San Francisco de Borja,ejemplo de renovación sin desviaciones

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San Francisco de Borja,ejemplo de renovación sin desviaciones

Conferencia pronunciada en el Casino de Fomento, de Gandía, el 21 de febrero de 1973, en el acto organizado con motivo del quinto centenario de la muerte de San Francisco de Borja. Texto tomado de la edición publicada dicho año, con prólogo del Dr. Benjamín Civera Miralles, canónigo magistral de Valencia.

Renovación sin desviaciones. He aquí una idea que alude, en su simple expresión, a algo profundamente actual. Está toda la Iglesia clamando, como un coro inmenso de voces que brotan desde lo más hondo de su conciencia, por la renovación de su vida en cuanto ésta se proyecta sobre los hombres y sobre el mundo, para ofrecerles el misterio de salvación de que ella es portadora y depositaría.

De que esta renovación se haga sin desviaciones que alteren su doctrina o sus permanentes exigencias de santidad y vida interior en todo apostolado, depende la mayor o menor fecundidad para el porvenir inmediato. ¿Qué ejemplo nos ofrece San Francisco de Borja en este sentido?

Esta es la pregunta que me he hecho a mí mismo con motivo de la invitación que el P. Juan Pastor, Rector de esta Comunidad de PP. Jesuitas, ha tenido la bondad de hacerme para que viniera a hablaros aquí, en estos actos que venís celebrando en el Centenario del Santo Duque de Gandía.

Presupuestos #

  • Os lo he dicho ya, pero no creéis: Las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas son las que atestiguan en mi favor(Jn 10, 25).
  • Si realizo las obras de mi Padre, aunque no me creáis a mí, dad crédito a esas obras(Jn 10, 38).

Las «obras», que el Hijo de Dios realizó y realiza, son «signos» de comprobación y de miseración; milagros de comprobación de la Verdad y de misericordia con los hombres, a los que había venido a redimir.

La Iglesia, Cuerpo Místico de Jesucristo, depositaria de su doctrina, declara y explica por su Magisterio la Revelación. El Concilio de Trento ha sido el de mayor contenido doctrinal en la historia de la Iglesia. El Espíritu Santo ha actuado con «señales» de comprobación en la abundancia de santos que emergieron, para atestiguar en favor de la presencia de Jesucristo en la Iglesia.

Santos de triple función: fundadores, reformadores y renovadores de la vida cristiana. Santos «trentinos», que acompañaron y desarrollaron ese «acontecimiento». «Los concilios –decía el Papa Paulo IV– han prodigado decretos plausibles y hermosas disposiciones; pero, nadie, eso es lo triste, ha cuidado de cumplirlos. Nosotros comenzaremos por actuar: Ese es el camino».

Así fue, porque en el siglo XVI surgieron Santos Fundadores: San Cayetano de Thiene (con el mismo Paulo IV, Juan Pedro Caraffa, de los Teatinos), San Antonio María Zacarías (barnabitas), San Felipe de Neri (oratorianos), San Carlos Borromeo (oblatos), San Vicente de Paúl, San Juan Leonardi, San Jerónimo Emiliano (Somasca), San José de Calasanz (escolapios), San Francisco Caracciolo (clérigos regulares minoristas), Santa Ángela Merici (ursulinas), Santa Francisca Fremiot de Chantal (salesas), María Ward (damas inglesas), San Camilo de Lelis, San Juan de Dios, San Ignacio de Loyola. Y Santos reformadores: Mateo de Bassi (capuchinos); Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz (carmelitas descalzos); Cardenal Hersius, Santo Tomás de Villanueva, Fr. Bartolomé de los Ángeles, San Francisco de Sales. Y renovadores: San Juan de Ávila, San Pedro de Alcántara, San Francisco de Borja.

De éste dijo San Ignacio que «el mundo no tiene orejas para oír el estampido»1, mas ese estampido propagaba en sus ondulaciones auditivas la tonalidad «renovadora trentina», fiel en su testimonio de Jesucristo, Hijo de Dios, presente y actuando en su Iglesia. Borja fue un santo «renovador»: de sí mismo, de la vida religiosa y de la Iglesia, que ponía en marcha su reforma tridentina.

Intentaremos mostrarlo, aunque no sea más que con ligeras pinceladas.

Renovador de sí mismo #

Nos fijamos en el «Diario autógrafo de San Francisco de Borja»2, tan en secreto guardado que ni su secretario y primer biógrafo, P. Dionisio Vázquez, conoció, aunque dice: «Una sola llave tenía (siendo General) y ésta era de su escriptorio. La cual nunca fió ni dió a secretario ni a otra persona jamás. Debajo de ella (como si fuera un gran tesoro) guardaba dos géneros de cosas: las cartas y billetes de cosas muy secretas que de honras y consciencias agenas le llegaban de diversas partes… La otra cosa que guardaba en aquel escriptorio eran los instrumentos de su penitencia y mortificaciones»3.

Entre las cartas y billetes estaba el Diario espiritual. Está escrito en estilo y forma breve y rápida; en papel no blanco y limpio, sino en las cubiertas y sobres de cartas recibidas «en que escribía sus apuntamientos por conservar aquel espíritu tan arraigado en su alma de la perfecta pobreza»4.

A tres grupos principales pueden reducirse las fechas cruciales de su vida pasada, consignadas en el diario, y son los jalones de su vida interior: La muerte de la emperatriz Isabel de Portugal, el 1 de mayo de 1539. Las fechas de su entrada en la Compañía de Jesús y de sus votos. Y las de su gran tribulación, de los años 1559 y 1560.

Entreverados hay otros aconteceres que condicionaron su progresiva renovación espiritual y vivencial.

Tras la muerte de la emperatriz Isabel #

El 1 de mayo de 1539 es la fecha que aparece repetida en el diario cada aniversario: «Por la emperatriz que murió tal día como hoy» (es el año 1564); «con la E gozando de lo que el Señor obró en ella y en mí por su muerte» (1565); «los 27 años que se cumplen de la conversión. Ítem los veinte de religión, del júbilo» (1566); «28 de la muerte de la emperatriz (1567). Es notable que diga «de lo que obró en mí» y «de mi conversión» y no haga mención del entierro, ni de la escena de Granada, lo que hace sospechar que la impresión de la muerte acaecida ese día, en el palacio del conde de Fuensalida, en Toledo, fuese el principio de todo el lento e íntimo proceso de desengaños de las personas y cosas, cuyo momento crítico fue el espectáculo del rostro de la emperatriz –«teníale todo gastado, excepto un poco de la nariz»– en la Capilla Real de Granada; y el sermón del Maestro Juan de Ávila, que debió predicar el día 19 –primero de los tres que hizo durante los nueve días que duraron los sufragios en la ciudad de los Cármenes–. ¿Habló con el santo apóstol de Andalucía sobre lo que sucedía en su alma? Así lo afirman Sala Balust y los historiadores clásicos de San Francisco de Borja5.

La mutación de Borja no fue radical, sino como resultado de un caminar lento que empezó a recorrerse en abril, en la última enfermedad de la emperatriz y su muerte, continuó mientras acompañaba al cadáver, los cuatro días de Granada (16 al 20 de mayo) y concluyó con el regreso a Toledo. Como dice el P. Dionisio Vázquez, poco a poco, reflexivamente, «determinó dos cosas: Primera, apartarse de la Corte para buscar en su estado de casado la mayor perfección. La segunda era si él en algún tiempo se viese libre del vínculo del matrimonio, más escogería aquel estado de vida en que le pareciese que más perfectamente podría seguir los preceptos y los consejos evangélicos y abrazar la desnudez y la pobreza de la santa Cruz; y después de haberlo pensado y sobre ello hecho mucha oración, en aquel camino hizo a la Divina Majestad voto que si la Marquesa (de Lombay), su mujer, saliese de esta vida antes que él, y él se hallase en tal edad que lo pudiese cumplir, dejaría su estado y se entraría en una religión, donde lo que de la vida le quedase, emplease en aparejarse para acabar con buena muerte»6.

De la primera determinación dio cuenta al Emperador, nada más llegar a Toledo: le suplicó le diese permiso para retirarse de la Corte para irse a Gandía y visitar a su padre. A lo que respondió Carlos I negándole su deseo y, en cambio, le hizo Virrey de Cataluña dándole el hábito de Santiago y una encomienda, para que gozase en esta región de los privilegios que llevaba consigo. En el gobierno de Cataluña estuvo cuatro años, hasta el 18 de abril de 1543, que salió de Barcelona. Interesa más conocer cual fue su progreso interior en este período de su vida que los hechos históricos de su mandato.

La Orden militar de Santiago prescribía a sus caballeros la obligación de rezar cada día las siete horas canónicas, conforme a los estatutos de su regla. Con la oración vocal, se mandaba la meditación de los siete misterios, que son los pasos de la Pasión de Nuestro Señor. Debía rezarse el Rosario de Nuestra Señora considerando los misterios, al tiempo que se hacían diversas peticiones. Este modo de oración es el que usó Francisco de Borja, y es el que se conserva en cada día del Diario. Por este método de meditación y oración vocal ascendió su alma a la contemplación de las perfecciones divinas.

No fueron pocas las penitencias corporales que hacía, quitándose de la comida, para enflaquecer su cuerpo, que era grueso, y ayunando con frecuencia; llegó a flagelarse con dureza hasta sangrar. Cuenta el P. Cienfuegos que durante su virreinato «resolvióse el Marqués, con mutuo consentimiento y gusto de la Marquesa, a vivir en palacio, sin que el amor conyugal tuviese otro comercio que el que tiene un espíritu noble con otro, al modo que se tratan los ángeles en el cielo. Y poco después, por dirección del Venerable fray Juan de Tejeda (franciscano), se ligó uno y otro albedrío con la prisión de un voto donde la pureza tuvo hermoso nido y transformó en religión el matrimonio. Con esto dormía el Marqués solo en sitio retirado y madrugaba, etc.»7.

Es digno de considerar que Borja durante toda su vida, incluso siendo Padre General de la Compañía, tuvo especial empeño en consultar la marcha de su vida interior con directores de conciencia, e hizo propósito de obedecer a sus confesores; en el Diario no es difícil encontrar, entre peticiones varias, la resolución de «obedecer a los Asistentes y confesores». En Barcelona, fueron sus directores espirituales dos Padres dominicos: el Maestro Fr. Juan Micó, religioso conocido en el reino de Valencia por su sabiduría y santidad, y Fr. Tomás de Guzmán, P. Provincial de la Orden de Predicadores en Cataluña, que vigilaban su oración, penitencias y frecuencia de sacramentos, en especial, la comunión. No había peligro de desviaciones.

Por la cuaresma del año 1542 arribó a Barcelona el P. Antonio Araoz, de la Compañía de Jesús, ya sacerdote y profeso, que traía consigo la Bula de Paulo III confirmatoria del Instituto. Fue a visitar al Virrey y le dio a leer la bula, por la que supo cuál era el fin y los medios que se proponía la nueva Orden. Dice el abad Pedro Doménech que «estando en Barcelona por Virrey de Cataluña (D. Francisco de Borja) pasaron por allí los PP. Fabro y Araoz, los cuales le visitaron, y él, como a mí me lo dijo, desde entonces se aficionó al P. Fabro, y la Marquesa, su mujer, al P. Araoz». ¿Sembraron la semilla de su vocación con su conversación y la lectura de la bula? Dice el P. Juan A. Polanco, autor con San Ignacio de la redacción de la siguiente Bula, conocida por la de Julio III, que éstas deben tener varias propiedades:

  • 1ª Que tengan lo substancial del Instituto, del fin y de los medios que no han de mudar,
  • 2ª Que sea el modo de decir general.
  • 3ª Que haya claridad.
  • 4ª Que sean las Bulas edificativas para los que las leyesen, que conviden a los deseosos de mucho servir a Dios, y despidan a los flacos que no son para tal Instituto.

Ingreso en la Compañía de Jesús #

Francisco de Borja había determinado entrar en religión, si su esposa muriera antes que él, y estuvo dudando si profesar en la Orden franciscana. ¿Acaso la semilla que «convida a los deseosos de mucho servir a Dios» no fue determinante de que se manifestara la voluntad divina hacia esta nueva Orden? «Yo me inclinaba –explicó al Emperador en su primera visita a Yuste– a entrar en la religión de San Francisco, así por devoción de mis padres como la mía desde mi niñez, y siempre me agradó la pobreza, humildad y menosprecio del mundo que profesaba esa religión…; temía que si entraba en algunas religiones que son respetadas por su antigüedad, sería tenido en algo… Lo cual no podía temer en la Compañía, por ser religión nueva y la postrera confirmada por la Santa Iglesia, no es conocida, antes es aborrecida y perseguida de muchos, como sabe V. M.»8.

La muerte del tercer Duque de Gandía, don Juan de Borja (7 de enero de 1543), orientó la vida de Francisco hacia sus posesiones valencianas. Pidió permiso al emperador para hacerse cargo de su casa. Su salida de Barcelona es motivo de gozo y agradecimiento, que también deja escrito en su Diario los dieciocho de abril. Pero esta promesa de tranquilidad y retiro para su espíritu, quedará truncada por un nuevo desengaño y humillación. Cuando el emperador pasó por Barcelona, camino de Italia, y permitió fuese el nuevo Duque de Gandía a su casa, comunicó a su confidente la próxima boda del príncipe Felipe con la infanta de Portugal, María, hija de su hermana Catalina y de Juan III. Le entregó los títulos de mayordomo mayor, presidente del Consejo de la princesa y de superintendente de su erario, con derecho a sentarse en el Consejo de Estado. La duquesa de Gandía sería la camarera mayor, y las dos hijas, Isabel y Juana, formarían parte de la Corte como damas de honor de doña María. Mientras los duques y sus hijas hacían los preparativos para trasladarse a la Corte, los reyes de Portugal se opusieron a tales nombramientos. Las explicaciones entre ambas cortes dilataron el asunto, en tanto los duques quedaban postergados, doloridos y humillados, sobre todo, la duquesa, que por ser portuguesa sentía más la repulsa de los reyes de su país. El desengaño había clavado sus espinas en el corazón de Borja, como cruz a la que no quería olvidar. Aunque en noviembre de 1544 se allanaron las diferencias y los duques eran llamados a ocupar sus cargos junto a los príncipes, la divina Providencia intervino: doña Leonor de Castro quebrantada por una enfermedad no pudo trasladarse; y cuando ya recobraba las fuerzas, el 8 de julio de 1545, fallecía, en Valladolid, la princesa María a consecuencia de su primer parto9.

Nueve meses pasó con vida la Duquesa de Gandía; el 27 de marzo de 1546, asistida por el P. Andrés Oviedo y de su esposo, dejaba de existir, repitiendo en sus últimos momentos los nombres de Jesús y María, abrazada al crucifijo del que nunca se separó.

Hizo Borja los Ejercicios Espirituales con el P. Oviedo: «Y venida la vigilia de la Ascensión (2 de junio de 1546), comunicándome querer hacer su santa determinación, se confesó y comulgó; y después de la Misa dixo que le parecía hacer voto dello. Yo dixe cómo me parecía bien, dejándolo a su devoción, y él entendió que delante de mí, de lo cual yo me quisiera escusar; pero vista su instancia, consentí en ello, y así hizo en mis manos voto de la Compañía, aviendo expedido sus cosas…»10.

Este voto era substancialmente el que hacían los estudiantes jesuitas, con una acomodación a las circunstancias en que se encontraba Francisco. Dos años más tarde hizo la profesión solemne, el 1º de febrero de 1548. En la Universidad de Gandía –su fundación– estudió teología con el doctorado. El 30 de agosto de 1550 salía hacia Roma con un séquito muy reducido, en donde se produciría «el estampido» oficial. A consecuencia del ruido producido, que conmovió al mismo Papa, Julio III, hubo de salir en secreto de la Ciudad Eterna, el 4 de febrero del 51, para ir a esconderse en Oñate, de Guipúzcoa. Se ordenó sacerdote, empleándose en la oración, penitencia y apostolado por los alrededores, en la ermita de Santa María Magdalena, donde vivía humilde y pobremente.

El período comprendido entre 1543 y 1551 puede considerarse crítico en la biografía de San Francisco de Borja. La característica fundamental es un avance continuo en la renovación interior y en el perfeccionamiento de su vida espiritual: la acción de Dios es manifiesta, mientras la voluntad del santo colabora dócil y firmemente con la gracia en seguir la trayectoria que nuestro Señor le señala. Son los años de fluctuación, no de mutación o cambio brusco, para su espíritu, que acostumbrado a la modalidad contemplativa y penitente gira hacia una nueva dirección contemplativa en la acción para, el mayor servicio divino, sin dejar el deseo de más humildad, pobreza y seguimiento de Cristo en la cruz. Estos acontecimientos de su vida son motivos de acción de gracias, que quedan inscritos en el Diario espiritual como memorables beneficios de Dios nuestro Señor a su siervo Francisco.

De nuevo la prudencia de Francisco de Borja impide las posibles desviaciones, abre su alma a San Ignacio y éste con impulso sobrenatural dirige a su nuevo hijo y hermano en Cristo Señor nuestro: «Entendiendo el concierto y modo de proceder en las cosas espirituales, y así corporales, ordenadas al propio provecho espiritual, es verdad que a mí me han dado nueva causa de gozarme mucho en el Señor nuestro; y de ello doy gracias a la eterna majestad, no he podido atribuir a otro que a la su divina bondad, de quien todo procede. Y con esto, sintiendo en el mismo Señor, que para un tiempo tenemos necesidad de unos ejercicios, así espirituales como corporales; para otro diverso, de otros diversos; y porque los que nos han sido buenos para un tiempo, no nos son tales y “continuamente” para otro; diré en la su divina majestad cuanto a mí se representa en esta parte, pues V. Señoría me manda que diga lo que sintiere.»

Primero, cuanto al tiempo empleado en «ejercicios interiores y exteriores», contesta San Ignacio que lo deje en la mitad, ya que depende el empleo de esos ejercicios del estado en que se halle el espíritu: si con tentaciones, naturales o del enemigo, entonces hay que aumentar las ocupaciones interiores y exteriores; pero, con tacto, según sean las constituciones y temperamentos de las personas, y la variedad de pensamientos o tentaciones; por el contrario, si el espíritu está bien dispuesto y tiene buenos pensamientos con santas inspiraciones, se ha de abrir el alma a ellos, no siendo necesarios tantos procedimientos para rechazar al enemigo. Por consiguiente, es mejor que quitase la mitad de tiempo a su oración y diese más de él al estudio (pues os será necesario en adelante, no sólo el infuso sino más el adquirido), al gobierno de su casa y a las conversaciones espirituales; procurando siempre tener «la propia ánima quieta, pacífica y dispuesta» para cuanto quiera el Señor nuestro hacer en ella.

Segundo, acerca de los «ayunos y abstinencias»: Le dice San Ignacio que «por el Señor nuestro» fortifique su salud, porque puede encontrarse su alma en una de las dos formas: o en disposición de perder la vida antes de cometer una ofensa, por mínima que sea, contra la divina majestad; o se halla tentada. «Yo me persuado que V. Señoría está en la primera. Por tanto, deseo mucho que imprima bien en su ánima que, si ésta como el cuerpo son de su Criador y Señor, de ellos ha de dar cuenta; por ello, no deje debilitarse tanto el cuerpo que el alma no pueda hacer sus operaciones». A mí –añade el Santo– me sucedió otro tanto «y dello me gocé por cierto tiempo, para en adelante yo no podría laudar»; así pues, coma de todo y fortifique su cuerpo, porque a éste tanto hemos de querer, cuanto ayuda al alma; y ella se dispone más al servicio y alabanza de Dios nuestro Señor.

Tercero, «de lastimar su cuerpo por el Señor nuestro», quite todas las penitencias en que «aparezca gota alguna de sangre». Para adelante, sin que haya motivo alguno para usarlas, es mucho mejor dejarlas, y en su lugar busque más al Señor de todos los santísimos dones, como son las «lágrimas» ya por los propios pecados o ajenos, ya en la contemplación de los misterios de Cristo nuestro Señor, o en la consideración y amor de las personas divinas. Porque es conveniente a cualquiera seguir la voluntad de Dios, que sabe lo que nos conviene. De nuestra parte, hemos de procurar hallarla, con la divina gracia, probando métodos diversos para utilizar el que es mejor para cada uno que le conduzca «a la más feliz y bienaventurada en esta vida». Busque también, el aumentar la fe, la esperanza y caridad, «gozo y reposo espiritual», consolación interna, elevación de la mente, impresiones e iluminaciones divinas, con todos los otros gustos y sentimientos espirituales, «con humildad y reverencia a la NUESTRA SANTA MADRE IGLESIA, y a los gobernadores y doctores puestos en ella».

«No quiero decir que hayamos de buscar estos dones para nuestra complacencia y deleitación, sino que como conocemos por experiencia que, sin ellos, los pensamientos, palabras y obras están frías, turbadas y confusas; con ellos, estarán claras, sensatas y calientes para el mayor servicio divino.

Por consiguiente, cuando el cuerpo está débil, es mejor que hagamos trabajos moderados; ya que, cuando el alma se encuentra en un cuerpo sano están más dispuestos para el servicio divino.

Acerca de las cosas particulares, espero en el Señor que el Espíritu Santo le guiará como hasta ahora y le gobernará en adelante, a mayor gloria de su Divina Majestad.»11

Francisco de Borja hizo renuncia de sus estados ante el notario Pedro López de Lagarraga, el 11 de mayo de 1551. Se vistió una sotana de tela gruesa y empezó su vida religiosa con la pequeña comunidad de la residencia de Oñate. Dijo su primera Misa «en público» el 15 de noviembre, en la parroquia de San Pedro, en Vergara, ante numerosos fieles de los alrededores. Como el «estampido» se había oído ya en España, de todas partes llegaban eclesiásticos y seglares a verle para comprobar la verdad del acontecimiento. Borja, por su parte, inició su apostolado en los pueblos cercanos, cruzó los límites de Navarra y fue llamado por el obispo de Calahorra. Por su ejemplo entraron en la Compañía, llegados de sitios más lejanos, Bartolomé de Bustamante –secretario del Cardenal Tavera y de Martínez Silíceo–, el abad Pedro Doménech, algunos discípulos del Maestro Ávila y el hijo de los condes de Feria, Antonio de Córdoba.

En esto, recibió una carta de San Ignacio que le decía: «En nombre de Dios os exhorto, Hermano carísimo, y le ordeno que salga de esa provincia, paséis a la Corte de Valladolid y vayáis por diversas partes para que, por servicio de Dios y bien de sus almas, deis satisfacción a aquellas personas que os desean y llaman; juntamente, ayudad y dad calor a esos pequeños principios de fundaciones de colegios de la Compañía»12. En seguida salió de Guipúzcoa hacia Castilla y hasta 1561 su apostolado sería ya continuo: los reyes, la nobleza, el clero y, en particular con mayor dedicación, el pueblo que atraía por todos los sitios que pasaba, pedían que se detuviera para ver y oír a un duque que había escogido la pobreza voluntaria.

«Predica –dice un informe enviado a Roma– con mucha facilidad y sin mucho estudio, y mueve más con un sermón que los famosos predicadores en muchos, porque la gente se admira de ver un duque pobre y predicador; y en él y por él glorifican a Dios»13.

Tres veces estuvo en Tordesillas (1552, 1554 y 1555) a fin de consolar y ayudar a la infeliz reina Juana, cuyo juicio desvariaba con alucinaciones y delirios, a la que su familia real consideraba, además, apartada de las cosas de la fe. En 1554, mayo, el P. Francisco escribía a Felipe II que el proceso de la enfermedad progresaba y cómo había tomado remedios para que en sus momentos de lucidez y tranquilidad pudiera confesar, oír Misa y comulgar; como así lo hizo. Había que vigilarla «y no se debe permitir nada en lo que toca a la salud de su alma»14. Al año (1555), asistida por el Padre, recobraría su juicio poco antes de agonizar y moriría esta pobre reina consumida por los años y sus extravíos mentales15.

En el mes de mayo de 1554, y en Tordesillas, el P. Jerónimo Nadal le nombraba Comisario General de España. El año 1564 escribiría en su Diario: «El mismo día 10, que se cumplieron los X años de la + (cruz) que me dieron en Tordesillas». Al nombramiento opuso razones el P. Francisco, pero el Visitador las rechazó: «Fue penoso para el P. Francisco aceptar aquella carga, y esto fue principalmente lo que atestiguó; y pretende que no se le dé cura de almas; al cual respondí que no se podía administrar aquella provincia sin cura de almas». (Carta del P. J. Nadal).

No fue esta cruz la que recordará en todos los aniversarios hasta su muerte, sino la que recibió después y tuvo su inicio el año 1558. El día 29 de mayo de 1565 deja escrito en su Diario: «Ítem se cumplen los siete años de la + que comenzó el año 58». Se refiere a la animadversión del P. Araoz, que empezó entonces, pero que continuó, sin solución de continuidad, con la prohibición de los libros «que el Consejo de la General Inquisición ha hecho, y entre ellos prohibieron las obras del Cristiano, que dice ser compuesto por mí; el cual título jamás le puse yo en mis obras, ni me pasó por pensamiento. Antes he sabido que a lo poco que yo tengo escrito me añadió un librero, por vender su hacienda, once autores, callando el nombre de ellos e intitulándolos todos a mí, en los cuales yo confieso que hay cosas dignas de prohibición» (Carta de Borja al P. Laínez).

Esta era la verdad: Un editor y librero de Alcalá, Juan de Brocar, había puesto a la venta unos opúsculos de diferentes autores de calidad dogmática dudosa, con otros del Duque de Gandía, y que tituló «Obras del duque de Gandía, con otras obras muy devotas». Habían aparecido impresas antes en Baza el año 1550, como reedición de la que en Medina del Campo imprimiera en sus talleres Guillermo Millis. El hecho punible y fácilmente comprobable dio ocasión al Inquisidor Fernando Valdés y a sus amigos para satisfacer sus deseos de venganza contra Borja, prohibiendo la venta y lectura del libro espiritual. La indiferencia con la que Valdés y los otros señores del Consejo toman el asunto no tiene más explicación que la mezquina revancha. La antigua amistad del Padre Francisco con el arzobispo Carranza (que había servido para que la Compañía pudiera establecerse en Toledo, en noviembre de 1558), cuyo proceso había empezado, y la envidia y los celos que había provocado en algunos de su misma Orden, y en el mismo Inquisidor General, el nombramiento de Carranza para la Iglesia Primada, fue la causa principal de la tribulación que pasó el P. Francisco.

Hay otra circunstancia que contribuyó a crearle dificultades: Felipe II quiso tener un informe privado del confidente del emperador sobre las personas aptas que, a su consejo, pudieran ocupar altos cargos en el gobierno, como la presidencia del Consejo Real, el de Indias, de la Chancillería de Valladolid, para el Gobierno de Galicia, e incluso para ocupar las diócesis vacantes16. Este informe lo mostraría el rey a sus consejeros; por ellos sería conocido de otros nobles, quienes se mostrarían heridos y postergados. Ellos serían después los que irían minando la influencia del P. Francisco ante Felipe II, que si en el proceso no intervino directamente –como era su criterio–, dejaría hacer a la Inquisición.

La situación de Borja era humillante y aflictiva. Las reclamaciones jurídicas que hacían los Padres eran recibidas con indiferencia por los inquisidores. En este estado moral pasó los años 59 y 60; primero en Castilla, más tarde en Portugal donde fue recibido con exquisita caridad por el P. Miguel de Torres y la reina Catalina, hasta que el Papa Pío IV, por el breve «Pastoralis Officii», le mandó que fuera a Roma. Con gran decisión, a pesar de sus achaques, cruzó España y llegó a Bayona. Es digno de notar un párrafo de la carta del P. Nadal: «Cuando supe que el P. Francisco se encontraba ya en Bayona… el primer movimiento en mí fue de admiración y no sé que cosa de divino, comenzando a mirar de otro modo lo que le sucedía al P. Francisco. Me pareció que desde entonces era el mismo Dios quien guiaba sus pasos, quedándome en suspenso y como en espera de lo que había de resultar de todos estos trastornos».

¿Cómo reaccionó el P. Francisco? Desde su aparición fue constante su silencio respecto de la cruz que padecía –sólo escribió al P. Laínez dándole cuenta de lo sucedido–; evitó toda defensa; ya en Portugal escribió al rey dándole explicaciones, donde se transluce su queja por la conducta del monarca. Sin embargo, el Diario tiene tres fechas dignas de ponderarlas: el 11 de junio de 1565, ora pro Philippo, Gómez (se refiere al príncipe de Éboli), A (por Araoz) y pro aliis. El día 13. ítem, se rogó y ofreció la vida por los de ayer, id est, Phillippo, Gómez, etc. El 30 de diciembre del 65. «Comenzóse la oración por el rey, Ruigómez, Feria (Gumersindo Suárez de Figueroa, quinto conde y primer Duque de Feria), Araoz, Francisco (?), etc., porque el Señor los haga santos, etc.». Esta es la revancha de los objetivamente santos, con magnanimidad y eximia caridad oran por los instrumentos de la cruz, que la voluntad de Dios utiliza para la purificación y perfección de sus escogidos. Esa cruz, tan deseada y pedida, en su constante renovación espiritual sin desviaciones, aunque hubiera podido sospecharse de ellas.

Es evidente que la humildad y la obediencia del P. Francisco a sus confesores y superiores, fueron los vigilantes guías de las oscilaciones que hubieran podido dar motivo a sospechas. Mas su espíritu fue, lenta e íntimamente, uniéndose a Dios por los cauces de su vocación: «La razón de nuestra vida pide que seamos hombres crucificados al mundo y para quienes el mismo mundo está crucificado»17.

Renovador de la vida religiosa #

El término reforma comprende varias significaciones:

  • corrección o nuevo arreglo de algo;
  • innovación, pretendida o autorizada, en una materia;
  • cambio, o nuevo método de vida;
  • restablecimiento de la primitiva observancia.

La palabra renovación significa la transformación del estado o ser que tiene una cosa a otro más perfecto.

San Francisco de Borja fue renovador auténtico de la Compañía de Jesús y, puede decirse sin temor a caer en la hipérbole, que promovió la auténtica renovación de la vida religiosa. Se afirma, con razón, que San Ignacio fundó la Compañía y puso sólidos cimientos a su fisonomía; pero, quien la comunicó firmeza y la extendió fue San Francisco en los siete años de su generalato. Las estadísticas hechas de los colegios que fundó, de las misiones donde trabajaban los jesuitas y el aumento considerable de miembros que había cuando falleció, son pruebas de su fecundidad.

Pero es lamentable que no haya quedado más que una carta dirigida a toda la Compañía sin contar, claro está, sus escritos espirituales, que fomentan la vida interior, y las numerosas cartas a personas particulares, que han sido recogidas en los cinco tomos de Monumenta Histórica S. J. La escrita a la Compañía lleva la fecha de abril de 1569, en el mismo centro de esos siete años de generalato, expone en él los puntos principales del espíritu ignaciano, pero pone el acento en lo que es más característico de su propia espiritualidad. No puede dudarse que en esa carta muestra el Padre General lo que él mismo vivía; en ella quiso proyectar sus vivencias a la Orden religiosa, para «renovarla» según era el intento del Concilio Tridentino.

Es una carta escrita por su propia mano, ayudado por el secretario, de los tres primeros Padres Generales, P. Juan Alfonso Polanco. Como una síntesis de toda la doctrina pone al final esta metáfora bíblica:

«Mas ahora quiero recordar a todos una cosa, que me parece no menos necesaria que provechosa; y es que, así como esta viña, con la gracia del Señor, está plantada y cultivada, y ha producido ya la flor y los pámpanos, y las uvas cuelgan en racimos, sin embargo, falta aún que dé vino, que es el principal intento de la viña. Y para esto es preciso que la uva sea pisada; que sin esto no puede darse el vino. De la misma manera, eso nos falta, carísimos Padres y hermanos, que gustemos de ser pisados, abatidos y menospreciados, para que podamos dar aquel vino de la consolación y gozo deseado, … porque si esta honrilla vana y propia estimación no se pisa, vendremos a ser pisados por nuestros enemigos, dejando de ser verdaderos discípulos de Cristo nuestro Señor.»

Dos partes tiene el contenido: la primera de matiz negativo, o mejor, preventivo; la segunda, es positiva. Toda ella, es renovadora.

El riesgo de grietas posibles #

Primera parte: Desde el principio hace notar cuáles son las grietas de la Compañía, a las que se debe cuidar, «porque si agora no es tan grande la necesidad, puede venir tiempo en que sea necesario recordar» («Quod meminisse juvabit», Virgilio, Eneida, I, 203).

  1. Es el descuido de no guardar el espíritu de las Constituciones en el recibir los sujetos. Porque si en esto hay poco cuidado, por aquí declinará la Compañía: como si se tiene aprecio de su cultura o de sus cualidades naturales, sin observar cuál es su vocación y su espíritu, con el tiempo encontrará la Compañía que tiene sujetos de mucha preparación, pero sin espíritu, con lo que vendrá la ambición y la soberbia. De la misma forma, si se admiten sujetos de familia noble y de posición social y económica, luego la Compañía tendrá mucho dinero, pero faltará la virtud. Por tanto, téngase este primer aviso, porque la experiencia nos ha probado esta realidad.
  2. Es que hay que ayudar a esas vocaciones «poniendo las plantas debajo la tierra por la humildad y ejercitándolas en los ministerios propios de las casas de probación, porque del buen novicio sale el buen escolar, y del buen escolar el buen profeso». Pues en tiempo de probación, el que empieza ha de proveerse de virtudes de caridad, obediencia, humildad y paciencia, con deseos de menosprecios y de seguir a Jesucristo crucificado hasta la muerte por la gloria de Dios y salvación de las almas. Ya que, de la mucha ciencia, sin sencillez religiosa, nacen la propia estima y juicio propio, la diversidad de opiniones y, lo que es peor, la división entre los miembros de la misma casa.
  3. «Ruego muy encarecidamente in Domino que todos los que leen las Constituciones, no se contenten sólo con leerlas, ni entenderlas, ni admirarse del espíritu y orden que hay en ellas, sino que se precien, cada uno a su manera, en cumplirlas; porque de esta manera aumentará el fruto espiritual que en la Compañía se desea».

Que la Compañía sea lo que ha sido #

Segunda parte: Dice aquello que es más necesario para la «renovación» efectiva; no sólo para cada uno –como miembro de la Orden–, sino para que, por los miembros renovados, la Compañía sea lo que ha sido.

  1. «Es lo que dice la parte décima de las Constituciones: ‘que los medios que juntan el instrumento con Dios, y le disponen para que se rija bien de su divina mano, son más eficaces que los que disponen para con los hombres; como son los medios de bondad, virtud, y especialmente la caridad, pura intención del divino servicio y familiaridad con Dios N.S., en ejercicios espirituales, de devoción y el celo sincero de las almas para la gloria del que las crio y redimió, sin ningún otro interés.»
  2. «Porque de lo contrario, si se observa atentamente pueden nacer y desarrollarse las disensiones, división y relajación de las órdenes religiosas. Cuando el alma está fría en la meditación y ejercicios espirituales, el espíritu se seca; por no ejercitarse en la contemplación e imitación de Cristo crucificado, viene no sólo la tibieza en el padecer, mas aún las impaciencias; y de no tratar más en la oración del propio conocimiento y de su miseria, surge la propia estima y el menosprecio del prójimo. ¡Qué gran remedio es para nuestros trabajos la cruz de Cristo! Porque si vienen consolaciones, por ella nos vienen. Si nuestros apetitos y pasiones viven y laten en nosotros, es porque no tenemos nuestra vida en la Cruz. Si vienen sufrimientos, en ella se vuelven suaves.»
  3. «Me pareció ‘despertar’ a mis carísimos Padres y hermanos en Cristo con el recuerdo: Habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3, 3). Acordémonos que estamos muertos por los votos que tenemos hechos y que la vida ya no es nuestra, sino de Aquel que la dio por dárnosla, justo es que la tengamos escondida en Él; porque si nosotros la guardamos, a mal recaudo estará. La señal de ser uno muerto, es no ver, no responder, no sentir, no quejarse. De aquí se infiere que, cuando un religioso tiene ojos para juzgar lo que hacen los otros, tiene respuestas u lo que ordena la obediencia, y muestra sentimiento cuando le dicen sus faltas, ese tal no es muerto, antes vive en sus pasiones olvidado que en el Examen y entrada en la Compañía fue avisado y preguntado si tenía por bien ser corregido, y sus defectos conocidos para ser mejor enmendados. He querido advertir esto, porque entiendo que al principio de la fundación de la Compañía se procedía con mayor simplicidad y puridad; no sólo no daba ocasión de amargura la corrección, sino engendraba un amor entrañable con agradecimiento.»
  4. «Está muy encomendada la ‘circuncisión del corazón espiritual’, so pena de no ser discípulo de Cristo el que dejare de negar su propia voluntad y llevar su cruz en seguimiento del Redentor. El descuido en esto será de tan gran daño en nuestra Compañía, como dejar de podar las viñas a su tiempo. Cuando comienzan algunos a buscar desordenadamente sus comodidades, se puede temer que, olvidándose de la mortificación, en lugar de hacer la viña de la Compañía uvas, haga sarmientos; los cuales después de secos no son buenos sino para echarlos al fuego.»
  5. «De no circuncidar este ‘amor propio’ viene otro inconveniente… y es que del corazón inmortificado sale una niebla oscura que impide y quita la ‘presencia del Señor en nuestra alma’. Y cuánto me acuerdo de los dones que tenía nuestro Padre Ignacio de santa memoria, y otros Padres de la primitiva Compañía, en la presencia del Señor, y en hacer sus operaciones y determinaciones como si estuvieren presentes en el acatamiento divino. Deseo que no se pierda por nuestra culpa ese don y gracia que el Señor nos empezó a comunicar. No se maraville, pues, el que se descuidare de ejercitarse en esta presencia del Señor, si le falta la alegría y reposo de la carne, porque este don no se da a los que le tienen en poco, sino a los que trabajan mucho.»
  6. «En lo que afecta a la ‘obediencia’, que es el objetivo y distintivo de la Compañía, aunque habría algunas cosas que notar, habiendo escrito nuestro P. Ignacio una carta tan provechosa y admirable, a ella me remito, diciendo: Haz eso y vivirás (Lc 10, 28); y espero en el Señor que si hacemos lo que en ella se contiene, seremos verdaderos hijos de obediencia.»
  7. «Tratando de la ‘santa pobreza’, se debe mucho mirar de no derrumbar este baluarte, que es nuestra defensa, advirtiendo mucho que, so color de buen celo en fundar nuevos colegios o en ayudar a las casas, no entre demasiada solicitud o afecto, y la codicia de bienes temporales que es el veneno de las religiones, que se descuidaron de cerrar la puerta a estos miserables afectos… He querido manifestar esto para enseñar que no se negocia bien con las apetencias desordenadas, porque se pierde más con ellas que se gana. Por el contrario, utilizando los medios con discreción y moderación en ‘silencio y esperanza’ se gana mucho más y el prójimo se edifica; siendo verdaderos pobres, el Señor nos ayudará y favorecerá, porque a Tu cuidado está el pobre; Tú ampararás al huérfano (Sal 10, 14). En conclusión a todo lo dicho, y para resumir en una sola cosa lo que deseo decir, es que ruego y pido encarecidamente a todos, que nos acordemos de aquel dicho del apóstol: Videte, fratres, vocationem vestram (Cor 1, 26)»18

La letra y la mente del Concilio de Trento #

En su mandato se abrieron, en cada provincia jesuítica, las casas-noviciado, los colegios-seminarios ubicados en los llamados Colegios Menores de las Universidades. Estos tenían, como centro principal, un Colegio Mayor y dependiendo de él, incluso con el mismo presupuesto económico, otros Colegios Menores. Pero, otras instituciones, especialmente religiosas, fundaron sus Colegios Menores que funcionaban autónomamente. La Compañía de Jesús tenía en España varios de estos Colegios-seminarios, donde estudiaban los jóvenes jesuitas. En el año 1566 empezaron a funcionar, también en cada provincia, las Casas Profesas. La de Toledo fue inaugurada solemnemente en julio de 1566; al mismo tiempo se abrieron las de Valladolid, Valencia y Sevilla, correspondiendo a las provincias de Castilla, Aragón y Andalucía, respectivamente.

La Congregación General segunda dejó a la determinación del P. General la cuestión de la oración obligatoria: Ordenó que todos los de la Compañía, sin contar los dos cuartos de hora dedicados al examen de conciencia, hicieran una hora entera de oración. Costumbre que confirmó la cuarta Congregación General, en 1581.

El Concilio de Trento había terminado en diciembre de 1563, dejaba sus decretos de teología dogmática, no exhaustiva, pero sí de buenas proporciones, con dos vertientes: negativa, que refutaba errores dogmáticos, morales o espirituales; positiva, que desarrolla la doctrina católica. Además, resalta en las sesiones del Concilio la voluntad de «reformas eclesiásticas». En ellas se patentiza una tendencia a mejorar espiritualmente las clases rectoras –alto y bajo clero– y los institutos religiosos. Los decretos disciplinares, en su aspecto espiritual, proponen brevemente las condiciones morales y virtuosas que deben tener los seminaristas, clérigos, párrocos, canónigos, obispos y cardenales; como las monjas y religiosos. Y con mayor amplitud, propone los requisitos necesarios para defender profesionalmente a esas personas.

En todas sus reglas se advierte la preocupación por la «selección de sujetos aptos» y el esmero en promover su formación en seminarios y noviciados. El párroco y, en especial, el obispo son objeto de una detallada legislación canónica, por estar más en contacto con el pueblo. La reforma tridentina venía de arriba abajo. Los llamados, por estado u oficio, a un mayor ejemplo de perfección deberían comenzar por reformarse a si mismos. Por el mismo motivo de pública edificación se implanta la reforma de monasterios de hombres y mujeres, conforme a los estatutos de cada corporación.

Ahora bien, ¿no es la renovación, propuesta por San Francisco de Borja a los de la Compañía de Jesús, de trayectoria recta y firme conforme en todo a la mente y letra del Concilio de Trento? El tercer P. General debe incluirse, por su espíritu y su gobierno, entre los santos renovadores de la vida religiosa.

Renovador de la Iglesia con fidelidad a Trento #

Sería una aseveración arbitraria decir que San Francisco de Borja fue el renovador de la Iglesia, en los años que gobernó su Orden. Pero sí puede afirmarse, sin temor a exagerar, que colaboró en la reforma de la Iglesia, promovida por el Concilio de Trento, y llevada a la práctica por otro santo «trentino», el Papa Pío V, hasta la inmolación de su vida.

El Renacimiento había dejado los sedimentos de muchos males en la Iglesia Católica: desprestigio del Pontificado, decaimiento de la fe; provisión de cargos eclesiásticos en personas ineptas, aunque fuesen reales o pertenecientes a la alta nobleza, carentes de vocación y que prescindían de sus deberes; la falta de cultura en el clero y la relajación de sus costumbres; la vida religiosa de los monasterios en disolución; las teorías acerca de la superioridad del Concilio sobre el Papa; cierto antagonismo nacional hacia Roma y las exacciones de la curia pontificia, que con los derechos de consagración, dispensas, apelaciones, diezmos e indulgencias se habían hecho impopulares en Centroeuropa.

San Ignacio de Loyola, inspirado por el Espíritu Santo, conoció estos males de la Iglesia, y para remediarlos escribió en sus Ejercicios Espirituales ese documento, que todavía tiene vigencia, titulado «Reglas para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener»; y que empieza diciendo: «Depuesto todo juicio debemos tener ánimo aparejado y pronto para obedecer en todo a la vera esposa de Cristo, que es la Santa Madre Iglesia Hierarchica» (regla 1ª). Y en la regla 13ª explica: «Debemos tener siempre, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro si la Iglesia hierarchica así lo determina; creyendo que entre Cristo N. S., su Esposo, y la Iglesia, su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige, para la salud de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia».

El mismo Espíritu condujo a los primeros Padres de la Compañía a quedarse en Roma y hacer voto especial de obediencia al Papa. El 13 de diciembre de 1545, el Cardenal Juan María del Monte, Obispo de Palestrina, en nombre del Papa Paulo III inauguró el Concilio de Trento con estas palabras, dirigidas a los Padres reunidos: «Tenéis a bien decretar y declarar a honra y gloria de la santa e individua Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para aumento y exaltación de la fe y religión cristiana, extirpación de las herejías, paz y concordia de la Iglesia, reforma del clero y pueblo cristiano, y humillación y total ruina de los enemigos del nombre de Cristo, que el sagrado y general Concilio de Trento principie y quede principiado». Respondieron todos los reunidos: Así lo queremos. Entre los allí convocados estaban tres de los diez primeros sacerdotes que habían fundado la Compañía de Jesús. El Papa había designado, para que fueran sus teólogos, a los PP. Laínez, Salmerón y Fabro (éste falleció a poco de llegar de España, en 1546). Como procurador del Cardenal Obispo de Augusta estaba el P. Claudio Jayo. Estaba también presente el P. Pedro Canisio, teólogo del obispo Príncipe de Augusta, aunque no fue de los diez primeros, pero sí abrazó la vocación a la Compañía poco después de su fundación.

Del Concilio de Trento nació la reforma de la Iglesia, con un vigor tal que pasaron tres siglos hasta el Vaticano I, mas la puesta en práctica de sus sabios decretos fue hecha por la galaxia de santos que giraron alrededor del santo Pontífice Pío V. Puede contarse entre ellos, con luz propia de renovador, a san Francisco de Borja que siguió las reglas ignacianas para «sentir con la Iglesia» hasta los mayores sacrificios, que pueden presentarse, para un religioso y un superior mayor de una Orden.

San Pío V puso todo su esfuerzo para que los decretos del Concilio fueran promulgados en los países más cultos e introducidos en las costumbres. En 1566 apareció el «Catecismo Romano» conforme al deseo expresado por los Padres de Trento. El Papa procuró que fuese traducido a todos los idiomas del mundo. Para ello llamó a colaborar en la versión del mismo, y en la corrección del texto bíblico de los Setenta, a los PP. Pedro Parra y Manuel Sáa, de la Compañía. En el año 1568 pidió seis jesuitas para que predicasen en San Pedro durante la Cuaresma y ordenó al P. General que le diese un predicador para que en adelante hablase a su persona, familia y a los cardenales y cortesanos que estuviesen en el Sacro Palacio. No pudo eludir la responsabilidad. Por más que insistió ante el Sumo Pontífice, tuvo que nombrar al P. Benito Palmio, italiano, para el primer año; al siguiente, predicó el P. Alfonso Salmerón, sucediéndole el P. Dr. Francisco de Toledo, quien continuó el tiempo que vivió San Pío V y los otros Papas que le siguieron hasta 1591.

La Bula «In omnibus rebus» confiaba la dirección de la Penitenciaría de San Pedro a la Compañía, como la de Santa María la Mayor a los dominicos y la de San Juan de Letrán a los franciscanos reformados. Este nombramiento era difícil aceptarlo y así lo representó el P. General al Papa, con humildad y resignación, alegando el agravio que se hacía a los que tenían que cesar en sus cargos de la Penitenciaría después de muchos años en el servicio de ellos; el sentimiento que tendrían otras órdenes religiosas más antiguas y con méritos para ellos, y la dificultad que tendría la Compañía en proveer bien la institución.

Mas tuvo que aceptar la carga, aunque honrosa, llena de exigencias. Llamó para ocuparla a teólogos y canonistas de todas las naciones de Europa y provincias jesuíticas.

Impuso también el Papa a la Compañía la obligación del rezo en el coro, corrigiendo en este punto las Constituciones ignacianas, aduciendo el Papa que como en las antiguas órdenes religiosas se hacía y lo prescribía el Concilio para todas, la Compañía no podía ser excepción. El santo Pontífice no acababa de comprender la originalidad de la nueva Orden. También mandó que ninguno se ordenase de sacerdote antes de hacer la profesión solemne. Grandes trastornos ocasionaban estas decisiones, pero el Papa creyendo hacer un favor a la Compañía persistió en lo mandado, a pesar de las legítimas súplicas del P. General. Muy dolorido éste, obedeció con humildad «creyendo que es negro lo que objetivamente es blanco, si la Iglesia hierárchica así lo determina»: durante cuatro años se cantó el oficio divino en el coro y se concedió la profesión de tres votos a los que iban a recibir el presbiterado, admitiéndoles después a la de cuatro si cumplían las condiciones requeridas por las Constituciones. Gregorio XIII, el sucesor, repuso a la Compañía en su estado primitivo a instancias del P. Jerónimo Nadal, que desempeñaba entonces el cargo de Vicario General.

Para vigilar el cumplimiento de las disposiciones dictadas por el Concilio, envió Pío V a todas partes Visitadores Apostólicos, entre ellos fueron varios jesuitas a algunas diócesis de los Estados Pontificios; otros, de consejeros a la Dieta de Augsburgo; y a San Pedro Canisio le animó en su defensa de la fe en Alemania. Por la bula «Expone nobis» (24-III-1567) facilitó el trabajo de los misioneros, fomentó las misiones extranjeras y ayudó a la Compañía en las de América, Asia y Etiopía.

No satisfecho con realizar la reforma de la curia romana, de las órdenes religiosas y del clero, según la mente del Concilio, planeó en colaboración de San Carlos Borromeo aniquilar el poderío de los turcos, aliándose con Venecia y España. Con estos planes envió, en 1571, dos legaciones a los príncipes cristianos: una, al Emperador Maximiliano y al rey de Polonia, Segismundo; otra, a España, Portugal y Francia. Con la primera fue consejero el P. Francisco de Toledo; con la segunda envió al mismo P. General, anciano y enfermizo, pero dispuesto a servir a la Iglesia, en su «renovación», aun con peligro de su vida. El legado era Miguel Bonelli, Cardenal Alejandrino y sobrino del Papa (llamado Alejandrino, como lo había sido Pío V cuando era Cardenal, porque los dos procedían del campo alejandrino en el Milanesado). El legado llevaba el encargo de ultimar la Liga contra el turco y arreglar con Felipe II los conflictos que existían entre la potestad eclesiástica y la civil. Algo más de un año duró la legación. El 8 de septiembre de 1572 llegaba de nuevo a Roma el P. Francisco. Habló con el P. Nadal, a quien había dejado como Vicario en su ausencia y en la noche del 30 al 1 de octubre entregaba su alma a Dios. Cinco meses antes había fallecido el santo Pontífice Pío V.

Cuando en su agonía, fue el P. Luis de Mendoza a Tívoli, donde se hallaba el Papa Gregorio XIII, para pedirle su bendición apostólica y la indulgencia plenaria, éste mostró tanto sentimiento de la próxima muerte del P. Francisco que manifestó: «perdía con él la Iglesia Católica un fiel siervo y firme columna».

Así fue la renovación de San Francisco de Borja en la Iglesia, con fidelidad al Concilio de Trento y heroica obediencia, sin desviaciones, a la voluntad del Vicario de Cristo. A su muerte había extendido la Compañía de Jesús, y con ella la fe católica, por Francia, Alemania, Polonia y en América. En los siete años de su generalato, 14 jesuitas dieron su vida por la fe en tierra de misión y 36 murieron por caridad en servicio de los apestados. Quedaban –según un catálogo de 1773– en la Compañía 3.905 jesuitas, de los cuales 1.127 eran sacerdotes.19

Conclusión #

La reflexión hecha sobre la figura de San Francisco de Borja, que por otra parte se impone por sí misma a todo el que medita sobre su vida y su obra, me invita a ofreceros, a modo de conclusión, los siguientes pensamientos.

Hace siete años que terminó el Concilio Vaticano II, y a estas alturas nadie puede dudar de que la Iglesia necesitaba una reforma profunda. Bienvenida sea esta reforma, el reconocimiento de la misma y la generosidad con que ha sido emprendida. Pero la historia nos demuestra que, en estos grandes momentos de crisis y cambios, que suelen producirse cada cierto tiempo, los verdaderos profetas que abren caminos son los héroes de la fidelidad profunda, los que vueltos hacia sí mismos y hacia Dios supieron extraer la fuerza oculta que late en las entrañas de la misma Iglesia para proyectarla hacia el mundo según las exigencias de la época. Esos son los verdaderos artífices de la renovación. Junto a ellos, e incluso estorbándoles la audiencia que merecen, aparecen siempre los enjambres de pseudo-profetas que prefieren el grito a la palabra mansa, el gesto novedoso al esfuerzo serio y constante, la pirueta acrobática en las ideas y en la vida del espíritu al lógico encadenamiento de lo antiguo y lo nuevo (nova et vetera).

Borja fue de los primeros, de los que de verdad se vuelven a sí mismos y a Dios, y después actúan. En el campo de la cultura contemporánea; en la función y desarrollo de colegios y universidades; en las sugerencias eficaces para que se fundaran determinadas Congregaciones romanas; en el noble aprovechamiento y destino de las riquezas del mundo, las del dinero y las de la amistad con los reyes y los nobles de la época; en su preocupación social por las clases más necesitadas; en su universalismo misionero hacia América y hacia cualquier otro lugar del mundo entonces conocido; en su estilo de gobierno, mezcla de autoridad firme y de bondadosa paternidad reconocida por unos y por otros; en su espléndida obediencia al Romano Pontífice ofreciéndole servicios siempre eficaces, Borja aseguró los caminos de la renovación sin desviaciones. Los resultados los ha recogido la historia con honor y con respeto.

Necesitamos del ejemplo de estos hombres. Cada uno de ellos vale más que cien batallones de reformadores que hablan y hablan sobre todo lo divino y lo humano.

Dos notas, quisiera añadir para terminar. Una, el españolismo de Borja. Lo mantuvo siempre, sin obstáculo ni merma alguna de su entrega a los horizontes más universales de la Iglesia una y católica. ¡Cuánto y qué delicado respeto para con las personas e instituciones de su patria! Él no incurrió en un vicio en que tampoco suelen incurrir los franceses, los italianos, los austríacos, etc., los cuales hablan con gran gozo de su patria y de los servicios que a la Iglesia ha prestado. Sólo entre nosotros, o al menos con más abundancia que en otras partes, surgen ahora –ahora cuando tan necesario es recordarlo incluso como exigencia de cultura– las reticencias o los desprecios. Esto no es justo. Hay que hablar de la España católica con humildad, y dispuestos a reconocer nuestros defectos, pero sin recurrir a esas frasecitas del «nacional catolicismo», etc., empleadas tantas veces con ironía y aun con crueldad.

Y otra. Su madurez humana. A Borja le venía esta gran cualidad de su condición seglar y de las grandes y ricas experiencias logradas en su vida. ¿No será ésta, aparte su fidelidad a la gracia, una de las más profundas raíces de su equilibrio? Hoy, en nuestros afanes de renovación, hay mucho infantilismo, mucha inmadurez. Damos a veces la impresión de que somos como chiquillos de un colegio a quienes han dado vacaciones y en los patios de recreo nos dedicamos apresuradamente a cambiarlo todo con procedimientos tales que, de seguir así, podríamos quedamos sin patio, sin recreo y sin colegio.

Afortunadamente, como no podía menos de suceder, las aguas vuelven ya a su cauce y cada vez vamos comprendiendo mejor que necesitamos, sí, mucha renovación, pero que ésta se logra con santidad interior, no con falsas teologías; con estudio serio y profundo, no con frases repetidas; con servicio a los hombres en todas sus dimensiones; con afán pastoral muy vivo y con fidelidad sincera al Magisterio de la Iglesia.

1 Monumenta Historica S. I., Epistolae Ignatii,1,444.

2 MHSI, Sancti Francisci Borgiae, 5, 728-887. Con la sigla MB se designa a continuación la MHSI dedicada al Santo.

3 Dionisio Vázquez,Vida de San Francisco de Borja,1, III, c. III.

4 Ibíd., 1, IV, c. XI.

5 F. J. Rodríguez Molero, Dos santos, Ávila y Borja, en Granada, Manresa 42 (1970) 243-278.

6 P. de Ribadeneira, Vida del P. Francisco de Borja, cap. 7, en Historias de la Contrarreforma, BAC 4, Madrid 1945, 648. Véase también Dionisio Vázquez, o. c., cap. XIII.

7 P. Cienfuegos,Vida de San Francisco de Borja,I, cap. 21.

8 P. de Ribadeneira, o. c., cap. 13, 724.

9 MB, I, 587-594.

10 MB, II, 691: carta del P. A. Oviedo a San Ignacio, 22 de noviembre de 1546.

11 MHSJ, Epistolae Ignatii,2, 233-237.

12 Ibíd., 3, 49.

13 MHSJ, Epistolae Mixtae,3, 238.

14 MB,3, 161,7.

15 Epistolae Mixtae,4, 612 ss.

16 MB, 3, 475-483.

17 Constitutionum Societatis Iesu textus latinus, praefatio antiqua(Patri Petro de Rivadeneira attributa): MHSI 65, CXLIX.

18 MB, 5, 71-87.

19 M. Aragonés Virgili, Historia del Pontificado, vol. II, Barcelona 1945. R. García Villoslada,Manual de Historia de la Compañía de Jesús, Madrid 1941.