Entrevista publicada en el Semanario Catalunya cristiana, el 28 de abril de 1994 y concedida el 23 de marzo anterior al Director de este semanario, Manuel Valls y Serra.
En poco tiempo Ud. ha venido dos veces a Barcelona para participar en acontecimientos diocesanos, como han sido las bodas de plata episcopales de Mons. Daumal y de Mons. Capmany, y el 25 aniversario de la casa sacerdotal “San José Oriol” de Les Corts. ¿Podemos hablar de un reencuentro con su antigua diócesis?
Estas visitas mías tienen una explicación muy sencilla y es que se han producido conmemoraciones de hechos de antaño, que por mi parte merecen atención y respeto. Entonces ha sucedido que me han invitado el Sr. Arzobispo actual y los obispos auxiliares a que viniese y he aceptado la invitación con mucho gusto. Porque yo siempre guardo un recuerdo muy grato de Barcelona. Y he dicho públicamente en muchos sitios, que, entre otras cosas, doy gracias a Dios de los seis años que estuve aquí, por haber conocido –creo yo que con bastante aproximación– lo que es Cataluña y lo que es Barcelona. Por eso soy muy sincero al decir que, recibida la invitación, he venido con mucho gusto. Ésta es la explicación.
Su paso entre nosotros no fue nada fácil. La época era turbulenta: los primeros años del postconcilio, la agonía del franquismo, etc. ¿Cómo juzga hoy su actuación pastoral de entonces?
Visto ya con la perspectiva que da el tiempo que ha pasado, se comprende muy bien que tuviera que haber, junto a los gozos, ciertas cruces y molestias. Era el momento del postconcilio. Los documentos conciliares, y más aún los comentarios que se habían hecho en la prensa del mundo, facilitaban una comprensión muy superficial. Tendría que pasar mucho tiempo, para llegar a una reflexión profunda. Pero de momento, se disponía de los documentos promulgados y de los comentarios de las gentes. Entonces, en una ciudad como Barcelona, de tan viva sensibilidad, y en un contacto continuo con la literatura de toda índole, de Francia, de Alemania, de otros sitios, se produjeron reacciones precipitadas. Entonces uno estaba expuesto a que quisieran hacerle pasar como exigencia conciliar lo que no era.
Yo había vivido el Concilio muy intensamente. No falté a ninguna sesión de las cuatro que se celebraron. Conocía la génesis de los documentos. Había hablado mucho con obispos de todas las naciones europeas, y también por supuesto de las americanas, y tenía mi concepto del Concilio y mi atención centrada en las explicaciones que iba dándonos el papa Pablo VI. Entonces, aquí, por virtud de esta sensibilidad y del anhelo que había de renovación, muy explicable, se producían cosas que necesariamente llevaban consigo un poco de ligereza. Yo tenía que hacer frente a eso y tratar de corregirlo.
Había grupos que trataban de difundir lo que, según ellos, el Concilio decía. Entonces se produjeron ciertos choques, que no tenían otra explicación más que ésta. Ni yo me oponía a la renovación, ni estos grupos tampoco dejaban de cumplir con su deber por el simple hecho de presentar un anhelo, una crítica, un afán grande de renovar las cosas. De haber podido hacerlo con un poco más de calma y sin tanta presión, no habría habido conflictos, porque yo participaba también de esos deseos y de esos propósitos. Y cuando había ocasión de hablar con serenidad y sin que apareciesen conflictos en el horizonte, nos entendíamos muy bien. Y yo nunca jamás, cuando he salido de Barcelona, he comentado con menosprecio o con falta de atención lo que aquí me tocó vivir, porque me lo explicaba perfectamente.
¿Le costó venir a Barcelona?
Sí, me costó mucho. Aunque yo conocía Barcelona, porque había venido aquí a dar tandas de conferencias, precisamente en el Palau de la Música, invitado por las Asociaciones de Padres de Familia. De modo que había tratado con consiliarios de estas asociaciones y con las juntas seglares de las mismas. Hice viajes, por ejemplo, cuando tuve que escribir la vida del sacerdote Enrique de Ossó, que desarrolló aquí gran parte de su vida. Él es el que inició la construcción de la casa de la calle Ganduxer. Se la encomendó a Gaudí, sin tener nada más que una peseta, y la obra salió adelante. De manera que, por las Teresianas, por la figura del fundador de la Compañía, por mi trato con jesuitas catalanes a quienes había conocido en Comillas en los tiempos en que estaba en Santander, también por los contactos de tipo pastoral con los padres de familia, con el Colegio del Arte Mayor de la Seda, etc., conocía algo de aquí.
Ahora bien, aun así, el salto de Astorga a Barcelona era brutal. De una diócesis de población muy escasa, aunque de extensión grande, a otra población muy numerosa, con una gran ciudad como Barcelona, y con ciudades como l’Hospitalet, Terrassa, Sabadell, Badalona, etc. En este sentido, el choque psíquico del sujeto que es trasladado así, es fuerte. Y lo expuse a la Santa Sede. Repetidamente, por lo menos tres veces, insistí ante el Nuncio Mons. Riberi, haciéndole ver que en Barcelona me iba a encontrar con dificultades muy notables, derivadas simplemente de esta consideración cuantitativa –diócesis pequeña/diócesis grande, diócesis rural/ diócesis industrial– y el hecho de que aquí había dificultades muy propias y características de aquí.
¿Puede Ud. precisar un poco cuáles eran estas dificultades?
En primer lugar, había dificultades políticas. Vivíamos en un régimen en que las libertades no eran reconocidas. El Concilio favoreció los derechos de las minorías y el hablar de estos temas. Y la cosa explotó. En el postconcilio, el deseo de convertir en realidad cuanto antes estas aspiraciones, por otra parte tan normales y legítimas, que ya se vivían con normalidad desde hacía tiempo en todas las naciones de Europa, excepto en las que habían sufrido los regímenes de tipo alemán e italiano, fue ya algo imparable. Y el pueblo clamaba ya por estas libertades. Y entonces encontraron en documentos conciliares un motivo para, amparándose en ellos, reclamar estas libertades.
Franco no podía entender, o no entendía, el que poco antes se le hubiera estado diciendo que había ayudado tanto a la Iglesia y que ahora se le considerase casi como enemigo. Él no lo entendía. Y muchos tampoco entendían que él no cediese a las exigencias que se presentaban como propias del Concilio y del ambiente. Entonces, claro, yo me encontré entre esos fuegos y me resistí a venir. Un hombre de Castilla, concretamente de Valladolid, venir a Barcelona… “Seguro que yo encontraré mucho rechazo. La aspiración de Barcelona es tener un obispo catalán”. Para mí, en el ambiente general en que se vivía aquí, ésta era una aspiración que consideraba normal. “Ruego, en consecuencia, que me dispensen de aceptar”. Y así lo hice por tres veces, y creí que estaba ya despejado el tema, y que yo quedaba libre, y de repente me sentí llamado de nuevo por el Nuncio, que me hizo ir a Madrid una tarde y me hospedó en la Nunciatura, haciéndome ver que era voluntad del Papa, que no dudase, que las dificultades se vencerían, etc. Y ya, ante tanta insistencia, terminé aceptando. Y si se puede hablar de que la voluntad de Dios se manifiesta a través de la de los superiores, yo acepté, porque era expresísima la voluntad del Papa.
¿Llegó Ud. a Barcelona con algún encargo especial?
El seminario de Barcelona estaba padeciendo una fuerte crisis. No echo la culpa a nadie. Producía cierto dolor, a quien contemplase lo que era el antiguo seminario de Barcelona, ver los pocos seminaristas que había y la situación de enfrentamiento, de divergencia profunda entre un grupo de superiores y profesores y otro grupo distinto. Así no podía funcionar una institución. Al marchar hacia Barcelona, como Coadjutor, el Nuncio me dijo: “Ud. se hace cargo del seminario desde que llegue, aunque no sea todavía arzobispo “pleno iure”, pero el seminario tiene que tratarlo usted”.
Desde el principio me puse a trabajar. Hicimos esfuerzos notables. Estuvimos tres meses de estudios, con ponencias que se elaboraron, con mucha competencia por parte de unos y de otros, conversaciones, etc., a ver si acertábamos a marcar un camino. Y bien, algo se consiguió. De modo que es ese primer trimestre del año 1966, porque es en el 1967 cuando cesa el Dr. Modrego, lo invertimos en deliberaciones de todo el claustro de profesores y de algunos sacerdotes, escuchando pacientemente observaciones de unos y de otros –hay una documentación muy abundante y muy rica–, pero no se logró, porque es que después faltaba un ánimo más dócil para llevar las cosas bajo una dirección orientadora.
Es por lo que entonces hizo venir al Dr. Torrella ¿no?
Así es, hice llamar de Madrid para ser rector a don Ramón Torrella (al Dr. Briva le nombraron obispo de Astorga y ya dejó de actuar aquí). Torrella era un hombre a quien nadie podía tachar de falta de espíritu de comprensión sobre Cataluña ni tampoco de espíritu sanamente progresista, que es el que él tenía, muy adecuado a lo que el Concilio venía pidiendo. Yo le había tratado algo por sus trabajos en la Acción Católica, y a él y al Dr. Guix que estaba en Madrid colaborando con don Ángel Herrera les invité a venir aquí y aceptaron. Entonces pensé que íbamos a iniciar un camino nuevo y que traería muchos frutos. Pero no se logró en el seminario el camino nuevo que deseábamos.
Enseguida Torrella es nombrado obispo auxiliar y hay que nombrar nuevo rector. Entonces es nombrado Mn. Ventosa. Y estoy hablando así, con nombres propios, de personas a quién yo he estimado mucho. Estos que digo, muy sinceros tienen que ser si quieren decir la verdad de la estimación que les he tenido y la valoración positiva que de ellos he hecho continuamente. Ventosa, por ejemplo, es una persona, a mi juicio extraordinaria. Creí que estando Mn. Ventosa como rector, también se lograría una situación de gran concordia y de progreso en la vida académica y espiritual del seminario. Pero no se consiguió del todo.
Se logra el hecho de la Facultad teológica, también entonces. Era un motivo de satisfacción para todos. Pero tampoco dio un resultado completo, porque seguía por un lado la de San Cugat, de los jesuitas, y por otro lado la nuestra. En cambio, aumentaban los conflictos políticos. El gobernador que había entonces, me llamó varias veces a media noche para decirme que había detenido a un cura, o que en tal sacristía la policía había encontrado propaganda “subversiva” o que iba a haber una reunión en Montserrat de gente opuesta al régimen, etc. Todo esto repercutía en el seminario e impedía que se lograse un ideal sereno, constructivo, en el que las cosas que se decían obedeciesen a criterios también normales.
Promovido a la sede primada de Toledo, Ud. ha realizado una labor realmente ingente, pastoralmente hablando. Toda la obra del seminario de Toledo, con tantos seminaristas, la ordenación de tantos sacerdotes, últimamente la puesta en funcionamiento de Radio Santa María, ¿qué dice a esto? ¿Cómo lo ha hecho? Porque en Barcelona todavía tenemos bastantes dificultades.
Hablemos primero del Seminario. Yo había vivido muy de cerca la crisis del Seminario de Barcelona. Llego a Toledo, y naturalmente, aleccionado por lo que había vivido en Barcelona, tracé desde el primer momento unas líneas de acción. Llamé uno por uno a los profesores y superiores, y a los seminaristas. Y les expuse de acuerdo con el Concilio y con los discursos que ya había pronunciado el Papa Pablo VI, y les dije que el que aceptase, por allí iría e iríamos todos juntos hacia adelante, y el que no aceptase tenía que retirarse.
Escribí una pastoral que se tituló Un seminario nuevo y libre que se extendió por toda América. Enseguida vinieron obispos americanos pidiéndome traer a sus seminaristas, porque querían este tipo de formación. Así empezó. Además de los seminaristas de Toledo, vinieron otros jóvenes de España, de diversas diócesis, que querían vivir en un seminario sólidamente asentado, con una visión clara, sin dudas. Es la época en que se discute el celibato, se discute la obediencia, se favorece la amistad íntima, casi de noviazgo, de los seminaristas con chicas. Todo esto se vivía en muchos seminarios, y, claro, yo me opuse frontalmente a esto. No coaccionaba a nadie, pero el que estuviera allí, que aceptara la orientación dada por mí. Y esto fue lo que dio resultado. Empezaron a venir jóvenes que tenían vocación y no sabían dónde poder realizarla. Me encontré con 17 seminaristas. Al año siguiente ya eran 30. Pronto, con los americanos y demás españoles, pasaron a 60. Pasamos del centenar a los cuatro o cinco años. Y hemos llegado a tener 180 en el seminario mayor. Actualmente, los diocesanos (llamo diocesanos a los venidos de otras diócesis que quieren incorporarse a Toledo) son 160. Y los americanos, México, sobre todo, y un grupo de Perú, suman actualmente unos 90.
La reciente puesta en marcha en Toledo de una emisora diocesana es algo que nos interesa mucho aquí. ¿Cómo surgió la idea? ¿Cómo ha podido llevarla a cabo?
Había tenido noticias que en Italia existía una red de emisoras en todas las diócesis italianas que se llaman Radio María, y cada una abarca el territorio de la propia diócesis, pero juntas ya dicen que tienen más audiencia incluso que la RAI. Algo muy notable. Por qué no lograr una aquí, nos dijimos. Hemos hecho gestiones, y hemos montado una emisora al estilo de estas de Italia y que hemos llamado Radio Santa María. Toda la emisión es de índole religiosa y está emitiendo día y noche. No hay nada de publicidad comercial. Nada en absoluto. Se sostiene con los donativos de la gente. Conectamos con Radio Vaticano dos veces al día. Cuando yo tengo alguna intervención, algún discurso, pues lo transmiten directamente. También los actos notables de la Catedral se transmiten. Misa diaria, laudes y vísperas. Entrevistas a diversas personas, etc. Y la gente está feliz de encontrar aire fresco y puro. Por esto creo que si Barcelona llega a tenerla, que aquí podría ser una emisora de gran potencia, harían un bien inmenso. Barcelona tiene muchos medios. Y yo creo que en cuanto se proponga, logrará llevar adelante este proyecto.
La llegada de la democracia a España, y los cambios culturales que desde entonces estamos viviendo, ¿cómo han incidido, según Ud., en la tares evangelizadora de la Iglesia? ¿En qué la han favorecido, o en qué la están dificultando?
Esto es un problema muy grave. Pero todo tiene sus pros y sus contras, porque en la nueva situación nos hemos encontrado con dos status diferentes, primero el status político de la transición inmediata, y luego el triunfo del socialismo. En el status que se produce inmediatamente después de la muerte de Franco y la aprobación de la Constitución, hubo esos fallos, a mi juicio, desde el punto de vista de pura doctrina católica: el divorcio, el riesgo que corría la vida del nasciturus, el aborto, y los problemas para la enseñanza. Yo no me opuse a la Constitución, esto que han dicho algunos. Hubo obispos que consideramos que era un deber advertir que en la Constitución iban esos fallos y que la gente obrase con libertad, pero que se dieran cuenta de que había estos riesgos. Y es lo que ha salido después. Advirtiéndolo creo que no faltábamos a nuestro deber, todo lo contrario.
Viene después el triunfo socialista y se acentúan las dificultades sobre todo en el mundo de la enseñanza y de la educación. Las libertades de orden práctico en la vida de relación de unos con otros, el desconocimiento de Dios en la vida pública, un pluralismo con el que se quiere justificar todo, y no es así. Entonces, digo, hay que reconocer los pros y los contras. La nueva situación tiene como contrapeso la ventaja de una mayor libertad para que los ciudadanos puedan realizarse en su función ciudadana libremente; tiene la posibilidad del asociacionismo que agrupa las fuerzas de la sociedad y permite desarrollar muchas energías que antes estaban sepultadas. Tiene un afán de justicia que, si no hubiera tanta corrupción, permitiría distribuir mucho mejor la riqueza, lo cual es una aspiración constante de todo hombre honesto y por lo mismo de todo cristiano, tal como exige la doctrina social de la Iglesia.
Yo todas estas ventajas las reconozco y tienen que reconocerlas todos, pero se ha producido en el orden de las costumbres, en la vida de las familias, en los espectáculos, en el alimento superficial que se da a la juventud en sus modos de vida, etc., ¡se ha producido un desorden tan terrible!
¿Conoce nuestro semanario?
Lo leo con frecuencia. Está bien y va mejorando. Creo que cada día está mejor.
¿Una última palabra, don Marcelo, para nuestros lectores?
Que quede claro que yo vine aquí obedeciendo. Yo amaba a Cataluña. La he amado mientras estuve aquí. Y la amo más después de haber estado aquí. Y me queda nada más el recuerdo de las cosas buenas, las que yo supe valorar y apreciar porque me producían mucho bien. Esto es lo que he dicho y lo diré siempre.