Resucitó, no está aquí

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Resucitó, no está aquí

Conferencia pronunciada el 28 de marzo de 1969, viernes de la Semana de Pasión.

Terminamos hoy esta serie de predicaciones cuaresmales comenzadas en la noche del Miércoles de Ceniza. Quiero dedicar este último día a ofreceros unos puntos de meditación sobre la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, sobre su resurrección y la resurrección de la Iglesia. La piedad cristiana dedica hoy un recuerdo especial a nuestra Madre Dolorosa, la Santísima Virgen María. A Ella encomiendo mi trabajo de esta noche, para que nos obtenga, con su intercesión maternal, la bendición de Dios, que asegure el provecho espiritual que vamos buscando.

Estamos ya a las puertas de la Semana Santa. Una vez más, el alma religiosa de los que creen y aman a Jesucristo tendrá la oportunidad de contemplar el árbol de la Cruz, para ofrecer al Señor las adoraciones de su corazón y alimentar su esperanza bebiendo en las fuentes de la vida. ¿Quién hay que no haya besado alguna vez un crucifijo y sostenido coloquios con quien en él está clavado, coloquios cuyas expresiones sólo son conocidas por el que las pronuncia y por el Señor a quien van dirigidas? La más honda e impenetrable intimidad humana ha dejado de tener secretos frente al Crucificado, y, por una misteriosa paradoja, el silencio del Cristo muerto ha roto todos los silencios de los hombres, quienes, al igual que pequeñas criaturas, a Él le han confiado todo cuanto sienten dentro de su corazón. Cristo es un muerto que habla y con el que se puede hablar, porque es la misma Vida. Que su Madre Santísima nos conduzca hasta Él, si todavía necesitamos de alguna ayuda valiosa para restaurar nuestra confianza y para obtener de Él los frutos de esa redención que siempre está aplicándose a través de la Iglesia.

Meditemos, pues, esta noche, aunque sea brevemente, sobre su pasión y muerte, sobre su resurrección y sobre la resurrección de la Iglesia.

Pasión y muerte de Jesús #

En primer lugar, sobre la pasión y muerte de Jesucristo. Leemos en el Evangelio de San Juan, capítulo diez y ocho:Diciendo esto salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró con sus discípulos. Judas, el que había de traicionarle, conocía el sitio, porque muchas veces concurría allí Jesús con sus discípulos. Judas, pues, tomando la cohorte y los alguaciles de los pontífices y fariseos, vino allí con linternas y hachas y armas. Conociendo Jesús todo lo que iba a suceder le, salió y les dijo: ¿A quién buscáis? Le respondieron: A Jesús Nazareno. Él les dijo: Yo soy. Judas, el traidor, estaba con ellos. Así que Él les dijo: Yo soy; retrocedieron y cayeron en tierra. Otra vez les preguntó: ¿A quién buscáis? Y ellos dijeron: A Jesús Nazareno. Respondió Jesús: Ya os dije que Yo soy; si pues, me buscáis a mí, dejad ir a éstos; para que se cumpliese la palabra que había dicho: ‘De los que me diste no se perdió ninguno’. Simón Pedro, que tenía una espada, la sacó e hirió a un siervo del pontífice, cortándole la oreja derecha. Este siervo se llamaba Maleo. Pero Jesús dijo a Pedro: Mete la espada en la vaina; el cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo? (Jn 19, 1-11).

Es la escena del prendimiento de Jesús en el Huerto de los Olivos. Él quiso que sus Apóstoles quedasen libres, para que se cumpliera lo que había dicho: Que ninguno se pierda de los que tú me diste. Y, en electo, sólo Cristo quedó maniatado y preso. Los Apóstoles pudieron ponerse a salvo. Es una lección para nosotros, los educadores de la fe, los padres cristianos. Cuando nos sacrificamos, muchas veces tenemos que sacrificarnos solos, para que no se nos pierda ninguno de los que nos han sido dados. Es cierto que la educación cristiana, el trabajo sobre el alma, pide sacrificios a todos: al que lo realiza y a aquel en cuyo favor se está realizando. También el que recibe el don de la fe tiene que sacrificarse, pero aún más el que lo ofrece, aquel que tiene una responsabilidad en la misión de conducir a los demás. Nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos, padres de familia, particularmente nosotros. Enumero estos estados, porque en ellos brilla con más claridad la obligación de educar en la fe. Hemos de aceptar el sacrificio solos, en muchas ocasiones, aun cuando nos parezca inútil. Seguimos así el ejemplo de Cristo.

Sin embargo, uno de los Apóstoles, Judas, se perdió, porque quiso. Aquella noche se salvó, como los demás. Pero, poco después, sucumbía al poder de las tinieblas. Su obstinación y su codicia le perdieron. El Evangelio le llama traidor, porque entregó a Jesús. ¿Traidor de qué? A la amistad de Cristo, a las llamadas del Señor. Traidor también al espíritu de humildad, propio de todo apóstol cristiano, que jamás, jamás, debe confiar en sí mismo. Hemos de darnos cuenta del valor de esta actitud siempre que trabajemos al servicio de la Iglesia por el bien de los hombres. Confianza en nosotros, en nuestros propios criterios y juicios, en nuestros programas, que tan fácilmente inventamos cuando nos reunimos en torno a una mesa para hablar de todas las cuestiones divinas y humanas, no. Antes hay que poner la confianza en Dios, en nuestro Señor Jesucristo, y empezar junto a Él como niños pequeños, como apóstoles silenciosos, como hombres que nada tienen que decir, si no es la santa palabra de Dios. Judas no obró así. Se obcecó. Vivió, ya desde tiempo atrás, el tormento desesperante del aislamiento orgulloso y soberbio. Él trazó su plan. Él buscaba lo suyo, y, por buscar lo suyo, se perdió.

Lo mismo que otro Apóstol: Pedro. Pero, en éste, todo fue distinto. Leemos ahora en el Evangelio de San Lucas:Apoderándose de Él–del Señor–lo llevaron e introdujeron en casa del sumo sacerdote. Pedro le seguía de lejos. Habiendo encendido fuego en medio del atrio y sentándose, Pedro se sentó también entre ellos. Viéndole una criada sentado a la lumbre y fijándose en él, dijo: Éste estaba también con Él. Él lo negó, diciendo: No le conozco, mujer. Después de poco, le vio otro, y dijo: Tú eres también de ellos. Pedro dijo: Hombre, no soy. Transcurrida cosa de una hora, otro insistió, diciendo: En verdad que éste estaba con Él, porque es galileo. Dijo Pedro: Hombre, no sé lo que dices. Al instante, hablando aún él, cantó el gallo. Y, vuelto el Señor, miró a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra del Señor, cuando le dijo: Antes que el gallo cante hoy, me negarás tres veces. Y, saliendo fuera, lloró amargamente(Lc 22, 54-62).San Marcos es todavía más expresivo; en lugar de decir: “lloró”, diceempezó a llorar(Mc 14, 72),frase en que podría descansar esa tradición según la cual ni un solo día del resto de vida dejó de llorar el pecado de sus negaciones.Pedro se arrepintió y pidió perdón. En Judas desapareció la esperanza. En Pedro, no. Las lágrimas de la penitencia interior salvan al hombre, hijos, siempre le salvan.Dichoso el que llora sin desesperación. El llanto de unos ojos humildes atrae la mirada de Jesús; y, al encontrarse con ella, el hombre se salva.

El contraste entre los dos Apóstoles es evidente. Judas, víctima de su desesperación, se destruye a sí mismo. Pedro, humilde y arrepentido más tarde, llora y se ofrece, sacrificando todo lo que en él hay de presunción, de miedo, de afán personal. Pedro se sacrificó también a sí mismo, y dejó de ser el pecador que niega para convertirse en el apóstol que cree y ama. Es la fecundidad del sacrificio aceptado, que empieza siempre con el arrepentimiento interior y nos permite unirnos con Jesucristo en su propio sacrificio.

La Iglesia es también la sociedad de los hombres que se arrepienten, lo cual, al orgullo del hombre moderno, podría parecer un título poco glorioso. Sin embargo, hemos de admitir que es la acción más profunda que un hombre puede realizar en favor de su unidad interior. Hombre que se arrepiente, no quiere decir hombre débil, fluctuante, tardo para la acción. Por el contrario, quiere decir hombre conocedor de sí mismo, serio amigo de las profundidades interiores, afanoso de Dios, porque no hay nadie que conozca un poco a Dios que no se sienta arrepentido de sí mismo al ver la propia torpeza humana y, por contraste, la infinita limpieza de Dios, hacia la cual nuestro corazón aspira.

La pasión y muerte de Jesús, considerada como sacrificio que Él acepta, nos permite ver y comprender la grandeza de Dios, a la cual Él se ofrece plenamente. Cristo entrega su vida al cumplimiento de su misión. Llega a la muerte a través de todo lo que puede ofrecer y sufrir un hombre. En Cristo va a morir el pecado, si los hombres quieren. Terrible grandeza la de las dos actitudes: la de Cristo que da muerte al pecado y la de los hombres, de quienes depende que, efectivamente, éste muera con ellos.

El sacrificio cristiano no tiene su origen en el hombre, sino en Dios. Y toda persona que viva cristianamente ha de sentir este llamamiento a padecer y morir, que es locura intolerable y absurdo para el mundo que no sabe de la santidad cristiana. Más aún, hoy día, el mero hecho de tocar estos temas en la normal predicación de la doctrina cristiana levanta protestas: “Que no nos hablen del dolor, que no nos hablen del sacrificio, de la muerte. Hartos sufrimientos tenemos ya en la vida. Hemos de gozar, hemos de vivir”. Yo pregunto: ¿En qué consiste vivir? ¿En ir siendo cada día más esclavos y víctimas de nuestras torpezas? ¿A eso lo llamáis vida? No puede haber vida digna de un hombre, si allá, en la interioridad de cada uno, no nos esforzamos por dar satisfacción a nuestros secretos anhelos de Dios.

El cristianismo nos alecciona sobre muchos misterios, que el hombre trata siempre de aclarar. Pero bastaría, para que el cristianismo fuera una religión grande, que supiera explicarnos el sentido del dolor. Solamente por esto merecería la religión de Cristo que se levantasen altares en su honor. No rebajemos el cristianismo a una ética de derechos humanos. Cuando tratamos de salvar al hombre, preguntémonos si la idea que tenemos de la salvación está conforme con la idea que de la salvación del hombre tiene Cristo.

El sacrificio, el ofrecimiento de nuestra vida en unión con los padecimientos de Cristo, es adoración a Dios, acción de gracias, súplica, propiciación de nuestros pecados. Ésta es la verdad definitivamente orientadora de la vida. Por eso Cristo, ante Pilato, poco después, declara: Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37). La verdad empieza por ahí. Es notable. Dice esta frase Jesucristo en el momento en que va a ser sacrificado. Cualquiera pensaría, ante esta declaración suya, que le queda por delante una larga vida en que va a seguir predicando, escribiendo, dirigiendo, hablando de la verdad. No, no. Lo dice como algo que efectivamente va a hacer y continuar haciendo, pero lo dice en el momento que va a morir, en que se va a consumar el sacrificio de su vida. Y así da el supremo testimonio, porque con su pasión, con su muerte y con su resurrección, nos ofrece la verdad de Dios, que Él revela, situada en su propia vida, que es el camino que a Dios nos lleva.

Cristo es el vidente. Los demás somos ciegos. Nos enredamos en el pecado, y somos tan pequeños que ni siquiera nos damos cuenta de todo el mal que en el pecado se encierra. Jesús es quien conoce al hombre y al mundo, y le salva así, así. No hemos de imponerle nosotros los métodos de salvación. Él establece el camino. Y su camino fue éste: el de ofrecer su vida al Padre, para dárnosla también a nosotros. En Getsemaní y en la Cruz, con sus palabras: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mc 27, 46), sostuvo para siempre al mundo. Era el desamparo de la humanidad. Y Jesús está como recogiéndola. Es la humanidad la que estaría perpetuamente desamparada de Dios, si Dios atendiese sólo al pecado. Pero Jesús nos recoge y, ofreciéndose como víctima llena de amor e incorporándonos con la invitación que Él nos hace a la vida del amor que Él nos da, logra que volvamos de nuevo a la amistad con Dios. Muy poco después podrá decir en la cruz: Todo está consumado (Jn 19, 30), porque se han cumplido ya los caminos de salvación que Él vino a traernos.

Ésta es la Redención para nosotros: ponernos cada uno personalmente en la perspectiva de la encarnación, la pasión y muerte del Señor, y mirar al mundo con sus ojos, después que hayamos sentido con Él el horror al pecado. Y así resucitar y vivir. Hemos de centrar y organizar nuestra vida en torno a un amor y a una profesión. Cuando está con sus Apóstoles en la última Cena, en una frase que resume todo lo que va a venir, les dice a ellos, y en ellos a todos los sacerdotes del mundo: Haced esto en memoria mía (Lc 22, 19). Una sola vez entró Cristo en el sacrificio y su acción fue eterna. Cada vez que los sacerdotes cumplen el mandato de Cristo perpetúan el sacrificio de manera visible entre los hombres. Cada vez más se revela la existencia cristiana. Cada vez más va cumpliéndose la frase, también de Cristo: Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos (Jn 15, 5). Cada vez más va cumpliéndose la frase de la liturgia en la Misa: “Por Cristo, con Cristo, en Cristo”.

Tiene sentido, pues, para un hombre de hoy, como para el de todos los tiempos, meditar en la pasión y muerte de Jesús, y comprender, a la luz de los padecimientos del Señor, lo que significa el dolor de nuestra vida, este misterio tremendo del hombre que sufre y que, sin embargo, quiere gozar siempre. Hemos de pasar por este camino, y sólo así llegaremos a identificarnos con Jesucristo. “Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la antigua alianza, Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión” (SC 5).

La resurrección del Señor #

Mas yo sé que este lenguaje no es suficiente. Si todo se redujera en Cristo a su pasión y muerte, tendríamos a la vista el ejemplo del heroísmo y del amor humilde insuperable, pero no tendríamos la religión de la esperanza. Es otra realidad la que lo llena todo, a la cual acudimos los cristianos en busca de la suprema explicación. Y esa realidad es la resurrección de Jesús. Ved también cómo nos lo narra el Apóstol San Juan:

El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al sepulcro, y vio quitada la piedra. Corrió y vino a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: Han tomado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto. Salió, pues, Pedro y el otro discípulo, y fueron al sepulcro. Ambos corrían, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero, e inclinándose, vio las bandas; pero no entró. Llegó Simón Pedro después de él y entró en el sepulcro, y vio las fajas allí colocadas, y el sudario que había estado sobre su cabeza, no puesto con las fajas, sino envuelto aparte. Entonces entró también el otro discípulo que vino primero al sepulcro, y vio y creyó; porque aún no se habían dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que Él resucitase de entre los muertos. Los discípulos se fueron de nuevo a casa. María se quedó junto al sepulcro, fuera, llorando. Mientras lloraba, se inclinó hacia el sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús. Le dijeron: ¿Por qué lloras, mujer? Y ella dijo: Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Diciendo esto, se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuera Jesús. Le dice Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: Señor, si le has llevado tú, dime dónde le has puesto, y yo le tomaré. Le dijo Jesús: ¡María! Ella, volviéndose, le dijo en hebreo: ¡Rabboni!, que quiere decir Maestro. Jesús le dijo: No me toques, porque aún no he subido al Padre; pero ve a los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: He visto al Señor, y las cosas que le había dicho(Jn 20, 1-18).

Después, las demás apariciones, durante los cuarenta días que van desde éste al de su ascensión a los cielos: apariciones a los Apóstoles, a Tomás el incrédulo, a las otras mujeres, a los discípulos de Emaús; también ¿cómo dudarlo?, a su Madre Santísima. Luego, el primado de Pedro, la Iglesia, y la vida de los cristianos en el mundo, hasta hoy.

La resurrección de Cristo no es sólo la prueba de su divinidad, no. Lo es, ciertamente. Pero yo me pregunto qué es para mí, como hombre, como cristiano, como discípulo suyo. Y veo que, gracias a la resurrección de Cristo, el destino humano, no sólo el alma, queda abierto a toda esperanza. Dios ha entrado en la historia del mundo no sólo como creador, sino como glorificador de ella. La resurrección nos revela el amor de Dios, la grandísima importancia que Él da al destino humano. Repito esta frase, porque no se trata sólo del alma; se trata del hombre en la más plena expresión de su ser. Por encima del Dios del universo creado, está el Dios Redentor del destino de los hombres. Con Cristo resucita el hombre, que queda definitivamente instalado en el centro de la creación.

El Verbo toma la naturaleza humana y nos la da a nosotros nuevamente, después de ofrecérsela al Padre, glorificada. Al perder su vida, nos encontró la vida. El Evangelio no es una biografía. Es mucho más. Trata de ponernos en contacto con una existencia que sobrepasa todos los límites, una existencia que irrumpe con fuerza eterna en la historia y la penetra ya para siempre. Y éste es el juicio de los hombres: vivir o no de esta existencia. La naturaleza humana ha sido redimida por Dios, y la resurrección de Cristo la abre a dimensiones de eternidad. Creo en la resurrección de Cristo; y, al creer, me doy cuenta de que estoy admitiendo dentro de mí lo que más necesito como hombre: la seguridad de vivir, de amar, de crear, de hacerlo todo grande, digno, limpio, lleno de rectitud y de justicia. Todo hombre aspira, sin saberlo o sabiéndolo, a vivir siempre, pero no con una existencia atada, esclavizada, expuesta al pecado. Todo hombre necesita a Dios para ser hombre del todo porque está hecho a imagen y semejanza suya. La resurrección de Cristo me asegura la adquisición de una fuerza divina que me resucitará después de mi muerte y me devolverá mi cuerpo y mi alma gloriosa, capaces de adorar a Dios sin ningún obstáculo. Esa adoración es la verdad suprema de la vida, supuesto que Dios es el creador del hombre.

“No conocemos –enseña el Concilio Vaticano II– ni el tiempo de la tierra nueva y de la nueva humanidad (cf. Hch 1, 7), ni el modo en que el universo se transformará. Pasa ciertamente la figura de este mundo deformado por el pecado (cf. 1Cor 7, 31); pero se nos enseña que Dios prepara una nueva habitación y una nueva tierra, en la que habita la justicia (cf. 2Cor 5, 2; 2P 3, 13) y cuya bienaventuranza llenará y sobrepasará todos los deseos de paz que se levantan en el corazón del hombre (cf. 1Cor 2, 9; Ap 21, 4-5). Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que se había sembrado débil y corruptible se vestirá de incorrupción (cf. 1Cor 15, 42 y 53), y permaneciendo la caridad y sus frutos (cf. 1Cor 13, 8; 3, 14), toda la creación, que Dios hizo por el hombre, se verá libre de la esclavitud de la vanidad” (GS 39).

Sí, la resurrección de Jesús no es únicamente símbolo del gran cambio que se opera en el hombre: “morir para vivir” o mejor, “morir para resucitar”. Morir al mal, a lo carnal, a lo efímero, a la naturaleza egoísta, contagiada y caída, para revivir en gracia, en pureza, en espíritu, es la garantía dada por Dios a los que trabajan por transformarse, de que no perderán sus trabajos y que su vida vale la pena de vivirse. Es por el Señor y con el Señor resucitado con lo que esta esperanza ha conquistado al mundo y se impone aún, en cierta medida, a los que, nacidos en países cristianos, han dejado de creer en la realidad del hecho de la resurrección. Jesús ha repetido en muchas formas y ha sostenido en contra de la expectativa apasionada de sus discípulos y de las exigencias quiméricas de sus adversarios, que la fe no se impone por signos prestigiosos y que era necesario llevar a la averiguación del Reino de Dios una vista limpia de espejismos carnales, sencillez de niño, rectitud y sinceridad enteras, y el amor antecedente del bien entrevisto. A los que buscan así, las obras de Jesús hablan muy alto y la resurrección de Cristo llena su corazón. “Que puedan los otros tomar de allí, por lo menos, motivo de cultivar en sí mismos estas disposiciones, y ‘recoger’, mientras esperan otra cosa mejor, en esta Sabiduría más humana, lo que llamaba el antiguo poeta Píndaro, ‘el fruto imperfecto de la humana sabiduría’”1.

Resurrección de la Iglesia #

Pero este misterio de Cristo resucitado –y llegamos a lo más original del cristianismo en este aspecto del que estoy hablando– no actúa únicamente sobre los hombres al final de los tiempos, cuando los muertos resuciten y se celebre el juicio universal. Está actuando ya. ¿Sabéis cómo y dónde? En la Iglesia. Sí, la Iglesia vive en una continua y permanente resurrección. No doy a esta frase un sentido apologético, como si quisiera afirmar que la Iglesia sale siempre triunfante de las persecuciones. No, no hablo de esto. Es algo más profundo. Quiero decir, que, gracias a la resurrección de Cristo, la Iglesia está actuando sobre los hombres con capacidad resucitadora. Aunque quedase reducida a un pequeño grupo de fieles, sería lo mismo. Ella, la Iglesia, extrae del cuerpo resucitado de Cristo sus riquezas; y las comunica. La Iglesia no vive del recuerdo de un cadáver glorioso. Vive de una fe y una esperanza, comunica el perdón del pecado, infunde la caridad con Dios y el amor al hombre, sostiene y da fundamento sólido a los anhelos más íntimos de verdad, de paz, de virtud, que laten en el corazón humano.

La Iglesia gime también, y sus gemidos dolorosos, ansiando siempre una pureza cada vez mayor, llegan hasta el corazón de los hombres. Y les convence de que, por muchas conquistas que hagan y muchos logros que consigan, todo es pobre mientras existan el mal y el pecado, el hambre y la injusticia, la violencia y la traición. La Iglesia se presenta al mundo con una palabra que da vida, con un don que es gracia de Dios, y con la vida misma de Dios. Y penetra también la historia. Gracias a la Iglesia, los hombres avanzamos por el mundo con nuestra alma y nuestro cuerpo albergando a la vez una esperanza fundada: la de no morir. Los sacramentos que me da la Iglesia, me los da para todo mi ser. Es mi cuerpo también el que se beneficia y se redime, del mismo modo que fue también el cuerpo de Cristo el que padeció, murió y resucitó. La Iglesia nos resucita ahora en el interior de las almas, y prepara con los dones que nos ofrece la resurrección gloriosa de nuestros cuerpos. La Iglesia está siempre viviendo de la resurrección del Señor.

No hablo de nosotros, los hombres, la jerarquía, los sacerdotes, los cristianos. Nosotros somos la Iglesia, sí, somos los primeros beneficiarios de sus dones. Pero esto que os estoy diciendo de la Iglesia se refiere a algo más íntimo, se refiere al Espíritu que la conduce, el Espíritu cuya venida nos anunció el Señor, una vez que Él muriera y resucitara. Por eso digo que en el Espíritu que late en las entrañas de la Iglesia está, como moviéndose siempre, la resurrección de Cristo. No se trata de una utopía, sino de una realidad. Ésta ha sido la fuerza de los Apóstoles. San Pablo hace veinte siglos, lo mismo que Pablo VI, viajando a la ONU y hablando a los políticos del mundo entero, pueden emplear el mismo lenguaje. Y los hombres escuchan, y aceptan o no aceptan, pero perciben que ahí hay algo que no es de este mundo y es lo que sostiene a la Iglesia. No vivimos, repito, del recuerdo de un cadáver, sino de la realidad gozosa de Cristo resucitado que nos une y nos sostiene.

Para que la Iglesia siga cumpliendo esta misión que Cristo le confió –la de estar siempre resucitando a los hombres– hemos de vivir en la unidad con Cristo y con la misma Iglesia, tal como Cristo pidió en su oración en la última cena, antes del prendimiento en el Huerto de los Olivos. Es aquel momento en que Cristo ruega por todos los creyentes y dice:

Pero no ruego sólo por éstos–los Apóstoles–sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos, como me amaste a mí. Padre, los que tú me has dado quiero que donde esté yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí, y éstos conocieron que tú me has enviado. Yo les di a conocer tu nombre, y se lo haré conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17, 20-26).

“Dios –así habla el Concilio–, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo ‘de uno todo el linaje humano para poblar toda la faz de la tierra’ (Hch 17, 26) y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo” (GS 24).

Amor al Vicario de Cristo en la tierra #

Esta oración de Cristo traspasa las fronteras del cenáculo en que fue pronunciada y abarca a la Iglesia de todos los tiempos. Pidió por todos cuantos habíamos de creer en Él por su palabra, para que fuéramos perfectamente uno y así conozca el mundo que el Padre le envió a Él y nos amó como amó a su Hijo. Más aún, quiero –dice– que donde esté Yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria que Tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (Jn 17, 24).

Pues bien, podemos decir, con la más rigurosa verdad, que Cristo además de estar en el cielo con su cuerpo físico resucitado, está y vive en la Iglesia con el poder y la gloria de su resurrección. La constitución visible de que Jesús dotó a su Iglesia en el mundo, no es sólo una estructura exterior, sino el cuerpo orgánico compuesto por hombres, sacramentos y palabra en los cuales está Él también: Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20). Y está para ser amado, y para comunicar a los creyentes la gloria que el Padre le dio, a fin de que seamos uno con Él, como Él y el Padre son uno.

No puede lograrse esto, si no es mediante el amor de los cristianos a aquél a quien el mismo Jesús puso como centro y fundamento de la unidad en la Iglesia, mientras discurra la existencia de ésta sobre la tierra: el Vicario de Cristo, el Papa. Al conferirle el Primado, Jesús preguntó a Pedro:Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? El le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Por tercera vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase: ¿Me amas? Y le dijo: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas (Jn 21, 15-17).

Es decir, le interrogó sobre el amor. Pues bien, dado que la misión confiada a Pedro no tiene otro objeto que la de apacentar el rebaño en el amor, para que la unidad con Cristo no se rompa, según el deseo expresado en la oración última de Cristo, el amor de los cristianos a Jesús no puede existir, si no hay a la vez amor a quien Él puso en la tierra para garantizar esa unidad y asegurar los caminos que llevan a ella.

El amor al Vicario de Cristo, como centro de unidad y camino que lleva a la unidad con el Señor, es indispensable para recibir de la Iglesia el beneficio de la resurrección de Cristo. Lo ha querido así Él. No se trata sólo de obediencia, sino de amor al Vicario de Cristo, como se lo tenemos al mismo Jesús.

Yo os predico este amor y os lo pido como medio el más seguro para mantener en nuestro corazón la esperanza y el gozo de esa resurrección permanente que nos está brindando siempre la Iglesia en el misterio de su unidad con Cristo. La palabra y la acción de gobierno pastoral del Vicario de Cristo no tiene otra misión más que la de mantenernos en la unidad de la Iglesia de hoy, que vive en la resurrección de Cristo y la prolonga en la tierra para resucitar continuamente a los hombres.

1 L. de Grandmaison, Jesucristo, Barcelona, 1932, 777-778.