Quédate con nosotros, comentario al evangelio del III domingo de Pascua (ciclo A)

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Quédate con nosotros, comentario al evangelio del III domingo de Pascua (ciclo A)

Comentario al evangelio del III domingo de Pascua. ABC, 21 de abril de 1996.

El Evangelio del día nos ofrece la bella narración de los discípulos que iban tristes y desilusionados a Emaús, comentando sus frustradas esperanzas por lo que había sucedido en Jerusalén esos días. Frustradas, sí, porque lo que esperaban era un triunfo terrestre de Jesús, que liberaría a Israel de sus enemigos. Siempre lo mismo. Esperar lo que nunca se nos ha prometido, pero que es lo que creemos torpemente que puede saciar nuestros anhelos inmediatos de aquí abajo.

Y mientras iban de camino, otro caminante, desconocido, les dio alcance, se unió a su paso, y comenzó a participar en la conversación. La muerte de Jesús, aquel profeta poderoso en obras y palabras, que había muerto hacía dos días –decían ellos– y nada había sucedido que confirmase sus anhelos, a no ser lo que decían algunas mujeres, que habían visto el sepulcro vacío y “también algunos de los nuestros”.

Jesús tomó la palabra y empezó la más bella catequesis que podría servir de modelo a todas las que nosotros impartimos. Les explicó las Escrituras empezando por Moisés y siguiendo por los profetas. Les hizo ver que era necesario que el Mesías padeciera tales tormentos para entrar en su gloria. Ellos no veían, estaban ciegos. Les llama necios y torpes para creer. Ellos admiten el reproche humildemente, porque estaban tristes y como en tinieblas. La oscuridad produce tristeza, mientras que la luz hace brotar la alegría.

Según avanzaban por el camino, la palabra de Jesús fue abriendo su corazón y les fue haciendo pasar de la desesperanza a la admiración y el amor, de la tristeza a la alegría interior. Cerca ya de Emaús, adonde se dirigían, Él hizo ademán de seguir adelante, separándose de ellos que iban a entrar en la aldea. Y es entonces, cuando se produce un corto diálogo, que se ha repetido millones de veces, quizá sin palabras, motivado, más que por la cortesía oriental, por el ansia de luz de los que quieren ver y saber, los que quieren creer, y la generosidad del Corazón de Cristo, que no niega el encuentro con los que le buscan. “Quédate con nosotros, Señor, porque anochece y el día va de caída”.

Jesús se quedó. Comenzaron a cenar. Sentado a la mesa, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición y se lo dio. Muchos opinan que era el primer pan eucarístico, que se ofrecía después de la Última Cena. Y cuando ellos, por fin, le reconocen y se dan cuenta de quién es y de lo que está pasando, desapareció. Todo así. Humilde y pobre como un grano de trigo. Para nacer, un pesebre en una cueva ignorada. Para crecer, el taller de un artesano pobre. Hace milagros y prohíbe que se divulguen. Para formar escuela, unos pescadores ignorantes. Para establecer la Iglesia, unas palabras dirigidas a Pedro, que este no acaba de entender. Para consumar su carrera, una cruz entre ladrones. Y ahora, para disipar la tristeza y ofrecer seguridades, explicar la Escritura en el camino, aceptar una invitación y, en lugar de comer, bendecir el pan y darlo a los suyos como pan de vida.

Pero otra cosa había dejado. El texto evangélico dice que mientras caminaban y escuchaban, a los discípulos les ardía el corazón.