Prólogo para la biografía «Don Rufino Villalobos, escritor y orador sagrado», original de don Joaquín Jiménez García, 2000.
Cuando Rufino Villalobos llegó a Comillas, procedente del Seminario de Plasencia, yo estaba en mi última etapa de preparación para el sacerdocio, que ya veía al alcance de la mano. La frase puede pasar únicamente para significar un corto espacio de tiempo, que mediaba entre lo que se deseaba y lo que se veía venir, uno o dos años como máximo. Cualquiera otra significación que se le diera sería inadecuada, porque ¿quién podía tener al alance de su mano, tan pequeña, un don personal tan grande como el que con el sacerdocio se recibía?
Pero éramos felices en aquel bendito Seminario de Comillas. Felices, porque éramos conscientes de que progresábamos, recorriendo un camino, que cada vez no situaba más cerca de Jesucristo; y con ayuda de hombres como el P. Nieto, el P. Delgado, el P. Quevedo, etc., nos sumergíamos cada año más en la profundidad de un misterio sagrado, que nos atraía con fuerza, ante el que nos rendíamos por amor. La sangre de nuestra juventud hervía con generosa donación intencional, pero no derramaba sus ricas energías con un inútil esfuerzo, que desperdiciase el anhelo de aprovechar más y más lo que se nos ofrecía.
Rufino Villalobos dejó de pasar inadvertido enseguida. No tenía afán ninguno de presumir de nada; tampoco de ocultar lo que era y sentía, porque sabía lo que es ser corregido para ser mejor, o lo que puede merecer laudable aprobación, aunque no se le diga nada.
Era regordete, más bien pequeño de estatura, rostro abierto y simpático, amigo del silencio a su tiempo, y aún más de la conversación fácil y variada, generoso, colaborador de todos en todo lo que nos proponía para mayor perfeccionamiento de la vida de comunidad. Su voz aguda y atenorada era perfectamente audible desde lejos, y enseguida se sabía, aun sin mirar, que allí estaba Rufino, o no estaba, si no se oía su voz. Tenía un gracejo natural, muy propio de su tierra extremeña, y con la agudeza de su ingenio y la extraordinaria memoria que tenía, era capaz de recitar tiradas muy amplias de versos clásicos o modernos, o párrafos largos de una prosa, en que la retórica brillaba y se imponía sin contemplaciones al texto de lo que estuviera escrito, hasta degenerar en cierto barroquismo, que no acababa de gustar al sentido crítico de sus condiscípulos.
Un día hube de ir a su habitación a llevarle un recado del P. Prefecto. Me correspondía marcar las horas, en que se distribuía la jornada, para pasar de una ocupación a otra. Llamé a su puerta, dando un pequeño golpe con los nudillos de mi mano, y al instante oí la respuesta: “Cuélese sin reparo”. Al entrar yo y reconocerme, atento únicamente a lo que tenía de extrañeza una visita mía en aquel momento, pudo más su sorpresa que mi sonrisa, y se levantó rapidísimo de su asiento, pronunciando algunas frases con las que quería disculparse y pedir perdón. No hacía falta. Él no había ofendido a nadie. Era sencillamente un momento de buen humor, como tantos que tenía al paso de los días y las horas.
Supe de él más tarde, cuando ya sacerdote, fue canónigo de la catedral de Sevilla y predicador de fama. Siempre correcto, piadoso, finamente educado, sólido en la exposición de la doctrina, deseoso de cumplir con su deber de dar luz y dejarla encendida por donde pasaba, complacía a todos, sin desviarse un ápice de su camino recto. Los que trataban con él, quedaban prendados de su sentido humano y de su cautivadora ejemplaridad sacerdotal.
Murió muy pronto, cuando su vida, ya madura, prometía una fecundidad abundante y de copiosos frutos. A él no le arrastraron los progresismos baratos, sonoros y vacíos como un tambor. La solidez de su formación teológica y espiritual le permitió avanzar siempre, dando de sí cuanto tenía al servicio de una tarea de evangelización auténtica y gozosa. El Señor le llevó pronto junto a sí para darle el abrazo de su misericordia.
Noviembre de 2000