¿Quién decís que soy Yo?, comentario a las lecturas del XXI domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

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¿Quién decís que soy Yo?, comentario a las lecturas del XXI domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

Comentario a las lecturas del XXI domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 25 de agosto de 1996.

No era una vana curiosidad la que movía a Jesucristo a hacer esa pregunta. Ni lo que pensaran los hombres, ni lo que juzgaran los Apóstoles sobre Él le serviría de pretexto. No lo necesitaba. Ese día, en que tuvieron esta conversación, fue un día grande y privilegiado. Pedro habló y confesó lo que sentía: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.

Dicho esto, Jesús tomó la palabra y pronunció unas afirmaciones solemnes y desacostumbradas, en las que se percibía la majestad de alguien que no es de este mundo. “Dichosos tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre, que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos. Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.

Siempre hemos utilizado este texto en el valor apologético, que tiene, aun cuando el protestantismo liberal se haya empeñado inútilmente en decir que quizá sea una interpolación posterior a la fecha en que se escribieron los Evangelios. Pedro y sus sucesores para regir la Iglesia en nombre de Cristo; la Iglesia, una familia, una sociedad contra la que no prevalecerán las puertas del infierno.

Pero hay algo más en lo que debemos insistir. Cristo instituye la Iglesia, su obra, como una familia, como el Pueblo de Dios, que decimos ahora, en que nunca va a faltar Él; que, por Él, Dios será como un Padre, y por ser nuestro redentor será como un hermano que nos ayuda y nos perdona, y por ofrecernos su Espíritu tendremos siempre el consuelo de la esperanza y la luz de la verdad. Esto es la Iglesia de Cristo.

En esta gran familia, el hombre está llamado a colaborar con Dios en su obra, tanto en la creación como en la redención. La autoridad que se le concede en el Antiguo y en el Nuevo Testamento es gloria de Dios en el servicio a los demás. La misma imagen en Isaías y en san Mateo, aunque con la diferencia, que implica la venida del Mesías.

En Isaías, el Mayordomo de palacio, Sobná, era un hombre ambicioso, solamente atento a su propio poder. Fue destituido y las llaves pasaron a Eliazín, que también fallaría. En la alianza con Dios la autoridad solo puede ser amor y servicio. Nadie puede ejercer su cargo como algo absoluto, ni condicionado en beneficio y provecho propio. La colaboración con la autoridad y poder de Dios implica unas exigencias fuertes de bondad y rectitud.

En Jesucristo Dios es un Dios personal, que se encarna, que se hace Palabra y responde al diálogo del hombre. Dios con nosotros, el Mesías, el Hijo de Dios vivo, como confiesa Pedro. La imagen de las llaves, como decía, es la misma, pero el sentido que tiene en el Evangelio es nuevo, porque funda la Iglesia, la nueva familia, una gran comunión con su representante en la tierra, Pedro. Es un hecho, Cristo confía a Pedro el servicio de ser fundamento de su Iglesia y el poder de atar y desatar. Él ha querido asociarnos así a la gran realización de la obra de salvación.

A través de manos humanas y pobres sigue pasando el chorro de agua, que quita para siempre la sed. La verdadera riqueza de la Iglesia es ser Iglesia de Cristo. Ella no significa nada, si no es signo eficaz de Cristo. Y esta es la gran responsabilidad del Papa y de todos unidos con él. Precisamente cuando Pedro, no porque se lo ha dicho nadie de carne y hueso, sino el Padre que está en los cielos, proclama: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, Cristo le da toda la autoridad de su Iglesia.

A nosotros, los que nos decimos cristianos, la pregunta es también: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” A Pedro la respuesta le complicó ya para siempre su vida.