San José, Patrono de la Iglesia

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San José, Patrono de la Iglesia

Exhortación pastoral. 14 de marzo de 1972: publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, marzo, 1972, 69-73.

Queridos diocesanos: Cien años han transcurrido desde que Pío IX, el Papa de la Inmaculada Concepción de María, declaró el 8 de diciembre de 1870 a San José Patrono de la Iglesia universal. El 31 de marzo próximo se concluirá este centenario que en España ha venido celebrándose con diversos actos religiosos y culturales.

Si evocamos hoy esta fecha histórica no es para deleitarnos en la pura contemplación del acontecimiento, que en su momento llegó a producir un gozo muy legítimo en los católicos de todo el orbe; lo hacemos para reavivar la fe de la Iglesia del siglo XX en un dogma fundamental de la religión católica: el de la intercesión poderosa de los santos dentro del misterio de Cristo.

«Como los santos que están en la patria –escribía santo Tomás de Aquino– están más cerca de Dios, la ordenación de la ley divina requiere que nosotros, mientras vivimos en el cuerpo peregrinando hacia Dios, nos lleguemos a Él por mediación de los santos… De dos modos se dice que ruegan por nosotros los santos. Uno, con oración expresa: cuando conmueven con sus votos los oídos de la divina clemencia en nuestro favor. Otro modo, con oración interpretativa, a saber: mediante sus méritos, que, puestos en la presencia de Dios, no sólo les alcanzan gloria, sino que son sufragios y oraciones por nosotros»1.

Fundamentación teológica #

Por su condición de padre nutricio de Jesús y esposo de María, San José ejerció una función sublime en la tierra y ocupa un lugar preeminente en el cielo.

«Por esta sublime dignidad, que Dios confirió a este siervo fidelísimo, siempre la Iglesia honró con sumos honores y alabanzas al bienaventurado San José, después de la Virgen Madre de Dios, su Esposa, e imploró su mediación en casos angustiosos».

«Viéndose, pues, en estos tristísimos tiempos la misma Iglesia por todas partes perseguida de sus enemigos, y oprimida de tan graves calamidades, que hombres impíos pudieron sospechar haber al fin prevalecido contra ella las puertas del infierno, por esto los venerables prelados de todo el orbe católico presentaron sus preces y las de los fieles de Cristo encomendados a su cuidado al Sumo Pontífice, pidiendo que se dignara instituir a San José Patrono de la Iglesia católica»2.

En efecto, Pío IX satisfizo tales votos declarando a San José Patrono de la Iglesia universal. Las palabras que hemos reproducido literalmente del documento de la Sagrada Congregación de Ritos, señalan abiertamente dos cosas: la situación angustiosa en que se veía implicada en aquel momento la Iglesia, como consecuencia de avatares políticos, y la solución que se ofrece como remedio eficaz: el recurso a San José. Ambos extremos aparecen hermanados, en cuanto tales, por un nexo teológico, firme y causativo: la dignidad conferida por Dios a este siervo fidelísimo.

Actualidad de este patrocinio #

Los años se han ido sucediendo y con el paso del tiempo reaparecen las dificultades, pero también se mantienen las soluciones que encierran un valor permanente. Hoy, «la sociedad civil, a juicio de Pablo VI, a pesar de haber progresado tanto, no está satisfecha, no es feliz. El progreso ha desorbitado hasta tal punto sus deseos, ha descubierto de tal manera sus deficiencias, ha multiplicado tanto sus tensiones, se han desenfrenado tanto sus extremismos, ha resquebrajado hasta tal punto sus costumbres, que raramente está satisfecha consigo misma, raramente se muestra segura de los principios que la rigen y de los fines que persigue. La sociedad civil está intoxicada a causa de la angustia, de la retórica, de las falsas esperanzas, de los radicalismos exasperados».

«Este malestar colectivo, que posiblemente es una fiebre de crecimiento, repercute también sobre la Iglesia, infundiéndole el ansia del transformismo y del conformismo, disminuyendo el sentido de confianza en ella misma, privándola del gusto por la unidad interna, invadiéndola de los particularismos inconformistas, ilusionándola con novedades desarraigadas de la tradición»3.

Ahora bien, para que la meta del penoso camino de esta Iglesia paciente siga siendo la victoria y la gloria, hoy como antaño debemos recurrir a San José. «San José es, a título propio, Patrono de la Iglesia, y ésta, a su vez, muchísimo espera de su defensa y patrocinio»4. «Por eso ha sido un acierto de la piedad de la Iglesia venerar en San José el patrono de la Sagrada Familia y fue un acierto de Pío IX proclamar el patrocinio de San José sobre la Iglesia universal que es la familia histórica y social, más aún, el Cuerpo Místico de Cristo»5.

En fraternal colaboración invoquemos, pues, el favor divino por intercesión de San José sobre esta Iglesia nuestra, necesitada y unida a Cristo por el sufrimiento interno. Para que los obispos, empeñados en la tarea de conducir al Pueblo de Dios, señalemos acertadamente el camino de la salvación, en bien de la comunidad y en beneficio de los extraños. Para que los sacerdotes «próvidos cooperadores del orden episcopal y ayuda e instrumento suyo» (LG 28), den un testimonio de vida que esperan muchos jóvenes antes de abrazar el servicio heroico del Reino de Dios. San José es abogado también de las vocaciones. Y qué reflexión la que hizo el Papa hace dos años a los párrocos y sacerdotes de Roma:

«Creemos que la escasez de las vocaciones en las grandes ciudades depende en gran parte, es cierto, del ambiente familiar y social, que hace refractaria la conciencia de las jóvenes generaciones al estímulo de la voz de Cristo; pero hemos abrigado siempre la esperanza de que un sacerdote, un auténtico sacerdote, ni gazmoño ni de tendencia “secularista», sino que sabe vivir en profundidad de doctrina y de sacrificio su sacerdocio en contacto con la comunidad, especialmente con los jóvenes, tiene la virtud o, mejor dicho, la gracia, de encender en otras almas la llama del amor total a Cristo Señor que arde en él; y creemos que el testimonio de una vida sacerdotal en plenitud de inmolación, con el sagrado celibato que ella comporta, es decir, entregada al exclusivo amor de Jesucristo Maestro y Señor, de Jesús Sacerdote y único Cordero redentor, y al mismo tiempo dedicada a la completa y exclusiva imitación suya en el servicio pastoral al Pueblo de Dios; ese testimonio de vida ejerce una mayor atracción hacia el estado eclesiástico que cualquier otra fórmula humanamente más natural y aparentemente más fácil, pero en la cual la entrega a Cristo y la renuncia a sí mismo no tenga la perfecta y feliz coincidencia que todos conocemos. Todo depende de saberlo comprender; éste es el carisma condicionante. ¿Pero vamos a dudar que el Espíritu lo puede dar a los hijos más generosos de nuestra generación?»6.

Para que los religiosos y religiosas sigan renovándose en esta hora posconciliar sin perder lo que por donación divina les distingue dentro del Cuerpo Místico de Jesucristo. Para que la Iglesia jerárquica dispense a los laicos la confianza que merecen y éstos respondan con fidelidad, que es cohesión, coherencia, defensa y colaboración.

Así actualizaremos provechosamente el valor duradero de aquella fecha y prestaremos el mejor de los servicios a la Iglesia de este mundo, unida al culto de la Iglesia celestial en una misma comunión. Porque «la reforma que la Iglesia está realizando en nuestro tiempo, el así llamado “aggiornamento», no afecta solamente a las “estructuras», a las formas exteriores de la organización eclesial, sino que se refiere también a la línea que debemos imprimir a nuestra conducta y a los criterios que guían nuestro sentido moral»7.

Con mi bendición afectuosa.

14 de marzo de 1972.

1 Suma de Teología. Suppl.q. 72 a.2 c y ad 1.

2 Pío IX Carta Apostólica Inclytum Patriarcham y Sagrada Congregación de Ritos, Decreto Quemadmodum Deus, 8 de diciembre de 1970: apud Acta P. Pii IX, p.1., col. 5, p. 282 y 331.

3 Pablo VI. Alocución del miércoles 29 de abril de 1970: Insegnamenti di Paolo VI, Vlll, 1970, 396-397.

4 León XIII, encíclica Quamquam pluries, 15 de agosto de 1889: apud Acta Leonis XIII, Roma, 1890. vol. 9, p. 175ss.

5 Pablo VI. oración en el Angelus del domingo 19 de marzo de 1971: apud Insegnamenti di Paolo VI, IX 1971, 197.

6 Pablo VI, discurso a los predicadores de la Cuaresma en Roma, 9 de febrero de 1970: Ibíd. VIII, 1970. 122-123.

7 Pablo VI, alocución del miércoles 4 de marzo de 1970: ibíd. 157.