Conferencia pronunciada el viernes de Ceniza, 26 de febrero de 1971.
Tanto amó Dios al mundo que le dio su Unigénito para que todo el que crea no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3, 16). Ésta es la religión cristiana: creer que Dios se interesa por los hombres, los ama, los salva y les comunica su propia vida por medio de Jesucristo. La religión cristiana afirma que la historia de la humanidad es la historia de la Salvación y en el centro de esta historia se halla Cristo, el Verbo encarnado, muerto y resucitado para la salvación del hombre. Ciertamente es la religión de la salvación del hombre, todos los hechos se encadenan bajo un aspecto único: el Amor de Dios, salvador y redentor. Cristo Jesús… ha venido a veros de parte de Dios, sabiduría, justificación, santificación y redención (1Cor 1, 30).
Es la historia que tiene como protagonistas a Dios y al hombre en un mundo que se le ha dado a éste como tarea: todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios (1Cor 3, 22). Porque el hombre es hecho a imagen y semejanza de Dios: ama la verdad, la belleza, el bien, la bondad. Lo ama y es capaz de ello. Somos capaces de realizar, de descubrir, de investigar, de recrear las leyes que desde siempre Dios dio al mundo, de liberarnos de lo que nos ata y oprime, de lo que nos esclaviza y encierra. Somos capaces de ayudar a otros hombres, de comprenderlos, de compadecerlos, de alegrarnos con ellos, de sufrir con ellos. No estamos encerrados en nuestro propio yo, a no ser que nosotros mismos nos encerremos.
Esencia de la religión cristiana #
Todas las filosofías y antropologías están de acuerdo en que el hombre es un ser que “ha de hacerse”, un ser en tensión hacia lo que “va siendo”, una búsqueda radical, un ansia inagotable de plenitud. No todas le conceden el que sea capaz de decidir y elegir, el que sea responsable de su propio destino, de su afirmación o de su negación, dimensión para nosotros radical y ontológica de la estructura humana. Y menos todavía el que sea un “yo” abierto a un Tú en el que se va realizando y en el que alcanzará su plenitud, tal como da a entender San Pablo: Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios(Col 3, 3). Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él(Col 3, 4).
Pero estoy hablando a cristianos, a hombres y mujeres que creen en Jesucristo, hombre y Dios, que creen que el hombre es una búsqueda radical de un Dios personal que se ha revelado y ha manifestado cuál es la realidad humana, cuál es la divina y cuál la relación del hombre con su Dios. Si no fuera así, mi exposición tendría que ser completamente distinta. Por eso, quiero hablar con alegría y con la fuerza que nos da nuestro cristianismo, con la seguridad de que hemos sido salvados por Jesucristo en quien y por quien tiene sentido la alegría, la tristeza, el dolor, el gozo, el fracaso, el éxito, etc. Que no nos destina Dios a la ira, sino a la salvación por nuestro Señor Jesucristo (1Ts 5, 9).
Mi lenguaje es directo y no pretende síntesis acomodaticias en que todo queda al mismo nivel y juzgado como del mismo valor. Busco lo original y propio del cristianismo, lo que es exclusivo de él. En todo hecho y en toda relación hay algo propio y peculiar que es reflejo de su naturaleza y manifiesta la riqueza particular que encierra. No es lo mismo un hombre que un animal. No es lo mismo la relación entre los hombres en general, que entre marido y mujer o entre padres e hijos. No es lo mismo religión cristiana que humanismo. Y creo que es uno de los grandes males de nuestra época esta tendencia al igualitarismo ideológico en que todo se mezcla y yuxtapone para terminar en la más triste confusión de principios y normas.
Admiro al hombre de cualquier religión o ideología que, convencido de ella, es consecuente con sus exigencias en su vida y en su palabra, sin medias tintas, dando con toda lealtad lo que él cree como verdad. Por eso nosotros, los cristianos, convencidos de la verdad, hemos de estar firmes en la doctrina que desde el principio hemos oído (cf. 1 Jn 2, 24).
Padres, educadores y todos los que amáis el concepto católico de la vida, si estáis convencidos de ello, sed también consecuentes. Necesitamos convicciones, lealtad, doctrina clara y recia; no indecisiones, no halagos, no amalgamas de ideas, no esnobismos. La apertura, la amplitud de criterio, la visión profunda y real no tiene nada que ver con las claudicaciones y las mezclas cobardes y sensacionalistas de ideas y actitudes para llamar la atención. Seamos firmes y valientes en la defensa de la verdad que exponemos. ¿Época de testimonio, de autenticidad, de respeto a las ideas del otro? ¿Qué entendemos por todo esto? ¿Somos conscientes de las exigencias de esta autenticidad y de ese testimonio que hemos de dar, del respeto a la verdad en que creemos? ¿Os imagináis a los científicos cediendo de la verdad conseguida por acercarse a otras teorías hipotéticas? ¿Creéis que hubiera avanzado la técnica y la ciencia? Sólo adelanta la ciencia a partir de las leyes y verdades ya logradas y mediante ellas, eso sí, nuevas formulaciones e hipótesis. La verdad, si es verdad, no puede destruirse, y, permitidme la redundancia, la verdad, si es verdad, no es error, ni relativismo.
El mundo no rechaza a Dios, sino al Dios que le presentamos. Nuestros chicos y nuestros jóvenes, no rechazan el cristianismo; rechazan nuestro cristianismo amalgamado y ficticio. Conozco experiencias concretas; no aborrecen la religión, ni siquiera en las aulas, sino la forma de dársela. El hombre se entusiasma por la búsqueda, la investigación, el estudio serio y profundo de los problemas. El hombre que hemos dicho que es una búsqueda radical y cuyo mayor anhelo es alcanzar la felicidad, en el amor y en el bien, necesita saber de Dios. Pero, ¿nos esforzamos para presentar al Dios que nos ha revelado Jesucristo? ¿Existe la misma preparación para la formación religiosa que para la enseñanza de la matemática, la historia, la física? Lina cosa es la sencillez y la buena voluntad y otra la imprudencia. Se necesita un conocimiento serio y profundo de la religión revelada. Asusta leer artículos sobre materias religiosas tan llenos de fallos en sus planteamientos. ¿Se atreverían esas mismas personas a hablar con ese mismo bagaje, hecho de simple intuición y subjetivismo, sobre temas de energía nuclear o de viajes espaciales? ¿Qué seguridades no habría que exigir para experimentar ideas de las que depende la orientación de la vida humana?
El humanismo cristiano #
Frente a todas las filosofías y a todos los sistemas que rechazan la salvación para el hombre, el cristianismo afirma que es posible esa salvación si éste la quiere; más aún, que es hijo de Dios. Mas a cuantos le recibieron les dio poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre: que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos (Jn 1, 12-13). El hombre cristiano se alimenta de la fe en Jesucristo; ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe (1Jn 5, 4).
El mundo ejerce su presión de muy distintas maneras, exterior e interiormente: actúa sobre los sentidos, sobre las ideas, sobre los sentimientos, sobre el juicio de valores. El mundo trata de llenar al hombre y de invadirlo. El cristiano tiene que vencer esa fuerza y lo consigue si se alimenta con la fe.
El hombre cristiano se desarrolla en la esperanza. Por ella encuentra fuerza en su dolor, éxito en su fracaso, sentido a su enfermedad. Su recompensa es Cristo mismo. Cuanto tuve por ventaja lo reputo por daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo y ser hallado por Él no en posesión de mi justicia, la de la ley, sino de la justicia que procede de Dios, que se funda en la fe y nos viene por la fe de Cristo (Fil 3, 7-9). Reboso de gozo en medio de mis tribulaciones (2Cor 7, 4). El mismo cristiano vive en el Amor. Éste es mi precepto, que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos; vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15, 12-14). El amor es el primero y máximo mandamiento, la regla de conducta, el camino hacia la totalidad “con todo el corazón, con toda la inteligencia, con todas las fuerzas” que exige en la práctica una confianza sin reserva en el amor de Dios, una búsqueda incesante del reino de Dios y su justicia, y un amor a los hermanos, como el que Cristo nos tuvo, hasta hacer bien a los que nos aborrecen y dar la vida por ellos. Hay un camino para el cristiano: la verdad cada vez más plena y profunda, la actitud y disposición cada vez más firme, la actuación cada vez más resuelta.
Una crítica superficial y ligera de las afirmaciones anteriormente expuestas hablaría en seguida de abstracciones, de metafísica religiosa vaga e inservible. ¿Para qué –nos dicen– esas reiteradas y adormecedoras apelaciones a un misterio inalcanzable, Cristo, y a unos valores confusos –fe, esperanza, amor– que andan siempre flotando en nuestra mística cristiana, pero nunca resuelven los problemas concretos con que tienen que enfrentarse, quiéranlo o no, el hombre y el mundo en su marcha a través de la historia? Vosotros los cristianos, se nos dice, os desentendéis del hombre, y os refugiáis en los dominios de una transcendencia nunca experimentable y positiva. No nos sirven esos secretos vuestros.
Es el reproche continuo y permanente que se hace al cristianismo y a los discípulos que afirman ser seguidores del misterio. La objeción es tan repetida, bajo diversas formas, que permite llegar a una conclusión poco grata para el orgullo humano: la incapacidad para superar en este mundo la dialéctica entre el anhelo de victoria total que el hombre tiene y el fracaso a que inevitablemente llega en su lucha. Acusar al cristianismo de evasión y de alejamiento de las condiciones en que el hombre ha de realizar su combate en la tierra, es una injuria repetida sin cesar incluso por las llamadas “mentes lúcidas” de cada siglo; y gustar las hieles amargas de la derrota humana en su afán de ascensión ilimitada, es otra experiencia que se acumula a las anteriores, generación tras generación, sin que nada autorice a pensar que se rectificará alguna vez con suficiente eficacia. El cristianismo y los cristianos fieles seguirán ofreciendo a la contemplación del mundo, y como ideal para la acción, al Hombre-Dios; pero los hombres seguirán amando más las tinieblas que la luz (cf. Jn 3, 19).
Quiero decir que hay un humanismo cristiano, que es el verdadero humanismo; que hay un hombre cristiano que, precisamente por serlo, está en condiciones de realizar en sí la figura del hombre completo. Y a la vez, que todo humanismo que se olvide de Cristo, y más si le rechaza, ni será humanismo salvador ni engendrará jamás el tipo de hombre completo que va buscando. La razón es sencilla: en la tarea de edificación del hombre hasta su altura máxima, aspiración frustrada de todos los humanismos, ya no es posible prescindir de que Dios se ha unido con el hombre en la encarnación para marcar el camino y señalar la naturaleza del esfuerzo que hay que realizar para lograr un ser nuevo.
La conciencia de su unión con Dios hace del cristiano un hombre fuerte. Su vida interior le capacita para la perseverancia en la lucha ineludible en el mundo, porque le sitúa previamente en la perspectiva de la serenidad creadora, libre de turbaciones y de angustias.
Libertad y gracia #
“El cristiano está en paz con Dios: por la Redención y el perdón divino; en diálogo con Dios: por la oración; en el pueblo de Dios: por la pertenencia a la Iglesia; en manos de Dios: por la providencia divina; habitado por Dios: por la presencia en el alma de las tres Personas divinas; ayudado por Dios: mediante la gracia sacramental y actual; alimentado por Dios: por la Eucaristía”1.
Por un motivo tan fuerte como es el amor de Dios, el cristiano, a pesar de todas las dificultades y sufrimientos del drama que muchas veces es la vida, vive en una silenciosa libertad, en un honda alegría y confianza. Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20).
Pobre concepto de libertad el que enfrenta dos libertades, la de Dios y la del hombre, la alegría y la dificultad del vivir, la confianza en Dios y la responsabilidad. El cristiano no se siente encarcelado, oprimido, apresado en un mundo absurdo. Sabe que todo es obra de Dios y coopera al bien de los que aman, lo cual no quita vigor, realismo, autenticidad, dinamismo, ni “crudeza” a su existencia. Por el contrario, es mucho más lo que está comprometiendo: su eterna salvación.
La fe no cierra los ojos a la realidad del mundo, hace cobrar conciencia de lo que es “ser para siempre” o “no ser”. Somos protagonistas de nuestra propia historia. Nada se hará sin nosotros. No se “es” cristiano, se va siendo cristiano, hay que ir identificándose con Cristo hasta poder exclamar con la plenitud de que se sea capaz: Para mí la vida es Cristo (Fil 1, 21). Hay que ir comprendiendo que el verdadero milagro de hoy es el que se ofrece en cada hombre que sale de la opresión sorda y pesada y es capaz de ver, a la luz de Cristo, que el Reino de Dios es la Justicia perfecta que sobrepasa la obra exterior y va al interior de nuestra conciencia en el amor de Dios y del prójimo.
Pobre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Nuestro Señor…, por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús (Rm 7, 24; 8, 1).
El humanismo cristiano cobra conciencia de la grandiosa tarea que le ha sido confiada al hombre, tarea religiosa porque la acción humana se realiza en el mundo, pero se sabe obligada por la voluntad de aquel que ha venido al mundo y está por encima de todo. El cristiano vive, obra y realiza sus acciones a partir de la responsabilidad de la fe, y no meramente por un impulso personal que se traduce en el despliegue de sus facultades.
El humanismo cristiano quiere la máxima apertura del hombre, apertura a su inmanencia y a su trascendencia, apertura a la riqueza personal y a la comunidad de los hermanos. Sabe que los hombres tienen hambre y sed que no pueden ser saciadas con la posesión del poder, el progreso, la técnica, la ciencia. Da un toque de alerta contra una ciencia que se deshonra por la crueldad y deshumanización de sus aplicaciones, contra un sistema de vida aplastado por la codicia, el materialismo, la confusión. Nos libra de la moral del orgullo, de la altivez, del culto a la energía, de una falsa dignidad basada en la insubordinación, aunque sea desesperada, contra la iniquidad y el desorden. Busca sin cesar la exacta proporción y la armonía entre el progreso de la materia y el espíritu del hombre.
El humanismo cristiano tiene una exigencia: sumergirse en el misterio de Cristo: Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo (Jn 17, 3). El misterio es uno y toda la creación está inmersa en él. Los dogmas son aspectos múltiples de un misterio total: “Vosotros en mí y Yo en vosotros”.
Algo más que lo meramente humano #
La religión cristiana no es un humanismo en el sentido de que sea resultado –todo lo noble y elevado que se quiera– del esfuerzo, la aspiración, el anhelo, la creación del ser humano. Es una religión que tiene su autor en Dios; su contenido sustancial, doctrina, gracia y redención, es también de Dios; su afán esencial es comunicar al hombre la vida de Dios en la tierra y en el cielo.
La religión cristiana no es un humanismo en el sentido de que tenga como objeto directo y principal cultivar las relaciones humanas –las del trabajo, el progreso, la economía, la ciencia, la política– extendiendo los círculos de la solidaridad y el perfeccionamiento meramente humano. No puede limitarse a esto una religión, cuyo fundador, Cristo, afirma: os es preciso nacer de nuevo (Jn 3, 7). Si alguno tiene sed, venga a mí y beba (Jn 7, 37).
La religión cristiana no es un humanismo en el sentido de que tenga como suprema aspiración el desarrollo humano del hombre, de cada hombre, en sus dimensiones personales o sociales. No puede reducirse a esto una religión cuyo Maestro, y divino fundador, dice: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura (Mt 6, 33).
Ahora bien, la religión cristiana favorece y construye el humanismo rectamente entendido; más aún, ama al hombre como ser humano, que es imagen de Dios, bendice todos los progresos de su inteligencia y los estimula; anhela el establecimiento de unas relaciones sociales, políticas, económicas, artísticas, que permitan a los hombres ensanchar sus fronteras hasta no ver los límites; quiere que el pan que produzca la tierra se reparta bien y no haya ninguna mesa desabastecida; quiere que los hombres se amen, los padres y los hijos, los hermanos, el varón y la mujer; los esposos; el maestro y sus discípulos; los enemigos, incluso hasta dejar de serlo y perdonarse.
Quiere el desarrollo de los pueblos y llega a decir que esto, el desarrollo, es el nombre nuevo de la paz.
Quiere todo lo que quiere un hombre recto, noble, fuerte, puro, limpio, no lo que quiera la pasión que se llama guerra, odio, sexualidad desordenada, avaricia, egoísmo o fantasía alucinante.
No puede contentarse con un humanismo poético “que trata de ver en la actividad artística y, en particular, poética, la única justificación de la existencia, ya porque nos pone en comunicación con verdades esenciales que nos resultan por lo demás inaccesibles, ya porque no infunde el sentimiento de una actividad absolutamente libre, de un poder como infinito”2.
Ni con un humanismo heroico, lanzado a la acción, el riesgo, el combate, el arrojo, enamorado de la tragedia para convertirla en vida, encarnado con las contradicciones y los conflictos para superarlos en un esfuerzo ciego, aunque nobilísimo, sin un punto de referencia superior que derrame un rayo de luz en medio del sombrío tormento de las catástrofes que se suceden.
Ni con un humanismo científico que confíe sin más al desarrollo de la ciencia y sus técnicas el timón del navío en que los hombres han de hacer su travesía, dado que junto al innegable proceso liberador que la ciencia alimenta y garantiza, aparecen también las inquietudes de una nueva esclavitud: la del hombre ahíto de conocimientos científicos, pero carente de sabiduría, manipulado, amenazado por “una ciencia inconsciente e irresponsable que pesa cada vez más sobre él”3.
Mucho menos con el humanismo marxista o el existencialismo ateo, que oprimen al hombre para liberarle después, matando la vida que se quiere crear, o proclamando el reinado del absurdo para ofrecer un desesperado consuelo a los interrogantes que no tienen respuesta.
Un humanismo clásico se pregunta, ¿qué es el hombre? Un humanismo moderno entroncado con Nietzsche, como es el de Malraux, ¿qué puede el hombre? Otros humanismos actuales unen las dos interrogantes y formulan así la pregunta: ¿Qué será el hombre? ¿Qué hacer del hombre si no hay Dios, ni Cristo? ¿Es la condición humana una fatalidad inexplicable? ¿Dios ha muerto y el hombre tiene que arreglárselas a solas con el universo? ¿Cómo responder a las preguntas de los hombres y mujeres angustiados porque se ven miembros de una generación vacía de grandeza, de calidad humana, sin Dios, o con un Dios impersonal, lejano, cada vez más oscuro y borroso?
No hay más remedio que volver al humanismo cristiano, que cuenta a la vez con Dios y con el hombre. A los demás humanismos se les rompen las categorías en sus manos. Se necesitan otras de orden superior. Dios no es el “otro”. Hay que escuchar su palabra, experimentar las propias limitaciones, vivir la verdad de los humildes, para ponerse en camino hacia la verdad de los fuertes. Lo demás es invertir los términos y acumular fracasos.
He aquí estas palabras luminosas de Gabriel Marcel, el filósofo del existencialismo cristiano:
“Orientar de esta forma nuestra vida hacia el más allá, es, no cabe duda, tomar la posición contraria a la adoptada por la casi unanimidad de los filósofos contemporáneos, y no discuto que, en el fondo de mí mismo, una voz, inquieta, protesta y defiende con insistencia a favor de las metafísicas de la tierra. Sin embargo, podemos preguntarnos si la negación sistemática del más allá no origina la base de las convulsiones que, en nuestra época, han alcanzado su paroxismo; quizá sólo puede instaurarse un orden estable si el paroxismo; quizá sólo puede instaurar un orden estable, si el hombre conserva una conciencia aguda de lo que podríamos llamar su condición itinerante, es decir, si recuerda constantemente que se trata de abrirse un camino precario, a través de los bloques erráticos de un universo hundido y que parece escaparse a sí mismo por todas partes, hacia un mundo de constitución ética más fuerte, y de la cual aquí abajo sólo puede percibir unos cambios y unos reflejos inciertos. ¿No ocurre todo como si este universo hundido se alzase implacablemente contra el que pretende establecerse en él hasta el punto de habitarlo permanentemente? Ciertamente, no se discutirá que la afirmación de ese más allá lleva consigo un riesgo, el “atractivo riesgo” del que hablara el filósofo antiguo, pero todo consiste en saber, si negándose a recorrerlo, no se compromete uno en un camino que, pronto o tarde, lleva a la perdición”4.
El agua viva #
Hemos de hacer un esfuerzo, y llevar al mundo de hoy a ese manantial de agua viva que el Señor, Jesús, afirmó de sí mismo (Jn 7, 37-38). El que hasta Él llegue “encontrará allí una fuerza interior, una savia de vida espiritual, una pureza (entendemos por ella, la ausencia de toda ambición personal, de toda política humana) sin paralelo en la historia religiosa. Allí aprenderá, o reaprenderá, maravillándose de haber comprendido tan poco, oraciones que ponen a Dios en su lugar propio y el hombre en el suyo. Una moral santa, y sana también, en parte implícita, sincera, sin afectación y sin afeites; entre el heroísmo sugerido y el deber necesario, las proporciones se guardan tan justamente que los abusos, que en ninguna parte descansan, aquí son tenidos en jaque, o al menos denunciados para que se puedan evitar. Un culto espiritual donde se confiesa que Dios solo es bueno y es el Padre de todos; que nadie le conoce fuera del Hijo y que nadie le ignora; que es al único que se debe temer y al primero que se debe amar. A la vez se hace justicia a todo el hombre, tratándole, no como puro espíritu o como animal de placer y de gloria, sino como ser sensible y social; una criatura adoptada, graciosamente prevenida y no coaccionada; un pecador –nótese este rasgo, en contra de las quimeras de todos los tiempos– rescatado, pero que necesita remisión; un peregrino en marcha, por un mundo oscuro y dividido, hacia el Reino de los cielos. De esta religión magnífica donde muchos, entre los más grandes y mejores, han hallado su paz, Jesucristo es el autor, el Maestro, el todo. Históricamente, Él aparece a su hora, insertándose en una tradición augusta, inmemorial, que completa sin abolir; los salmos y los profetas de Israel están llenos de una inmensa esperanza que él ha realizado en el sentido más espiritual.
“Sus gestos, sus palabras, su mensaje –tan personales y directos– por luminosos que sean, permanecen llenos de misterio, rodeados de una sombra sagrada. Y éste es, sin duda, el más alto de sus atributos, el más divino.
“Si, pues, parecen volver los días que describía el antiguo profeta:
He aquí que vienen unos días
–oráculo del Señor Yahvé–
en que enviaré mi hambre sobre la tierra:
no hambre de pan, y no sed de agua
sino de oír las palabras de Yahvé.
Y discurrirán de uno a otro mar,
y del Septentrión al Oriente;
e irán de un lado para otro buscando la palabra
de Yahvé, y no la encontrarán.
En aquellos días desfallecerán las doncellas hermosas,
y los jóvenes abrasados por la sed (Am 8, 11-13);
si es realmente el hambre y la sed de Dios lo que trabaja oscuramente a una generación cansada de la aridez racionalista, y la lanza en pos de las religiones más diversas del Septentrión al Oriente, que se oriente hacia el manantial evangélico y se ofrezca, entrando en la escuela del Maestro humilde y manso, “por la humillación, a la inspiración”, que le revelará la única cosa que, en realidad de verdad, les es provechoso conocer”5.
1 M. Benzo, Teología para universitarios, Madrid, 19653, 295.
2 Gaetan Picón,Panorama de las ideas contemporáneas,Madrid, 1958, 769.
3 Ibíd., 813.
4 Gabriel Marcel, Homo-viator, París, 1945, 62.
5 L. de Grandmaison,Jesucristo, su persona, su mensaje, sus pruebas,Barcelona, 1932, 968-969.