscribo íntegramente las siguientes palabras del Cardenal Daniélou: «Cierta concepción del cristianismo puro, de un cristianismo de militantes, de un cristianismo de selectos, en el que, por lo demás, se dan exigencias muy legitimas, parece inducir a menospreciar el valor inmenso de esta fidelidad, en el corazón de la inmensa mayoría de los hombres y de las mujeres de nuestro país y de todos los países, de ese vinculo fundamental con Dios en los momentos esenciales de la existencia. Tengo que confesar que estas ideas han cristalizado en mí al volver de un viaje por América Latina, donde, a la inversa de lo que muchos dicen, he quedado desconcertado por la existencia de ese inmenso continente católico. Cuando me dicen: ‘Se trata de un catolicismo sociológico’, lo niego de plano, porque corresponde, a través de supersticiones, a través de deformaciones, a una necesidad religiosa fundamental. Me opongo a cuantos se consideran con derecho a despreciar esa religión de los pobres y de los pequeños. Hay en ella algo que, para mí, es una de las más profundas injusticias de algunos grupos católicos contemporáneos, en los cuales puede haber mucho orgullo espiritual. Ciertamente, hacen falta militantes, pero los militantes no tienen sentido alguno cuando no existe un inmenso pueblo. Confieso que una Iglesia de generales no me interesa»2.
¿Qué queda de la España católica? #
Al llegar a este momento de mi reflexión vuelvo a preguntarme: ¿Qué queda de la España católica? Mi respuesta aparecerá más clara en la segunda parte, que voy a exponer a continuación. Deliberadamente dejo de examinar con detenimiento el doloroso drama de nuestra guerra civil, que tuvo algo de todo: de cruzada, de guerra por motivos sociales y de enfrentamiento político. No puedo referirme a ella, ni tampoco a otros aspectos del catolicismo de España en el siglo XX, porque me lo impiden muchas cosas: el dolor que suscitan los recuerdos, la falta de serenidad política en que vivimos hoy y la magnitud del tema, cuyas implicaciones son tantas y de tanta densidad que sería un dislate querer apresar con las pinzas de una breve consideración, acontecimientos de tanta profundidad espiritual, cultural, social y política.
Es necesario, en efecto, estudiar el desarrollo de la vida española en esta etapa última, desde el punto de vista de lo católico. Su examen es obligado. Pero si no queremos quedarnos en la periferia de los acontecimientos, y sofocados por los episodios que se suceden unos a otros, corremos el peligro de olvidarnos, como tantas veces, del alma del pueblo. No basta hablar de la consagración de España al Corazón de Jesús; del incendio de iglesias al ser proclamada la República; de la frase de Azaña en el Parlamento; de la carta colectiva del Episcopado Español; de la Acción Católica, con mayúscula o con minúscula; de las asociaciones y empresas apostólicas creadas por el P. Ayala y don Ángel Herrera; del Opus Dei; del Concilio Vaticano II y la libertad religiosa; del mal llamado nacional-catolicismo, etc. La España católica del siglo XX no puede entenderse sin eso, pero es mucho más que todo eso.
Gran parte de lo que se ha dicho y escrito, aunque se adorne y se apoye en abundante documentación, sirve para iluminar un episodio o una cadena de episodios, nada más. Confío en la labor paciente de los historiadores serios capaces de respetar, en la narración de los hechos, el valor de los núcleos de fe que los teólogos, serios también, puedan aducir como envoltura, como motivación o como consecuencia de lo que ha ido sucediendo.
En los sociólogos confío menos. Tengo la impresión de que la sociología, en lugar de ciencia de los hechos, se está convirtiendo, a fuerza de querer interpretarlos, en disimulado vehículo de ideologías; y es muy triste que con ropaje científico se dé cabida a la pasión o a la ligereza.
Así pues, y con esta restricción deliberadamente buscada, respondo a mi pregunta de este modo: de la España católica queda mucho; queda la realidad de una fe compartida por una gran parte del pueblo con más o menos imperfecciones; quedan una creencia y una piedad, como manifestaciones de esa fe, en el ámbito individual y familiar, a veces deterioradas, pero eficaces aún; queda una impregnación cultural católica, difusa en el ambiente, cuyos testimonios artísticos, literarios, políticos, religiosos, obligan a pensar en el pasado con respeto y a veces con instintiva adhesión; queda un sentido moral que se manifiesta en la práctica de muchos y en la repugnancia –todavía de los más– a aceptar el amoralismo de tantos y tantos, cada vez más extendido; queda una Iglesia institucional que aún ejerce influencia en la conciencia y el comportamiento de muchos; y quedan un bienestar intelectual grande en unos –católicos, por supuesto– y un dolor muy respetable en otros –católicos igualmente– por el hecho de que España no sea ya un país oficialmente católico al haber dejado de ser un Estado confesional.
Más brevemente todavía podría formularlo así: de la España católica tal como la hemos entendido, en el pensamiento queda mucho; en los sentimientos. aún más; en las costumbres, cada vez menos.
Discurriendo por las edades, creo que no sería inexacto decir lo siguiente. En las generaciones adultas, de cuarenta años en adelante, hay una mayor vivencia de la fe y también mayor anticlericalismo; en los más jóvenes, de los dieciocho a los cuarenta años, más humanismo, mayor indiferencia ante lo religioso, sea o no católico, y menos anticlericalismo; en la adolescencia, gravísimo peligro de descristianización acelerada, ya que su inmadurez les hace más vulnerables a la presión turbadora del ambiente, a la debilidad y desconcierto de los padres, al agnosticismo o a la confusión de muchos escritores, al falso concepto de las libertades, a la autosuficiencia, tan reivindicada por ellos y tan malignamente fomentada por los “mass media” y por los educadores. La horrenda plaga de la pornografía hace de los más jóvenes sus víctimas, sin que perdone a los mayores.
Una nueva precisión que en mí suscita más graves preocupaciones. En lo que llamamos el mundo de la cultura –instituciones, como Universidades y Centros de Estudio; movimientos artísticos y literarios: ciencias filosóficas y sociales: instrumentos de divulgación del pensamiento, como periódicos y revistas, cine y teatro, etc.–, salvo en muy contadas excepciones, lo católico pierde vigencia; lo simplemente religioso, al menos como referencia a lo que se llama el drama de la existencia humana, todavía aparece. El lamento por la ausencia de Dios en la vida, así como un gemido porque falta algo que se estima esencial, o como una protesta por la soledad interior que nos oprime cada vez más, o como un presentimiento de no se sabe qué desconocidas catástrofes que nos amenazan, ese lamento, sí que se oye en el mundo de la cultura. Pero tiene más de llanto silencioso y dolorido de quienes se sienten víctimas que de grito de alerta, liberador y combativo. Todavía el mundo no sabe librarse del anillo de hierro del materialismo que nos destroza a todos, también en España.
Segunda parte
¿Qué puede quedar de aquí a final de siglo? #
Los españoles que ahora nacen tendrán veinte años cuando llegue esa fecha, es decir, que con ellos habrá irrumpido en la vida nacional una nueva generación, y los que ahora tienen veinte años serán entonces hombres y mujeres en la madurez de los cuarenta. Lo que quiere decir que a final de siglo la mitad de la población española, en su porción más joven, quedará afectada por lo que suceda en este período de tiempo que falta para el comienzo de la nueva centuria. También los demás, por supuesto, pero a los efectos del análisis que estoy haciendo tienen mayor significación para el futuro los comprendidos en ese bloque de los cuarenta años.
Las esperanzas que se les brindan son éstas, entre otras. En lo político, plena democracia. En lo social, disfrute de las más amplias libertades. En lo económico, mejores niveles de vida para todos. En lo profesional, capacitación de muchos más que hasta aquí, para ejercer sus actividades en armonía con las exigencias de una civilización técnica cada vez más extendida. En lo cultural, multiplicación de los centros de enseñanza media y superior, porque aún no se ha producido en España el fenómeno que empieza ya a darse en otras naciones de alejamiento de las carreras universitarias.
Junto a estos datos aparecen otros, que tienen también suma influencia en la configuración del estado social de un pueblo: el ocio, el turismo interior y exterior, los grupos y asociaciones restringidas, la promoción de la mujer, los cenáculos de ideas a las que se promete servidumbre bajo la apariencia de libertad, la facilidad para la comunicación mundial de unos con otros, la tiranía del sexo y el hecho ya amenazante de las técnicas de comunicación, que, por procedimientos orales y escritos o audiovisuales nuevos, permitirán que millones y millones de seres humanos a la vez reciban la misma noticia, la misma influencia en su capacidad de pensar, y quizá el mismo impedimento para reaccionar por sí mismos.
Es suficiente este apunte, que podría ser ampliado con numerosas consideraciones de otro tipo, simplemente para que nos demos cuenta de la aparición en escena de nuevos agentes transformadores –estructurales unos. ideológicos otros– que influirán sobre la mente y el alma de los españoles en los próximos veinte años.
Al fondo de ese cuadro descriptivo –y esto es lo más peligroso– está, como apuntan filósofos modernos cada vez más frecuentemente, la manipulación del hombre. Sobre la cultura, la economía, el bienestar social, los sistemas políticos, etc., los conceptos son distintos, y cuando más libre parece que es el hombre de hoy para crearlos o modificarlos, mas esclavo viene siendo de fuerzas mundiales ocultas, que elaboran sus planes como un laboratorio secreto, y trabajan para que sean aceptados unos, o rechazados otros, según sus intereses. Los partidos políticos, con todo lo que tienen de cauce para la manifestación de las tendencias, no logran escapar a los condicionamientos que les imponen la disciplina interna y las obediencias internacionales.
¿Qué quedará, pues, del hecho real de una España católica tal como he tratado de explicarlo en la primera parte de esta conferencia?
La Iglesia #
Nuestra mirada debe dirigirse a ella en primer término. Es el pueblo de Dios, el conjunto de los bautizados. Familias católicas, seglares que viven su fe en el mundo, sacerdotes, congregaciones religiosas, obispos. Esta Iglesia lleva en la mano un depósito, el de la vida de Cristo, que conserva y transmite. En eso consiste su hermosura y su grandeza. La mueve el Espíritu Santo, gracias a cuya acción renace siempre, y siempre dispone de misteriosas energías que agitan el corazón de los hombres. Encarnada en la vida social de un pueblo hace que surja, por el propio dinamismo de la fe, una cultura católica. Disminuida en cambio, o por su propio desfallecimiento o por obstáculos externos a ella, puede ser llevada a tener que contemplar el ocaso de una cultura o de un modo de vivir que debió a ella su origen.
Para que la Iglesia siga dando sangre al corazón de un pueblo católico se necesita que tenga agentes de evangelización en proporción numérica suficiente para los campos que hay que abarcar.
Cualitativamente es necesario que esa Iglesia mantenga una triple fidelidad, proclamada insistentemente en los documentos conciliares: a las exigencias de santidad y vida sobrenatural que la aceptación de Cristo lleva consigo y a la doctrina que Él predicó; al doble amor a Dios y a los hombres, no separado, pero no identificado; y a la necesidad de diálogo con las religiones y los hombres de nuestro tiempo.
Pues bien, de una parte nos encontramos hoy con seminarios y noviciados vacíos, con una casi paralización de las asociaciones de apostolado seglar, con la familia asaltada por la creciente marea de todos los desórdenes morales, y esto no por ninguna clase de persecución, sino por otras causas, entre las cuales está el desfallecimiento de la propia Iglesia.
De otra parte, en cuanto a esas tres fidelidades, exceptuada la que se refiere al diálogo (frecuentemente tan mal interpretado), sin las cuales la Iglesia pierde su rumbo, opino que ésta en España tiene mucho que corregir y de prisa. El Episcopado español ya lo advirtió en 1971 en tres documentos colectivos sobre la fe, la vida moral y la vitalidad espiritual de nuestro pueblo, tres documentos sobre los que ha caído el más pesado silencio. El conformismo doctrinal, en temas vitales. se extiende por todas partes.
El Estado #
El tiempo nos dirá si fue acertado o no someter a aprobación o desaprobación global de los españoles, junto con las restantes normas y principios de la Constitución española, el punto concreto de la confesionalidad del Estado. No me preocupa este problema. Más bien pienso que es muy difícil hoy sostener la conveniencia de un Estado confesional católico, no porque lo rechace el Concilio Vaticano II, que esto no es verdad, sino por el pluralismo político e ideológico de la sociedad, sobre todo entre los que tienen más poderes e influencia para manifestarse y para influir de un modo o de otro. Hubiera sido interesante haber podido preguntar al pueblo –también a los más pobres y sencillos, que en materia de fe privada y pública tienen tanta importancia como los catedráticos– qué opinaban sobre el tema, bien planteado, por supuesto. Pero, repito, es una cuestión ya decidida y no tengo interés alguno en suscitar polémicas perturbadoras. Algún día, sin embargo, habrá que escribir detenidamente sobre esto.
Lo que quiero afirmar es que hay otra clase de confesionalidad, de la que no se puede prescindir, y menos en un pueblo que es católico en tan gran proporción, bien entendido que el término confesional, de origen protestante, en cuanto aplicado a los Estados, no es muy afortunado, porque implica un exceso de carga religiosa y, por evolución semántica, de connotaciones clericales y eclesiásticas.
¿Qué ha dicho el Concilio Vaticano II, y concretamente el Decreto sobre Libertad Religiosa? ·
Se distinguieron en el Concilio dos cuestiones: primera, los deberes religiosos de la sociedad civil y del poder público en relación con la Iglesia; segunda, los derechos civiles de la persona en materia religiosa. Según consta por las relaciones que precedieron a la votación del texto y por el mismo texto, se da por resuelta la cuestión primera, invocando la doctrina tradicional, y se afirma más de una vez en esas relaciones, que la libertad religiosa no se opone a la confesionalidad del Estado.
Al contemplar el Concilio a los ciudadanos, que deben estar inmunes de toda coacción en materia religiosa, no deja de proclamar el deber de favorecer esa misma vida religiosa de los hombres. Este deber no se reduce a tutelar por igual el libre ejercicio de los derechos personales, sin interés especial por las convicciones religiosas. Sin duda, la inmunidad de coacción externa debe garantizarse a todos, incluso a los que procedan de mala fe (aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella), «con tal de que se respete el justo orden público» (DH 2). Pero el fomento o favor positivo, por parte del poder público, ha de servir no indiscriminadamente a todas las actitudes religiosas o irreligiosas, sino precisamente a la vida religiosa, aunque sin pretender dirigirla (DH 3). «El poder público debe crear condiciones propicias para el fomento de la vida religiosa, a fin de que los ciudadanos puedan realmente ejercer los derechos de la religión y cumplir los deberes de la misma, y la propia sociedad disfrute de los bienes de justicia y de paz que provienen de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad» (DH 6).
De manera que se trata de favorecer positivamente, y no de modo negativo, como se ha dicho, la vida religiosa de los ciudadanos, sea o no confesional el Estado. Deber, mucho más exigible, cuando se trata de la mayoría de los ciudadanos profesando un credo determinado.
Punto importante de la doctrina conciliar es el relativo al reconocimiento de Cristo y de su Iglesia por parte de la sociedad, como deseo al que no puede renunciar. La Iglesia cree –y desea que así se reconozca– «que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro» (GS 10), y cuando reivindica su libertad ante el poder público lo hace no sólo por el titulo común a cualquier grupo de hombres que viven comunitariamente su religión, sino «como autoridad espiritual constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato incumbe el deber de ir a todo el mundo y de predicar el Evangelio a toda criatura» (DH 13). Señala también el Concilio que «hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes. se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana» (AA 7).
Este principio o aspiración fundamental, que afecta a los ciudadanos en todos los grados de su participación en la vida social, no puede entenderse si no se proclama a la vez la vigencia obligada, por imperativos de orden moral, de la ley o derecho natural que, por otra parte, se oscurece y aun se apaga cuando se prescinde del magisterio moral de la Iglesia. Ésta no puede admitir el relativismo o agnosticismo como principio ordenador de la convivencia. Propone como obligatoria, sin distinción de países, la inspiración moral de las leyes, por exigencia del derecho natural, del que es guía y apoyo la Revelación cristiana. Por eso afirmó Pablo VI en la Humanae Vitae: «Nos decimos a los gobernantes: no aceptéis que se introduzcan legalmente en la familia prácticas contrarias a la ley natural y divina».
A todo esto es a lo que yo llamo la otra confesionalidad, la que nunca debiera desaparecer o a la que habría que tender en los proyectos de legislación para la vida de un pueblo3.
La confesionalidad estrictamente católica (o protestante, o islámica) es cuestión conexa, pero separable de la anterior. Ni la rechazo ni la propugno. Es más, hablando en términos absolutos, podría existir esa confesionalidad fundamental, a la que la Iglesia Católica apela, sin que hubiese pactos o acuerdos con ella, aunque en materias mixtas, y tratándose de un pueblo católico, ello sería sumamente inconveniente y generador de continuos y perturbadores conflictos.
Y toda esta reflexión sobre el Estado ¿a qué conduce? A dos cosas cuando menos:
1ª A ayudar a pensar sobre lo que puede suceder, en bien o en mal, de lo que quede de España católica, de aquí al año 2000, según sea la legislación del Estado, en cuestiones como enseñanza, familia, difusión cultural, juventud, religión, etc.; y
2ª A evitar que se haga decir al Concilio Vaticano II lo que no ha dicho. Recientemente decía el Papa Juan Pablo II: «La Declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa subraya, con toda firmeza, que ni la fe ni la no-fe pueden ser impuestas al hombre con la prepotencia; que esto debe ser un acto consciente y voluntario. Pero todo esto no anula en modo alguno el programa de Cristo. No es igual a la indiferencia. No significa indiferentismo. Todo esto demuestra sólo que la religión saca su importancia, su propia grandeza, tanto de la realidad objetiva a la que se refiere, esto es, de Dios, que revela la verdad y el amor, como también del sujeto, del hombre, que la confiesa de manera digna de sí mismo: de modo racional, consciente y libre»4.
La sociedad #
Los hombres libres de una sociedad libre tienen también su propia responsabilidad. Me refiero ahora, prescindiendo del Estado y de la acción magisterial de la Iglesia, a los hombres y mujeres de la sociedad española, a los cuales no es lícito abdicar de sus deberes y esperar a que todo se les dé hecho.
Se esgrime la democracia como un derecho reivindicativo. Pero la reivindicación de los derechos sólo es lícita partiendo del deber fundamental de realizar la «vocación de ser hombre». Y lo que le hace tal no es el conjunto de haberes o pertenencias, es su misma existencia: su libertad, su capacidad, su posibilidad de amar y ser amado, su apertura a lo trascendente, su destino, su responsabilidad, la seriedad de su cotidiano vivir, su entusiasmo, su capacidad de invención, superación y expresión. La democracia es la más exigente de las formas de ordenación política, porque analizada seriamente supone «el ser» propio del hombre, la forma concreta en que realiza su vida diaria. Por eso es la más amenazada. Surge constantemente del libre juego de fuerzas de las personas dotadas de análogos deberes y derechos. No es una situación en la que pueda ponerse en juego cualquier opinión, ni considerarse cualquier interés como motivo de Estado. Significa que todos somos responsables del destino de nuestra sociedad concreta, y que esta sociedad es la que hacemos cada individuo en cada ocasión. Cada uno quiere realmente el bien y lo quiere efectivamente.
Y aquí está el punto clave: ¿Qué es el bien o el mal? ¿Qué es lo que realmente exige poner unos bienes en el altar de otro bien? El ritmo de la historia, las situaciones, los intereses del momento no son los que pueden presentarnos la norma del bien y del mal. Sólo Dios puede. Las idolatrías llevan siempre a una subversión de valores que destruyen al hombre y, por tanto, a la sociedad. Idolátricas son las doctrinas materialistas, sean hijas de un materialismo consumista, de placer, bienestar, o de un materialismo ateo. Idolátricas son las doctrinas marxistas, que hacen del hombre el demiurgo del hombre, presentando la historia como el proceso mediante el cual la humanidad se crea a sí misma, transformando las condiciones de su existencia, según el ritmo de la historia, y no según la VERDAD de Dios. No tiene sentido exigir «libertad de» si esto no se fundamenta en «libertad para» los grandes valores de la existencia personal que he reseñado y en los que se expresa la vocación de ser hombre. El hecho de que los valores tengan un fundamento objetivo es lo que puede justificar la oposición al orden social, en la medida en que ese orden es contrario a las exigencias morales. Y si no ¿a titulo de qué? En la medida en que las sociedades, los regímenes políticos, los sistemas ideológicos, las formas concretas de vida desplazan del mundo la trascendencia, lo absoluto, vuelve a aparecer en forma de un «absolutismo» y «totalitarismo» allí donde no debe estar. Ningún sistema es absoluto; pero, de hecho, se constituyen en tales desde el momento en que no son juzgados por ninguna norma superior a ellos. Y entonces ¿a merced de quién queda dictaminar lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto? Lo que garantiza la libertad es la posibilidad de apelar a una instancia suprema frente a la presión de las colectividades.
La libertad no puede garantizarse allí donde el hombre sólo depende del hombre. Las sociedades que no están cimentadas en el consentimiento sobre los valores supremos y últimos se desmoronan como un gran gigante con pies de barro. Los demás lazos son, como pone de relieve la movilidad social, vínculos flojos que saltan ante nuevas instancias y nuevos ritmos de la historia. Donde el hombre sólo depende del hombre, de lo que en ese momento se juzgue más pragmático y eficiente, se puede destruir una ciudad, eliminar con radiaciones y bacterias una población, realizar actos terroristas, abortos, esterilizar mujeres y hombres –todo lo que ya ha ocurrido–, si unos especialistas y técnicos lo consideran «necesario o conveniente».
«Dejen pasar unas cuantas generaciones que todavía hayan percibido de algún modo la exigencia cristiana de conciencia ante la necesidad del prójimo; dejen que se forme del todo el hombre enteramente terrenal, asentado sólo en su propia naturaleza y en su fuerza, ese hombre en cuya formación se trabaja en todas partes; y ya verán que lo que ha ocurrido en Alemania en estos años –1935 a 1945– puede ocurrir en todas partes de alguna manera. De manera indirecta, no directa; de forma cauta, no brutal; con fundamentación científica, no fantástica; pero con igual sentido, más aún, quizá de modo más destructivo, por estar disfrazado de razonabilidad y humanidad»5.
Tan pronto como los hombres olvidan el juicio de Cristo: Cuanto hicisteis a uno de mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis (Mt 25,40); tan pronto como busquen «motivos sólo de razón», de humanitarismo natural, se desarrollará todo eso, de la misma manera que la destrucción de un órgano corporal contra cuya enfermedad no se hace nada. La única garantía de mi libertad consiste en que yo pueda apelar a una instancia objetiva, ante la cual toda libertad es ya desde ahora responsable y por la que me juzgo y seré juzgado; y en virtud de la cual se explica mi constricción interior, mi imperativo moral, religioso y social. Existe el deber de establecer justicia, el derecho de exigirla, pero no en nombre de una autonomía subjetiva, de unos intereses, de una lucha de clases, sino por referencia a la dignidad del hombre, tal cual ha sido constituida por Dios.
Hay una lógica de la ciencia y también una lógica de la existencia. La primera es muy fácil de ver: una piedra atraída por la fuerza de la gravedad hacia el centro de la tierra no puede moverse hacia arriba. La otra lógica, la de la existencia, es más difícil de comprender, pero es tan inexorable como la primera. Las acciones éticamente injustas, por útiles que puedan parecer, van a parar al final a una destrucción.
El fraude, bajo la forma que aparezca, la extorsión, etc., pueden dar provecho hasta cien veces; pero, en definitiva, oprimen aquello en que se apoya la vida: el respeto a sí mismo en el propio interior, y la honradez, fidelidad y confianza en la relación con el otro. Un perjuicio para el que no hay medios curativos. Tan inexorable como la ley de la gravitación.
Lo mismo el que mata una vida en gestación. Puede ser que parezca que ha prestado una ayuda de momento, pero a la larga y viéndolo en conjunto, ha aumentado las dificultades, introduciendo, además, una fuerza corrosiva. Ha hecho lo mismo que quien para calentarse arranca las vigas de la casa. De momento habrá calor; luego se derrumbará la casa. Por eso el sentido ético de una sociedad católica exige conservar en todas las situaciones la consideración y la mirada sobre el conjunto de la vida, el sentido de lo que en ella es esencial, el sentido de la diferencia absoluta entre lo que es bueno, digno, y lo que viene bien; y hacer frente desde ahí a lo que suceda.
La democracia, realmente y de hecho es así, no se impone, surge de la responsabilidad de los individuos que se sitúan en relación de respeto mutuo, y evidentemente, como toda realidad social, necesita de cauces y estructuras. La «Carta Magna» de la vocación del ser hombre es la única realidad de la que surge la democracia. Cada hombre puede confiarse a los demás, porque quiere el bien de la totalidad. Lo quiere realmente, no sólo dice que lo hará. La democracia es real en la medida en que tiene efectividad esa actitud. Las palabras han perdido sentido y realidad y pueden falsearse en cualquier forma engañosa. La existencia democrática es difícil, le falta arraigo en bases surgidas de principios éticos objetivos.
Bajo cualquier forma en que aparezca el problema de la libertad: libertad de convicción y su realización social, libertad de enseñanza, de profesión y trabajo, familia y esfera privada, expresión y opinión pública, en fin, de existencia personal del hombre en la democracia, todo ello sólo tiene sentido serio a partir de sus fundamentos. El deseo de las distintas formas de libertad en lo natural y las fuerzas para alcanzarla y afirmarla tienen múltiples raíces históricas, sociales, exigencia natural de independencia, etc. Pero estos elementos no pueden ser decisivos a la larga. Dan lugar a algo que nunca deja de ser relativo. La autentica actitud de libertad se apoya en algo incondicionado y tiene tanto de obligación como de derecho. Si no es así, como saldo final se tiene la entrega de las situaciones que comporta la vida humana al egoísmo del individuo y a los objetivos del Estado. Cada ataque a la persona, y sobre todo si es por concesión de ley, prepara totalitarismos y destrucciones.
El catolicismo de España tiene que ofrecer efectivamente ese sentido de la dignidad humana, sólo esclarecida a la luz del misterio de Cristo.
El Papa ha llevado a Méjico, ha ofrecido a todos los cristianos el lema de Polonia: Semper fidelis. Una nación fundamentada en su fe y que evoluciona con el sentido y riqueza de su tradición cristiana. El catolicismo de España tiene que ofrecer efectivamente: personas, grupos, instituciones, sociedad, cultura, toda la grandeza de la dignidad humana. Un catolicismo debilitado en su dogma y enervado en su moral no es susceptible de jugar un papel creador en la sociedad. Las posibilidades realmente salvadoras están en la conciencia del hombre, ligada a Dios de modo vivo. La fe, insisto frecuentemente en ello, es factor decisivo de la historia. Y por lo mismo, la sociedad católica de España ha de luchar para que se salven los grandes valores.
La familia: el sentido sagrado del amor #
El amor cristiano es una de las realidades que más distingue ya a los cristianos del mundo que les rodea. El matrimonio cristiano es la proclamación incansable de la dignidad y santidad del amor en un mundo que lo profana. «Con su ejemplo y testimonio acusa al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad». La familia es la verdadera escuela de la más rica humanidad, comunidad de fidelidad, configuración viva de la casa, célula básica de toda comunidad humana, raíz de toda fidelidad, espejo en el que se refleja toda la vida de una sociedad. Estados, gobiernos, instituciones, parlamentos, son todo un montaje de lazos e intereses externos si se desmorona la familia. En la medida en que a ella se la desplaza, se quitan de hecho de la vida los valores y principios supremos de amor, sacrificio, convivencia –no coexistencia–, respeto mutuo, seguridad, lealtad, metas comunes.
¿Cómo vamos a creer en una sociedad que no tiene esta célula viva? ¿Cómo vamos a construir sin ella? Toda la vida sin la solidez de la familia pierde universalmente en calidad, en fiabilidad, en calado. ¿A qué forma de vida y cultura lleva una sociedad en que la familia no sea la piedra básica? ¡La lástima es que ya experimentalmente sabemos contestar a estas preguntas!
La familia está en el centro mismo de la visión de la Iglesia que nos da el Concilio Vaticano II; es la predicación constante del Papa. El ideal es el de una vida en que la presencia de Dios y la presencia de Cristo impregnen las realidades humanas. Realmente, un hogar cristiano, con su ejemplo y su testimonio, ilumina a los que buscan la verdad. Supone una sacudida para los jóvenes de hoy el encontrar un hogar cristiano en el que haya verdadero amor, que irradie alegría, trabajo, fidelidad, ayuda, responsabilidad. Los pastores de la Iglesia de Cristo sabemos que al proclamar incansables la dignidad y santidad del amor en un mundo que lo debilita y envilece, nos damos cita con las aspiraciones profundas del corazón humano, del corazón de un joven o de una joven. El hombre tiene que ajustar su comportamiento a su vocación. El campo en el que la influencia de la familia cristiana es singularmente importante es el de las costumbres. Y al decir costumbres pienso en el estilo de las relaciones humanas en un ambiente dado, relaciones entre esposos, entre padres e hijos, entre muchachos y chicas, entre familias.
En este ámbito, la reina por excelencia es la mujer. Siempre y en todas las épocas las mujeres son las que educan a los hombres; ellas imprimen cierto estilo a una generación. La mujer tiene un papel primordial: ejercer la influencia principalmente en los aspectos humanos de la civilización. La mujer infunde la vida cálida en el esqueleto de toda la sociedad, pone la savia en el conjunto de las relaciones humanas que se establecen en el seno de la civilización. La misión de los hogares cristianos es constituir ambientes en cuyo seno se creen formas dignas de relación entre los hombres, se vivencie la escala de valores que va a impulsar la vida, se forjen hábitos de colaboración, trabajo, ayuda y entrega en ese estar codo a codo en la alegría y en el dolor.
La familia tiene que salvarse de esa impugnación constante que a todo dice «no», con un «sí» al amor y a la fidelidad hasta el sacrificio. Las familias cristianas son la mejor actitud afirmativa de la sociedad, el cimiento de unas estructuras al servicio de la vocación auténtica del hombre. Es la verdadera respuesta a la insatisfacción de los jóvenes ante una sociedad técnica y económica, consumista, ambiciosa de poder que los utiliza para sus fines, pero no responde a sus problemas fundamentales.
Este sentido sagrado del amor lleva al sentido sagrado de la vida. La Iglesia siempre defenderá la significación sagrada del amor. O se acepta que la sexualidad se ha convertido en un mero producto de la sociedad de consumo –en toda esa gradación que va desde el interés de organizarla racionalmente hasta su más triste degradación–, o se piensa que el amor humano es siempre un encuentro entre el hombre y Dios, uno de los puntos esenciales de inserción de lo sagrado en la existencia humana. En torno al amor y al matrimonio se está librando una de las grandes batallas de nuestro tiempo. Nunca los hombres de hoy agradeceremos bastante a Pablo VI y a Juan Pablo II el que, frente a todo y contra todo, salgan a defender de sí mismo al hombre en estos dos puntos tan radicales y básicos como son: el sentido sagrado del amor y el de la vida. La moral objetiva es exactamente todo lo contrario a una represión y a una alienación; es la condición imprescindible para que haya verdadera libertad. Los hombres que ajustan su comportamiento a su vocación son los hombres verdaderamente libres, liberados de esclavitudes y condicionamientos. Y toda ley tiene que estar ordenada hacia esa libertad. La Iglesia de Cristo defenderá hasta el fin la significación sagrada del amor y de la vida. Y la defenderá proclamándola ante todos los hombres de buena voluntad, porque sabe que defiende los grandes valores de buena voluntad, porque sabe que defiende los grandes valores de la existencia humana. Cuando al actuar así preserva la sal de toda corrupción, es la más joven, fuerte y vigorosa de todas las instituciones que hay al servicio del hombre.
«Hace ya tiempo que Claudel, al criticar el verso de Baudelaire: ‘al fondo de lo desconocido para encontrar algo nuevo’, decía: ‘No necesito ir al fondo de lo desconocido para encontrar algo nuevo; necesito ir al fondo de lo conocido para encontrar lo inagotable’. En el hecho de sentir hastío por la realidad se da un fenómeno parecido al de esos estómagos estropeados que ya no soportan los alimentos sanos. Es terrible sentir esta especie de náusea con respecto a lo que constituye el fondo maravilloso e inagotable de la realidad»6.
Al actuar así, la Iglesia es la más moderna de las maestras de la juventud, mientras que los profesores del nihilismo, de la revolución, de la impugnación, de los materialismos, son viejos del año 2000, que abren puertas, resquebrajan cimientos por donde se pierde la vocación y dignidad del hombre. La juventud tiene sed de absoluto. El drama consiste en la dimisión de los que tienen que responder a esa sed.
El sentido sagrado del amor lleva al sentido sagrado de la vida. Tan sagrada que nadie puede atentar contra ella. Y pienso concretamente en la «vida en gestación» de una persona. A la persona no se la puede matar. El fundamento reside en la dignidad de la persona. ¿Cómo creer en una sociedad, en unas leyes abortivas? La vida del ser humano es intangible porque es persona. Persona es la capacidad de autoposesión y responsabilidad por sí mismo, para vivir en la verdad y en el orden moral. Y esto es de naturaleza existencial, no psicológica. No depende de la edad, ni de las dotes, ni de la situación corpóreo-anímica, sino del «principio» que posee cada hombre. Ser madre no significa producir la vida, sino «dar la vida a un ser humano». El niño está unido a la madre en lo más hondo, y forma con ella un solo circulo vital. Pero no se agota ahí, sino que, a la vez, y desde el primer momento de su existencia, está directamente referido a la vida, a las normas absolutas, a Dios.
Concepción y muerte, crecimiento y decadencia, niñez y juventud, salud y enfermedad, forman parte de lo que se llama «ser humano». No sólo tiene evolución, sino también destino. En todo ese compendio de la existencia de cada ser humano, no sólo se produce mejora o perjuicio, sino victoria o derrota, superación y expiación. La enfermedad soportada con valentía, la incapacidad de trabajo, que dan lugar a sabiduría, bondad y madurez, son mucho más «dignas de vivir» que una salud que hace al hombre brutal, y una inteligencia que arroja la existencia humana a lo meramente exterior.
Cuidado con el ideal de «sinceridad». «Ser tal cosa –según dicen– no tiene importancia. Ser comunista, anarquista, católico. Lo importante es ser buen católico, buen anarquista, buen comunista. La manera como se realiza el ideal».
Pero la sinceridad con que es vivida una causa, de ningún modo es argumento en favor suyo. Las peores causas han conocido fanáticos de cuya sinceridad nada nos permite dudar. Se puede respetar a un hombre y fustigar las ideas que representa. No porque existan materialistas sinceros queda justificado el materialismo. ¿El único deber es llegar a lo hondo de sí mismo, sea en el afán de poder, en el acto revolucionario, en el deseo de impugnación, revancha, intereses personales, etc.? No se puede sustituir la verdad por la eficacia inmediata, y ni siquiera es verdadera eficacia. La acción es la fecundidad de la verdad. Hay que reconocer la verdad que se me impone como un valor que exige de mí un homenaje incondicionado. Hay más autenticidad en dar testimonio de la verdad, incluso cuando me condena, que en negarme a reconocerla para permitirme vivir y conservar tranquila la conciencia.
Reflexión final #
Termino mi exposición y trato de resumir mi pensamiento en estas breves proposiciones:
1ª Al hablar de España católica, en el pasado y en lo que pueda suceder en el futuro, tengo presente por encima de todo la realidad de un pueblo católico, en la proporción que justamente corresponda. Es a ese pueblo al que quisiera que la fe católica le acompañase siempre. En el periodo de los próximos veinte años puede decidirse en gran parte la persistencia o no del sentido católico de la vida en España. Están sin elaborar las leyes y reglamentos que apliquen la Constitución, y las que lleven a la práctica los acuerdos concordatarios, una vez ratificados por las Cortes. Debemos esperar.
2ª No me consuela la tan repetida frase de que la Iglesia, con muchos o con pocos, ante una u otra situación, subsistirá siempre. Porque no se trata ahora de la Iglesia en sí misma, sino de un pueblo que permanece unido a ella o la abandona. Como tampoco se trata de si hay que ser optimistas o pesimistas. A nadie le importa lo que yo sea. Lo que nos importa a todos son los datos reales que permitan sacar conclusiones en uno o en otro sentido. Por lo demás, el cristiano no es por definición un optimista; sencillamente es un hombre de fe. Tampoco puede ser pesimista, porque es un hombre de esperanza.
3ª La fuerza principal para mantener el sentido católico de la vida en España tiene que venir de la Iglesia misma. De una Iglesia independiente, libre, fiel, respetuosa y dialogante. De una Iglesia que evangeliza en el tiempo que le toca vivir con la intensidad que han señalado tan claramente los Pontífices Romanos, y de modo especial está proclamando ahora Juan Pablo II. Una Iglesia que, cuanto más independiente sea del poder civil, más fiel debe ser a su propia identidad. De lo contrario, obedecerá a los dictados sociológicos del momento, en una u otra forma. Fiel quiere decir que practique y enseñe siempre a practicar las exigencias de la unión con Dios y el acatamiento a sus leyes divinas, así como las del amor al hombre, sin caer en humanismos puramente terrestres, rechazando por igual toda clase de materialismos, sean de signo marxista o ateo, o de capitalismo consumista y esclavizador. Una Iglesia que al predicar los derechos humanos predique también los deberes, como se hace en la Pacem in terris, deberes y derechos que tienen su fuente en la propia naturaleza humana y en su dignidad de hijo de Dios, y por lo mismo no podrán nunca ser observados en su profundidad interna si no se reconocen también los derechos de ese mismo Dios. Fiel quiere decir también que sepa mantener el credo católico, tantas veces expresado en los diversos símbolos y en el más reciente, el Credo del Pueblo de Dios, de Pablo VI, al que el Pontífice fallecido se refirió solemnemente, un mes antes de morir, señalándolo como uno de los actos más importantes de su Pontificado.
4ª Confío en la Iglesia de España. Sabrá superar la crisis en que se halla envuelta. Confío en el pueblo católico español, en sus obispos, sacerdotes, órdenes y congregaciones religiosas, en las familias y grupos seglares. Hay todavía una fuerza evangelizadora extraordinaria.
Es necesario que el pueblo y esas familias vuelvan a vivir con honda reflexión y con entusiasmo la alegría de su fe y de su piedad.
Los católicos, trabajando como ciudadanos en los diversos sectores de la vida social, darán testimonio de su amor a Jesucristo y de su concepto cristiano de la existencia. Otras veces habrán de hacerlo agrupados como tales, sin miedo a ser reconocidos así y sin ir contra nada ni contra nadie, sino simplemente para defender su fe en medio de la sociedad pluralista. Catedráticos, periodistas, artistas, empresarios, obreros, campesinos, movimientos familiares y juveniles tienen que surgir y unirse para la expresión y adecuada defensa de su fe y de la de sus hijos, y aun de la misma sociedad.
Habrá que mantener también y vigorizar la religión del pueblo, la de las masas sencillas, tantas y en tan gran número, que aman a Cristo y a la Virgen María y se consagran con fervor al Corazón de Jesús. Nada de eso debe ser despreciado. Pero juntamente con eso han de formarse comunidades pequeñas en las parroquias, en plena armonía con la constitución jerárquica de la Iglesia; grupos de catequistas adultos en todos los pueblos y ciudades, que ayuden a hacer entender y amar los sacramentos, la vida de gracia, la dimensión contemplativa y social de la religión de Jesús.
En los próximos veinte años, de aquí a final de siglo, pueden suceder muchas cosas en nuestra patria. Pero en el mundo se oye cada vez más fuerte el grito de los que tienen sed de Dios. Y los que hablan de Dios son escuchados, como estamos viéndolo con motivo de la actuación del Papa Juan Pablo II.
Esperemos que vuelva a haber alumnos suficientes en nuestros seminarios y aspirantes a la vida consagrada en los noviciados, sacerdotes bien formados para atender las necesidades espirituales del pueblo, monjas de clausura que desde el retiro de sus claustros tanto bien han hecho a todos, misioneros. Y muy particular influencia podrán ejercer las Facultades Teológicas y los diversos Centros de altos estudios eclesiásticos, más necesarios que nunca para el diálogo con la cultura moderna.
5ª Una última precisión. Esta acción cristianizadora, evangelizadora, de la Iglesia en su totalidad, del Pueblo de Dios, exige instrumentos e instituciones adecuadas: escuelas, universidades, centros de investigación, presencia en la difusión cultural, en las asociaciones de juventud, etc. Porque no se trata de un cristianismo que se vive en el interior del alma, y todo lo demás queda fuera. Se trata más bien de que un pueblo católico pueda tener una civilización católica, que no ahogue ni haga imposible su libertad religiosa. Para esto son necesarias las instituciones. El Estado, aunque no profese una religión, debe ayudar a que las diversas religiones, en nuestro caso la católica, puedan tenerlas. No se convertirá él en gestor de lo religioso, pero sí ayudará a que pueda darse y mantenerse, sencillamente porque vela por la civilización del pueblo y porque sirve a ese pueblo.
Confío en que, a final de siglo, el catolicismo, aunque no sea la Religión del Estado, seguirá siendo la de una gran parte de la nación española.
La historia, la tradición y la fe de tantos, la Iglesia, la aplicación recta del Concilio y la sociedad contribuirán a ello. Entiendo por tradición lo que decía Chesterton: «consiste, no en que los vivos estén muertos, sino en que los muertos sigan vivos». A algunos les molesta que se hable de España católica, porque entienden que se establece una reducción enojosa de lo católico a categorías nacionales y políticas. No es así. No se reduce nada. Los hombres y los pueblos deben cantar la gloria de Dios. Parece ser, según han escrito, que la última frase que salió de labios de Unamuno, aquella noche fría de final de año, en su Salamanca inmortal, sentado junto a la camilla, al calor del brasero humilde, fue ésta: «Dios no puede abandonar a España». Como tampoco, pienso yo, pudo abandonarle a él.
1 Salvador de Maradiaga, España. Ensayo de historia contemporánea, Madrid, 126.
2 Jean Daniélou, La fe de siempre y el hombre de hoy, Madrid 1969, 82-83.
3 Véase sobre este punto, Confesionalidad religiosa del Estado, por José Guerra Campos; y Régimen de confesionalidad y de laicidad, por Antonio Mostaza, catedrático de la Universidad de Valencia.
4 Juan Pablo II, en el Angelus dominical, 22 de abril de 1979: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 1979.
5 R. Guardini, La preocupación por el hombre, Madrid 1965, 225-226.
6 Jean Daniélou, El dedo en la llaga, Bilbao 1970, 29-30.