Homilía pronunciada en la Misa que se celebró en la Iglesia de la Casa de Probación de la Compañía de Jesús, en Villagarcía de Campos (Valladolid), el 31 de julio de 1980.
La Iglesia nos invita hoy a celebrar la festividad litúrgica de San Ignacio de Loyola, hijo suyo, hijo preclaro, que ha merecido de ella reconocimiento perenne. En la ininterrumpida galería de los Santos Fundadores que han ido jalonando y sosteniendo la marcha de la Iglesia, ocupa puesto relevante el Santo Fundador de la Compañía de Jesús. Yo me alegro sobremanera de tener la oportunidad de sumarme con vosotros a esta consoladora celebración.
Y ello por tres razones. La primera, porque amo mucho, muchísimo, a esa Iglesia santa a la que he tratado y trato de servir del mejor modo que puedo, y en San Ignacio y en la Compañía he encontrado siempre luces decisivas y estímulos muy poderosos para tal servicio. En segundo lugar, porque encuentro que el ejemplo de San Ignacio y su obra siguen siendo actualísimos para los tiempos de crisis que corremos y que todos deseamos que se conviertan pronto en tiempos de esperanza. Y finalmente, porque me es dado celebrar la fiesta del Santo en esta Casa de Villagarcía, una de las más ilustres, o quizá la más ilustre de cuantas ha tenido la Compañía en las tierras de Castilla.
En San Ignacio se dio en plena juventud, a sus veintiséis años, una conversión del corazón que orientó definitivamente su vida. Se advierte desde ese momento en toda la vida del Santo una tremenda seriedad de propósitos, una coherencia granítica entre lo que la gracia de Dios le pedía y la respuesta generosa que él con su comportamiento daba a las exigencias de la gracia. Y como clave secreta de esa conversión y de esa tenacidad, un amor progresivo, absorbente, totalizador a Jesucristo y al misterio en Él y por Él revelado, amor que le hizo subir, sin retrocesos ni claudicaciones, a las más altas cimas de la santidad y de la unión con Dios.
La conversión de San Ignacio tuvo lugar en Loyola, con ocasión de una providencial herida de guerra. Todos conocemos las circunstancias del proceso interior, por virtud del cual el hasta entonces gentilhombre Iñigo López de Loyola se puso por entero a la búsqueda sincera de cuál era la voluntad de Dios sobre su persona. Desde el primer momento, Cristo se le presentó como punto central de referencia en esta búsqueda. Desde Loyola a Tierra Santa primero, en peregrinación devota y sacrificada. Luego, a su regreso, la ruta de los estudios: Barcelona, Alcalá, Salamanca y París. Y en la ciudad del Sena, la formación de sus primeros compañeros y los gérmenes de la que en pocos años había de ser la Compañía de Jesús. En este último segmento de la geografía de los lugares ignacianos se alinean nombres evocadores que, a todos nosotros, y singularmente a vosotros, suscitan recuerdos imperecederos: Colegio Universitario de Santa Bárbara, Montmartre, paso de los Alpes en pleno invierno, ciudades de Italia, peregrinación intentada y no posible a Tierra Santa, la Capilla de La Storta, y al fin Roma y la presentación al Papa, Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, y el cuarto voto de la Compañía.
Las raíces de la Compañía de Jesús #
Todo ese recorrido, que forzosamente he tenido que concentrar en pocas palabras, es hermoso, impresionante, ejemplar. Pero es consecuencia, efecto, resultado de una densísima vida interior previa. Las claves de esa geografía ignaciana están muy adentro. En su hondísima vida contemplativa, mística, San Ignacio practicó, no sé si lo habría leído, el sapientísimo consejo de San Bernardo. Hay que ser conchas, no meros canales. Retener y rebosar. Sólo así se es fecundo en la vida de la Iglesia. Asombra, repito el verbo, asombra ver la capacidad de discernimiento espiritual, el movimiento de las mociones de espíritu más alto que es dable encontrar en los grandes místicos, la atención diaria constante, sostenida, a las más delicadas indicaciones del Espíritu. Y todo ello en medio de una actividad inmensa de servicio a la Iglesia. San Ignacio fue lo que él quiso que fueran todos sus hijos. Un contemplativo eminente en la acción.
La fundación de la Compañía no fue, por ello, obra de la improvisación, ni fruto de entusiasmos pasajeros, ni producto de la mera sabiduría humana de un genio, aunque genio fue, como enseguida diré, San Ignacio. La obra de San Ignacio nació arraigada en un subsuelo espiritual riquísimo. Brotó de raíces recias y savia divinamente inexhausta. Pobreza absoluta, mortificación incesante, vencimiento heroico de sí mismo, renuncia a todo poder humano, firmeza en la defensa de las convicciones recibidas, tenacidad de carácter sometido al querer divino sabiamente auscultado, entrega total a Cristo, servicio de las almas, fidelidad al Vicario de Cristo, interpretación genuinamente evangélica de los signos de la época, sentido militante al servicio de la santa Iglesia. Esta era la cantera de la que arrancó Ignacio las piedras fundamentales de su obra, la Compañía, y de la espiritualidad que dejó plasmada en el libro inmortal de sus Ejercicios Espirituales.
¡La obra de San Ignacio! ¡La espiritualidad de los Ejercicios ignacianos! Ni ésta ni aquélla han muerto. Millares y millares, podríamos precisar sin temor a exagerar que millones de hombres y mujeres, de toda edad y condición, han vivido espiritualmente, a lo largo de más de cuatro siglos, de ese pequeño y maravilloso libro, alabado de múltiples maneras por los Papas contemporáneos y del que llegó a decir Harnack, desde su perspectiva de campeón del racionalismo bíblico alemán, que no sólo había salvado para siempre el espíritu del catolicismo romano, sino que además había abierto en el seno de éste una escuela de formación de caracteres, cual no se había registrado otra en la historia. Sea lo que sea de este juicio, tan singular como elocuente, y en el que Harnack califica a San Ignacio de genio de la organización, lo cierto es que la Compañía de Jesús y el libro de los Ejercicios han rendido servicios extraordinarios, inestimables a la santa Iglesia y a la misma humanidad. Podríamos decir que desde mediados del siglo XVI donde hay Iglesia hay jesuitas que la han implantado o que trabajan por fortalecerla o dilatarla. La historia, por ejemplo, de las misiones modernas no cabe entenderla sin la presencia activa y estimulante de la Compañía.
Pero hoy día, hay que reconocerlo con dolor, la defección y el desaliento se han adentrado en el interior de la Compañía de Jesús y de la Iglesia. Y las consecuencias están a la vista de todos. Sufre los embates de la crisis y cuantos amamos a la Compañía y nos sentimos deudores de su espiritualidad, deseamos ardientemente que esta hora de desconcierto pase, se supere y sobrevenga un período de bonanza abierto a nuevos horizontes de evangelización fecunda.
Ha resonado, a estos efectos, la voz potente del Papa Juan Pablo II, quien viene diciendo, desde el primer día de su pontificado, que no temamos, que confiemos, que abramos de par en par las puertas a Cristo. Las de las almas y las de las instituciones. A estas palabras del Papa debe responder como eco unánime la voz decidida de todos cuantos somos Iglesia: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares. Abrirnos a Cristo. Él es el centro de la espiritualidad propia de los Ejercicios. Él es el Rey al que los jesuitas y toda la Compañía sirven. Hemos de abrirnos confiadamente, enteramente a ese Cristo, Hijo de Dios hecho hombre. Al Jesús que nos revelan los Evangelios y que la Iglesia nos enseña. Al Jesús que han amado y aman con locura santa todos los santos. Al Jesús, que es el único redentor y liberador del pecado y de la muerte. Hemos de acudir a Él como los Apóstoles, cuando se veían zarandeados por la tormenta en el lago, en noche cerrada y sin valimiento humano. Y como el paralítico que sufría su enfermedad y no tenía quien le asistiese para introducirle en la piscina de la salud. Dios no sufre mermas de época. Su omnipotencia se cierne sobre todos los tiempos. También sobre el nuestro. No lo olvidemos.
Dos observaciones #
Dos observaciones quiero hacer a propósito de la crisis que estamos padeciendo.
No desconcertemos el vocabulario católico. Importa mucho el conservar el sentido exacto de las grandes palabras de nuestro diccionario del espíritu. Considero equivocado que se califique de mera retórica todo lo que es entusiasmo interior y manifestación exterior de la causa santa a la que vivimos consagrados por nuestro bautismo y nuestra vocación personal dentro de la Iglesia. Sentir el impulso de lo sagrado, la atracción de lo divino, la palabra interior de Dios en el recinto recóndito de la conciencia, no es juego de palabras. Es realidad única y suprema. No hay por qué calificar de estrechez de espíritu el amor y la observancia de la disciplina, de la grande y de la pequeña disciplina. Alabar y vivir cuanto constituye el entramado diario de nuestras costumbres y de nuestro estilo de vida sobrenatural no es miopía, sino visión clara y certera de la esencia de la vida cristiana. Juzgar y calificar la fidelidad dogmática como mezquindad de espíritu es amén de injurioso para la totalidad del Pueblo fiel de Dios, que vive con sencillez bienaventurada su Credo, sumamente peligroso para el deber que tenemos de custodiar fielmente el depósito recibido de la fe. Con las realidades que los dogmas expresan no valen juegos de palabras, ni condescendencias con el espíritu mundano perturbado y perturbador de la época.
Y segunda observación. No pensemos, ni de lejos, que nuestro mensaje, el mensaje evangélico no vale por el puro y simple hecho de que se ve rechazado. El rechazo del mundo es consustancial con el mensaje cristiano. Hoy dos fuerzas se oponen a la Iglesia: una, hostilmente manifiesta, el marxismo. Otra, con apariencias de libertad y tolerancia, la pasión de poseer y gozar, de tener y dominar, el capitalismo inmanentista. Siempre habrá en cada época histórica zonas misteriosamente impenetrables a la Palabra de Dios. Pertenece este fenómeno al misterio de la libertad humana y de la condescendencia divina. Por eso el hecho de que se rechace el mensaje del Evangelio no significa, ni puede significar, que éste no vale, o que ha quedado superado. Las épocas pasan. La verdad del Evangelio permanece. Y es necesario tener conciencia de este permanecer en horas de crisis como la que estamos viviendo.
Hace años estuve yo predicando en la iglesia parroquial de Villagarcía. Era invierno. Había nevado fuertemente. Todo eran ruinas y desolación en este lugar, entonces abandonado desde hacía casi dos siglos. No pude dejar de evocar, en aquellos días, las grandezas pasadas, grandezas de espíritu y de servicio a la Iglesia. En la cripta de esta casa yacen los restos de don Luis Quijada y de doña Magdalena de Ulloa, fundadores del Noviciado en 1572. Doña Magdalena de Ulloa, amiga y protectora insigne de Santa Teresa de Jesús y dirigida espiritual del P. Baltasar Álvarez, confesor de la Santa y más tarde Instructor de Tercera Probación aquí en Villagarcía. En este Noviciado se formaron sólidamente, en espíritu y en ciencia, generaciones enteras de jóvenes jesuitas que cubrieron con su predicación y sus ministerios las tierras de España y de la América hispana. Aquí vivió el P. Francisco J. Idiáquez, escritor ascético insigne y Rector de la Casa. Aquí escribió su famoso Fray Gerundio el P. Isla. De aquí partieron en 1762 todos los moradores del Noviciado para el destierro, a consecuencia de la disolución de la Compañía, página oscura de la inevitable vertiente humana de la Iglesia. Desde entonces reinaron en estos lugares la soledad, el abandono y el olvido.
Hasta que a mediados de los años cincuenta, vino la restauración de Villagarcía, con edificio de nueva planta, adosado a esta antigua y maravillosa iglesia, que conserva como tesoro preciadísimo el rico y venerable relicario. De nuevo se convirtió este Noviciado en casa de formación de nuevas generaciones de jóvenes jesuitas. Hasta que sobrevino inesperadamente la nueva crisis, ahora, promovida no desde fuera, sino desde dentro.
Sé que se reúnen aquí frecuentemente grupos de seglares. Sé que se imparten de continuo tandas de Ejercicios a estudiantes, a matrimonios y a sacerdotes y con gran fruto siempre. Sé que incluso se acogen a la bienhechora soledad de este atrayente rincón de la vieja Castilla los señores obispos de la región del Duero para deliberar, sobre todo en cuestiones pastorales de interés común. Todo ello es consolador y acredita el acierto que presidió las obras de restauración de este genuino santuario castellano de la Compañía. Pero pienso, y creo que recojo en mis palabras el sentir común de todos, que deben volver los novicios a estos lares, que deben poblar ellos con su ardor juvenil y su capacidad de entrega estos tránsitos, que deben pasear de nuevo por sus amenos jardines y sus espesas arboledas, que deben orar de nuevo en su capilla y llenar sus aulas. Dios quiera que pronto puedan verse colmados estos justificados deseos. Así se lo pido en nombre de todos a San Ignacio, cuya fiesta estamos celebrando y en la que he querido poner, como ofrenda agradecida y humilde, los pensamientos y los deseos de esta homilía.