Homilía pronunciada en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, el 8 de septiembre de 1993. Publicada en la revista Guadalupe, n. 722, p. 161-163,1993.
Excelentísimos y queridos señores obispos de Extremadura, sacerdotes y religiosos concelebrantes, querido Padre Provincial y Superior local de la Comunidad franciscana de Guadalupe.
Excelentísimas autoridades de la Comunidad Autónoma de Extremadura, gobernador civil de Cáceres, otros miembros de las mismas autoridades, corporaciones y de manera especial autoridades locales de Guadalupe y hermanos todos en Jesucristo, que estáis aquí, como siempre soportando con amor las molestias que os causa esta aglomeración de fieles. Entre los cuales, tengo que saludar de manera especial a los Caballeros y Damas de Santa María de Guadalupe. Hermanos todos en Jesucristo.
Estamos aquí otra vez, muchas ya, casi nos conocemos. Es una fiesta que tiene una vibración calurosa de familia. Está aquí el pueblo, pero no el pueblo en su significación meramente civil. El pueblo anónimo, que anda suelto o concentrado por los caminos y las ciudades. Es el Pueblo de Dios. El de los bautizados, el de los que rezan a Dios Padre y viven la redención hecha por Jesucristo y se encomiendan a la Santísima Virgen María. Este es un pueblo que hoy se alegra con la fiesta de la Virgen. Yo creo que se alegran incluso los zurbaranes de la sacristía y todos los demás objetos de arte o de piedad, que están colgados de los muros de este templo o de las paredes de los claustros, cuando los recorremos con respeto y con amor. Todo se alegra en este día. Mi enhorabuena, una vez más, a los peregrinos penitentes, a los que vienen con el deseo de cumplir una promesa que nace de la confianza y del amor, más que nada a las mujeres, que tienen menos respeto humano que los hombres. Ahora mismo, según avanzábamos hacia la sacristía para revestirnos, estaban ya cumpliendo sus promesas, recorriendo los claustros de rodillas, como si quisieran besar las piedras que pisan.
Fiesta de la Virgen de Guadalupe. ¡Cuántos siglos de veneración y de amor a esta imagen y a lo que significa en la historia de España y en la historia particular de cada uno! Lo que celebra hoy la liturgia propiamente es el nacimiento de la Virgen María. Es el día en que Ella nació. De la misma manera que entre nosotros los hombres consideramos el día de nuestro nacimiento, como un motivo que justifica nuestras felicitaciones a aquel a quien nos dirigimos, así también aquí, tenemos que felicitar a la Virgen María, que nació en un día como éste, se santificó cada vez más, fue poseída por la gracia especial del Espíritu Santo y destinada a ser Madre de Dios en la tierra cuando llegó la plenitud de los tiempos. De manera que la felicitamos por ese motivo, porque nació y con Ella nació una dicha especial para el Pueblo de Dios, porque al ser Madre de Cristo, es Madre de los miembros del Cuerpo de Cristo. Es Madre de todos nosotros, los cristianos, y por eso se la llama Madre de la Iglesia con todo derecho. Esta es la razón de nuestra felicitación.
Luego lo que sucede es que vienen distintos nombres. El amor a la Virgen María es el mismo, pero las invocaciones y los requiebros del amor del pueblo tienen diversas expresiones y pueden aparecer nombres distintos derivados del lugar en que se empezó, por un motivo o por otro, a dar culto a la Virgen. Por ejemplo éste, Virgen de Guadalupe, Virgen de Montserrat; o bien nombres que se refieren a las particularidades ambientales del trabajo y profesión de los hombres: Virgen de las Viñas, Virgen de las espigas. Así se la llama también Virgen del Buen Consejo. Si se piensa ya en las gracias que se le atribuyen con toda justicia a la Virgen María, por su influencia en el misterio de la redención: Virgen de Gracia, Virgen del Amor Hermoso y mil nombres que tratan del amor de sus hijos. Hay motivos, pues, para que todos hoy digamos como nos invitaba a decir la voz aguda de esa mujer, que como un requiebro amoroso, cantaba desde el coro: “De todos seáis loada, ¡Oh Virgen de Guadalupe!”
Queridos hermanos, os llamo la atención sobre un punto nada más. En las oraciones de la misa, en las antífonas del rezo que hacemos los sacerdotes el día seis de este mes y aún hoy también, no nos detenemos en la consideración de lo que es la Virgen de Guadalupe, sino que siempre aparece la referencia a Jesucristo. En torno a Cristo se mueve María Santísima y se recuerda su nacimiento, porque está destinada, desde que fue concebida, a ser Madre de Cristo, y esto lo digo para que nadie nos acuse de lo que no tendría derecho a acusarnos nunca, si tuviera un espíritu recto en la consideración de las cosas.
No hay fanatismo aquí. No hay sentimentalismo vacuo de consolaciones estériles, que el hombre atribulado busque y quiera refugiarse en los brazos cálidos y amorosos de esa a quien llamamos Madre. No. Nosotros no la llamaríamos Madre, si no fuera porque en la Sagrada Escritura, donde consta la revelación, aparece Ella como Madre de Cristo. Ahí es donde empieza todo. Es la Madre del Señor, elegida por Dios y si es Madre de Cristo, lo es nuestra. Sencillamente, porque formamos como un cuerpo y nosotros somos miembros de Cristo. Así nos ha sido revelado y así hemos sido educados desde hace veinte siglos, con las instrucciones de San Pablo, derivadas de las enseñanzas de Cristo, que pidió una unión tan estrecha como la del sarmiento con la vid. Palabras literales de Jesucristo. Y ¿por qué existe una unión? Acudimos todos a la misma Madre, María. Yo os pido a todos, hermanos, que mantengáis firme el sentimiento hermoso de vuestro corazón creyente, para con la Madre de Dios y puesto que celebramos esta fiesta de su nacimiento, es lógico que tengamos un recuerdo para esos casi desconocidos padres de María: Joaquín y Ana.
Según una tradición lejanísima, que vienen repitiendo las generaciones cristianas, fueron ellos los que dieron vida, es decir, su sangre y amor a esta mujer preciosa, que nació del seno de santa Ana para cumplir la misión que Dios le señalaba, o sea, que detrás de esta fiesta del nacimiento de la Virgen está el misterio de la familia. Yo tengo hoy que decir a esta comunidad, a estos miembros del Cuerpo de Cristo, a estos devotos de la Virgen de Guadalupe: Queridos hijos, ¡salvad la familia!
Es un problema gravísimo que tenemos hoy en la sociedad moderna. Existen muchos peligros para la familia y va sufriendo ya los zarpazos, que lanzan contra ella estas situaciones ambientales tan lamentables, en las que se va destruyendo poco a poco lo mejor de la familia y, además, se quiere justificar con ideas que llaman de progreso. Ideas de progreso, como por ejemplo, esa que se difunde tanto: el hombre no tiene por qué adquirir compromisos a perpetuidad. El hombre no tiene por qué hipotecar su libertad y, por consiguiente, en la unión del hombre y de la mujer, que no se nos hable de matrimonio indisoluble, porque entonces la libertad se destruye. Cuando el amor se termina, la unión se interrumpe. Esa es la tesis. Pues bien, esta es una tesis inadmisible, por muy extendida que se encuentre.
No se puede admitir, incluso en el orden humano, prescindiendo ya de que ha sido el matrimonio elevado a condición de sacramento por Jesucristo, prescindiendo de eso, en el orden humano hay compromisos perpetuos para las causas más nobles. Con respecto a la defensa de la patria en el buen sentido de la palabra, ahí no hay amores interrumpidos. El amor de un buen ciudadano a su patria es perpetuo. No hablo de nacionalismos, hablo del sano y honesto patriotismo, que debe distinguir siempre a los hombres que viven en una condición determinada.
El sabio que trabaja en la investigación de un problema científico, ¡cuántas veces consume su vida entera y la expone, además con una convicción absoluta de que tiene que ser así! Poned ahí una relación ríe todos los Premios Nobel en las ciencias físicas y químicas, económicas, etc. Son hombres que adquirieron un compromiso a perpetuidad, porque esa era su vocación y para eso se les facilitaron los medios que han tenido para llegar, a lo mejor, después de cincuenta años o más, al resultado de esa investigación, que ellos estuvieron haciendo envueltos en un silencio que nunca apreció nadie, más que cuando se produjo aquella exposición venturosa del descubrimiento logrado.
Poned a otro lado tantas personas, como se dedican a la protección de un niño abandonado, al cuidado de un anciano desvalido, sencillamente a proteger a los enfermos de un hospital: Hermanas de la Caridad, enfermeras, simplemente en nombre de su profesión humanitaria, médicos que, una vez adquirida la profesión, a que se entregan, ya no tienen otro horizonte más que el progresar en sus conocimientos para cuidar mejor a esos enfermos que tienen.
Hay ahí compromisos perpetuos y nadie se extraña de eso, porque lo exige la condición vital de lo humano en el mejor sentido de la palabra. De manera que de lo que tenemos que extrañarnos es de que se nos quiera presentar como ideal del progreso la interrupción de la unión matrimonial, para que al cabo de equis tiempo el hombre y la mujer rompan esos vínculos, que les ataban para defender su dignidad, no para esclavizarles y matar la libertad que tenían. Hombres y mujeres a los cuales puede dirigirles un hijo suyo lo que nos decían los periódicos hace unas semanas de un niño de New York, de un muchacho de once años que un día se puso de rodillas ante sus padres y llorando, con una elocuencia más fuerte que la de todos los oradores. El niño de once años se agarró como pudo a las manos de su madre y de su padre y les dijo: ¡No os separéis! Yo os necesito. Y se quedó llorando inconsolablemente. Pero evitó que esa mañana triste se produjera una separación que podía haber traído el rompimiento a perpetuidad del matrimonio que unía a sus padres. El niño les salvó.
¡Salvad vosotros la familia! Tenéis obligación, queridos hijos, de ser cristianos. No meramente pasivos. No de brazos cruzados, sino cristianos activos, que luchan por el ideal de la familia cristiana que habéis de defender.
En el libro de los Hechos se dice que momentos antes de subir Jesucristo a los cielos, dirigiéndose a los Apóstoles y a cuantos estaban con ellos, o sea también a los discípulos, a una muchedumbre relativamente numerosa, les dijo: “En adelante seréis mis testigos, en Jerusalén, en Samaría y en Judea y hasta los últimos confines de la tierra”. Se lo dijo a todos los cristianos. Hemos de tener un afán evangelizados que hoy yo lo concreto en este sentido a que me estoy refiriendo: Conmemorar el Nacimiento de María Santísima en una familia en la cual se vivió honradamente el trabajo, la humildad, una digna pobreza, la de Joaquín y Ana. Para celebrar el nacimiento de la Virgen María, yo os digo: ¡Luchad también para salvar la familia y haced cuanto tengáis que hacer para comportaros con la dignidad que se pide siempre a un cristiano!
Sobre cada cristiano a la hora de morir habría que poner un epitafio en su tumba que dijera más o menos: Aquí yace un hombre o una mujer cristianos que lucharon para defender el honor de Dios y, al defenderlo, le rindieron el homenaje de su culto y a la vez sirvieron al bien de la humanidad. Ese es el hombre cristiano y esto es lo que la Iglesia va procurando en todo momento.
Cuando Gorbachov visitó al Papa por primera vez –lo hemos sabido de fuentes autorizadas–, tras la entrevista personal con él, cuando llegó el momento de introducir en la cámara pontificia a su mujer Raixa, el presidente de la Unión Soviética entonces, antes de que se hundiera y derrumbara el muro de Berlín, dijo estas palabras para presentarla al Papa: “Raixa, estás delante de la primera autoridad moral del mundo”. ¿Por qué? ¿Por qué ese hombre que venía de horizontes tan lejanos, se sentía tan cerca del que estaba allí sin otra fuerza más que la de la cruz que le sostiene y ante la que se ha postrado ayer en Lituania, tal como nos lo narra la prensa de hoy en una narración conmovedora? ¿Por qué? Pues, porque ve en él al depositario de una doctrina, de unos valores y unas súplicas que vienen de Cristo mismo y esto tiene una fuerza conmovedora para la sociedad de hoy y la de ayer. La primera autoridad moral del mundo, porque defiende lo que defiende el Evangelio y nada más.
Hermanos, a pesar de la inclemencia del tiempo que estorba un poco los movimientos normales que una concentración tan numerosa exige, sentid la alegría a que estoy refiriéndome, justificada por tantos títulos como podemos invocar.
Vividla así, humilde y dignamente, y pido a Dios por todos vosotros y vuestras familias para que en todo momento recibáis por medio de la Virgen de Guadalupe la gracia necesaria, para mantener esos valores cristianos que nunca habéis perdido y que siempre se fortalecen, cuando venís aquí. Así sea.