Reflexiones sobre la evangelización del mundo de hoy

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Reflexiones sobre la evangelización del mundo de hoy

Intervenciones orales en el Sínodo de los Obispos, celebrado en Roma durante el mes de octubre de 1974, sobre la evangelización. Texto publicado en el volumen Sínodo 1974, Ediciones Acción Católica, Madrid 1975, 103-116.

Intervención del día 10 de octubre #

La Iglesia local #

Me adhiero a lo que se ha dicho estos días sobre las Iglesias locales y sobre la justa estima que las mismas merecen en orden a la evangelización, tal como aparece en algunas reflexiones que nos han ofrecido los círculos menores.

Creo, sin embargo, que este asunto no puede ser tratado de modo conveniente si no se mira como subordinado a la cuestión del oficio y funciones de las Conferencias Episcopales, la cual merece una clarificación oportuna que hasta ahora no se ha hecho.

Si esto no se tiene en cuenta, nos saldrán al paso grandes dificultades, no sólo para defender la necesaria unidad de la Iglesia universal –que siempre ha de estar bajo la autoridad del Papa–, sino para el bien de las mismas Iglesias locales. Y en este sentido quiero sugerir algunas cuestiones:

  1. ¿Cómo se salva la autoridad del obispo en su diócesis, que con toda certeza es Iglesia particular? Si esto no se aclara como es debido, el obispo diocesano puede llegar a convertirse en un prisionero de las Conferencias.
  2. Si en alguna nación se dan regiones con distintas culturas por lengua diversa, etc., ¿qué obispos determinarán la indigenización de la Iglesia local, sólo los que habitan en esa región o todos los de la nación?
  3. No sólo las regiones, sino las mismas diócesis, sobre todo las que tienen más importancia por su historia, por el número de habitantes, etc., podrán invocar con mucha facilidad las circunstancias locales propias que favorezcan las “independencias creativas” o también la destrucción de la unidad.

Que no se exagere demasiado la independencia de las Iglesias locales. Lo de las culturas propias, etc., es muy relativo.

Y hablo como Arzobispo de Toledo, diócesis que tiene una liturgia peculiar –la mozárabe–. Esta liturgia se consolidó, a partir del siglo VII, como medio para defender la fe contra las invasiones árabes y la hostilidad judía, y los cristianos de entonces robustecían su fe con esta liturgia con tal fuerza que estaban dispuestos continuamente al martirio. Esta liturgia, riquísima, conserva hoy su vitalidad y sus características propias, y siempre ha estado estrechamente unida y subordinada a la suprema dirección de Roma.

Lo que ahora piden algunos sobre liturgias propias, teologías propias, etc., ¿se hace para defender mejor la fe, hasta el martirio si es preciso, o se fomenta por cierta exaltación nacionalista de los elementos diferenciadores de cada uno?

Estúdiese este punto con la atención que merece.

La predicación de Pablo VI #

Al hablar y oír hablar estos días de diversos asuntos relacionados con la evangelización, reflexionaba en mi interior sobre una experiencia de la cual no se ha dicho nada: la acción evangelizadora que Pablo VI está realizando con sus documentos y con su predicación tan incansable, constante, exacta, universal. Pablo VI es el supremo catequista de la Iglesia y del mundo de hoy. Los miércoles de cada semana expone una catequesis sistemática, y expone las cosas de tal manera que no hay ninguna de las cuestiones que se han tratado en el Sínodo que no haya sido antes examinada por él. Además, lo hace con el deseo expreso de llegar a todos con su palabra y el pueblo cristiano quiere oír y conocer lo que dice el Papa.

Pido:

  1. Que todos los obispos y sacerdotes hagamos el propósito firme de difundir la palabra de Pablo VI, para que en la Iglesia se fomente la unidad de doctrina y de opinión, fundada en el Magisterio pontificio.
  2. Que el documento que publique el Sínodo haga referencia a este ministerio del Sumo Pontífice y manifieste la gran importancia que tiene para la evangelización.

Los gobernantes que trabajan por promover el progreso humano #

Al ver tantas sugerencias como se han hecho por el trabajo, por fomentar la promoción humana y al recomendar a todos los cristianos que, fieles al Evangelio y a la fe, hagan cuanto puedan por fomentar en el mundo la paz y la justicia, me parecería injusto no decir unas palabras de aliento a los hombres públicos, es decir, a los gobernantes que con honestidad, por lo menos bastantes de ellos, están trabajando eficazmente en medio de muchas dificultades. De ellos, unos son cristianos, otros sencillamente hombres de buena voluntad.

Pido: Que el documento del Sínodo diga algo que sirva de estímulo a los gobernantes, para que no parezca que nosotros ignoramos el trabajo que están haciendo por el bien común o, lo que sería peor, diéramos la impresión de que nosotros solos, con nuestras comunidades, somos los únicos aptos para construir un mundo más justo.

La juventud #

Admitiendo todo lo que se ha dicho sobre la necesidad imprescindible de evangelizar a la juventud, quisiera hacer notar dos cosas:

  1. Que todavía hay muchos jóvenes de corazón limpio que no tienen recelo contra la Iglesia-institución; éstos abundan de manera particular en los ambientes en que son atendidos por sacerdotes o consiliarios. Conviene atenderlos, predicándoles la vida espiritual verdadera y ofreciéndoles buen ejemplo. Son muchos estos jóvenes, pero sólo se habla de algunos que promueven agitaciones, como si ellos solos fueran los únicos que merecen atención.
  2. No seamos demasiado indulgentes con la juventud, cuando hablemos de sus valores y sus aspiraciones por lograr un mundo más justo, etc. Entre los jóvenes que hablan y se comportan de esta manera hay bastantes que lo hacen de un modo negativo, simplemente son contestatarios contra los padres, contra la Iglesia, contra la autoridad civil, pero no construyen nada positivo, profesan la anarquía moral, buscan una completa libertad sexual y familiar. No caigamos en ninguna clase de ingenuidad pastoral. También a los jóvenes hay que predicarles la cruz de Cristo.

Intervención del día 11 de octubre #

Concepto de evangelización y su impulso interior #

Hablo de la evangelización en el mundo que es, o se llama, cristiano porque presenta problemas doctrinales propios y porque según se viva el Evangelio en las áreas cristianizadas, crecerá o disminuirá la tensión misionera de la Iglesia hacia toda la humanidad. Además, el bautismo, que un día recibieron los que hoy son cristianos, crea disposición ontológica favorable a las demás exigencias de la fe. Mi intervención la hago no sólo en nombre propio, sino también en el de algunos otros obispos españoles que me han rogado que hable en estos términos, no en señal de división, que no existe, sino como manifestación de tendencias que se completan unas a otras.

Lo primero que hace falta precisar bien es el concepto de evangelización. Esta es una exigencia permanente del ser mismo en la Iglesia.

Tal como se colige abundantísimamente del Nuevo Testamento (cf., por ejemplo, el artículo Evangelio, en la Enciclopedia GER de Rialp), y del Magisterio hasta el Concilio Vaticano II (principalmente en Dei Verbum y Ad gentes), la evangelización implica:

  1. Un anuncio salvífico sobrenatural: lo que Cristo hizo, padeció y enseñó. La gran nueva es Cristo, “predicamos a Cristo”.
  2. Una comunicación incoada de lo que se anuncia: va implícita en el dinamismo sobrenatural de la palabra de Dios y en los sacramentos, actos vitales de Cristo mismo, que comunica su vida a quien no ponga obstáculos.
  3. Un testimonio coherente y fiel. Este anuncio y comunicación de vida sobrenatural está esencialmente condicionado, puesto que,
  4. El evangelizador es mero instrumento, “ministro” de Cristo a quien ha de ser, ante todo, “fiel” (cf. 1Cor 4, 1): es Cristo mismo quien comunica su vida y la acrecienta.

Algunos puntos básicos

Del concepto mismo de evangelización cabe concluir algunas afirmaciones elementales, en las que creo que, dadas las circunstancias, hay que insistir para disipar graves equívocos.

  1. Naturaleza de la salvación anunciada: Es, sustancialmente, aplicación de la Redención y, por tanto, liberación del pecado, de la que se sigue como “añadidura” la liberación relativa en el orden ultramundano (“relativa”, puesto que el hombre está sometido a limitaciones esenciales, que implican una esclavitud no liberable en este mundo). Positivamente hablando, es el “reino de Dios”. Se trata, por tanto, del anuncio de una gracia, más que de denunciar injusticias. Esta gracia o don de Dios nos pide y nos mueve ciertamente que amemos al hombre en su integridad y a todos los hombres.

El amor a Dios no admite separación o indiferencia respecto al amor al hombre. Pero esto nace, precisamente, del dinamismo del amor a Dios, que es siempre lo primero y el primer mandamiento. Y estimo que es de suma importancia decirlo así, porque otras formulaciones, aunque pudieran entenderse rectamente, de hecho, por el peso sociológico que llevan y por el apasionamiento y trasposición de urgencias a que conducen, facilísimamente exageran los aspectos relativos a la liberación terrestre, como sucede cuando se dice que esta liberación y progreso humano pertenecen constitutivamente a la evangelización (Sínodo anterior). Deseamos evitar esto. Como gracia divina, reclama libre disponibilidad para la misma, la cual exige sacrificio, cargar con la cruz de Cristo, para poder tomar parte en su Resurrección. Por tanto, es un anuncio cuya dimensión escatológica, trascendente al tiempo, es esencial. El que no creyere se condenará. La supresión de las injusticias intramundanas, tanto a nivel individual como colectivo, tendrá lugar, indirecta pero necesariamente, en la misma medida en que se implante el “reino de Dios” o, lo que es lo mismo, según el grado de la vida en Cristo. Pretender directamente aquello sin esto, no sólo es inútil y casi siempre perjudicial, sino también una inversión de valores. El anuncio de paraísos humanos es siempre una estafa, tanto más grave si se hiciera desnaturalizando el Evangelio. Por el contrario, el realismo evangélico es indirectamente la mejor garantía de auténtica promoción humana.

  1. Fidelidad: A todos los miembros de la Iglesia, puesto que todos tenemos el deber de evangelizar, se nos pide ser fieles, como señala San Pablo, no sólo a la doctrina que hay que transmitir y a las exigencias de vida que se deben proclamar, sino también a los motivos y actitudes internas que deben guiar al que evangeliza. Señalo, prescindiendo de otros, dos aspectos de la evangelización que hoy se olvidan:

Uno es el celo por la glorificación de Dios Padre, que aparece en la vida y la enseñanza de Jesús hasta el punto que vincula la salvación al conocimiento glorificador de Dios (cap. 17 de San Juan). Este anhelo ha movido siempre a los grandes misioneros y a los apóstoles de todos los tiempos. El amor al hombre, sólo al hombre, no suele ser ni universal, ni puro, ni constante.

Otro es el sentido de la responsabilidad personal, hoy muy disminuido, porque existe una tendencia generalizada a evadirse, a cargas las culpas a la sociedad, a la Iglesia-institución, a la autoridad civil, a las estructuras. Si desaparece el sentido de responsabilidad personal en el pecado, en la oración, en el testimonio, en los premios y castigos eternos a que el hombre se hace acreedor, el impulso evangelizador se debilitará necesariamente.

Así, por vía de ilustración de mi pensamiento:

1º. Se dice, y con razón, que la Iglesia ha de ser contemplativa para poder evangelizar, pero si no se fomenta el espíritu de oración en cada uno no habrá Iglesia contemplativa.

2º. Decimos que la Iglesia trata de ofrecer la salvación al mundo y a los hombres, pero si no hablamos de la salvación eterna de cada uno y de su propia y personal liberación de la esclavitud del pecado y del demonio, si el hombre es considerado simplemente como “un producto del ambiente”, necesariamente quedaría debilitado el esfuerzo evangelizador tendente a salvar al hombre en su dimensión propia y singular.

3º. Afirmamos que la Iglesia ha de preocuparse por lograr un mundo más justo y más pacífico, pero esto será imposible si disminuye la conciencia del pecado personal de cada uno, porque muy fácilmente pensaremos en la culpabilidad social y colectiva, pero de los demás.

Por ejemplo, la avidez desordenada de riquezas es un pecado personal, mientras que la injusta distribución de las mismas es un pecado colectivo; pero ésta, al fin y al cabo, nace de aquélla.

4º. Lo mismo habremos de decir respecto al testimonio, la santidad de la Iglesia, sus estructuras, etc. Se apela continuamente a la necesidad de la Iglesia santa para que pueda ofrecer un testimonio eficaz. Pero aparte de que esta santidad colectiva de la Iglesia no se conseguirá nunca de un modo pleno en el tiempo histórico, lo cierto es que en la sociedad Iglesia, prescindiendo ahora del misterio de Cristo presente en ella, no hay más santidad que la de cada uno de sus miembros.

En una palabra: La disminución del impulso evangelizador en la Iglesia de hoy debe atribuirse a una debilitación de la fe entre los cristianos, y a la degradación moral que se da, tanto entre los cristianos como entre los que no lo son.

Valor de los sacramentos en la evangelización #

Los sacramentos, considerados en sí mismos #

La misión del Verbo Encarnado consistió en tributar un culto perfecto al Padre y en ofrecer a los hombres la salvación, y ambas cosas las realizó conjuntamente, de tal manera que en la acción de Cristo en la tierra no se conciben la una sin la otra. Y así continúa obrando Cristo en la Iglesia en la cual, como Cabeza, nos da la palabra que ilumina y la fuerza de la gracia con la que se nos comunica la vida sobrenatural. De este modo se renuevan continuamente en la Iglesia los actos cultuales y salvíficos de Cristo.

Los sacramentos dan culto a Dios y salvan a los hombres. Más aún, son los actos principales y más perfectos del culto, tanto individual como comunitario, que alcanzan su plenitud en la Eucaristía y glorifican a Dios.

De tal manera es esto cierto que, aun cuando alguno, por falta de disposición adecuada, no reciba la gracia, sin embargo, el sacramento que se le administró glorifica al Padre en virtud de la acción de Cristo. Los sacramentos, pues, no sólo son medios para conferir la gracia, sino actos de culto para gloria de Dios Padre.

De aquí se siguen consecuencias teológicas y pastorales de suma importancia. He aquí algunas:

  1. No se puede dar evangelización cristiana, esto es, según el plan de Cristo, sin que a la vez se busque la glorificación de Dios Padre, como Cristo la quiso, con la palabra y los sacramentos.
  2. Siempre que se administran los sacramentos, se logra una glorificación de Dios, no meramente material, sino formal, que es la que la Iglesia realiza mediante los actos de Cristo, siempre gratos a Dios; por lo cual hay que rechazar el sentir de los que afirman que el cristianismo no es una religión, dado que este modo de hablar excluye o desprecia el valor de los actos de culto.
  3. En virtud de los sacramentos, queda consagrado a Dios no sólo el hombre en sí, sino también la actividad humana y todo lo que ésta abarca. Así se evita el secularismo, y permaneciendo la legítima y debida autonomía y secularidad de las cosas creadas, se consigue la auténtica consagración del mundo.

Así pues, evangelizar no es simplemente anunciar la palabra de Dios. Ésta, por serlo, está abocada a la comunicación de la vida divina, la cual, en el Nuevo Testamento, tiene su cauce normal en los sacramentos. El Concilio ha insistido en que la palabra conduce al sacramento y encuentra su culminación en él1.

Los sacramentos en relación con los que han de ser evangelizados #

En el adulto de países cristianos, supuesto un núcleo mínimo de fe, el principal medio para fomentar la vida divina es, de hecho, la recepción de los sacramentos (por supuesto con, al menos, el mínimo de condiciones requeridas). Prescindamos ahora de la administración del bautismo a los niños, respaldados por la fe de la Iglesia. Los sacramentos son los medios privilegiados instituidos por Cristo para comunicar su propia vida; y, dado que el cristianismo no es una ideología sino, ante todo, vida en Cristo, no existe mejor evangelizador que el mismo Cristo a través de sus sacramentos. Y esto sin entrar en toda la cuestión de los sacramentos como vehículos de pedagogía eclesial de la fe. Por tanto, hablar de evangelización implica, al menos cuando se ha hecho un primer anuncio del Evangelio y ha sido aceptado en alguna medida, crear las condiciones más adecuadas para la frecuencia de sacramentos (predicación, catequesis, visita de enfermos, etc.). En este sentido, el tema del actual Sínodo enlaza perfectamente con la doctrina del Tercer Sínodo, De Sacerdotio Ministeriali, 2ª pars, I, 1, b.

La administración de los sacramentos pide una continua catequesis, como ha empezado a hacerse, tendente a crear las disposiciones más favorables para recibirlos, pero sin caer en discriminaciones injustas, o en fáciles negativas que exigen más de lo que Cristo exigió. Cuando se dice que Cristo predicó, pero no bautizó, se olvida que Él, por sí mismo, era el sacramento universal y supremo. Los sacramentos, además, por sí mismos predican y educan la fe. Y son los medios más aptos para hacer comprender la necesidad de la Iglesia-institución, hoy tan combatida. Mucho más que la predicación, la cual, por la amplitud de su contenido, por las diversas interpretaciones a que gran parte del mensaje está sometido, se presta más a una libertad, a veces arbitraria. Cuando se trata de los sacramentos, los fieles comprenden mucho mejor que están en juego valores definitivos que reclaman una institución que los guarde. También, por supuesto, lo exige la Palabra cuando ha de expresar la fe auténtica de la Iglesia.

Para ponderar el sumo cuidado con que debemos proceder en estas materias y no caer en puritanismos excluyentes, que pueden dar origen a auténticas injusticias, baste pensar en que:

  1. Los que piden libremente un sacramento, demuestran tener ya cierta fe, y es muy pretencioso afirmar que obran exclusivamente por presión sociológica.
  2. En los sacramentos es Cristo el que evangeliza y nunca sabemos los hombres discernir hasta dónde llega su influjo salvador.
  3. No podemos abandonar a la masa de cristianos de corazón sencillo, quizá sin instrucción ni cultura, pero deseosos de amar a Cristo y a la Virgen María, que anhelan la vida eterna y huyen del pecado, verdaderos pobres del Reino de Dios en este mundo, como aquellos que seguían a Cristo en el Evangelio multitudinariamente, porque en Él encontraban, y quieren seguir encontrando, consuelo, verdad y fuerza para ser mejores.

Respecto a los propios evangelizadores #

La estimación y valor de los sacramentos es también esencial para aquellos que tienen la misión de evangelizar, porque robustecen la fe y dan o aumentan la gracia para realizar bien el ministerio pastoral, sea de la índole que sea. La vida interior, sin la cual la capacidad evangelizadora disminuye o desaparece, se nutre con la administración y recepción de los sacramentos.

¿No es acaso cierto que la menor tensión evangelizadora, que hoy se da, se debe en gran parte a la falta de estimación de los sacramentos por parte de algunos sacerdotes y laicos que trabajan en obras de apostolado? ¿Y qué decir del progresivo abandono del sacramento de la penitencia, también por parte de los que deben administrarle?

Observaciones más concretas #

Consciente de que la doctrina que predica no es suya (y mucho menos la vida que intenta comunicar), el evangelizador ha de procurar:

  1. Estar siempre a la escucha de la Revelación, tal como es propuesta por el Magisterio. Su supuesta condición de “teólogo” no le autoriza a erigirse en fuente doctrinal.
  2. Potenciarse personalmente (oración, estudio), para ser instrumento más apto, sabiendo dónde está “la fuente de todo apostolado”.
  3. Analizar el contexto socio-cultural con objetividad, para ver cuáles son, en cada momento y en cada ambiente, los caminos más aptos para que vaya Cristo por ellos a todos los hombres. Esta realidad no puede, por supuesto, condicionar ni el contenido de la evangelización, ni sus límites fundamentales de planteamiento (con toda humildad, pero in virtute, oportuna e inoportunamente, etc.). Sabido es que, si los Apóstoles hubieran hecho un análisis, al estilo de algunos modernos, sobre las condiciones de receptividad del mundo en el siglo I, lo primero que, según ciertas corrientes actuales de sociología religiosa, habrían concluido habría sido la necesidad de un cambio previo de estructuras. Hicieron, ciertamente, un análisis (cf. prólogo de la Carta a los Romanos), pero la conclusión fue muy distinta: tuvieron fe en el que les había enviado y a quien habían dicho: possumus, ¿Qué quieres que haga?; el resultado fue la evangelización y, andando el tiempo, por añadidura, vino también la reforma de estructuras.

Puesto que por este camino ha venido a resultar hoy ambiguo el verbo “evangelizar”, sería necesario fijar bien los límites del alcance de los análisis socioculturales; ante todo, tras la panorámica de la primera parte de la Gaudium et Spes, creo que va siendo hora de que se vayan limitando al estudio de realidades más concretas y, en todo caso, convendrá insistir en que tales visiones se hagan exclusivamente desde la fe y la esperanza cristianas: ni los obispos de un país, ni el Sínodo tienen por qué sentar cátedra, siempre muy discutible, de sociología.

Por otra parte, cuando estos análisis a escala universal o nacional pretenden ser demasiado detallados, producen cierta impresión de artificiales, deterministas y dirigistas. Artificiales, porque forzosamente hacen afirmaciones no verificables en muchos ambientes concretos; deterministas, porque suelen llegar a conclusiones que se impondrían por la fuerza misma de la realidad sociológica; dirigistas, porque parecen encaminados a fijar cauces concretos de acción uniforme a los que todos habrán de someterse. Ahora bien, tales resultados son valiosos, pero meramente indicativos, y forzosamente habrán de admitir infinidad de excepciones y acomodaciones a la hora de evangelizar concretamente y no desde el gabinete de programación. La programación evangelizadora ha de ser bien distinta de un “plan de desarrollo”, porque hay que contar con la gracia y hay que respetar escrupulosamente a la persona humana; sin olvidar que en la Iglesia hay estructuras de derecho divino –peculiar relación del obispo con su rebaño–, que no pueden ser desbordadas por programaciones universales o nacionales, a no ser en los casos en que el Papa, como pastor universal, las imponga.

Intervención autorizada y coherente del Magisterio #

Hoy se discute de todo en la Iglesia, incluso contra el obligado punto de referencia: contra el Magisterio. En estas condiciones, un tanto caóticas, los órganos del Magisterio deberían dejar de considerar como tabú el actual “pluralismo” doctrinal y moral, que conduce a cierto eclecticismo y, por vía rápida, al escepticismo de muchas personas. Desde el “pluralismo” mal entendido no se puede evangelizar; el Evangelio es siempre anuncio gozoso, rotundo y claro de Cristo muerto y resucitado, no anuncio amargo de reivindicaciones discutibles, o de negaciones del dogma y moral cristianas. Ante todo, se hace necesario saber, es decir, que la gente sencilla sepa, con absoluta claridad, quién es católico y quién no. Los teólogos harán bien en no llevar sus disputas, aun las legítimas, a la plaza pública, puesto que su misión es esclarecer, no confundir. A ambas cosas puede poner remedio el Magisterio, aun a riesgo de la ruptura de alguno con la Iglesia: ésta es ya real en no pocos casos. Cuanto más se difieran las medidas clarificadoras y autorizadas del Magisterio, más se debilitarán las posibilidades reales de evangelización.

En particular, considero urgente proceder con más autoridad en todo lo relativo a las enseñanzas que se imparten en ciertas Facultades teológicas; en los centros de estudios pastorales, en las editoriales, vinculadas a personas o instituciones de la Iglesia, y en los medios de comunicación social en que escriben y actúan sacerdotes y religiosos.

En resumen, este Sínodo puede ser la gran ocasión para reflexionar, desde la fe, sobre la necesidad de sobrenaturalizar mucho más el pensamiento y la acción de los católicos –empezando por los obispos y sacerdotes– en orden a estar atentos a la voz de Cristo, más que a la del mundo. Sólo así podremos evangelizar. Porque es importante conocer el mundo que vivimos, pero es mucho más importante ser bien conscientes de que la sabiduría de este mundo no es la que nos interesa, sino Cristo y éste crucificado.

Intervención del día 17 de octubre #

Al tratar de la evangelización, creo que es necesario hacer unas reflexiones sobre los evangelizadores, principalmente los que han recibido el ministerio sacerdotal. Conviene:

Celibato #

Subrayar más un signo de muchísima importancia, del cual no se ha dicho casi nada. Conviene resaltar el valor del celibato y de la virginidad. Este signo tiene un fundamento bíblico muy fuerte, manifiesta el valor de la trascendencia a los ojos del mundo y promueve una ascesis profunda que es necesaria para fomentar el trabajo apostólico.

Y pido esto porque, dándose como se dan tantas secularizaciones entre los sacerdotes (por dificultades en la fe, o por la impugnación contra las Escrituras de la Iglesia, o por las excesivas libertades que impiden la observancia de sus obligaciones), juzgo que es necesario resaltar de nuevo el valor del celibato, tanto para los sacerdotes como para los alumnos de los seminarios. Y no digamos que esto ya lo hizo el Sínodo anterior, ya que también trató de la justicia y de la promoción humana, y ahora con toda razón volvemos a insistir en el asunto.

Pobreza #

Si en el Sínodo se trata de la pobreza, debemos examinar con precisión el concepto de pobreza, de acuerdo con el verdadero sentido evangélico. Y digo esto al ver cierto modo de hablar, bastante extendido entre algunos grupos de sacerdotes y religiosos que se dedican a evangelizar. Se ve que tienen un concepto de pobreza que engendra confusiones y, guiados de este criterio erróneo, desprecian ministerios que son completamente necesarios para la evangelización, por ejemplo, las instituciones que se dedican a la enseñanza y tareas semejantes, que exigen tener edificios, instrumentos de trabajo y un género determinado de vida personal y colectivo, cosas ellas, necesarias para cumplir bien con el deber de evangelizar a los pobres y a todo el mundo.

Se dan también casos de quienes, viviendo con los pobres y acomodándose en el porte externo a la vida de éstos, no son pobres de corazón, porque les falta la confianza en el Padre celestial y manifiestan un subjetivismo tan cerrado que no ceden por nada en sus criterios personales y desprecian a quienes no piensan como ellos. Esta actitud aparece con frecuencia entre los llamados “cristianos por el socialismo”, de los cuales muchos, incluso sacerdotes, fomentan la opción marxista. Acaso sea cierto que la Iglesia no estuvo presente de manera adecuada entre los obreros cuando empezó el desarrollo industrial, pero ésta es otra cuestión. El esfuerzo que se está haciendo por promover la justicia en la actualidad no debe ni puede pasar por alto todo lo que la Iglesia ha hecho y sigue haciendo en favor de los pobres, por medio, por ejemplo, de religiosos de ambos sexos y de muchísimos sacerdotes que han trabajado y trabajan actualmente en el mundo rural, los cuales son verdaderos pobres.

Funciones que corresponden a los laicos y a los sacerdotes #

Convendría también señalar mejor los límites entre las funciones que corresponden a los laicos y las que corresponden a los sacerdotes en el trabajo de la promoción humana.

El Concilio Vaticano II ya puso algunos principios y también lo hizo el Sínodo último; pero el asunto sigue exigiendo una clarificación en la práctica, porque de la falta de claridad surgen grandes confusiones en la evangelización, sobre todo cuando se trata de cuestiones relacionadas con el campo político, con el social y con la reforma de estructuras.

1 Un buen comentario a este punto es el documento del episcopado italiano Evangelización y sacramentos, del 12 de julio de 1973: véase Ecclesia, 1973, 1326-1337.