Exhortación pastoral, marzo de 1981: apud Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, marzo, 1981, 114-118.
Queridos sacerdotes, comunidades religiosas y fieles de la Diócesis: Jesús llamó un día a ciertos hombres para que le siguieran, y éstos, abandonándolo todo, se fueron en pos de Él. Eran Andrés, Pedro, Juan, Santiago… sus Apóstoles, los primeros Apóstoles.
Después, ¡cuántos otros han oído también esa llamada y le han seguido! Siglo tras siglo aquella voz del Señor, nunca del todo apagada, ha movido el corazón de muchos –niños, jóvenes, adultos– y ha logrado la respuesta de la generosidad y de la fe para una donación total y perpetua en el sacerdocio católico. Son también los apóstoles, hermanos de los primeros, continuadores suyos. Gracias a unos y a otros hemos llegado hasta aquí. En los países de vieja cristiandad como el nuestro, y en territorios como el de esta Diócesis de Toledo, tenemos Iglesia, Eucaristía y Palabra, merced al eco de aquella voz de Jesús y a las respuestas generosas que ha encontrado. Un día vinieron los primeros misioneros y predicadores de la fe, y desde entonces ya no han faltado nunca, a pesar de todas las infidelidades y pecados. Si hoy somos cristianos y sabemos lo que significa un Crucifijo o recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, se lo debemos a ellos, a los que vinieron de lejos a predicar aquí, a quienes les enviaron, a Jesús que les llamó.
La voz de nuestra España #
A esa llamada de Jesús se unen otras voces, carentes, naturalmente, de la sobrenatural y misteriosa trascendencia divina que sólo el Hijo de Dios, el Redentor, puede imprimir a sus palabras, pero merecedoras también de ser escuchadas. Entre ellas está la voz de nuestra patria, de España, nación misionera, que se está quedando sin sacerdotes, sobre todo jóvenes, para poder seguir encendiendo las lámparas de la fe en nuestras propias comunidades y mucho más lejos, donde quiera que haya hombres y mujeres en favor de los cuales dijo Jesús a sus Apóstoles primeros, y a través de ellos a los que habíamos de seguirles, aquellas palabras: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las criaturas (Mc 16, 15).
España y nuestra Diócesis de Toledo necesitan muchos más sacerdotes que los que tienen, para la atención espiritual de los españoles y para darlos a otros países. Nos causa sonrojo leer de cuando en cuando notas y estadísticas que quieren consolarnos con la noticia de leves aumentos de vocaciones aquí y allá, mientras crecen desmesuradamente las carencias morales y religiosas de todo tipo en las grandes ciudades, o se extingue poco a poco la capacidad evangelizadora de un anciano sacerdote, a quien hay que encomendar varios pueblos o aldeas. Antaño una fe sencilla impulsaba a muchas familias a dar alguno de sus hijos a la religión –sacerdotes, monjas, frailes–, los cuales se consagraron al Evangelio y a las almas, con toda dignidad, en tantos y tan diversos lugares de la tierra.
Todo ha cambiado hoy, por muchas y muy diversas causas, y España llama también, incluso desde su silencio y su pereza, pidiendo sacerdotes. Y si no los pidiera, porque se va quedando sin voz para ello, nosotros tendremos que ser la voz de España que no la tiene, para pedirlos. La indiferencia ante este drama es un delito. Y no podemos contentarnos con esperanzas vanas, con actitudes de espera a ver si el tiempo nos da resuelto un porvenir que nos acucia gravemente aquí y ahora.
Bien están todos los esfuerzos que hagamos para que haya un laicado consciente y responsable, pero esto no basta.
Ni podemos contentarnos con repetir frases engañosas como ésas de que «hoy hay que emplear métodos nuevos», y que «la formación ha de ser muy distinta a la de antes», que «las vocaciones al sacerdocio irán surgiendo de las comunidades bien concienciadas», etc.
Aun aceptando lo que hay de asumible y estimulador en estas frases, si no se concreta más, inducen a confusión. Tenemos que orar mucho al Señor por las vocaciones, amarlas, dar ejemplo de fidelidad en nuestra consagración; llamar, llamar, llamar a adolescentes, jóvenes, adultos. Y estar convencidos de que sin sacerdotes que les atiendan, las parroquias y las comunidades se quedarán sin alma. Como ha dicho el Papa, «no hay defensa ni crecimiento en la fe, si no hay sacerdotes dignos dotados de una preparación humana, cultural y espiritual sólidas, que los capacite para el delicado oficio de pastores del Pueblo de Dios»1.
La familia #
Se nos dice, con razón, que la familia es el primer seminario. Mejor sería decir que debe serlo. Porque también en la familia estamos sufriendo las consecuencias de una fe parcializada y medrosa, que se detiene ante la perspectiva de que alguno de los hijos pueda entregarse a Dios en el estado sacerdotal o religioso. El materialismo y el ansia de gozar de todos los paraísos posibles en la tierra penetran en los hogares y sofocan los ideales generosos. Pero no tiene la culpa únicamente la propia familia. Esta es hoy víctima de continuas presiones del ambiente, del ataque de ideas e imágenes que manchan y perturban la intimidad del hogar, de la anemia espiritual de nuestras propias organizaciones eclesiales que quieren transformarlo todo sin pensar en que, cuando falta el sacerdote, desaparece normalmente el impulso de la fe y la caridad auténticamente cristianas.
No hace falta que nos detengamos más a reflexionar sobre la importancia de la familia católica para las vocaciones sacerdotales. Es del todo evidente.
Por eso prefiero señalar un pequeño programa de actuaciones prácticas, que pido a todos los tengáis en cuenta en vuestras parroquias y comunidades.
Fomentad las asociaciones familiares aprobadas por la Iglesia, para que en ellas las familias reciban una formación recta que les permita vivir intensamente la espiritualidad del sacramento del matrimonio en toda su riqueza.
Habladles muchas veces de la posible llamada de Dios a sus hijos, para que no cierren las puertas de su corazón cuando la llamada sea para el sacerdocio o la vida religiosa.
Pedid a todos, padres y madres e hijos, que recen juntos en el hogar todos los días; que reciten el rosario en familia al menos una vez a la semana; que lean juntos una página del Evangelio, por ejemplo, todos los domingos antes de la comida, cuando estén todos reunidos.
Exhortadles a que formen parte de los grupos de catequistas en las parroquias y a que den catequesis a sus hijos sobre los puntos que vosotros, sacerdotes, podéis ir señalando con las debidas orientaciones.
Prestad atención a estas palabras del Papa Juan Pablo II:
«El lugar privilegiado donde nace una vocación y donde el Señor hace oír su invitación es, sin duda alguna, la familia, centro de afectos y fragua de la fe; la familia está llamada a desear y alimentar con valentía y sentimientos cristianos la entrega de la vida al Señor. Por otra parte, a la responsabilidad de la familia corresponde otra igualmente primaria, la del Seminario, el cual ofrece un ambiente de serenidad, orden, ejemplaridad y certeza en la fe. Sintámonos, pues, unidos todos en la oración para que brote de la familia y el Seminario una acción espiritual formadora que jamás ceda ante la duda o la perplejidad. El joven necesita encontrar un clima que favorezca su encuentro con Cristo Señor y alimente su donación con la seguridad incluso psicológica»2.
Al celebrar este año la Jornada del Seminario el próximo día de San José, os pido que no sólo ese día, sino todo el mes de marzo, habléis de las vocaciones y sigáis haciéndolo en el tiempo de Pascua hasta el 10 de mayo, Día Mundial de las vocaciones consagradas. Hablad también a los jóvenes individualmente según podáis. Que ni una sola parroquia de la Diócesis deje de tener, con el tiempo, un sacerdote y una religiosa en España, y un misionero o misionera en otros países. Tratar de conseguir esto, sería un buen programa de acción pastoral indispensable junto a las demás acciones que emprenderéis y en que trabajáis.
Procurad también que se haga la colecta, organizada bien, sacerdotes y seglares, y enviad pronto lo recaudado al Seminario Diocesano.
Elevemos al cielo nuestras oraciones con confianza y pidamos que el Señor nos conceda muchos y muy buenos sacerdotes. Y vosotros, los que ya lo sois y trabajáis en los diversos campos del apostolado, tener en cuenta estas palabras:
«He hablado durante la Cuaresma sobre las tentaciones, sobre las tentaciones que vive la Iglesia. Son diversas. Entre ellas está también ésa ya muy conocida y perfectamente determinada en las palabras de San Pablo: No os hagáis semejantes al mundo, no tratéis de haceros semejantes al mundo. Lo que quiere decir que debéis tratar de hacer al mundo semejante a la Palabra Eterna. Esto es lo esencial. Y si se aceptan estas palabras en toda su verdad y con toda caridad, se sabrá muy bien lo que hay que hacer para poner al día también vuestros estatutos, para dar una dimensión postconciliar a vuestro apostolado, a vuestra identidad religiosa. No tengáis miedo de quedar retrasados, no tengáis miedo. Ese miedo es una tentación. No tengáis miedo de ser juzgados como poco modernos, poco al corriente del progreso. Es siempre un problema actual. El Vaticano II nos ha hablado del verdadero progreso en la fe y eso es lo que se debe buscar. Pero sobre esta palabra “progreso” se dan interpretaciones diversas, diversos significados que no son los justos, que no son los del Vaticano II y tampoco los de San Pablo»3.
Os bendigo a todos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Marzo, 1981.
1 Juan Pablo II, alocución a las diócesis de Rímini y San Marino-Montefieltro, 19 de abril de 1980: apud Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I, 1980, 948.
2 Ibíd.
3 Juan Pablo II, A los participantes en el IV Capítulo General de la Pía Sociedad de San Pablo, 31 marzo 1980: apud Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1980, enero-junio (1-b), Madrid, 1982, 592-593.