Carta pastoral, de fecha 15 de septiembre de 1976, publicada con motivo del II Simposio Internacional de Teología sobre San José, celebrado en Toledo del 19 al 26 de dicho mes. Texto del Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, septiembre de 1976.
El próximo domingo, día 19 del presente mes de septiembre se inaugurará en nuestra ciudad de Toledo el II Simposio Internacional sobre teología de San José, el Santo Patrono de la Iglesia Universal.
La celebración en nuestra ciudad de este encuentro de los estudiosos de la teología es para nosotros un honor. Especialistas de diversos países de Europa y América se reunirán en nuestro Seminario Mayor para deliberar y aportar la luz de sus reflexiones sobre ese misterio de humildad y de grandeza evangélicas que es San José, el elegido por Dios para ser el esposo de la Virgen María en la tierra. Admiro a estos hombres que no se dejan turbar por parcialidades excluyentes y saben –como teólogos de raza– que en el mensaje de la revelación todo tiene su propia importancia dentro de una Iglesia que piensa y que ora, precisamente porque es Iglesia viva. La figura de San José invita eficazmente a una reflexión cada vez más honda sobre el providencial destino que Dios le señaló y atrae a todos los necesitados de confianza en nuestra relación con Dios.
Junto a las reuniones de estudio, los organizadores del Simposio celebrarán diversos actos de culto y oración en nuestra Santa Catedral Primada y en la iglesia del Convento de Carmelitas Descalzas, a los cuales me honro en invitaros, queridos sacerdotes, comunidades religiosas y fieles. Porque necesitamos orar más, pensar más y actuar mejor. Se nos pasa el tiempo en lamentos, en comentarios críticos, en discusiones sobre hechos periféricos, mientras lo sustantivo de nuestra piedad se desvanece, con grave peligro para la fe. San José, Patrono de la Iglesia, nos ayudará a ser mejores hijos y miembros de esa Iglesia, porque Él es la fidelidad en el silencio y en la acción.
Culto y doctrina sobre San José #
La devoción a San José es tan antigua como la aparición en la tierra del Verbo hecho hombre, y aun antes, en el momento en que se amaron José y María en Nazaret. Hemos de pensar que los primeros devotos de José fueron, primero, María y, luego, su Hijo Jesús. Nunca José contó con mejores y mayores devotos suyos que su Hijo y su esposa. Ellos nos dieron ejemplo de amor y entrega a José.
Luego aparecieron las primeras comunidades cristianas. El código de enseñanzas de estas comunidades está recogido en los evangelios. San Mateo, que escribe la tradición cristiana vivida por una comunidad compuesta de judíos y de paganos, principalmente palestinenses, es como el actuario de su pensamiento y de su fe en Cristo. Y Mateo, para los actuales escrituristas, escribe los dos primeros capítulos de su evangelio inspirado en una fuente que ha copiado la misión y actuación de José al lado de Jesús y de María, pero interpretándolas a la luz del que conoce perfectamente todas las viejas Escrituras.
La comunidad para la que escribe San Mateo, y Mateo mismo, se muestran ya devotos de San José y dicen de él todas sus grandezas: su papel en la historia de la salvación, sus virtudes, su sencillez y su silencio.
Luego se extiende sobre San José el olvido, las medias palabras, la oscuridad. Pasan dos siglos en que no se le menciona más que indirectamente por los escritores plenamente ortodoxos y reconocidos como tales por la Iglesia. Pero esta laguna de sombras la llenan los llamados evangelios apócrifos, en los que la fantasía domina la escena. En ellos se habla mucho de José, pero se le desfigura, se le empequeñece, se le achica, hasta hacerle viudo y con hijos, viejo barbudo y decrépito.
Es que han aparecido las herejías que niegan la concepción virginal de María. Para ellas, Jesús no sólo no es Dios, sino que es un hombre como otro cualquiera, nacido de un hombre y de una mujer. Se hace necesario reivindicar para él su divinidad, su concepción por obra del Espíritu Santo, su nacimiento de una virgen. Nada más fácil para aquellos tiempos, ni modo más eficaz para llegar a estas demostraciones que hacer a José viejo e incapaz de procrear hijos.
Por eso, para los primeros Padres de la Iglesia, sobre todo orientales, José no será siquiera esposo de María, sino solamente custodio. Menos será el padre de Jesús, ni aun virginal, sino a lo más tutor y nutricio.
La sombra en que vivió José en Nazaret, como guardián de los secretos de Dios y que hizo de él un innominado, vuelve a extenderse sobre su figura. Borrando a José de la escena, reciben toda su luz Jesús y María. Respecto de María, esto no es, sin embargo, del todo exacto. Toda la luz de los primeros siglos de la Iglesia se proyecta sobre Jesús. Su figura es tan única, tan deslumbrante, que impide ver las sombras que se mueven a su lado, incluida María.
Y esto principalmente entre las nuevas comunidades cristianas procedentes del paganismo, donde la concepción virginal de Jesús es poco menos que incomprensible. Por eso ha podido decirse que la devoción y culto a José no comenzó hasta el siglo IV, con la aparición en escena de San Agustín. San Agustín defiende ya no solamente el matrimonio verdadero de José y María, sino la verdadera paternidad de José. Y saca de ello todas las consecuencias.
El culto a los mártires, por otra parte, el único admitido en los primeros siglos de la Iglesia, si exceptuamos el de Jesús, impide que se les tribute a José, como a María, culto alguno en las asambleas cristianas.
Pero la doctrina sobre el esposo de María crece ya de manera incontenible desde San Agustín. Al principio no se hará otra cosa que repetir sus enseñanzas, pero poco a poco José va a obtener un lugar destacado en los escritores eclesiásticos. Es, sin embargo, en la Edad Media cuando José cobra entidad aparte, pudiéramos decir, en el pensamiento de los autores cristianos.
Esto por lo que se refiere a Occidente, pues en Oriente la figura colosal de San Juan Crisóstomo influye también en el progreso de la doctrina sobre San José, si bien relativamente, pues su influencia en este terreno se debe más bien a una obra que se le atribuyó por error, el Opus imperfectum.
Es Occidente el que con más ahínco y tesón ha promovido la doctrina sobre San José. Respecto del culto litúrgico, le precedió Oriente, pues los coptos celebraban ya en el siglo VII una fiesta de San José. Sin embargo, hemos de llegar a los siglos VIII o IX para hallar incluido el nombre de San José, esposo de María, en un calendario o martirologio occidental.
En la baja Edad Media es cuando irrumpe con fuerza en todo Occidente la doctrina y culto de San José, para alcanzar más tarde, con Gersón y Santa Teresa, un esplendor desbordante.
En la Edad Media aparece ya San José en dos manifestaciones del arte religioso: en los capiteles de las catedrales europeas y en el teatro, en los llamados «misterios». Claro que siempre en escenas de la vida de Jesús y de María. Y no precisamente en olor de exaltación de su figura. En muchos casos de éstos, José era el humilde servidor de María, dedicado a los oficios humildes que las circunstancias demandan: cocinar, preparar las papas al Niño, etc., en los relieves catedralicios. Y en el teatro, como el hombre ridiculizado por su vejez al lado de una esposa virgen. La influencia de los apócrifos es en todo esto manifiesta.
La reflexión teológica se impone luego, sin embargo. Al hilo de la doctrina de San Agustín se devuelve a San José toda su dignidad. Con el Renacimiento aparece ya San José muchas veces en la pintura religiosa como figura principal: en su sueño o anunciación, en la huida a Egipto, en su muerte, o aisladamente.
En la Edad Moderna y Contemporánea han sido ya muchísimos los teólogos y escrituristas que han estudiado a San José de una manera directa y han descubierto el papel principal que tiene en la historia de la salvación. Aunque esta labor de escrituristas y teólogos no aparezca a la superficie del sencillo pueblo cristiano, dará fruto a su tiempo.
El culto público y la devoción popular a San José parece que van decayendo hoy, y hasta ha desaparecido la fiesta del Patrocinio de San José del calendario litúrgico, y la de San José Obrero ha quedado en muchas partes relegada.
Simultáneamente con este fenómeno ha surgido, o mejor precediéndole en escasos años, comienzan a surgir centros y sociedades promotoras de la doctrina y de la devoción a San José en Canadá, Italia, Polonia, Méjico y España, siendo los españoles los pioneros en suscitar este movimiento. Revistas especializadas, como Estudios Josefinos, en Valladolid, sostienen el fuego sagrado en esta empresa.
Son estos grupos los que ahora se reúnen en Toledo para celebrar el II Simposio Internacional sobre el Santo Patriarca, con el propósito de estudiar todo lo relativo a su figura durante un período histórico determinado.
San José en la época del Renacimiento #
Liturgia. Antes de que Sixto IV impusiera la fiesta de San José del 19 de marzo para su diócesis de Roma en 1479, ya la celebraban algunas órdenes religiosas, por ejemplo, los servitas, los benedictinos y los franciscanos. Sabido es que, antes del Concilio de Trento, que reservó a la Santa Sede la institución de las fiestas, todos los obispos y superiores mayores de las órdenes monásticas y mendicantes tenían potestad de introducir en sus breviarios y misales las fiestas que creyeran convenientes. Es muy difícil localizar hoy los manuscritos de estos misales y breviarios. De todos modos, debemos señalar que es característica del Renacimiento la introducción generalizada de la fiesta de San José el 19 de marzo, y el vigoroso arranque de la misma parte de la iniciativa de Sixto IV.
Varias diócesis italianas siguen su ejemplo. En 1500 hay ya evidencia de que al menos sesenta ciudades de Europa celebran esta fiesta: veinticuatro en Francia, veintiuna en las regiones germánicas, trece en Escandinavia y siete en España, sin contar las italianas. El P. Gracián asegura que, gracias a su Josefina y a su lectura, «los arzobispos de Toledo, Valencia y otros prelados, han ordenado en sus diócesis que el día de San José sea fiesta de guardar»1.
Las órdenes religiosas siguen su propio impulso. Los franciscanos, reunidos en Capítulo General celebrado en 1399, adelantándose a Sixto IV, franciscano también y por este hecho influido por ellos seguramente, acuerdan celebrar esta fiesta con rito doble, utilizando, sin embargo, el común de confesores. Los dominicos la celebraban ya en 1500 en varias provincias suyas, y en el Capítulo General celebrado en Roma en 1508, se autoriza la prosecución de la misma donde ya existiera, y durante el generalato de Ludovico Tomás de Vio (Cayetano) –1508-1517– fue proclamada obligatoria para toda la Orden. Los carmelitas tienen un oficio propio de San José a finales del siglo XV, que se hizo muy famoso, sobre todo por su antífona al Magníficat, y que es citado hasta nuestros días con admiración2.
Predicación. Podríamos decir que es San Bernardino de Siena (1444) el que inaugura un estilo nuevo en la predicación popular sobre San José con su célebre Sermo II: Vigilia Nativitatis Domini, De Sancto Joseph sponso beatae Virginis3. De él en adelante nada tienen que hacer los evangelios apócrifos en la predicación sobre San José. Se imponen también aquí los cánones del Evangelio y la reflexión teológica, con una clara exaltación de la figura de José, a quien se le conceden, como antes hiciera Gersón, privilegios antes ni soñados. Estamos ya a noventa grados de distancia de un San Vicente Ferrer, por ejemplo. A él seguirán los otros dos franciscanos italianos, también llamados Bernardinos, el de Bustis y el de Feltre, y con ellos todos los predicadores renacentistas. En España, por no citar a otros, tenemos a San Juan de Ávila, con su sermón del 19 de marzo, titulado ¿Por qué desposada la Virgen con San José?, y al Beato Alonso de Orozco (1500-1591).
El predominio de la Escritura, la autoridad de los Padres y escritores de toda solvencia, la reflexión teológica, junto con una piedad entrañable y sentida hacia San José, son las características de la predicación josefina del Renacimiento.
El Arte. Gersón e Isolanis han exaltado la dignidad de San José como verdadero esposo de María y, por ello, padre de Jesús. Y en esta dirección marcha también ahora el pincel de los más grandes pintores. También han defendido, contra los apócrifos, la juventud del Santo a la hora de contraer su matrimonio con María Aparecen en el Renacimiento muchos cuadros sobre los desposorios, en que esta juventud, madura, si se quiere, y su imponente dignidad, se ponen de relieve. Ya no es San José el humilde servidor, casi criado de María, de la Edad Media. Citaremos solamente como un ejemplo destacado Los desposorios de la Virgen, de Rafael (1504).
El Renacimiento tiene entre sus características más salientes, además de la vuelta a las formas griegas, un humanismo muy acendrado. Comienza con él a exaltarse, en el orden religioso, la humanidad de Cristo de la mano de la escuela franciscana. Esto conlleva lógicamente el interés por los misterios de la infancia de Jesús y sus relaciones con todos sus parientes, por ejemplo, con San Joaquín y Santa Ana; pero más principalmente con su madre y con su padre terrenos. Unidas estas dos corrientes abocan en la plasmación por el arte de escenas de esa infancia, logradas con una perfección hasta entonces desconocida. Así aparecen cuadros de la Sagrada Familia, por ejemplo, y de la Adoración de los pastores y de los Reyes. No hay en el Renacimiento pintor de relieve que no emplee sus pinceles en representaciones de este tipo.
Evoquemos aquí a nuestro Greco (¿1541-1614?), que pinta una admirable Sagrada Familia con Santa Ana (1595), conservada en el Hospital de Tavera, de Toledo, y una Adoración de los pastores (1605), en que aparece destacadamente San José, y cosa mucho más destacable, dos cuadros de San José con el Niño, uno hoy en la Capilla de San José, de Toledo (1597-1599), y otro posterior en el Museo de Santa Cruz, de la misma ciudad.
Devoción popular. Se escriben muchas vidas de Cristo y de la Virgen en el Renacimiento con las características arriba apuntadas para la teología, pero continúan ejerciendo en esta época influencia extraordinaria dos obras anteriores: las Meditationes Vitae Christi, del pseudo-Buenaventura, y, sobre todo, la que en castellano dio en llamarse Vita Christi Cartuxano, que manejó mucho Santa Teresa4, y que recomienda a sus monjas en las Constituciones: «Tenga cuenta la priora con que haya buenos libros, en especial Cartujanos...»5. Esta Vida de Cristo está traducida al castellano por Ambrosio de Montesinos, siendo la primera edición de 1502. Esta obra, juntamente con la Subida al Monte Sion, de Bernardino de Laredo, y que llevaba al final su Josefina desde al menos el año 1542, ejercieron en la España del Renacimiento una gran influencia en la devoción a San José, aunque la primera está muy influida por los apócrifos.
Por otra parte, la peste invade por aquellos tiempos toda Europa y la gente muere por millares, sin encontrar remedio humano a aquella verdadera catástrofe. Europa es profundamente cristiana y el hecho de una muerte segura e inesperada le hace recurrir a la protección del cielo, pensando sobre todo en su eterna salvación. Ya Gersón ha escrito que San José es patrono de la buena muerte por las bellas circunstancias de la misma, y las gentes buscan desesperadamente su protección. Durante el Renacimiento aparece con fuerza esta devoción.
Y puestos a buscar un protector celestial para otras circunstancias, y siendo San José de oficio carpintero, los gremios de ebanistas y carpinteros le proclaman su patrono. Esta modalidad aparece primero en Italia. El P. Jerónimo Gracián escribe su Josefina (1597) para la cofradía de carpinteros de Roma.
En este tiempo nace también con fuerza la devoción a los siete dolores y gozos de San José, nacida o acaso mejor impulsada por Juan de Fano, religioso capuchino italiano, que cuenta una aparición de San José a varios religiosos de su Orden que luchan contra un naufragio y en peligro de perder la vida se les aparece el Santo y les recomienda que recen siete padrenuestros y avemarías cada día en recuerdo de los mismos, prometiéndoles su alta protección a cuantos realicen este ejercicio. El P. Gracián nos dice que «esta devoción usan muchos en Italia, principalmente entre los Padres capuchinos»6. Y él mismo publica unas oraciones para este ejercicio7.
Por este mismo tiempo también comienza la costumbre cristiana de imponer en la pila bautismal el nombre de José a los recién nacidos, de forma que un elevado número de varones se llaman José en casi toda Europa, pero acaso principalmente en España.
Podríamos considerar a Santa Teresa de Jesús (1515-1582) como el prototipo de la devoción popular a San José, aunque ilustrada. A él encomienda, muy joven, la curación de una enfermedad misteriosa, y de él, según confesión propia, obtiene la curación8; y luego manda celebrar la fiesta del 19 de marzo, costeada a sus expensas, según costumbre de la época, en el mismo monasterio de la Encarnación, donde era monja profesa. Luego le hará patrono de todos sus conventos. Y, cuando ha de recomendar la devoción a algún santo, deja escrito en uno de sus avisos: «Aunque tenga muchos santos por abogados, séalo particular de San José, que alcanza mucho de Dios»9.
Con posterioridad a esta época, sobre la cual se centran en exclusiva los estudios del actual Simposio, el culto y la piedad del pueblo cristiano a San José fueron aumentando sin cesar y su nombre bendito fue incluido en el Canon de la Misa por disposición del Papa Juan XXIII durante el Concilio Vaticano II, a petición de muchos Padres.
Ha sido después, en estos años de oscura y profunda turbación, cuando en determinados ambientes, no en el pueblo fiel y sencillo que obedece a la Santa Iglesia, han dejado de estimarse sus valores evangélicos, que tanta luz y consuelo ofrecen a todo cristiano.
Queridos diocesanos: acudid a San José, y por medio de él y de la Santísima Virgen María, vivid unidos cada vez más con Jesucristo. No se equivoca el que sabe apreciar la singularidad de su persona santa y de su misión en la Iglesia. Valen para todos nosotros las palabras que el insigne Carmelita Juan de la Madre de Dios escribía en el siglo XVII sobre Santa Teresa: «No sé qué instinto, qué ingenio tuvo la sabia virgen (Santa Teresa) para conocer y apreciar tanto la santidad de José. Bien sé que algunos intérpretes del libro III de los Reyes refieren que, entre otros medios de que la Reina de Saba usó para probar la sabiduría de Salomón, hizo este examen. Puso ante sus ojos a considerable distancia varias coronas de flores, todas artificiales de cera y seda, pero tan propias que equivocaba y aun confundía a la naturaleza el arte, y alguna natural. Pero el sabio Salomón mandó a un paje que le trajese una abeja y, poniéndola en la mano en frente de las coronas y despidiéndola blandamente, la abeja, gobernada por el instinto y suavidad del olor de las flores naturales, hizo asiento en su corona y entre todas las descubrió. Antes de Santa Teresa parece que la santidad de José era vulgar y se confundía entre otros santos sin particular eminencia. ¿Qué hizo el sabio Salomón? Envió a la abejita Teresa… y la santa se fue con singularidad a las flores del báculo de José, descubriendo que excede con proporción a otros santos, con la ventaja que exceden las flores que la naturaleza forma a las que fabrica el arte»10.
1 Cf. edición de Bruselas, 1609, dedicatoria, hoja 5v.
2 Cf. Lucot, Saint Joseph. Etude historique sur son culte,París 1875, 128.
3 Cf. Opera omnia, vol, VIl, Quaracchi 1959, 16ss.
4 Cf. Vida, cap. 38, 9: BAC 2127, 172.
5 Constituciones, 1,13: BAC 2127, 636.
6 Josefina, Roma 1597, 239-240.
7 Ibíd., 207s.
8 Vida, 6, 5 s.: BAC 2127, 42.
9 Avisos, 65: BAC 2127, 665.
10 Juan de la Madre de Dios, Sermones varios, Madrid 1699, 73.