San Benito, huella de Dios en los caminos de la Iglesia y «verdadero gigante de la historia»

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San Benito, huella de Dios en los caminos de la Iglesia y «verdadero gigante de la historia»

Carta Pastoral publicada con motivo del XV Centenario del nacimiento de San Benito. Texto del BOAT, marzo de 1980, 155-185.

A las comunidades religiosas, sacerdotes y fieles de la Diócesis

Venerables hermanos y amados hijos:

En este año de 1980, la Iglesia y la cultura celebran el XV Centenario del nacimiento de San Benito de Nursia, personaje de talla universal, «verdadero gigante de la historia» –según frase feliz de Juan Pablo II1– cuya figura bien puede ser colocada al lado de los grandes adalides que más honda huella han dejado en el mundo.

Su vida fue un acto generoso de entrega total a Dios, un holocausto perenne de amor a Cristo. San Benito es un gran maestro cuyas enseñanzas rebosan de contenido evangélico. Porque si fue grande en su vida por la irradiación que ejerció en la Iglesia, esa grandeza se agiganta a medida que los siglos transcurren, por cuanto continúa viviendo su espíritu en las legiones de monjes que se hallan esparcidos por todo el ámbito de la tierra.

Pío XI, hablando a los benedictinos de San Anselmo de Roma, reconoce «la figura sublime de su fundador, que domina, por decirlo así, el horizonte de los siglos y de la historia, por razón de la huella luminosa que este verdadero gigante de la vida religiosa ha dejado a través de los siglos»2. Pío XII escribió en su Fulgens radiatur: «Benito de Nursia resplandece fulgurante como astro en medio de las tinieblas de la noche y es honra de Italia y de toda la Iglesia»3.

No es la primera vez que nos ocupamos de este glorioso santo. Hace algunos años se celebró en Madrid el V Congreso de la Asociación de San Benito, Patrono de Europa. Con tal motivo me tocó intervenir en el mismo con una conferencia que lleva por título La contemplación, alma de la civilización del mañana4. En ella pude escribir sobre diversos aspectos de la vida contemplativa que San Benito difundió por Europa.

De nuevo deseo reflexionar sobre él, aprovechando la feliz oportunidad que nos brinda el XV Centenario de su nacimiento. San Benito es inagotable. En su figura excelsa, por más que se la estudie, quedarán siempre nuevas facetas por descubrir, valores insondables que admirar, ejemplos maravillosos dignos de ser propuestos para el bien de las almas.

La feliz coincidencia de contar en la diócesis con una comunidad de monjes del Císter en vías de formación, con otra de religiosas benedictinas y otras cuatro de religiosas cistercienses –que tienen a San Benito por principal Padre y Legislador– me ha movido a ofreceros esta Carta Pastoral, que trata de ser canto de alabanza al glorioso Santo; llamada apremiante a sus hijos, para que profundicen en su espíritu y vivan en plenitud sus enseñanzas; exhortación a todos los fieles para que, unidos de corazón a los hijos de San Benito, honremos al Santo, mediante la práctica de los ejemplos admirables que sigue ofreciéndonos este gran bienhechor de la humanidad.

Divido mi trabajo en tres partes principales:

  1. La persona de San Benito.
  2. La obra de San Benito.
  3. Irradiación perenne de su espíritu.

La persona de San Benito #

El inmortal Balmes, después de trazar un cuadro impresionante de la sociedad de la segunda mitad del siglo V, donde, a su modo de ver, «todo se desmorona en ella, todo se cae a pedazos, todo perece: la religión, la moral, el poder público, las leyes, las costumbres, las ciencias, las artes, todo ha sufrido pérdidas enormes, todo está zozobrando», otea en el horizonte la figura de San Benito, y lo presenta como ángel de luz, que libra al mundo, por medio de sus reglas e instituciones, de la disolución de que estaba amenazado, infundiéndole así un principio de vida nueva.

Es más, para él, San Benito es el gran enviado de Dios: «Si no queremos mirarle –dice– como inspirado del cielo, al menos debiéramos considerarle como uno de aquellos hombres que de vez en cuando aparecen sobre la tierra cual ángeles tutelares del humano linaje»5. No es extraño que Pío XII le llamara Padre de Europa.

Nacimiento #

«Nursia puede gloriarse de haber sido la cuna de uno de los hombres más glandes de la historia»6. Su aparición en el mundo –concretada hacia el año 480– coincidió con el hundimiento en el abismo del imperio creado por sus antepasados: por doquier reinaba el caos, la anarquía, el desorden.

Descendiente de una familia patricia, San Gregorio dice que fue desde la cuna «verdaderamente bendito por gracia y por nombre», habiéndose hermanado en él de modo admirable la naturaleza y la gracia. Escogido por Dios para ser el padre del monaquismo occidental, le fue dado presenciar, desde los primeros años, ejemplos magníficos de vida consagrada, por cuanto en los alrededores de Nursia existían multitud de ermitas, habitadas por hombres segregados del mundo y entregados al ascetismo. Se explica así que naciera en él, y se fuera desarrollando en el correr de los años, la estima y aprecio por la vida monástica.

Sus padres, una vez consagrada su hija Escolástica a Dios en un monasterio de vírgenes, deseosos de que el hijo se formara debidamente en las ciencias, le enviaron a Roma, no se sabe si con ánimo de que cursara una carrera civil, o más bien para destinarle al servicio del altar. Le acompañó en esta primera etapa de alejamiento del hogar, su nodriza, una buena mujer de costumbres irreprochables, que desempeñaría para él la misión de ángel tutelar mientras viviera alejado de la casa paterna.

Se ignora el tiempo que el Santo permaneció en Roma. San Gregorio da a entender que no llegó a terminar sus estudios, sino que, cansado del ambiente frívolo y de la corrupción reinante en la ciudad, se decidió a poner en práctica unas inclinaciones íntimas que desde hacía tiempo venían sacudiendo con fuerza su alma. Las continuas lecturas sobre los Padres del desierto, la meditación asidua de la palabra divina y el atractivo de la vida solitaria, le llevaron a renunciar a este mundo para vacar a sólo Dios.

Pío XII, en la citada encíclica Fulgens radiatur, sintetiza en breves rasgos la conducta de Benito en este primer contacto con el mundo paganizado: «En su juventud –escribe– fue enviado a Roma, a cursar los estudios de las artes liberales, y allí vio con harto dolor de su alma serpear las herejías y todo género de errores deformando engañosamente muchas inteligencias; vio que las costumbres privadas y públicas estaban muy decaídas y que muchísimos jóvenes se revolcaban miserablemente en el cieno de los vicios…, mas él, prevenido por la gracia de Dios, jamás entregó su espíritu a ningún placer»7.

Fue entonces cuando, alejándose de Roma, buscó una región silvestre y solitaria para poner a salvo el tesoro de su inocencia y poder dedicarse sin estorbos a la contemplación de las cosas celestiales. La gruta de Subiaco llenó por completo los anhelos de su corazón sediento de sólo Dios, iniciando allí una vida más angélica que humana.

Admira el que habiendo en Roma varios monasterios poblados de monjes, dedicados a la alabanza divina, Benito prefiriera retirarse al desierto. Sin duda el ambiente mundano que les rodeaba, lo consideró como grave obstáculo que le impediría atender a su vocación de verdadero monje contemplativo, o solitario, equivalente a hombre segregado del mundo. Huyó del torbellino con el propósito decidido de ser todo de Dios, soli Deo placere cupiens, y renunció generosamente a los bienes materiales y fugaces de esta vida con la ilusión firme de poseer los eternos. «Se separó de los hombres –a los que continuó amando– para volver a encontrarlos en Dios.»

El ermitaño #

Admirable se mostró San Benito desde su misma juventud al darse cuenta tan pronto de los peligros que asedian al hombre en el mundo, y procurar por todos los medios poner a buen recaudo el tesoro de su vida no manchada. La soledad le atraía con fuerza insistente, para mejor sumir su alma en la contemplación de Dios, y hacia la soledad encaminó sus pasos.

Acompañado de la buena nodriza, que seguía cuidando de él como verdadera madre, dejó Roma; salió por la vía Tiburtina y encaminó sus pasos hacia la cuenca del Anio. Allí, entre las ásperas montañas Sabinas, iba a encontrar bien pronto el refugio adecuado para dar rienda suelta al conocimiento y a la imitación de Cristo, a vivir alejado de todo ruido mundano, practicando con asiduidad la oración y la mortificación de la carne. Tenía que ahondar los cimientos de una sólida espiritualidad, porque, sin él saberlo, estaba destinado por el cielo para ser padre de una innumerable multitud de almas.

San Gregorio –principal biógrafo del Santo– escribe en sus Diálogos: «Puedo decir que este santo varón vivía consigo mismo, porque velaba siempre sobre su alma y se mantenía siempre en la presencia de su Creador, se examinaba continuamente y no permitía que la mirada de su alma se derramara al exterior»8. Con razón podrá después proponer a sus hijos el primer grado de humildad, que no tiene otro significado que reflejar las líneas maestras de su propia conducta. «Piense el hombre –escribirá más tarde– que Dios le está mirando a todas horas desde los cielos, y que la mirada de la divinidad ve en todas partes sus acciones, y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante»9. Tal es el eco de aquellas reflexiones profundas de Subiaco, donde el joven mancebo comenzó a practicar lo que era axioma entre los monjes medievales: vivir constantemente in coelestibus, en ese mundo sobrenatural del que San Benito nos descorrió el velo en su santa Regla.

Al lado de la oración continua, practicaba la mortificación característica de los grandes penitentes del desierto. El monje Román se encarga de dirigir sus primeros pasos y de proveer a su frugalísima alimentación. Los progresos del anacoreta de Sacro Speco –nombre con el que quedaría inmortalizada la cueva de Subiaco– correspondieron a los de un alma de absoluta entrega a Dios, que vive en una austeridad de vida impresionante y para el que la oración y contemplación de las cosas divinas constituían sus delicias.

Pero fue preciso que la tentación sacudiera con violencia su alma para purificarla más y más. Hasta aquella soledad llegó el tentador con sus sugestiones contrarias al espíritu, de las que el joven asceta se tomó muy pronto justa venganza. Ya sabemos cómo. La gracia desbordante le llevó al acto heroico de arrojarse entre unos matorrales de espinas y ortigas, quedando amortiguada la fogosidad de su carne, hasta tal punto que Dios le libró del aguijón de la voluptuosidad, en premio de su heroísmo.

El joven patricio continuaba firme en su resolución de agradar sólo a Dios, elevando hacia Él su continua oración, con la confianza de un hijo, y recibiendo en recompensa las comunicaciones secretas del amor. El mundo se le presentaba cada vez más lejano; a su gruta llegaba únicamente el eco del torrente que más abajo, en el valle, se despeñaba entre la fronda; y sólo de cuando en cuando el sonido de la campanilla, agitada por su confidente íntimo, el monje Román, interrumpía su contemplación para indicarle que era la hora de recibir un parco alimento. El Santo recogía la cestilla con las pobres viandas, y se sumergía nuevamente en su habitual ocupación.

Abad exigente #

Llevaba varios años disfrutando de los encantos de aquella soledad. Después de profundizar en los caminos del espíritu y de haberse fortalecido su alma contra la tentación, permitió Dios que aquel tesoro escondido se descubriera a la faz del mundo. Unos pastores se acercaron a la gruta, se percataron de la vida que en ella llevaba nuestro anacoreta, y difundieron la fama del joven penitente por toda la comarca. Pronto comenzaron a menudear las visitas. Unos por curiosidad, otros por admirar la obra de la gracia, y algunos con ansias de imitación. El desfile aumentaba cada día.

Desde entonces, la gruta de Sacro Speco –que había sido escenario de los más ardientes anhelos y de las más sublimes comunicaciones– dejó de ser un lugar solitario. El anacoreta Benito recibía a todos con entrañas de caridad, les consolaba en sus penas, les fortalecía en la fe, y, más de una vez, con su oración, consiguió de Dios milagrosas curaciones de enfermos.

Vivían no lejos de Subiaco, una especie de ermitaños que se hallaban vinculados por lazos de cierta hermandad piadosa. Vivían de dos en dos o individualmente, y prestaban alguna obediencia a un superior, como a su abad. La tradición ha conservado el nombre de este eremitorio. Se llamaba Vicovaro. Habiendo tenido noticias de la existencia de Benito, y llevados de la celebridad de su vida penitente, hicieron la propuesta formal de que aceptase la dirección de sus almas. El Santo rehusó en un principio, pero tanto le importunaron, que al fin accedió a ser el abad de aquel grupo de consagrados, abandonando su amado retiro y yéndose a vivir con ellos.

A pesar de que amaba la soledad completa, sin embargo, reconocía el nuevo abad las ventajas que sobre ella posee la vida cenobítica. Por eso, su primera actuación fue reunir a todos en un monasterio a fin de que se sometieran a una regla, con los mismos rezos, idénticas horas de trabajo, «no permitiendo a nadie desviarse como antes por actos ilícitos a derecha ni a izquierda»10. Pero aquellos hombres acostumbrados a vivir en la holganza, a satisfacer los caprichos de su propia voluntad, mostraron bien pronto el disgusto de haber puesto los ojos en él para tenerle por superior. Pronto en la comunidad no hubo más que un solo deseo: deshacerse de aquel abad que exigía, juzgaba y corregía.

Un día, al sentarse a la mesa, le mostraron la vasija del vino para que la bendijese, según costumbre. El Santo trazó sobre ella la señal de la cruz e inmediatamente se deshizo la vasija en pedazos. Comprendió que la vasija estaba envenenada. Con toda sencillez, sin inmutarse, se levantó de la mesa diciendo: «Que Dios omnipotente tenga piedad de vosotros, hermanos. ¿Por qué hacéis esto conmigo? Ya os dije a tiempo que mis costumbres eran incompatibles con las vuestras. Buscaos otro abad de acuerdo con vuestros caprichos; en lo sucesivo, no contéis conmigo.»

Rápidamente regresó a su soledad para continuar su vida de entrega total a Dios en la pura contemplación. Pero su fama había trascendido a toda la comarca, y las gentes sencillas no le dejaron saborear mucho tiempo las delicias de la vida retirada. Se presentaban sin cesar ante su gruta demandando orientación para sus vidas. El Santo, siempre dispuesto a amar y servir, a todos recibía compasivo remediándoles en sus necesidades.

Muchos de los visitantes quedaron contagiados ante aquel prodigio de virtud y entraron en deseos de imitar su vida. No despreció la oportunidad de hacer el bien, fundando con ellos varios monasterios de doce monjes cada uno, con un abad al frente que les gobernase. El se reservó algunos monjes para instruirlos más a fondo en la espiritualidad monástica. Así nació la nueva aventura de Subiaco que, gracias a la solícita vigilancia del Santo y al esmero que ponía en la elección de los sujetos a quienes confiaba el cuidado de los monasterios, llegó a obtener copioso fruto.

San Gregorio se extiende enumerando los muchos milagros obrados por San Benito, como aquel monje remiso y distraído en la oración a quién corrigió con una vara; o la fuente maravillosa que brotó en la cúspide de la montaña y que serviría para que los monjes no tuvieran que bajar a recoger el agua al fondo del valle; o el caso de aquel leñador a quien, trabajando a la orilla de un lago, se le salió el mango del hacha y fue a parar al fondo del agua, pero por la oración del Santo volvió a aparecer sobre la superficie; o aquel otro en que se cuenta que el niño Plácido, caído al lago por un descuido, se estaba ya hundiendo, pero lo supo a tiempo, por revelación divina, San Benito y advirtió: «Corre, hermano Mauro, que aquel niño que fue por agua ha caído en el lago y le arrastra la corriente». El joven monje corrió presuroso, se arrojó al agua y sacó a Plácido por los cabellos. Luego se admiraba de que hubiera caminado a pie enjuto, como San Pedro, sobre las aguas. San Benito lo atribuyó al mérito de la obediencia puntual del joven religioso, pero allí estaba Plácido para asegurar que, mientras duró el peligro, vio sobre su persona la cogulla o melote del santo abad. San Benito guardó silencio y sólo desplegó sus labios para advertir al muchacho que diera gracias a Dios y anduviera con más cuidado en lo sucesivo, cuando se acercara al agua.

El valle subiacense florecía bajo el régimen de padre tan solícito y bondadoso. La paz, el orden, la concordia absoluta reinaban en él. San Benito era reconocido y amado de aquellos monjes que a su sombra caminaban hacia la cumbre de la santidad.

El Santo se sentía feliz y alababa a Dios en el fondo de su corazón al ver el fruto que había comunicado a su esfuerzo, mas no tardaría en llegar la hora de una nueva prueba muy dura, que marca un nuevo hito en la historia de su vida.

Montecasino #

La soledad de Subiaco seguía atrayendo las predilecciones de no pocos aspirantes. Todos, lo mismo monjes que campesinos, bendecían al forjador de aquella obra, al padre que les había engendrado en Cristo y les conducía por una senda luminosa en el seguimiento de Cristo.

Sólo tenía un enemigo, un nuevo Amán que intentó por todos los medios acabar con la vida de nuestro Mardoqueo. Fue un sacerdote llamado Florencio. La envidia se apoderó de él, y no cesaba de perseguirle. Primero con calumnias, murmurando que Benito era un impostor, un hipócrita, un soberbio. Pero al ver que no conseguía nada, que el Santo permanecía inmutable, que las gentes corrían a su encuentro como a hombre enviado de Dios para remediar todos los males, cambió de sistema para ver si prosperaban sus intentos.

Un día, mandó que le preparasen un pan envenenado y se lo envió como obsequio. El Santo, que leía en lo oculto de los corazones, le agradeció el presente, pero mandó en seguida al cuervo que le visitaba a diario, que lo llevase lejos, a un lugar donde no pudiera hacer daño. El cuervo comenzó a graznar y a dar saltos extendiendo las alas sobre el pan, como dándole a entender el peligro que suponía tomar aquello en el pico. Pero Benito le instó a que lo tomara tranquilo, porque no iba a ocasionarle el menor daño. Obedeció puntualmente y lo llevó a un lugar escondido.

El sacerdote Florencio se desesperaba interiormente al ver su intento fallido y quiso probar por otro camino. Introdujo en los patios del monasterio un grupo de jóvenes descocadas que, con sus danzas procaces, turbaban la paz de la casa y servían de escándalo a los monjes. Esta treta diabólica llegó al corazón de Benito y reconoció que, para bien de sus hijos, debía alejarse de allí, aunque siguiera ayudándoles a distancia. No era una huida cobarde, sino una auténtica exigencia de mejor atención y ayuda.

Una vez asegurado el gobierno de los monasterios, emprendió la marcha en compañía de algunos monjes jóvenes, hacia la soledad de Montecasino. Se ignora de quién partió la idea de fijar su residencia en aquel nuevo destino. Se halla la ciudad de Casino, entre Roma y Nápoles, y a su vera se alza una colina llamada Montecasino. Pequeños riachuelos serpentean por las hondonadas de los valles. Desde la cúspide se descubre un amplio panorama que se extiende hasta las montañas del norte y del este, y por el oeste, la vista se pierde en el azul del mar. El lugar era, ya entonces, más pintoresco que Subiaco. Lugar de descanso, se transformó en centro de atracción universal, faro luminoso que irradiaría fulgores de espiritualidad nueva por todos los senderos del mundo. La historia habla por sí sola.

Allí tuvo lugar el bello episodio relacionado con su hermana Escolástica, mil veces narrado y siempre capaz de conmover a los espíritus que anhelan ver a Dios.

Vivía ésta en un monasterio de la llanura, no lejos de Montecasino. Cada año solían visitarse una vez, acudiendo ella al monasterio de los monjes; pero esta vez no pudo escalar la santa montaña, y San Benito descendió al valle, teniendo la entrevista en una granja del monasterio. «Estando aún sentados a la mesa, como se prolongara más y más la hora entre santas conversaciones, su religiosa hermana le rogó diciendo: Te suplico que no me dejes esta noche, para que podamos hablar hasta mañana de los goces de la vida celestial. Mas él le respondió: ¿Qué estás diciendo, hermana? En modo alguno puedo permanecer fuera del monasterio.»

El cielo se hallaba completamente despejado. Escolástica, al oír la negativa de su hermano, entrelazando los dedos de las manos, apoyó en ellas su cabeza, orando fervorosamente a Dios para que no le privara de la compañía de su hermano. Al punto se desató una tremenda tempestad que impidió a los monjes emprender el camino de regreso, y así pudieron los dos hermanos pasar la noche en santas conversaciones.

San Benito, al ver el milagro patente, no pudo menos de exclamar: «Que Dios omnipotente te perdone, hermana. ¿Qué es lo que has hecho?». Ella, bromeando, le contestó: «Mira, te rogué a ti y no quisiste escucharme, pero mi Señor me ha escuchado: marcha ahora, si puedes, vete a tu monasterio». Imposible dar un paso aquella noche.

Era la última entrevista en la tierra. Tres días más tarde dejaba Escolástica esta vida y la cambiaba por la eterna. Su hermano ordenó recoger sus restos y trasladarlos a la cumbre de Montecasino, enterrándolos en el sepulcro que tenía dispuesto para sí.

Poco tiempo logró sobrevivir el hermano. La edad avanzada, los continuos achaques, unidos a las duras maceraciones de la carne y el dolor que le causó saber por revelación divina que aquel monasterio –objeto de sus predilecciones– había de ser muy pronto arrasado por los longobardos, cortaron el hilo de su vida, yéndose a gozar de la felicidad del cielo por la que siempre había suspirado, y hacia la cual había ordenado todos sus esfuerzos.

San Gregorio escribe con mano maestra todos los detalles que rodearon los últimos momentos de este esclarecido varón que «atestiguó con sus insignes obras y con su santidad la perenne juventud de la Iglesia, renovó con sus enseñanzas y con sus ejemplos las costumbres, y defendió los claustros con leyes más seguras y santas.»11

La obra de San Benito #

La montaña casinense estaba dedicada, por entonces, a los dioses del paganismo y sobre su cima se alzaba un templo dedicado a Júpiter, rodeado de un tupido bosque considerado sagrado. Las autoridades de la ciudad pusieron en manos de Benito tanto la cumbre del monte como el templo, que él no destruyó, sino que trocó en iglesia cristiana, dedicándolo a San Martín de Tours, modelo de monjes, santo muy popular en aquellos tiempos. Únicamente derribó el altar de Júpiter, erigiendo sobre él una capilla en honor de San Juan Bautista, otro dechado de contemplativos.

Este proceder acertado de San Benito, al no destruir, sino transformar el templo pagano, sirvió de norma a imitar por sus hijos. Cuando años después, San Gregorio Magno enviara monjes a cristianizar Inglaterra, una de sus principales recomendaciones fue no herir la sensibilidad de los paganos, destruyendo sus templos, sino llevarlos al convencimiento de que servían para dar culto en ellos al verdadero Dios.

San Benito llegó a Montecasino cargado de un bagaje de experiencia envidiable. Primero, la aventura de la soledad de Sacro Speco, luego el entrenamiento con los ermitaños disolutos de Vicovaro, y por fin, el gobierno de los monjes de Subiaco le colocaron en situación de privilegio para realizar lo más eficaz y definitivo de su vida.

La Regla #

Mientras surgían vigorosos los muros de la nueva abadía –firme como las rocas donde se asentaba–, bullía en la mente de Benito algo muy importante que le traía inquieto. Reconocía que el monacato occidental carecía de normas concretas, precisas, adaptadas a la mentalidad del mundo romano, que sirvieran de guía a las almas consagradas. Entonces pensó en redactar una regla que resumiera la perfección evangélica y recogiera, a su vez, la espiritualidad monástica de Oriente y Occidente, imprimiéndole una impronta peculiar capaz de convertirla en algo sagrado, hasta el punto de merecer el apelativo corriente de Santa Regla por antonomasia. En algunos concilios el honor de ser colocada junto a la Biblia sobre el altar.

No vamos a entrar aquí en disquisiciones si San Benito es el autor de la Regla que lleva su nombre, o bien de la denominada Regula Magistri. Dejemos este tema para los investigadores. Preferimos acogernos con entera veneración y respeto a la primera, que le ha atribuido ininterrumpidamente una tradición de siglos, y que ha sido el yunque donde se han forjado tantos santos. Regla sabia, cargada de experiencia, resumen de la esencia más pura del cristianismo.

Esta Santa Regla, en la cual aletea el soplo del Espíritu Santo y que está revestida de un humanismo prodigioso, se impuso en los monasterios de Occidente ya desde el siglo VIII, no sólo en los fundados directamente por monjes benedictinos, sino también en los ya existentes. De tal manera obtuvo la preferencia sobre otras Reglas, que desde el siglo X puede decirse que todo el monaquismo occidental se regía por la sabia doctrina emanada del Patriarca de Montecasino.

Si se impuso a las demás reglas existentes, fue porque entraña auténticos valores, que son «el resultado, el fruto, la cima de toda la sabiduría acumulada al precio de múltiples experiencias en el monaquismo de la Iglesia desde sus orígenes»12.

El autor ha dejado en ella un vivo reflejo de su persona, como diría San Gregorio: «Si alguien quiere conocer más profundamente su vida y sus costumbres, podrá encontrar en la misma enseñanza de la Regla todas las acciones de su magisterio, porque el santo varón, en modo alguno, pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo vivió»13.

Gracias a esta Regla maravillosa, obra de un monje experimentado, zarandeado por la adversidad y amigo de Dios, la vida monástica adquiere en Europa un sentido pleno y el monasterio se convierte en un remanso de paz inalterable en un mundo sacudido por las guerras y ambiciones humanas; en un oasis alegre y refrigerante en medio del desierto de la vida.

En ella el trabajo manual adquiere una nueva dimensión: guardará un puesto equivalente a la oración, al procurar que se hermane la actividad del cuerpo con la ascesis del espíritu. Perfecto conocedor de la literatura y vida de los monjes orientales, San Benito extraería de ella cuanto, a su modo de ver, era más adecuado para el progreso de las almas. Así resultó un todo armonioso; no un código árido e informe, una reglamentación rígida y fría de la vida monástica, sino un manual perfecto de ascesis, una guía incomparable de la vida espiritual –resumen del Evangelio– donde encuentran y alcanzan su cumbre la simplicidad y la prudencia, la severidad y la dulzura, la libertad y la dependencia, la corrección y la paciente espera.

Toda la trama ascética ordenada por el Santo está impregnada, recibe su calor y su fuerza de la palabra eterna contenida en la Sagrada Escritura. Cualquier prescripción que establece, busca su apoyo en la Biblia. Así resultó un prodigio de sabiduría armoniosa entre la tradición monástica y las constantes variaciones de los tiempos. Obra humana en apariencia, lleva el sello inconfundible y preciso de lo sobrenatural. Es la gracia, la inspiración, la que actúa en Benito cuando se sienta a redactar sus páginas; es el espíritu de Dios el que aletea en los puntos de su pluma.

En la Regla se advierte, se palpa el binomio humano-divino. El humano, San Benito, que vive en Dios y se considera instrumento del cielo para guiar almas, vive una espiritualidad trascendente, honda, que accede a trazar un camino destinado a ayudar a sus hermanos; el divino, Dios, que se vuelca en aquella alma con sus carismas y le pone en la pluma preceptos de vida que servirán para conducir a las almas por rutas seguras de salvación.

Pudiéramos extendernos y aducir las muchas alabanzas que se han tributado en todos los siglos a la Regla de San Benito, desde el Papa San Gregorio hasta el Pontífice reinante, Juan Pablo II; pero nos contentaremos con un texto de Pío XII. En la mencionada Encíclica Fulgens radiatur, con ocasión del XIV centenario de la muerte del Santo, el Papa Pacelli considera la Regla benedictina como «monumento insigne de sabiduría romana y cristiana, que regula los derechos, obligaciones y ministerios de los monjes con benignidad y caridad evangélicas, y que ha sido y es tan eficaz para estimular a tantos a la virtud y conducirlos a la santidad».

«En esta Regla benedictina se hallan coordinadas la mayor prudencia con la sencillez, la humildad cristiana con la más esforzada virtud, el rigor se templa con la dulzura y la conveniente sumisión se ennoblece con la sana libertad. En ella la represión es firme; la condescendencia y benignidad resultan agradables, por su suavidad; los preceptos conservan su pleno vigor, pero la obediencia da tranquilidad a los corazones y paz a las almas; agrada el silencio por su gravedad, pero la conversación se adorna de atrayente gracia; y finalmente, la fuerza de la autoridad se ejercita, pero la debilidad tiene también su ayuda.»14

Resumiendo: La Regla benedictina es el más excelente tratado de vida ascética, que ha perseverado incólume durante siglos; ha sido troquel de millares de santos; y conserva su fragante lozanía aun en el momento actual en que todo se somete a examen y dura crítica. Esa abundante fecundidad, esa seguridad inconmovible, estriba, a no dudarlo, en los principios básicos sobre los que está calcada su espiritualidad. Destacamos algunos de estos principios

Cristo #

Es innegable que una de las peculiaridades más salientes de la Regla benedictina es ser cristocéntrica, es decir, todo en ella gira en torno a la figura radiante de Cristo.

Ya en los mismos umbrales del prólogo, San Benito presenta a sus hijos la idea de Cristo Rey. Les recuerda que la vida del hombre sobre la tierra es una constante milicia, que el monje no debe ser un soldado acuartelado y en reposo, sino un combatiente de vanguardia, que lucha día y noche bajo las banderas de Cristo, verdadero Rey. Domino Christo vero Regi militaturus15. ¡Sublime programa de vida para el monje!: marchar siempre en la vanguardia de la Iglesia de Cristo, luchando por su gloria, por la extensión de su reinado.

A ser apóstol de vanguardia le estimulan, no poco, algunas enseñanzas del sabio maestro, llenas de profundo contenido. Por ejemplo:

a) No anteponer nada al amor de Cristo: nihil amori Christi praeponere16. Estas palabras condensan el grado de perfección más encumbrada. Es el primero de los mandamientos, tan reiteradamente recomendado por Jesús. Este amor exige la total entrega del corazón, con exclusión de todo otro amor terreno. Sólo Jesucristo es el que ha de llenar ese corazón.

Encaja con este sentir la doctrina luminosa y maciza de la Imitación de Cristo: «Tu amado es de tal condición, que no quiere admitir consigo a otro: porque quiere Él solo tener tu corazón y como Rey sentarse en su propio trono. Si acertares a vaciarte por completo de toda criatura, Jesús habitaría, de buena gana, contigo. Cuanto pusieres en los hombres, fuera de Jesús, lo tendrás perdido. No confíes ni te apoyes sobre la caña endeble, porque toda carne es heno y toda su gloria caerá como la flor del heno»17.

San Bernardo, el gran enamorado de Cristo, cuyo nombre llevaba –según confesión propia– «en la boca y en el corazón», escribiendo al joven Foulques, que seducido por los halagos y promesas de un familiar suyo abandonó la vida religiosa y volvió al siglo para hacerse canónigo regular, le amonesta y exhorta, en aquel su lenguaje encendido, a que primero se debe seguir la voluntad de Dios que dejarse arrastrar por los ruegos interesados de un pariente. Después de echarle dulcemente en cara la fealdad de su acción, le pone delante los atractivos inexplicables del amor entrañable de Cristo y le dice: «Ciertamente, aún no has saboreado a Cristo y por eso ignoras a qué sabe, porque es imposible apetecer lo que se desconoce; o bien, si lo probaste y no te supo a mieles, señal es de que no tienes el paladar santo, por cuanto la Sabiduría de Dios dice expresamente: Los que de mí comen, tienen siempre hambre de mí, y tienen siempre sed los que de mí beben18. Cuando Cristo advierte que un alma se ha hartado de beber hasta la embriaguez, no se digna ofrecerle sus vinos, más dulces que la miel y el panal. Cuando uno ha apacentado sus ojos y su vientre con exquisita variedad de manjares, presentados en rica y vistosa vajilla, Cristo deja su corazón vacío de pan celestial.»19

b) Negarse a sí mismo para seguir a Cristo: abnegare semetipsum sibi, ut sequatur Christum20. Son un eco patente de la condición impuesta por Cristo a todos sus seguidores: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame21. La ley de la renuncia aflora insistentemente en todo el mensaje evangélico. Las palabras de Jesús son la resonancia de una vida en constante inmolación. Desde Belén al Calvario, toda ella fue una obediencia continua al Padre, un apurar a diario la copa del sufrimiento y la humillación. Por eso tiene derecho a exigir la renuncia de sí mismos a los que de veras quieren ser discípulos suyos.

El amor es tanto como don de sí, sed de renuncia y sacrificio en atención a la persona amada, sed tanto más ardiente, cuanto mayor sea el amor que se le tiene. Tal fue el amor que Cristo nos tuvo, al llevarle a la entrega total por amor nuestro: Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustia la mía hasta que no lo vea cumplido!22 ¡Ojalá nuestro amor nos llevara a sentir ansia de inmolación como la sintió Cristo por nosotros! Que se cumpliera en nosotros el deseo del Apóstol: Los que son de Cristo tienen crucificada su propia carne con los vicios y las pasiones23.

c) El pensamiento de Cristo debe presidir e informar todos los actos más salientes de la vida del monje. Así, cuando se trata de inspirarle una veneración y obediencia dócil a su abad, le pone delante como estímulo, que representa en el monasterio a la persona de Cristo –Abbas Christi… agere vices in monasterio creditur24—; cuando se habla de inculcar atención y respeto en la acogida del huésped, quiere que se vea en él al mismo Cristo: Omnes supervenientes hospites tamquam Christus suscipiantur25. Por último, para estimular al monje a permanecer fiel en el servicio divino, ningún incentivo puede presentarle más poderoso que hacerse digno «de participar, por medio de la paciencia, de los padecimientos de Cristo»26.

Búsqueda de Dios #

Si el fin de todo hombre es la búsqueda de Dios, con mayor razón podemos decir esto del religioso, que todo lo ha dejado por seguir de cerca los pasos de Cristo. San Benito, al organizar la vida monástica, no se propuso ningún fin peculiar para sus monjes, como pudiera ser: cuidar enfermos, dedicarse a la enseñanza, trabajar en las misiones o en el cultivo de las letras. Para llenar estos y otros fines irían surgiendo en la Iglesia otras familias religiosas que habían de ilustrarla con sus obras de apostolado.

El fin primordial del monje, el norte que debe guiar los pasos de quien se acerca a un monasterio benedictino o cisterciense, es el deseo sincero y exclusivo de buscar a Dios. Las demás actividades que desarrolla en la vida monástica, no son otra cosa sino consecuencias y como manifestaciones de esa búsqueda del Sumo Bien.

Dios no consiente que el hombre halle su felicidad verdadera fuera de Él, ya que es el bien en toda su plenitud, y todas las criaturas juntas son incapaces de llenar el corazón humano: Yo mismo seré tu recompensa grande y magnífica en extremo27, dijo Dios en otro tiempo al patriarca Abraham.

Para los cristianos, buscar a Dios no es ir a Él como simples criaturas que tienden a su primer principio y al fin último de su existencia, sino más bien tender a Él sobrenaturalmente, o sea, como hijos que quieren permanecer habitualmente unidos a su Padre por una voluntad llena de amor, por aquella misteriosa adhesión a la misma naturaleza divina de que habla el apóstol Pedro28. Es tener y fomentar aquella intimidad real y estrecha con la Santísima Trinidad, llamada por San Juan sociedad del Padre con su Hijo Jesús y en el Espíritu Santo29.

A esta intimidad honda se refería el salmista cuando cantaba: Buscad continuamente su rostro30, es decir, buscad la amistad de Dios, asegurad su amor al modo como la esposa del Cantar de los Cantares, presa de las dilecciones del Amado, sorprende a través de sus ojos toda la ternura escondida en el fondo de su alma. Realmente, Dios es para nosotros un Padre lleno de bondad que desea hallemos en Él y en sus perfecciones inefables nuestra felicidad aun acá en la tierra31.

Para San Bernardo –aquel gran monje que vivió la espiritualidad benedictina en toda su hondura– «es un bien ciertamente inapreciable el buscar a Dios –magnum quaerere Deum–: entre los bienes del alma yo no conozco otro que se le pueda comparar, siendo éste el primero de los dones en los comienzos de la conversión y el último en los progresos de la perfección»32. Por eso exhorta a las almas a no buscar «nada como Dios, nada antes que Dios, nada fuera de Dios». Para llegar a esa ansia de Dios, señala el Santo tres etapas o escalones en grado ascendente:

Quaeramus veraciter, o sea, buscar a Dios sinceramente. Es lo mismo que buscarle con rectitud de corazón y lealtad de espíritu, no sólo con palabras, sino especialmente con obras. Le debemos buscar porque es nuestro Creador y Redentor, el que está derrochando sobre nosotros el tesoro inmenso de sus beneficios.

Quaeramus frequenter, sin cesar, de continuo y en todos los momentos de nuestra vida, empleando en ello todas las energías que están a nuestro alcance, no escatimando sacrificio alguno que nos imponga esta búsqueda.

Quaeramus perseveranter, es decir, durante toda nuestra vida. Que no haya un solo instante en ella que no vaya encaminado a buscar la voluntad de Dios. Es imposible llegar aquí abajo a la plena posesión de Dios; cuanto más avanzamos en la carrera, mayores horizontes iremos descubriendo.

Oficio Divino #

Es uno de los elementos principales en que vive sumergido el monje, ya que dedica a él una parte considerable de la jornada y condiciona, por decirlo así, su vida. Porque el monje no tiene otra finalidad que la alabanza divina: es un profesional de la misma.

San Benito se muestra riguroso en sumo grado cuando se trata de estructurar el Oficio Divino. No quiere que se le anteponga ninguna otra ocupación por santa que sea: nihil operi Dei praeponatur33. Quiere que se acuda a él con suma presteza: Ad horam Divini Officii, mox auditum fuerit signum… summa cum festinatione curratur34, que los monjes se consideren en presencia de Dios, sobre todo cuando asisten a las horas del Oficio Divino, que se esmeren en cantarlo con máxima reverencia, conscientes de que los ángeles de la guarda dan cuenta a Dios de la manera como se ejecuta. Por último, no se contenta el Santo con una buena ejecución del rezo, recomienda lo principal, prestar una atención interna a la palabra de Dios, saborearla en el fondo del corazón: Consideremus qualiter oporteat in conspectu Divinitatis et angelorum eius esse, et sic stemus ad psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae35.

San Benito ha inmortalizado una frase con que ha querido denominar el Oficio Divino, frase peculiar y exacta, al llamarle Opus Dei, Obra de Dios por excelencia, voz de la Iglesia suplicante que, como Esposa de Cristo, se dirige al Padre para adorarle; voz de un alma que tiene sed viva, esperanza segura y amor ardiente; fuente perenne de gracias sobre toda la humanidad.

Al estructurar el santo legislador de una manera tan detallada la regulación del Oficio Divino, tuvo presente el proceder de los monjes orientales, los cuales desde sus orígenes se mostraron entusiastas de la alabanza divina, según nos refiere San Juan Crisóstomo: «Estos hombres, lumbreras del mundo, se levantan llenos de fortaleza mucho antes de salir el sol, presurosos, vigilantes, porque no tienen cuidados excesivos ni preocupaciones de negocios, ni nada mundano que les absorba, antes su vida es semejante a la de los ángeles del cielo. Se levantan, repito, con la mayor presteza y, llenos de gozo, van a cantar en nutrido coro –como a una sola voz– himnos en honor del Dueño del Universo; celebran sus alabanzas y le dan gracias por todos los beneficios, tanto generales como particulares. ¿En qué se diferencian de los ángeles estos mortales que se reúnen para orar y cantar ‘Gloria Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad’?»36.

Al hablar del Oficio Divino, no queremos pasar por alto algo que le está muy vinculado: el canto litúrgico. Efectivamente, los monjes han sido los conservadores a través de los siglos, mejor dicho, han sido los creadores de una liturgia propia, cuya principal expresión es el canto gregoriano, conservado y transmitido por ellos desde la más remota antigüedad. Este canto gregoriano, impregnado de profundo misticismo y fuerte unción religiosa, fue adoptado por la Iglesia como propio y recomendado vivamente en distintas ocasiones, sobre todo, en el presente siglo.

Nos basta recordar las palabras luminosas de Pío XII en su encíclica Mediator Dei. Se advertía ya en su tiempo un ansia desmesurada de cambio, un deseo de introducir músicas nuevas, no siempre en consonancia con el lugar sagrado y con la tradición de la Iglesia. El Papa trata de ilustrar debidamente aquellas corrientes, y escribe: «En cuanto a la música, obsérvense escrupulosamente las fijas y claras normas promulgadas ya por esta Sede Apostólica. El canto gregoriano, que por ser herencia recibida de antigua tradición, tan cuidadosamente tutelada durante siglos, la Iglesia Romana considera como cosa suya y cuyo uso está recomendado al pueblo e incluso terminantemente prescrito en algunas partes de la liturgia, no sólo proporciona decoro y solemnidad a la celebración de los sagrados, misterios, sino que contribuye a aumentar la fe y la piedad de los asistentes»37.

Recuerda el Papa, y hace propias, las disposiciones de San Pío X y Pío XI de que se cultive el canto gregoriano no sólo en los seminarios, sino también en los institutos religiosos. Incluso, añade, se debe establecer entre los fieles el uso del canto gregoriano en la parte que les corresponde38.

Este canto, custodiado con singular esmero en el seno de los monasterios, que ha alimentado la piedad de la Iglesia durante siglos, ha sufrido en los últimos años una crisis tan honda como jamás había conocido. Y no se crea que los Pontífices han variado un ápice en esta materia. Lo único que han aceptado ha sido la introducción de la lengua vernácula en el Oficio y tal vez cierta libertad en la introducción de algunas melodías nuevas, pero nunca han permitido se destierre el canto gregoriano. No podemos extendernos en confirmar con testimonios fehacientes estas afirmaciones, pero no es posible omitir unos conceptos llenos de dolor y angustia del Papa Pablo VI, ante el sesgo que iban tomando los coros monacales a poco de finalizar el Vaticano II. Dirigiéndose a los superiores generales de las religiones clericales con obligación coral, les decía: «Nos hemos cerciorado por cartas de algunos de vosotros y por muchas informaciones de distinta procedencia, que algunos cenobios y provincias vuestras –nos referimos sólo a los que pertenecen al rito latino– han adoptado diferentes costumbres en la celebración de la Sagrada Liturgia: unos conservan fielmente el latín en el oficio coral; otros desean ardientemente la lengua vulgar; otros aquí y allí quieren cambiar el canto gregoriano por cantinelas compuestas en nuestros días, y, lo que es más, han exigido que se suprima la misma lengua latina. Es preciso confesar que nos sentimos profundamente conmovidos y embargados de tristeza por semejantes peticiones».

Insiste luego el Papa Montini en que «se mantengan en vigor estas normas», tanto en lo que se refiere a la lengua a emplear como al canto gregoriano, y aunque luego concedió cierta amplitud en ambas cosas me consta que fue enteramente contra su voluntad. «El coro –llega a decir– de donde quedase suprimida la lengua latina, que traspasa las fronteras de las naciones y goza de maravillosa fuerza espiritual, y el canto nacido del fondo del alma, donde se asienta la fe y arde la caridad, es decir, el canto gregoriano, será semejante a un cirio apagado que ha cesado de iluminar y de atraer hacia sí los ojos y las mentes de los hombres»39.

Oración mental #

Al dirigirme principalmente a almas contemplativas, cuya vida está inmersa en Dios, no puedo menos de dedicar una atención especial a esta práctica tan propia del monaquismo, que lo sostiene, vigoriza y hace fecundo plenamente. Me refiero a la oración mental, tan recomendada por los autores ascéticos a toda alma que aspire a vivir vida interior.

San Benito exhorta a sus hijos –no podía ser menos– a ser almas de oración. Ya en los comienzos del prólogo, el primer aviso que da a los monjes es pedir a Dios «con oración muy fervorosa y continuada que perfeccione cualquier buena obra que emprendan»; ocuparse con frecuencia en la oración: orationi frequenter incumbere40;llorar en la oración los pecados cometidos. Y no pide que se dediquen a ella muchas horas, sino que en comunidad sea breve y pura la oración, brevis debet esse et pura oratio41, a no ser que se prolongue por inspiración e impulso de la divina gracia.

Ello se debe a que en su mente el Santo supone que sus monjes viven sumergidos en la oración continua. De aquí el silencio riguroso que les exige, la lectio divina en horas determinadas, la vida litúrgica intensa, todo ello forma un clima apropiado y sirve de incentivo para fomentar en el monje esa vida de oración casi permanente.

Pío XII, al dirigirse al prior de la Cartuja de Vedana, con motivo del V centenario de su fundación, destacó la notable influencia que puede irradiar una vida de oración monástica, cuando dijo: «esforzaos en gran manera por ser del número de aquellos que se proponen hacer lo que Moisés, puesto frente a la faz del Señor, en la cumbre del monte, orando brazos en alto y suplicando al Dios eterno, mientras el pueblo en la llanura luchaba contra el enemigo42. Con vuestras oraciones y con vuestras virtudes alcanzad de Dios para esta multitud vacilante, trabajosa y rodeada por todas partes de ejércitos enemigos de las almas, la paz, la concordia, y, sobre todo, aquella sabiduría de las cosas celestiales de la que tanta necesidad tienen»43.

Juan Pablo II, hablando en Méjico a las religiosas, les señalaba las luces y sombras en el momento actual de la Iglesia. Refiriéndose a estas últimas, les decía: «Tampoco faltan ejemplos de confusión acerca de la esencia misma de la vida consagrada y del propio carisma. A veces se abandona la oración, sustituyéndola por la acción; se interpretan los votos según la mentalidad secularizante que difumina las motivaciones religiosas del propio estado; se abandona con mucha ligereza la vida en común.»

Seguidamente, saliendo al paso, para evitar tales deslices y queriendo afianzar las almas en la palabra de fidelidad dada a Cristo, prosigue: «No olvidéis nunca que para mantener un concepto claro del valor de vuestra vida consagrada, necesitáis una profunda visión de fe, que se alimenta y mantiene en la oración (PC 6), la misma que os hará superar toda incertidumbre acerca de vuestra identidad propia, que os mantendrá fieles a esa dimensión vertical que os es esencial para identificaros con Cristo desde las bienaventuranzas y ser testigos auténticos del Reino de Dios para los hombres del mundo actual»44.

El mismo Pontífice reinante destacaba la eficacia de la oración cuando, dirigiéndose a la Unión de Superiores Generales, les decía: «No debéis temer, queridos hermanos; recordad frecuentemente a vuestros hermanos que un rato de oración y verdadera oración tiene más valor y fruto espiritual que la más intensa actividad, aunque se tratase de la misma actividad apostólica. Esta es la ‘contestación’ más urgente que los religiosos deben oponer a una sociedad donde la eficacia ha venido a ser un ídolo, sobre cuyo altar no pocas veces se sacrifica hasta la misma dignidad humana»45.

Sed, queridos monjes, almas de oración; ahondad cuanto podáis en los caminos de la oración, y enseñad al mundo la manera de aprovechar y llenar una vida, hoy que tantas energías se pierden por causa de la frivolidad que nos rodea. Que vuestros monasterios sean escuelas de oración, oasis refrigerantes en medio del desierto de la vida, centros de irradiación espiritual para un mundo que camina a la deriva, porque se menosprecian los grandes valores del espíritu.

Trabajo #

A la oración litúrgica y a la oración mental podemos añadir un tercer elemento característico de la vida monástica, que desde los primeros tiempos ocupó la vida de los monjes. Estos tres elementos quedaron sintetizados en aquella frase, de hondo sabor benedictino, Ora et labora, que ha sido, en rigor, la trayectoria seguida por todos los hijos de San Benito, modelos de actividad en todos los campos, porque no hay trabajo alguno al que ellos no se hayan dedicado, habiendo salido de los claustros los mejores maestros especializados en todos los ramos del saber humano.

Pero, aunque no es éste el lugar de extendernos en esta materia, no obstante, queremos destacar entre sus mejores logros aquella clase de actividad a que se dedicaron, suficiente ella sola para asegurarles el reconocimiento universal. A ellos se debe la transmisión del inestimable tesoro de la cultura antigua. Los monjes benedictinos de la Edad Media son el anillo de enlace entre la antigüedad y el mundo moderno. Sin el tesoro literario de griegos y romanos –recogido cariñosamente por los monjes– faltaría a la cultura moderna uno de sus principales fundamentos.

El trabajo cae dentro de la órbita del homenaje con que la criatura racional debe honrar a su Creador: es una de las leyes impuestas a la naturaleza humana. Su fundamento estriba en el precepto bíblico. Después de la creación del mundo, añade la Biblia que Dios creó al hombre y le puso en el paraíso para que lo cultivara y lo guardara, ut operaretur et custodiret illum46. Ya antes del pecado estaba impuesta la ley del trabajo, pero de manera muy distinta a como es ahora: era una labor fácil, sin molestia alguna, una especie de himno de alabanza al Supremo Hacedor. Pero después de la caída cambió por completo el panorama: lo que era recreación fecunda se trocó en doloroso deber ingrato a la naturaleza. Ya se lo dijo Dios al primer hombre: Comerás el pan con el sudor de tu frente47.

San Benito, que no señala a sus monjes de una manera explícita el uso de cilicios ni disciplinas, introduce, sin embargo, este excelente medio de mortificación, dedicándole un largo capítulo en que reglamenta minuciosamente la actividad del monje48. Según él, todo el tiempo disponible, después del Oficio Divino y de la lectio divina, se debe dedicar al trabajo manual. Sienta como principio fundamental aquellas palabras otiositas inimica est animae, la ociosidad es enemiga del alma; permite que haya en el monasterio artistas que ejerciten su ingenio, pero exigiéndoles que no sean arrastrados de la avaricia cuando se trate de vender el fruto de su arte49; sólo en caso de necesidad pueden los monjes recoger las mieses por sí mismos50.

«El insigne patriarca –diremos con Juan XXIII– puso por fundamento de su gran familia religiosa la oración. La oración contemplativa, recitada y cantada, y juntamente con ella el trabajo intelectual y material, de manera que en todas partes donde llegaron los benedictinos, surgió una floreciente civilización de trabajo y bienestar, difundida a lo largo de los siglos, de cuyos frutos se goza aún en el mundo»51.

Digamos, por último, que San Benito prescribe a sus monjes un trabajo no de mero pasatiempo, sino dignamente remunerador: «Entonces serán verdaderos monjes cuando vivan del trabajo de sus manos como nuestros padres y los apóstoles»52. No quiere que se entreguen a la mendicidad, ni sean gravosos a nadie, sino que se abastezcan a sí mismos con su propio trabajo, como lo hacía el Apóstol y como lo hizo el mismo Jesucristo.

Hospitalidad #

Entre las muchas peculiaridades que presenta la Regla benedictina, existe una que la ha hecho proverbial: la que trata de la acogida de los huéspedes. A ello dedica el Santo un hermoso capítulo lleno de profundas enseñanzas. Tenía bien metida en el alma la doctrina de San Pablo, que recomienda sin cesar la hospitalidad53.

Los fundamentos de esta hospitalidad monástica hay que buscarlos en la fe: Lo que hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos conmigo lo hicisteis54. Principio sobrenatural que es el punto de partida del glorioso legislador, tan penetrado de espíritu evangélico.

Si por una parte exhorta a sus hijos a mantenerse ajenos al espíritu del mundo, saeculi actibus se facere alienum55, por otra, reconociendo que sus monjes viven en un mundo del que no se puede prescindir, y que son cristianos con todas sus consecuencias, quiere que, lejos de cerrar las puertas a los pobres, peregrinos y cuantos se acerquen al monasterio, se les abra de par en par y se les reciba indistintamente cuando se presenten «como si fueran el mismo Cristo en persona, pues nos dirá un día: Huésped fui y me recibisteis»56. Ordena que todos sean tratados con inmensa condescendencia y caridad, llegando al extremo de permitir –por amor al huésped– el quebrantamiento del ayuno, a no ser que sea de precepto eclesiástico.

Admira el espíritu de fe profunda de que está impregnada la recepción del huésped. San Benito, por tres veces consecutivas, descubre en el que llega a las puertas del monasterio, al mismo Cristo: «Recíbanse a cuantos huéspedes llegaren al monasterio como al mismo Cristo en persona.» Quiere que se les tribute reverencia. «Salúdeseles con una humildad profunda, porque en cuantos huéspedes entran o salen del monasterio debe ser adorado Jesucristo, a quien se recibe en sus personas, inclinando la cabeza o postrándose en tierra.»

Para el Santo no existe la acepción de personas, todos son iguales en su concepto. Únicamente en paridad de circunstancias, si se trata de escoger, como buen imitador del divino Maestro, se inclina por los pobres y peregrinos. «Póngase, sobre todo, el mayor cuidado en el recibimiento de pobres y peregrinos, porque en éstos se recibe a Jesucristo más particularmente que en los demás, porque los ricos y poderosos bastante recomendación se atraen con su soberanía para que se les dé el honor que les es debido»57.

Minucioso es el ceremonial prescrito para realizar esta acogida del que llega en nombre de Cristo, los prolijos ritos y ceremonias señaladas en la recepción de huéspedes. Ceremonias que –según tengo entendido– están casi abolidas en el momento actual en que las visitas a los monasterios han sobrepasado todos los cálculos. Sin embargo, debe perdurar el espíritu y los mismos sentimientos de respeto y profunda veneración hacia la persona del recién llegado, quien espera encontrar en los monasterios hombres llenos de Dios, saturados de afabilidad y caridad evangélicas.

Pío XII, en la tantas veces mencionada encíclica Fulgens radiatur, da la pauta a los hijos de San Benito sobre la manera de practicar la acogida en el momento actual de la Iglesia. Después de recordarles el precepto de la Regla –primer mandamiento de la ley–, «nada deben anteponer al amor de Cristo», prosigue de esta manera: «Juntamente con este amor ardentísimo al Redentor Divino ha de darse la caridad con el prójimo. A todos hemos de abrazar como hermanos y ayudarles con todos los medios.» Por eso, mientras los odios y rivalidades excitan y empujan a los hombres unos contra otros, mientras robos, muertes e infinitas desgracias y miserias son consecuencia de aquellas turbias agitaciones de pueblos y sucesos, San Benito da a sus seguidores estos santísimos preceptos: «Póngase el mayor esmero en la recepción de huéspedes y peregrinos, porque en ellos se reciba a Cristo más particularmente»58.

Tal vez sea más explícito y orientador el mensaje que Pablo VI dirigió a los Abades cistercienses un año antes de su muerte, cuando les decía: «Sin renunciar en nada al silencio, a la plegaria y al sacrificio en vuestra vida –tratando incluso de evitar que el progreso técnico introduzca una atmósfera demasiado ruidosa en vuestras casas– podéis y debéis entablar contactos con aquellos que buscan un clima de retiro, un alto espiritual en el camino: sacerdotes, religiosos, laicos, adultos o jóvenes. La hospitalidad que les ofrecéis generosamente, es un servicio capital que prestáis a la Iglesia de hoy, es un apostolado particular; y trapenses como Dom Chautard han manifestado hasta qué punto poseían un alma apostólica.»59

Ascesis monástica #

Basa San Benito –al igual que los demás fundadores– la búsqueda de Dios en la oración y en una ascesis constante traducida en sacrificio, que constituye la finalidad primordial del monaquismo. En torno a ellas giran todas las demás prescripciones. De ahí la reducción al mínimum de las salidas, la exhortación a que se tenga dentro del Monasterio todo lo necesario: «Si es posible se debe edificar el monasterio de modo que tenga dentro todo lo necesario, esto es, agua, molino, huerta, panadería y otras piezas donde se puedan ejercer diversos oficios, para que no tengan necesidad los monjes de salir fuera.»60 A continuación explica el por qué no quiere el Santo que sus hijos salgan fuera: Quia omnino non expedit animabus eorum, porque es sumamente funesto para la salud de sus almas.

Sin embargo, cuando la necesidad se impone, el Santo condesciende y autoriza las salidas, siempre que sean aprobadas por la obediencia.

Al examinar de pasada la Regla de San Benito, sorprende que no se hallen en ella aquellas grandes penitencias y maceraciones a que eran tan dados los antiguos monjes de los desiertos, antes sin despreciar esos medios –tan recomendados por los maestros de la vida espiritual– cala más hondo en el ser humano y descubre una ascesis mucho más positiva, al hacer resaltar la práctica de las grandes virtudes que forjan los santos: humildad, obediencia, silencio. Pero quizá donde se muestra más peculiar y exigente es en el quebrantamiento de la propia voluntad.

Sobre este punto la ascesis benedictina se muestra, a mi modo de ver, extraordinariamente orientadora, pues no solamente despoja a sus hijos de toda posesión externa: «Arránquese de raíz en el monasterio –dice el Santo– el vicio de la propiedad: ninguno se atreva a dar ni recibir cosa alguna sin licencia del abad, ni tenerla como propia, sea lo que fuere, ni libro, ni pluma, ni papel, ni nada absolutamente: como a quienes no les es permitido tener en su potestad ni aun sus cuerpos»61, sino que llega a la máxima exigencia que puede pensarse, al despojo total del corazón, a la oblación del propio querer.

Son muchos los pasajes de la Regla donde se habla de este despojo interno. He aquí algunos: Voluntatem propriam odire62, odiar la propia voluntad. «Ninguno en el monasterio siga su propio criterio»63; «por lo que toca a nuestra propia voluntad, la Escritura nos prohíbe expresamente seguirla diciendo: Renuncia a tu propia voluntad.»64

Mediante la profesión monástica, el monje se ha entregado totalmente a Dios, en perpetuo holocausto de su persona, ha renunciado a los bienes de la tierra y concentrado en Dios todos los afectos de su corazón. Bien puede decir con San Pedro: He aquí que todo lo hemos dejado por seguirte65. Mas para que esta donación sea total y acepta a Dios, tiene que ir acompañada al mismo tiempo de la entrega del corazón y de la voluntad. En el momento que se reservara una sola fibra de su corazón que no estuviera orientada hacia Dios, el sacrificio no sería grato a sus ojos.

«Dejar el mundo –dice San Gregorio– y renunciar a los bienes exteriores es tal vez cosa fácil; pero renunciar a sí mismo, inmolar lo que se tiene en más estima, la libertad, es un sacrificio mucho más arduo. Abandonar lo que uno tiene es poco, pero dejar lo que uno es, constituye la donación suprema.»66

Hoy, que tanto se habla de derechos humanos, de libertad, de emancipación, tal vez para algunos suene extraño este lenguaje exigente de San Benito, que quiere a sus monjes despojados de voluntad propia. Con todo, el Patriarca de Nursia no hace otra cosa sino limitarse a recoger y transmitir a sus hijos el mensaje de Cristo, quien vino a este mundo no a hacer su voluntad, sino la de Aquel que le envió67. Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado68. Lo que sabemos es que Dios no oye a los pecadores, sino que aquel que honra a Dios y hace su voluntad, éste es a quien Dios oye69.

No sólo San Benito, sino todos los santos llevaron hasta sus últimas consecuencias este mensaje de Cristo y lo pusieron por fundamento de su entrega total a Dios. Veamos por vía de ejemplo, cómo se expresa sobre este punto un santo que vivió en plenitud el ideal benedictino: «Llamo propia voluntad a la que no es conforme con la de Dios, y de los hombres sus representantes, sino solamente nuestra… ¿Qué aborrece Dios, o qué castiga, sino la propia voluntad? Cese la propia voluntad y no habrá infierno. Cesset voluntas propria, et infernus non erit. ¿En qué se cebará aquel fuego si no es en la propia voluntad?… La propia voluntad es bestia cruel, pésima fiera, rapacísima loba, ferocísima leona; haec est crudelis bestia, fera pessima, rapacissima lupa, et hyaena saevissima. Esta es aquella lepra inmundísima del corazón por la cual es preciso meterse en el Jordán, imitando a aquel Señor que no vino a hacer su voluntad, sino lo que dijo en su Pasión: No se haga, Padre mío, mi voluntad, sino la tuya.»70

Separación del mundo #

San Gregorio, al escribir la vida de San Benito, dice que en sus primeros años abandonó la casa paterna y todos los bienes de este mundo, con el propósito de agradar a Dios solo, soli Deo desiderans placere71. Así fue como pudo saber por experiencia los encantos que Dios tiene reservados para las almas en la vida solitaria, y poder luego recomendar a sus hijos, como algo fundamental, la separación del mundo.

El fin primordial que pretendía con esta separación era favorecer la unión con Dios y crear en sus cenobios una atmósfera adecuada que ayudase a la contemplación. Esto implica dos elementos inseparables, oración y ascesis rigurosa. La primera exige normalmente la soledad; en cambio la segunda requiere la pobreza, el celibato, la obediencia y todas las formas de mortificación. En esa prosecución de la unión con Dios existen diversos grados: cuanto más se progresa en ella, más debe crecer el desprendimiento y más radical debe hacerse la separación del mundo.

Si todos los cristianos están obligados, en cierto modo, a realizar cierta especie de ruptura con un mundo que pasa, que se halla sumergido en el pecado de la triple concupiscencia de que habla San Juan, con mayor motivo los religiosos, por su vocación, deben aislarse de su influencia maligna, si quieren permanecer fieles a Cristo y llegar a la plena posesión de Dios.

Huir del mundo no significa despreciar los valores terrestres por parte de los que quieren entregarse sólo a Dios, sino defender con decisión el ideal que han abrazado. Por eso en la literatura monástica de la Edad Media, cuando se trata de contar o de caracterizar las vocaciones, la idea del contemptus mundi –de un desprecio, de un disgusto del mundo– es menos frecuente que la idea del deseo de Dios. No es de los hombres de los que se huye, es del pecado, es de los peligros que el mundo hace correr al alma; y aquello hacia lo cual se huye, no es la soledad, es Dios. En este sentido y en esta medida, todo el monaquismo occidental prepara e ilustra este consejo radical que dará San Juan de la Cruz: «Conviene que tenga el menos trato que pudiera con gentes, huyendo de ellas, y nunca hablar más de lo necesario en cada cosa: porque de tratar con las gentes más de lo que puramente es necesario y la razón pide, nunca a ninguno, por santo que fuese, le fue bien.»72

Si siempre el mundo fue enemigo declarado de las almas consagradas, tal vez en los tiempos actuales, cuando los medios de comunicación social tienen un poder fabuloso, se aumenta en sumo grado el peligro. De aquí las tristes defecciones que se están dando, el poco espíritu reinante en no pocas comunidades, el vivir en otras arrastrando una existencia rutinaria y bien poco ajustada al espíritu religioso.

Es necesario, queridos hijos, estar en guardia, cercenar todos aquellos incentivos de disipación, como suelen ser radio, prensa, televisión, sobre todo, que llenan el espíritu de bagatelas, secan el corazón y hacen perder lastimosamente un tiempo precioso que Dios nos ha dado para dedicarlo a su servicio.

Se me ocurre haceros esta reflexión: ¿De qué sirve vivir en soledad si se abren de par en par las puertas al ruido ensordecedor del mundo? Tenéis que vivir en el mundo sin ser del mundo –o como os dice vuestro Padre, aborrecer la conducta y máximas del mundo73, ajenos a sus pasatiempos y frivolidades y siempre dispuestos a sacrificaros por ese mundo que os aborrece y no os comprende.

El malogrado Juan Pablo I, cuyo pontificado fugaz apenas dio tiempo para apreciar sus múltiples valores, tenía preparada una preciosa alocución que había de pronunciar ante los Padres de la Compañía de Jesús, el 30 de septiembre de 1978, dos días después de su fallecimiento. Por su indiscutible importancia, Juan Pablo II la hizo suya y mandó transmitir su contenido al Superior General de los Jesuitas a través de la Secretaría de Estado.

En ella –después de ponderar la fecunda labor de la Compañía a través de los tiempos y de cómo siempre he estado al lado de los Pontífices– señala algunas sombras y lunares que la afectan en el momento actual. Seguidamente les traza unas sendas luminosas para poder continuar en esa trayectoria tradicional de ser los abanderados de la fe y doctrina católicas.

Yo solamente quiero fijarme en una idea que bien puede aplicarse a todos los religiosos en esta hora de los grandes cambios. Después de recordarles que el secreto de su fuerza ha estado siempre en la severa disciplina, fruto de la rigurosa ascética ignaciana, alimentada por una intensa vida espiritual, sostenida por el ejercicio de una obediencia madura y viril, les pone en guardia contra el espíritu del mundo secularizante: «No permitáis que tendencias secularizadoras lleguen a entrar y a turbar vuestras comunidades, a disipar ese ambiente de recogimiento y de oración en que se va templando el apóstol, e introduzcan actividades y conductas seculares que no caen bien a los religiosos. El obligado contacto apostólico con el mundo no significa asimilación con él; al contrario, exige una diferenciación que salvaguarda la identidad del apóstol, de modo que en realidad sea la sal de la tierra y la levadura que hace fermentar la masa». (Cf. Acta Romana Societatis Iesu, 17 (1977-1979) 210)

Irradiación perenne de San Benito #

El monaquismo no ha tenido propiamente fundador directo. Es un fenómeno que se inició en los primeros tiempos de la Iglesia, aunque la Biblia nos habla ya de ciertos discípulos de los profetas que vivían en torno a ellos, bien en soledad, bien en compañía de otros, para entregarse a una vida más orientada a la búsqueda de Dios, henchida de esperanza, en una dura ascesis. Los desiertos de Qumrán son un ejemplo patente de la exigencia de estos precursores del monaquismo74.

Sin embargo, fueron los discípulos del Señor quienes deseando llevar a la práctica sus enseñanzas, sobre todo aquel si vis perfectus esse…, «si quieres ser perfecto», se obligaron a unas normas de vida mucho más estrechas que el común de los cristianos.

Sabido es cómo los desiertos de Oriente comenzaron bien pronto a poblarse de ascetas, en los primeros siglos del cristianismo. Allí donde un grupo de almas se retiraba y comprometía a vivir el Evangelio en toda su plenitud, al punto surgía un centro de vida monástica donde los monjes –entregados a una vida de completa renuncia– escalaron las sendas más encumbradas del espíritu.

Cundió también la misma idea en Occidente, y fue San Benito uno de sus máximos representantes, por haber vivido con tal hondura la vida monástica, por haberla difundido con tal ímpetu, y haber trazado para ella unas directrices tan hábiles y oportunas, que ha sido considerado con justicia Padre de los monjes de Occidente. Su sabia Regla imprimió en ella una impronta tan inconfundible, que a pesar de los siglos se ha mantenido y sigue produciendo los frutos más fecundos.

Dimensión actual de monaquismo #

Centrada la vida contemplativa en Cristo, podemos decir que sus seguidores constituyen la porción más escogida y selecta de la Iglesia, sin otra aspiración más que la santidad. El Vaticano II así lo reconoció cuando dijo: «Los Institutos puramente contemplativos, cuyos miembros, dados totalmente a Dios en la soledad, en el silencio, en la oración constante y en la austera penitencia, por mucho que urja la necesidad del apostolado activo, ocupan siempre una parte preeminente en el Cuerpo Místico de Cristo, en que todos los miembros no tienen la misma función.»75Por eso, lejos de permitir que se variaran las estructuras, ordenó que se conservasen en todo su vigor, si bien con un espíritu renovado y adaptado a la mentalidad de los primeros fundadores. Imposible que mandara cambiar las estructuras fundamentales de una vida cuya principal finalidad consiste en seguir de cerca los pasos del Divino Modelo.

La historia nos ofrece, desde la edad más remota, el maravilloso testimonio que dieron siempre estos seguidores de Cristo, cuyo afán fue la búsqueda sincera de Dios, el amor entrañable e indiviso a Cristo, la entrega total y absoluta al trabajo en la expansión de su Reino. «Desde los orígenes del cristianismo –escribe el inmortal Pío XII– los monjes esparcieron el esplendor radiante del Evangelio en el jardín de la Iglesia, como flores frescas y recién nacidas. Fieles a las inspiraciones de la gracia, victoriosos sobre la concupiscencia de la carne y de los ojos, así como sobre la soberbia de la vida, desligados por esto mismo de las trabas de aquí abajo, inflamados en el amor de Dios y de los hombres, se entregaban totalmente a la perfección evangélica. Anacoretas, cenobitas, vírgenes consagradas, subían alegremente por el monte de Dios, apoyados en la oración, la contemplación de las cosas celestiales, la mortificación corporal voluntaria y el ejercicio de todas las virtudes.»76

A la vista de los maravillosos frutos reportados a la humanidad por los monjes, nos asalta de nuevo la idea de pregonar la labor amplia e incansable de los hijos de San Benito en favor de la fe y la piedad, la cultura y la civilización. Pero no es nuestro intento este, sino sólo responder al tema propuesto, o sea, cómo es de suma actualidad la vida monástica, tal como él la configuró, seguida de cerca –al cabo de casi quince siglos– por millares de hijos e hijas, diseminados por todos los rincones del orbe.

Para ello, nada mejor que recurrir al Magisterio de la Iglesia, faro que debe iluminar siempre la senda del creyente cuando trate de descubrir la autenticidad de algo importante.

Prescindiendo ahora de la doctrina conciliar, tan esclarecedora en este punto, y más conocida, nos fijaremos en el testimonio de los últimos Pontífices.

Hace algunos años, escribiendo Pablo VI al Abad General de los Cistercienses de la Estrecha Observancia, les decía entre otras cosas: «¡Qué excelente es vuestra vida, cómo se gana los espíritus, qué utilidad ofrece a la Iglesia cuando la vivís de tal modo que es perfecta bajo todos los aspectos, cuando cumplís con fiel diligencia los votos a que os obligasteis en la profesión religiosa!… Redunda además la misión contemplativa en provecho de toda la Iglesia. De ella necesita ésta para aumentar la vida interior de sus hijos todos, con el ejemplo de esas almas solícitas sólo de unirse a Dios y atraídas por el amor de las cosas celestiales. Si llegan a faltar esas almas, si su vida languidece y se debilita, se sigue necesariamente una pérdida de fuerzas en todo el Cuerpo Místico de Cristo. Y si esto acontece, el conocimiento de las cosas divinas, la teología, la sagrada predicación, el apostolado y la vida cristiana de los fieles sufrirán por ello graves daños. La llama mística del contemplativo mantiene vivo en la Iglesia el conocimiento de Dios, que se alcanza con la experiencia. Sin éste, faltaría una de las formas como el Pueblo de Dios tiene que conocer al Verbo. Los corazones de los hombres, para no secarse, piden por eso, que el agua viva alumbrada por los contemplativos, les llegue de un hontanar secreto.»77

Responsabilidad tremenda la que pesa sobre los contemplativos en esta hora en que la crisis de fe se acentúa en todas las esferas y una ola de materialismo se está enseñoreando de la sociedad. Los Pastores de la Iglesia –hablemos con claridad– comprobamos con dolor una disminución de fuerzas apostólicas en los que formamos el Cuerpo Místico. ¿No será acaso porque todos, y también la porción más escogida de la Iglesia, los dedicados a la contemplación, nos hemos enfriado en el amor, y perdido el contacto con las fuentes de gracia que en otras épocas corría a raudales y se difundía con profusión por todo ese Cuerpo Místico?

Más recientemente, el mismo Pontífice, en un encuentro que tuvo con los Abades Cistercienses, subrayó de nuevo la plena vigencia de la vida consagrada en el retiro del claustro. Se pregunta el Papa si todavía, en la hora actual, tiene razón de ser la vida contemplativa, si le dice algo al hombre de nuestro tiempo. Él mismo se contesta a lo primero con un sí rotundo por doble motivo. «Porque la santidad es el amor de Dios, el único que puede colmar el corazón humano, y porque precisamente los contemplativos persiguen ese amor… Además, vuestra vida constituye también un ejemplo sin par que está necesitando nuestra sociedad, la cual se deja absorber a menudo enteramente por los bienes temporales. Los islotes, o mejor, los collados de silencio y oración que construís, contribuyen a restablecer, visiblemente y más aún en el misterio de la comunión de los santos, el equilibrio espiritual de un mundo que, de otro modo, perdería el sentido de lo esencial en medio de este activismo febril… Si vuestra vida escondida en Dios no siempre es comprendida por nuestros contemporáneos, incluso cristianos, continúa siendo para ellos una interpelación, una llamada, un atractivo tanto más poderoso cuanto que vuestra predicación es vuestro silencio.»78

Juan Pablo II, en el poco tiempo que lleva de pontificado, ha manifestado reiteradamente su gran estima por la vida religiosa, concretamente por la contemplativa. En México, al hablar a las religiosas, en la Catedral de Guadalajara, después de recordarles que el Magisterio de la Iglesia ha manifestado siempre su aprecio por la vida dedicada a la oración, al silencio y a un modo singular de entrega a Dios, se hace esta pregunta: «En estos momentos de tantas transformaciones en todo, ¿sigue teniendo significado este tipo de vida o es algo ya superado?» El mismo Papa se contesta: «Sí, vuestra vida tiene más importancia que nunca, vuestra consagración total es de plena actualidad. En un mundo que va perdiendo el sentido de lo divino, ante la supervaloración de lo material, vosotras, queridas religiosas, comprometidas desde vuestros claustros en ser testigos de unos valores por los que vivís, sed testigos del Señor para el mundo de hoy, infundid con vuestra oración un nuevo soplo de vida en la Iglesia y en el hombre actual. Especialmente en la vida contemplativa se trata de realizar una unidad difícil: manifestar el misterio de la Iglesia en el mundo presente y gustar ya aquí, enseñándoselo a los hombres –como dice San Pablo– las cosas de allá arriba (Col 1, 3). El ser contemplativo no supone cortar radicalmente con el mundo, con el apostolado. La contemplativa tiene que encontrar su modo específico de extender el Reino de Dios, de colaborar en la edificación de la ciudad terrena, no sólo con sus plegarias y sacrificios, sino con su testimonio silencioso, es verdad, pero que pueda ser entendido por los hombres de buena voluntad con los que esté en contacto.»79

Poco antes había dicho a las Superiores Generales unas palabras que constituyen todo un programa de vida que debe sacudir hondamente el corazón de todos los consagrados: «La Iglesia y el mismo mundo tienen más necesidad que nunca de hombres y mujeres que sacrifiquen todo para seguir a Cristo según lo hicieron los apóstoles.»80

Este sacrificarlo todo para seguir a Cristo lleva un eco del mensaje paulino omnia arbitror ut stercora, ut Christum lucrifaciam, todo lo estimo como basura, con tal de ganar a Cristo; o bien, el tan conocido de los hijos de San Benito: Christo omnino nihil praeponant81, que nada antepongan a Cristo.

La hora de los monjes #

Después de la elección de los doce Apóstoles, nos dice San Lucas que descendiendo Jesús de la montaña, se paró en un llano, en compañía de sus discípulos y de una gran muchedumbre de todos los pueblos y ciudades vecinas que habían acudido a escucharle y a que les curase de sus enfermedades. Añade el evangelista que toda la gente procuraba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos: virtus de illo exibat et sanabat omnes82.

Algo así ocurre en vuestras vidas. El monte, por ser lugar adecuado para la oración es sinónimo de desierto, de soledad, donde el alma se sumerge en Dios y se llena de esa fuerza interior que conmueve al mundo. Vuestros monasterios son desiertos en medio del mundo, oasis refrigerantes, lugar de cita del Espíritu Santo, o bien «lecho donde reposa el Esposo divino –en frase de San Bernardo– en los cuales se lleva una vida exenta de los cuidados e inquietudes del siglo.»83Las almas que habéis sido favorecidas con una vocación tan sublime, de poder disfrutar de la soledad de estos «desiertos», debéis saturaros de Dios y gozar de una experiencia muy íntima suya para poder comunicarlo al mundo.

Creo que ha llegado la hora de los contemplativos. Ellos están llamados a salvar a la humanidad en esta hora en que fallan todos los cálculos y previsiones humanas. El mundo siente ansias de descubrir horizontes de otra vida muy distinta de la que lleva de confort, diversión, pasatiempos, orgía. Se halla desalentado y suspira por algo que llene de veras el corazón humano. Ese algo se lo deben señalar con su conducta los monjes contemplativos. Ellos harán sentir la fuerza que brota del contacto perenne con lo sagrado, capaz de convertir los corazones y atraerlos hacia el bien.

Tenéis que predicar a los hombres –queridos monjes y monjas– con el silencio de vuestras vidas sumergidas en la oscuridad, las realidades que ellos ignoran; tenéis que contagiarles con vuestra vida llena de Dios. No se concibe un contemplativo que no sea apóstol, pero apóstol de vanguardia que avive el fuego en las almas e influya a gran escala en la conversión del incrédulo, en el triunfo de la verdad, en las victorias del apologista, del predicador, del sacerdote que trabaja con celo incansable en los diversos campos.

«Ninguna de las preocupaciones eclesiales –decía Pablo VI hablando a los Abades del Císter– os debe ser extraña. Sufrís con nosotros el drama espiritual de nuestras generaciones. La Iglesia, por su parte, tiene el sentido de lo que representáis para ella; tiene necesidad más que nunca de la penitencia aceptada alegremente y de la oración asidua que sube desde vuestros claustros para dar testimonio de lo absoluto de Dios.»84

Y dirigiéndose a las abadesas benedictinas, les decía: «No sólo tenéis asignado un puesto en la Iglesia católica, sino una función, como dice el Concilio; no estáis separadas de la gran comunión de la familia de Cristo; estáis especializadas, y vuestra especialidad es hoy, no menos que ayer, eficaz y edificante para toda la Iglesia, más aún para toda la sociedad… Sois las delegadas para la conversación con Dios y para la expiación vicaria por parte de la familia cristiana y humana… Vuestra vocación monástica exige la soledad y la clausura; pero no debéis nunca consideraros por ello aisladas y separadas de la solidaridad con toda la Iglesia.»85

«No entra en los planes de la Iglesia –escribía el Papa a los cistercienses– mandaros salir del monasterio y ayudar directamente a vuestros contemporáneos, más bien os empuja a que estéis presentes de una manera más profunda, a saber, en las entrañas de Cristo. Pues ahora más que nunca la Iglesia desea ardientemente que participéis del gozo y de la esperanza, de la tristeza y de la angustia de los hombres de nuestro tiempo.»86

En esta hora angustiosa en que nos ha tocado vivir, cuando el hombre intenta prescindir de Dios y el mal va cundiendo cada día más, son necesarias almas robustas y esforzadas que, al modo de Santa Catalina de Siena, tomen sobre sí la responsabilidad de cargar, de un modo místico, pero real, con la navecilla de la Iglesia. Estas almas valerosas, ¿dónde podremos encontrarlas? Sin duda en la oscuridad de los claustros monacales, que constituyen la reserva esperanzadora de la Iglesia.

A esta súplica henchida de esperanza, de las almas contemplativas, se acoge sin cesar el actual Pontífice siempre que se le ofrece ocasión. Valga para todas el encuentro tenido el pasado año con las religiosas de clausura, a quienes decía: «He aquí la forma preciosa de colaboración que vosotras, religiosas de clausura, de vida eminentemente contemplativa, ofrecéis a la Iglesia para bien de las almas. No sólo os pido que perseveréis en vuestro propósito, sino que os exhorto a progresar cada vez más en la amistad con Dios, a reavivar continuamente la llama del amor, como volcanes cubiertos de nieve. En la hora presente, tan difícil por las muchas dificultades que presenta, vuestra oración, alimentada por el sacrificio en la soledad y en el silencio, atraiga sobre la tierra la bondad misericordiosa de Dios.»87

Digamos, por último, que el monje en el retiro del claustro, con su vida de silencio y austeridad, sin pronunciar una sola palabra, está proclamando a la faz del mundo que Dios existe, que Dios lo es todo para el hombre, que Dios tiene derecho a ser amado y sólo Él es capaz de saciar el ansia de felicidad que siente el corazón humano.

Puede haber casos en los cuales el monje se vea en la necesidad de dejar su retiro y tener que hablar de Dios a los hombres. Entonces debe seguir la conducta de aquel otro gran monje y maestro de contemplativos, San Bernardo, quien viéndose en la precisión constante de tener que salir de su Monasterio a solucionar los más difíciles problemas de su tiempo, empleaba un lenguaje de fuego que no podía menos de abrasar y transformar los corazones. Él mismo nos explica de dónde sacaba aquella fuerza arrolladora: «Es propio de la verdadera y pura contemplación que el alma abrasada en el fuego divino se inflame en un celo tan ardiente y en un deseo tan vehemente de dar a Dios corazones que le amen, que abandone voluntariamente el reposo de la contemplación por los trabajos de la predicación. Después, ya satisfecho su ardor, torna a la contemplación con tanta mayor presteza, cuanto con mayor fruto recuerda haberla interrumpido. Y de nuevo, después de gustar las dulzuras de la contemplación, vuelve con renovado vigor a la conquista de otras almas para Dios.»88

En el corazón de la Iglesia #

La frase no es nueva. Poco a poco se va abriendo camino desde que Santa Teresa del Niño Jesús la empleó tan oportuna y sabiamente al tratar de explicar el por qué de su misión en la Iglesia. Cuenta la Santa que un día fue recorriendo en la meditación los diversos oficios que los miembros del Cuerpo Místico de Cristo –según San Pablo– desarrollaban en la Iglesia. A cada uno le fue señalando su función, y al llegar a ella, tuvo una feliz idea cuando «la caridad» le dio «la clave» de su vocación. «Comprendí que, si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos los órganos, comprendí que tenía un corazón, y que este corazón estaba abrasado de amor; comprendí que el amor únicamente es el que imprime movimiento a todos los miembros; que si el amor llegase a apagarse, ya no anunciarían los apóstoles el Evangelio, y los mártires rehusarían derramar su sangre. Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares porque es eterno. Y exclamé en un transporte de alegría delirante: ¡Oh Jesús, Amor mío, al fin he hallado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, hallé el lugar que me corresponde en el seno de la Iglesia, lugar, ¡oh, Dios mío!, que me habéis señalado Vos mismo; en el corazón de mi Madre la Iglesia, seré el amor…, así lo seré todo; así se realizarán mis ensueños.»89

Gran descubrimiento para la Santa fue el saberse ocupando un puesto clave dentro del organismo eclesial. Ello la obligaría a darse más y más al amor, para que la vida divina corriera a raudales a través de ella y se difundiera por todos los miembros. Entonces fue cuando sintió con una fuerza inquietante la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir, cuando hubiera deseado ser madre de las almas, ejercer todas las acciones más heroicas, cuando sintió valor de cruzado, cuando deseaba morir en el campo de batalla en defensa de la fe.

En el corazón de la Iglesia vivía sumergido aquel monje que ha inmortalizado la Trapa de San Isidro, el Hermano Rafael, cuando escribía: «Quisiera ver al mundo postrado ante el Sagrario, ante la Cruz. Qué pena pensar en tantos hermanos míos que, alejados de la verdad, ponen sus ideales en un fin terreno, en un bienestar caduco, en un poder que no ha de durar. Publiquemos las grandezas de Dios, y hagamos llegar al corazón de nuestros hermanos los tesoros de gracias que Dios derrama a manos llenas sobre nosotros; publiquemos a los cuatro vientos nuestra fe; llenemos el mundo de gritos de entusiasmo por tener un Dios tan bueno; no nos cansemos de predicar su Evangelio, y de decir a todo el que nos quiera oír que Cristo murió amando clavado en un madero.., que murió por mí…, por ti…, por aquél…, y si nosotros de veras amamos, no lo ocultemos, no pongamos la luz que puede alumbrar a otros, debajo del celemín».

«El alma quisiera volar por el mundo entero y gritar a los cuatro vientos la grandeza de Dios. Quisiera volar por el mundo gritando a todos sus moradores: ¡Dios…, Dios y sólo Él! ¿Qué buscáis? ¿Qué miráis? ¡Pobre mundo dormido que no conoce las maravillas de Dios! ¡Pobre mundo en silencio que no entona un himno de amor a Dios!.»90

Pablo VI, con ocasión de ofrecer los cirios por él bendecidos en la Fiesta de la Presentación, a las casas religiosas de vida contemplativa, acotó para sí la frase, al mismo tiempo que tributaba un nuevo elogio a la vida consagrada en el retiro del claustro: «Queremos que estas islas de silencio, de penitencia y de meditación sepan, también mediante este nuestro signo simbólico, que no están olvidadas ni separadas de la comunión de la Iglesia de Dios, sino más bien constituyen su corazón, alimentan su espiritual riqueza, subliman su plegaria, sostienen su caridad, distribuyen los sufrimientos, las fatigas, el apostolado, la esperanza, acrecientan sus méritos.»91

En esa perspectiva del puesto tan vital que ocupan las comunidades contemplativas en el Cuerpo Místico de Cristo, recomendaba pocos días después –a las religiosas camaldulenses– los hondos problemas que padecía la Iglesia: «Debéis sentir hondamente este espíritu de solidaridad con toda la Iglesia. Y aquí podía deciros muchas cosas. Sabed que la Iglesia sufre, sabed que la Iglesia encuentra obstáculos: en muchos lugares no puede hablar, no puede propagarse; sabed que todavía muchos cristianos y cristianas, incluso muchas religiosas no pueden profesar su fe, su vocación, porque las condiciones del mundo no se lo permiten. Debéis llevar en vuestro corazón este sufrimiento de la Iglesia, y estar también vosotras crucificadas como el Señor está crucificado en estas almas que, por su gloria y su nombre, sufren la pasión del mundo.»92

También nuestro Juan Pablo II sintió preferencia por la frase, y la empleó al comienzo de su pontificado, en un encuentro que tuvo con religiosas de clausura, a las que dijo: «Os saludo a todas con particular intensidad de sentimientos… Os encomiendo a la Iglesia y a Roma, os encomiendo a los hombres y al mundo. A vosotras, a vuestras oraciones, a vuestro “holocausto”. Me encomiendo también a mí mismo, Obispo de Roma. Estáis conmigo, junto a mí, ¡vosotras que estáis en el “corazón de la Iglesia”! Que se cumpla, en cada una de vosotras, lo que constituyó el programa de Santa Teresa del Niño Jesús: “In corde Ecclesiae amor ero»: En el corazón de la Iglesia seré el amor.»93

Siendo el amor la razón de ser del cristiano y el que da contenido eficiente a su vida, pienso que la eficacia apostólica de una vida consagrada a la contemplación está en proporción directa del grado de unión que tenga con Cristo por el amor. Por eso pueden darse –y de hecho se han dado– grandes apóstoles entre los contemplativos, aun cuando nunca se hayan entregado a los trabajos exteriores. Todo depende del amor que arda en sus corazones. El monje irradiará en la Iglesia, en la medida en que progrese en el amor, dentro de su entrega total a Cristo. De aquí que la Iglesia considere hoy a los contemplativos como una de las más ricas esperanzas. Quiere de ellos que sean almas totalmente entregadas y ancladas en Cristo, siempre «dispuestas a cargar sobre sus hombros la mística Navecilla», centinelas que velen día y noche sobre la humanidad, siempre con los brazos levantados en la cima del monte, para obtener los más señalados triunfos.

Conclusión: invitación a la interioridad #

Esta Carta Pastoral va dirigida particularmente a los monjes y monjas benedictino-cistercienses, aunque espero que su lectura sea de no poco provecho a todos nuestros amados hijos de la Diócesis, a quienes exhorto vivamente a unirse en espíritu a esta celebración histórica, honrando al glorioso Santo y procurando aprovecharse de su doctrina.

Porque San Benito tiene mucho que decir al hombre de hoy. Su mensaje es siempre nuevo y actual. Lo ha puesto bien de relieve recientemente Juan Pablo II en la visita a Montecasino. Después de considerarle como el hombre «más representativo y verdadero gigante de la historia», por ser «grande no sólo por su santidad, sino también por su inteligencia y laboriosidad que supieron imprimir un nuevo curso a los acontecimientos de la historia», nos traza con mano maestra algunas directrices de ese mensaje lleno de contenido, al añadir: «En esta noche oscura de la historia, San Benito fue un astro luminoso. Dotado de una profunda sensibilidad humana, San Benito, en su proyecto de reforma de la sociedad, miró sobre todo al hombre individualmente considerado como persona. La dignidad del trabajo entendido como servicio de Dios y de los hermanos. La necesidad de la contemplación, es decir, la oración…»

«En síntesis, se puede decir que el mensaje de San Benito es una invitación a la interioridad. El carácter teocéntrico y litúrgico de la reforma social defendida por San Benito, parece repetir la célebre exhortación de San Agustín: Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiori hominis habitat veritas: no salgas al exterior, entra dentro de ti mismo, la verdad habita en el hombre interior.»94

Esta es la gran llamada que nos hace la Iglesia a todos a través de este acontecimiento que conmemoramos. El paso de San Benito por la historia no se puede borrar. Olvidarla supone un retroceso hacia la oscuridad; deformarla, una trágica equivocación; seguirla fielmente, una garantía de fecundidad en el Espíritu.

Os bendigo a todos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

1 Juan Pablo II, Homilía en Montecasino, 17 de m ayo de 1979: IGP 1979, II, 1, 1157.

2 Discorsi di Pío XI, vol. II, Torino 1960, 494.

3 Pío XII, Encíclica Fulgens radiatur: DER IX, 477.

4 Conferencia publicada en 1974 por la editorial Studium, Madrid 124 págs. y reproducida en el volumen II de esta serie, Santa Madre Iglesia.

5 J. Balmes, El protestantismo comparado con el catolicismo, cap. 41: BAC 482, Madrid 1967, 413-414.

6 Pío XII, Fulgens radiatur: DER IX, 478.

7 Ibíd.

8 Debemos a San Gregorio Magno la mayoría de las noticias conocidas sobre San Benito. Su libro Los Diálogos se lee con el encanto de las Florecillas de San Francisco de Asís. Cf. G. M. Colombas, L. M. Sansegundo y O. M. Cunill, San Benito, su vida y su Regla, BAC 1152, Madrid 1968, 185.

9 Regla de San Benito, VII, 13: BAC 1152, 401.

10 Cf. San Gregorio Magno, Los Diálogos, libro II, cap. 3: BAC 1152, 401.

11 Pío XII, Fulgens radiatur: DER IX, 479.

12 J. Leclercq, Espiritualidad occidental, Salamanca, 1967, 72.

13 San Gregorio Magno, Los Diálogos, libro II, cap. 36: BAC 1152, 255.

14 Pío XII, Fulgens radiatur: DER IX, 483.

15 Regla de San Benito, prólogo: BAC 1152, 315.

16 Ibíd., IV, 21: 371.

17 Imitación de Cristo, libro II, cap. 7.

18 Eclo. 24, 21.

19 San Bernardo, Epistolario, carta 2ª, 10: BAC 505, 75.

20 Regla de San Benito, IV, 10: BAC 1152, 371.

21 Lc 9, 23.

22 Lc 12, 50.

23 Gal 5, 24.

24 Regla de San Benito, II, 1: BAC 1152, 347.

25 Ibíd., LIII, 1: 609.

26 Ibíd., prólogo, s.f.: 333.

27 Gn 15, 1.

28 2P 1, 4.

29 1Jn 1, 3.

30 Sal 104, 4.

31 C. Marmion,Jesucristo, ideal del monje,Barcelona 1956, 17.

32 San Bernardo,Sermón 84 sobre el Cantar de los Cantares,1: BAC 491, Madrid 1987, 1035.

33 Regla de San Benito, XLIII, 3: BAC 1152, 569.

34 Ibíd.

35 Ibíd., XIX, 67: BAC 1152, 471.

36 San Juan Crisostomo,Homilía 58 sobre San Mateo:BAC 141, 156.

37 Pío XII, Mediator Dei: DER IX, 555.

38 Ibíd.

39 Pablo VI, Carta Sacrificium laudis, a los Superiores Generales de las órdenes monásticas clericales, 15 de agosto de 1966: Cistercium 19 (1967) 9-13.

40 Regla de San Benito, IV, 56: BAC 1152, 378.

41 Ibíd., XX, 4: 477.

42 Cf. Ex 17, 9-12.

43 Pío XII, Carta al Prior de la Cartuja de Vedana (Italia), P. Gerardo Ramakers, 4 de agosto de 1956: AAS 48 (1956) 615.

44 Juan Pablo II, Discurso a las religiosas, 27 de enero de 1978: IGP 1978, II, 1, 178.

45 Juan Pablo II, Discurso a los Superiores Generales, 26 de noviembre de 1978: IGP 1978,1, 205.

46 Gn 2, 15.

47 Ibíd., 3, 9.

48 Regla de San Benito, XLVIII, BAC 1152 586-593.

49 Ibíd., LVII: 630-633.

50 Ibíd., XLVIII, 7-9: 589.

51 Juan XXIII, apud L’Osservatore Romano, 23 de marzo de 1962, p. 3.

52 Regla de San Benito,XLVIII, 8: 589.

53 Cfr. Rm 12, 13; Tt 1, 8; 1 Tm 5, 10; Hb 13, 1-2.

54 Mt 25, 40.

55 Regla de San Benito,IV, 20: 370.

56 Ibíd., LIII, 1: 609.

57 Ibíd., 15, 613.

58 Ibíd.

59 Pablo VI, Alocución al Capítulo General de los Cistercienses de la Estricta Observancia, 4 de mayo de 1977: IP 1977, 444.

60 Regla de San Benito,XLVI, 6: 689.

61 Ibíd., XXXIII, 1-4: 528-529.

62 Ibíd., IV, 60: 379.

63 Ibíd., III, 8: 363.

64 Ibíd., VII, 19: 403.

65 Mt 19, 27.

66 San Gregorio Magno, Homilía 32 sobre el Evangelio: ML 76,1233.

67 Jn 6, 38.

68 Jn 4, 34.

69 Jn 9, 31.

70 San Bernardo, Sermón 3 en la Resurrección del Señor,3: BAC 473, Madrid 1986, 105-107.

71 San Gregorio, Los Diálogos, libro III, prólogo: BAC 1152, 173.

72 Véase sobre esta materia el interesante trabajo de J. Leclercq, Espiritualidad occidental, Salamanca 1967,1, 231ss.

73 Regla de San Benito, IV, 20: BAC 1152, 371.

74 Sobre este punto puede verse A. González Lamadrid, Los descubrimientos del Mar Muerto, BAC 3172, Madrid 1985.

75 DecretoPerfectae Caritatis, 7.

76 Pío XII, Motu proprio Postquam apostolicis litteris, 9 de febrero de 1952: AAS 44 (1952) 65-152.

77 Pablo VI, Carta a dom Ignacio Gillet, Abad general de los Cistercienses de la Estricta Observancia, 8 de diciembre de 1968: AAS 60 (1968) 737-740.

78 Pablo VI, Alocución al Capítulo General de los Cistercienses de la Estricta Observancia, 4 de mayo de 1977: IP 1977, 443.

79 Juan Pablo II, Discurso a las monjas de clausura, 30 de enero de 1979: IGP 1979, II, 1, 283.

80 Juan Pablo II, Discurso a la Unión Internacional de Superioras Generales, 16 de noviembre de 1978: IGP 1978,1,166.

81 Regla de San Benito, LXXII, 11: BAC 1152, 711.

82 Lc 6, 19.

83 San Bernardo,Sermón 46 sobre el Cantar de los Cantares,2: BAC 491, Madrid 1987, 607.

84 Pablo VI, Alocución al Capítulo General de los Cistercienses de la Estricta Observancia, 4 de mayo de 1977: IP 1977, 444.

85 Pablo VI, Alocución a las abadesas benedictinas, 28 de octubre de 1966: IP IV, 1966, 514-516.

86 Pablo VI, Carta a dom Ignacio Gillet, 8 de diciembre de 1968: AAS 60 (1968) 737- 740.

87 Juan Pablo II, Discurso a las religiosas de clausura, en México, 30 de enero de 1979: IGP 1979,1, 284-285.

88 San Bernardo, Sermón 57 sobre el Cantar de los Cantares, 4: BAC 491, 727.

89 Santa Teresa Del Niño Jesús, Historia de un alma, cap. 11.

90 Hno. Rafael Arnaiz Barón, Saber esperar. Pensamientos 377, 386, 395.

91 Pablo VI, Alocución en la Basílica Vaticana, en la festividad de la Presentación del Señor en el Templo, 2 de febrero de 1966: IP 1966, 55-56.

92 Pablo VI, Alocución a las religiosas camaldulenses, 23 de marzo de 1966.

93 Juan Pablo II, Alocución a las religiosas, 10 de noviembre de 1978: IGP 1978,130- 131.

94 Juan Pablo II, Homilía en la Abadía de Montecasino, 17 de mayo de 1979: IGP 1979,1, 1157-1158. Cf. San Agustín, De vera religione, 39, 72: BAC 30, 141.