Homilía en la festividad litúrgica de San Bernardo, pronunciada el 20 de agosto de 1987, en la Abadía trapense de San Isidro de Dueñas (Palencia). Texto en el BOAT, septiembre 1987, 541-548.
Querido Padre Prior, querida Comunidad, hermanos todos en el Señor:
Soy muy sincero al decir que celebro hoy aquí la Santa Misa con profunda y singular satisfacción de mi espíritu, en la fiesta de San Bernardo, a quien desde niño ofrecí el obsequio de mi veneración, siempre creciente después, año tras año, en esta Abadía, donde vine tantas veces a rezar y a recoger mi espíritu para meditar en lo que Dios me pedía en mi vida sacerdotal.
De San Bernardo se ha dicho ya todo lo que se puede decir y aún es muy poco lo que se ha dicho. Sucede con él algo así como con esas altas cumbres del pensamiento y del corazón humano, que aparecen de cuando en cuando en la historia, que despiertan tanto la atención, atraen la mirada y promueven en el interior de quienes los contemplan una capacidad de percepción nueva; no porque el sujeto que mira la tenga en un modo especial, sino porque esas cumbres la producen. Entonces sucede que el que llega hasta ellas, siente conmovido su espíritu tan fuertemente que experimenta la necesidad de comunicarlo, como si nada se hubiera dicho antes. Es el privilegio excepcional de esas almas grandes, como la de San Bernardo, que hablan y hacen hablar, luchan y nos convierten en luchadores, aman y nos mueven a amar. Son inagotables, no solo en sí mismas, sino en esa capacidad de inducción sobre los demás. Ningún espíritu humano puede quedar indiferente, por poca nobleza que tenga, ante una figura tan grandiosa como la de San Bernardo.
Pero vosotros sabéis de él más que yo, y por eso me voy a limitar simplemente a exponeros, como en una brevísima meditación, lo que a mí me sugiere su figura en este día de hoy, en que por la mañana he estado meditando sobre él, después de leer los textos de su Misa. Claro, que amó la sabiduría y la sabiduría le amó a él; que esperó en Jesucristo y en los dones celestiales que Él nos trajo como Salvador; y en su vida que fue sal de la tierra y luz del mundo. Todo es cierto.
Pero ahondemos un poco más en la meditación: ¿A través de qué actitudes se manifestó esto en San Bernardo? Puestos ya nuestros ojos en él, hombre de su tiempo, ¿cómo logró hacer todo esto en aquel siglo XII que le tocó vivir? Y en seguida se advierten, queridos Padres y Hermanos de esta Abadía de San Isidro de Dueñas, queridos sacerdotes y queridos grupos seglares que estáis aquí presentes, en seguida se advierten en San Bernardo estas cualidades o actitudes que brillan en él con intensa luminosidad.
Su amor a la Iglesia Madre #
Primero: su amor a la Iglesia. Es un hijo de la Iglesia; la sentía hasta dentro de su corazón con el amor más fuerte que se puede sentir. Porque a Cristo no le vemos; Cristo está sacramentalmente presente con nosotros, de manera especial en la Eucaristía, y con su Palabra, y en la unión de la caridad con los hermanos, y cuando oramos juntos; está presente, es verdad; pero no le vemos. A la Iglesia sí; y es en la Iglesia, en la que Cristo se ha quedado; en todo el conjunto de la vida de la Iglesia que se nos entra por los ojos y que pide ser amada. Un espíritu selecto, cuando entiende bien lo que es la Iglesia, ya no vacila, y ve muy claro el objeto de su amor a través del cual llega a Cristo de la manera más directa y más segura que se puede llegar.
No se trata, pues, de que miremos a la Iglesia simplemente como a la institución establecida por Cristo, con sus leyes, con sus normas, que nos guía, que nos santifica, nos gobierna, nos instruye, nos alimenta. Todo esto es verdad. Pero hay algo más en una Iglesia Madre: es la Iglesia familia, es la Iglesia en donde está la savia de Cristo, es la Iglesia en donde están su Palabra, sus Sacramentos, su Sangre viva. Es una Iglesia Madre, siempre abierta, siempre perdonando, siempre elevando, siempre instruyendo, siempre apoyando al hombre en su marcha por el mundo. Esta Iglesia lleva sobre sí los pecados de los hombres que formamos parte de ella, pero no son suyos; ella es inmaculada, es purísima, siempre, en el siglo XII, en el XX como en el I, siempre.
Y un San Bernardo, en el momento decisivo de su vida, entrega su juventud, renunciando a todo, y arrastra a sus hermanos y a otros amigos y compañeros suyos, y produce aquel terremoto en los corazones de tantos. Es que la amaba. Nos dicen que estaba leyendo siempre las Sagradas Escrituras, particularmente el Evangelio, y meditando en Jesucristo, y gozando en los textos de San Pablo; oraba, buscaba el silencio, pero veía a esa Iglesia Madre, madre de aquella sociedad medieval llena de conflictos como hoy, igual que siempre, los conflictos de los hombres libres. Y viene su intervención con todos: con reyes y con Papas; su arbitraje en asuntos políticos, sus preocupaciones culturales, sus discusiones doctrinales, frente a un Abelardo, o con quien sea, pero siempre buscando el rostro hermoso de la Iglesia, el que no se debe olvidar nunca, aunque le manchen los pecados de los hombres, porque ella es así de pura y de bella.
Amaba a la Iglesia, y este amor tan necesario en un hijo de la Iglesia, es el que le hace superar todas las dificultades que encontró en su camino. Y cree en ella, está poseído de que ahí está Cristo, ahí está el Espíritu Santo, ahí está la fuerza que el Señor nos ha prometido; y lo que él desea es que todos la sirvan con la fidelidad que merece una esposa tan bella.
Esto nos falta hoy en gran parte. Criticamos mucho a la Iglesia, creyéndonos autorizados a todo, por aquello de Ecclesia semper reformanda. No hacemos más que pensar en cambios, y pensamos muy poco en conversión del corazón. Muchos cambios, y con tanto afán de ir acelerando nuestros pasos para cambiar más y más, pasamos junto a ella y junto a su rostro bellísimo, y se nos escapa la vida sin llegar a comprender del todo su hermosura, que si la captásemos no nos impediría, como no le impidió a él, hacer todo cuanto tuvo que hacer para reformarla también. No nos impediría el esfuerzo por mejorar, pero sí que pediría de nosotros una actitud humilde, obediente, amorosa, sacrificada. Con lo cual estaríamos asemejándonos a Cristo. Y entonces sí, entonces se puede hablar de reforma de la Iglesia.
Es lo que ocurrió en su vida. Es pasmoso ver a aquel hombre atravesando Europa varias veces de un lado para otro, a lomos de caballo, a veces a pie, extenuado, con fiebre, mal alimentado, muchas veces sin poder tomar nada sólido; para entrevistarse con Papas, con gobernantes, con cardenales, escribiendo cartas incesantemente, y anhelando y suspirando por su celda. Era un místico, pero, precisamente por ese amor a la Iglesia, se sintió movido a la acción. Y llevó al campo de su acción todo el ardor quemante del fuego de su alma, sin que se le enfriara el hielo de las torpezas del mundo. ¡Ecclesia Mater! Así la sintió San Bernardo, y por eso se entregó a ella con aquel exquisito amor con que lo hizo; y habló de ella con piedad y con respeto; y recriminó a quienes no lo hacían así, sus faltas, echándoles en cara el daño que estaban haciendo a esa esposa virginal, que merece tanto nuestros amores y nuestros continuos obsequios.
Su conversión permanente #
Segundo: Veo en San Bernardo otra actitud fundamental que le hace actualísimo: la de una conversión permanente. ¿Es que no empezó Cristo el Evangelio diciendo Convertíos y creed en el Evangelio? ¿No es la predicación del Evangelio una invitación a esa conversión continua? Hablo de la conversión cristiana, no meramente psicológica, ni siquiera de la del estado de pecado al estado de gracia, que no excluyo por supuesto; ahí también se da ya el primer golpe al corazón de parte de lo que es la gracia de Dios que Cristo Redentor nos ofrece. Me refiero a la conversión a la santidad, a la conversión seria, continua, viva a un amor a Cristo creciente, a una auténtica imitación de Cristo, a un afán de reproducir en nosotros la vida y las enseñanzas de Cristo.
Pero a una conversión en la Iglesia y para la Iglesia; no olvidemos el primer punto. Conversión en la Iglesia y para la Iglesia, porque cuando es en y para la Iglesia, luego repercute sobre el mundo. De lo contrario las conversiones pueden convertirse, también ellas, en el logro de la satisfacción que uno experimenta atendiendo a su propio subjetivismo personal, a los románticos anhelos de realización completa de la propia personalidad, sin darse cuenta de que, al cabo de no mucho tiempo, tales anhelos están fuera del camino. No, a Cristo se convierte uno en la Iglesia y para la Iglesia, con la seguridad de que ella nos custodia fielmente su Palabra y nos da los Sacramentos y nos guía en la caridad, y nos propone los ejemplos de los santos de todos los tiempos. De manera que la Iglesia está como arrojando hacia el mundo todas esas fuerzas inmensas que le da el caudal de santidad que ella tiene, para animarnos a todos a una conversión sincera, que es donde encuentra uno el gozo y la felicidad plena de su alma.
Es la conversión a una santidad cada vez mayor, en virtud de la cual un San Bernardo joven, o adulto –tenía 63 años cuando murió–, pudo ser reverenciado por sus monjes, amado por sus hermanos, aclamado por las muchedumbres en Milán o en Génova, o por los estudiantes del barrio latino de París. ¿Qué tenía aquel hombre dentro de sí para despertar estos fervores? ¿Qué le movía? ¿De dónde le nacía ese fuego? ¡Oh, qué pies tan realmente afirmados sobre la tierra, qué pasos tan firmemente asentados sobre los problemas de los hombres, cómo hablaba de ellos, y cómo llegaba con sus palabras, como un dardo, al corazón del Papa, o de cardenales, o de príncipes y reyes, o de señores feudales, que necesitaban sentir dentro el impulso a una conversión sincera, porque la de ellos era una vida desordenada!
Y San Bernardo les hablaba así con fuerza, pero ponía por delante su ejemplo; había vuelto a Claraval para descansar ya un poco pensando en que no tendría que abandonar nunca más su Abadía; y otra vez la llamada del Papa para que vuelva a Roma, y se enfrente con los conflictos que entonces le asediaban, como si no hubiera sido suficiente lo que había hecho antes. Y de nuevo en camino. Y siempre con el ejemplo colosal de un amor a Dios inmenso, y de una interioridad tan rica que se derramaba por su dulce rostro, a la vez dulce y enérgico. De manera que los hombres se sentían conmovidos cuando podían hablar unas palabras con él.
Conversión permanente. La Iglesia con sus santos. Él la conocía, él conocía la historia de esta Iglesia. No solamente leía como un místico, para explicarlo después, el Cantar de los Cantares u otros libros de la Escritura. Él sabía quiénes habían sido sus predecesores, él conocía esa Iglesia en que habían brillado ya las luces de muchos santos anteriores a él, por medio de los cuales él podía ascender a la contemplación de la Virgen María, a quien él, el primero, llamó Nuestra Señora.
Y con aquella fuerza intelectual suya, con aquel corazón tan puro, aquella energía de carácter, aquella visión de las realidades temporales ordenadas hacia Dios, y aquel afán de que los clérigos se atuvieran a lo que tenían que hacer, y no invadieran terrenos ajenos, era ya un adelantado de todo lo que la Iglesia ha ido después proclamando, a medida que los tiempos han ido exigiendo nuevas aclaraciones y precisiones.
Porque no vamos a ser tan necios que juzguemos los acontecimientos de antaño con criterios de hoy; a poco que nos descuidemos, nos expondríamos así a prohibir a Cristo que haga milagros, porque no había contado con la base para hacerlos, ¡o no era muy democrático! Los acontecimientos de cada época deben ser juzgados con arreglo a los criterios que en esa época existían. Pero dentro del conjunto de los mismos, en hombres como éste, tan señeros, aparece una luz cuyas ráfagas traspasan los siglos y llegan hasta nosotros con una validez permanente, porque era un hombre que no cesó de convertirse a Dios. Y eso es encontrar lo Absoluto.
Su esperanza evangélica #
Y por último, otra actitud que brilla de manera singular en la vida y en la acción de San Bernardo: la esperanza evangélica, la esperanza en el Evangelio.
Queridos Padres y Hermanos, queridos sacerdotes y fieles: ¿Os habéis dado cuenta alguna vez de un hecho fundamental, de que la verdadera esperanza en el Evangelio es el fundamento de la verdadera esperanza en la evangelización?
Es cierto que hoy se está hablando sin cesar de evangelización, porque es una palabra que no se nos cae de los labios: tenemos que evangelizar; hay que ser evangelizadores, las comunidades, las órdenes religiosas; en las diócesis se trazan programas de evangelización; tenemos que esforzarnos por evangelizar a este hombre de hoy, por dar un testimonio eficaz para que la sociedad tan secularizada vuelva sus ojos a Dios, sin que pierda su legítima autonomía en el orden temporal, etc., etc. Siempre estamos diciendo esto. Pero yo pregunto: para que existan esa fe y esa esperanza en una evangelización auténtica, ¿tenemos fe y esperanza en el Evangelio, o la ponemos en nuestros propios criterios, en nuestros métodos, en nuestras ideologías, en nuestros reduccionismos, en nuestra altanería para juzgar a los demás? No hay evangelización sin Evangelio. Hay que empezar por vivirlo.
Y entonces vienen estos hombres intrépidos, que causan admiración en todas las generaciones. ¿Por qué no vimos nunca dudar ni temblar a un San Bernardo? ¿No se encontró con la hostilidad de muchos, con incesantes contradicciones, con dificultades de toda índole, con impugnaciones y acusaciones durísimas respecto a lo que él quería hacer? Se le acusó de que no sabía valorar la cultura de su tiempo al construir los templos de sus monasterios; de los zarpazos que él daba impugnando aquella superfluidad de su tiempo en la vida de los eclesiásticos, en la vida de las monjas, de los monjes, de los Papas, de la curia cardenalicia. Luchó contra todo eso, y lo hizo con una valentía admirable. Respetaba a todos, pero a la hora de hablar, hablaba, porque estimaba que era su deber; y un militante de Dios como él era, en aquella comunidad que estaba haciéndose, en aquella civilización medieval, tenía que salir a la defensa de los derechos de Dios en cualquier situación en que éstos pudieran ser quebrantados. Y así se explica ese milagro de su vida: un hombre de sesenta y tres años que escribió lo que escribió, que oró tan intensamente, que habló con tantos, que viajó, que alentó nuevas comunidades, que formó generaciones renovadas que continuaron después transmitiendo la fuerza de su vida a siglos posteriores y hasta nosotros.
Por eso digo que necesariamente tiene que suceder esto: que, aunque esté dicho todo de él, nunca se dirá bastante: porque el que se pone en contacto con él, tiene ansia de decir algo; no quizás de San Bernardo mismo, pero sí de lo que el alma de quien le conoce siente al conocerle un poco más.
Conclusión #
Queridos Padres y Hermanos. ¡Dichosos vosotros que tenéis por regla de vida, esta norma que os facilita tanto el conocimiento de una personalidad tan gigantesca como la de quien podéis llamar padre vuestro en la tierra, el que os introdujo en la vida espiritual y religiosa para vivir más en unión con el Padre que está en los cielos! ¡Dichosos los hijos de San Bernardo! Cuando uno, por ejemplo, llega aquí como yo he llegado hoy, y os ve reunidos en comunidad, celebrando la Misa de este modo tan solemne y con tanta devoción, con esta pausa, con esta actitud orante tan recogida y tan noble de espíritu, no puede uno menos de pensar: aquí está la verdad. ¿Cómo se va a cambiar esto por algo del mundo? ¿Qué hay fuera de aquí que pueda superar lo que aquí hay, incluso como expresión cultural y como sentido de la vida, no ya como manifestación de fe que, entonces, no hay discusión posible; simplemente como expresión del concepto de hombre? ¿Por qué otra cosa del mundo se puede cambiar vuestro trabajo diario, vuestra oración a diversas horas del día, vuestra contemplación de Dios, vuestro abismaros en las riquezas divinas, superando con el fatigoso esfuerzo de cada día, las miserias humanas que siempre pugnan por salir? Este género de vida cuando se vive sinceramente; cuando un monje lo medita y obra en coherencia con su pensamiento y su inicial oblación, y lo renueva cada día, tiene que sentir forzosamente cómo Dios llega hasta él para impulsarle a mover las mismas estructuras del mundo, sencillamente.
Evangelizar, evangelizar. Si no hacemos esto, los hombres no se convertirán, y dejarán de creer en el Evangelio y en la Iglesia. Si no adoptamos estas actitudes, y por el contrario todo lo ponemos en nosotros mismos, todo lo hacemos depender de nosotros, todo lo movemos para convertirnos en los protagonistas de la acción evangélica, no evangelizaremos. Y es que no hay más que un protagonista de la evangelización, Jesucristo: no hay otro. Y nuestra Iglesia de hoy se ve en gran parte entorpecida y trabada por eso, porque no brilla Él en nuestra palabra, ni en nuestra oración, ni en nuestro sacrificio, ni en nuestra actitud obediente, ni en nuestra alegría; la alegría de quien lleva consigo la fe y la esperanza.
¿Qué es eso de que los cristianos no tenemos nada que hacer en un mundo como hoy? Porque los Estados hoy no sean confesionales, ¿ya la Iglesia está empobrecida y acobardada? ¿Qué tiene que ver eso? ¿No llevamos con nosotros la Cruz de Cristo? ¿Y ha sido derrotada esa Cruz? ¿No es la fe nuestra victoria? Un San Bernardo, que luchó como él lo hizo hasta la hora de su muerte, sembró infatigablemente; no se turbó pensando en si se conseguiría más o menos; él lanzaba la semilla de su vida, porque tenía confianza en el Evangelio y sabía que Dios haría lo demás. Esto es lo que tenemos que hacer todos hoy. Pero se empieza por criticarlo todo: viajes del Papa, Magisterio del Papa, documentos conciliares; afán de nuevos Concilios, sin haber asimilado casi nada del anterior; revisarlo todo; y que surjan, porque tiene que haber pluralismo, nuevas tendencias, contrapuestas a las de hoy, para que mañana las de hoy sean sustituidas por las que vengan al día siguiente. Y así, ¿qué hacemos? Nada. Se necesita otro camino. Y éste es el que nos señalan hombres de la talla de un San Bernardo.
Seguid vosotros encendiendo la luz en estas abadías, para que vuestras propias vidas sean antorchas que iluminan a los que se acercan a vosotros. Hay muchos jóvenes en el mundo de hoy que están deseando encontrar en vosotros, monjes, y en nosotros, obispos y sacerdotes, hombres que crean en Dios de verdad y que prediquen su palabra, y que defiendan a Jesucristo Redentor y a su Iglesia, en el sentido en que deben ser defendidos, como Salvador del hombre, que es lo que es Jesús.
He repetido muchas veces este año, en pláticas y homilías, algo que leí del Cardenal Höffner, ahora ya casi en la agonía. El reunió un día, en Colonia, a un conjunto de periodistas de la prensa, de la radio y televisión alemanas y les preguntó: «Ustedes, que están metidos en el mundo de hoy hasta las entrañas, ¿qué creen que tiene que hacer la Iglesia para que sea más creíble? ¿Qué tenemos que predicar al hombre de hoy?» No eran todos católicos, ni siquiera luteranos; era un grupo numeroso de periodistas, simplemente, responsables y hombres de pensamiento. Deliberaron y hablaron entre sí; al final, el resumen de su respuesta fue éste: «Señor Cardenal, prediquen ustedes que el hombre ha sido creado por Dios y que por su propia culpa se ve frecuentemente en aprietos, pero que Dios le salva. Prediquen esto incesantemente, es lo que más necesita el mundo de hoy, a Dios, Dios Salvador.» Eso es lo que hizo San Bernardo con su palabra, con su acción y con su vida.
Que el Señor Jesús y su Bendita Madre, «Nuestra Señora», a todos nos ayuden a ser siempre heraldos incansables y fidelísimos de su mensaje de salvación.