Carta Pastoral, fechada el 31 de enero de 1989, festividad de San Juan Bosco, al coronarse el Año Centenario de la muerte del «Padre y Maestro de los jóvenes». Texto en BOAT, marzo de 1989, 128-147.
A nuestros queridos sacerdotes, a nuestros religiosos y fieles de la archidiócesis de Toledo.
Para todos vosotros, queridos diocesanos, mis sinceros deseos de paz y bien. Y a vosotros, padres de familia, educadores cristianos que dedicáis lo mejor de vuestras vidas a las tareas de la educación, mi saludo respetuoso y lleno de agradecimiento.
Al coronar el centenario de la muerte de San Juan Bosco, una joya viviente de la misión educadora de la humanidad y de la Iglesia, en nombre de la propia Iglesia y haciéndome eco del pensamiento del Papa y su opción preferencial por la juventud, permitidme en esta carta pastoral gozarme y reflexionar con vosotros en torno a la figura del santo educador de Turín, y en especial en torno a lo que aún hoy puede significar para todos nosotros una de las mejores lecciones de su vida: su insobornable confianza en la Iglesia.
Introducción #
El humanismo de la santidad #
Hay, casi perdidos en el entramado doctrinal de los documentos del Vaticano II, textos inesperados y que resultan sorprendentes. En el corazón mismo de la Constitución dogmática sobre la Iglesia nos encontramos uno de ellos. Exactamente cuando se trata de proclamar y fundamentar el dinamismo de la santidad cristiana como clave de la identidad de la Iglesia, por su vinculación originaria a Cristo y como quehacer vocacional de sus miembros «por cuanto la vocación cristiana es, por su propia naturaleza, vocación a la santidad» (cfr. LG 32 y 40-41).
En tema de tanta enjundia no se pierde el texto conciliar en afirmaciones propias de una eclesiología especulativa o espiritualista. Arranca directamente del Evangelio –la pedagogía del propio Cristo y su mandato de perfección–, hasta aterrizar en el realismo de la sociedad según cada momento y lugar. Porque «es completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena». Y tras una breve descripción del dinamismo vital de la auténtica santidad apela a la evidencia: «Así, la santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos» (LG 40).
Conmemoramos y coronamos el centenario de la muerte de un recio piamontés que, surgido de la pobreza y de la orfandad humana, salía un día del seminario sin otra cálida compañía que la de una sencilla madre cristiana, «Mamá Margarita», estrenando juventud y sacerdocio con intenso amor a la Iglesia –¡y qué situación la de la Iglesia en su tiempo!– y en tensión de vocación a la santidad. Su vida sacerdotal quedaba inaugurada, a los veintiséis años, aquel 5 de junio de 1841.
Su obra «humana» se inició seis meses después, el 8 de diciembre, en la sacristía del templo de San Francisco de Asís, de Turín, con un encuentro inesperado. Un encuentro humano a tres bandas: un sacristán destemplado, un sacerdote recién estrenado y aún no «establecido» y un rapazuelo curioso que «sólo sabía silbar». Entre el malhumor del asalariado del templo y la inutilidad humana de aquel desheredado de la emigración, de la ignorancia, de la industrialización y hasta del amor humano, ¡sólo un corazón sacerdotal con latidos de la Iglesia! Aquella mañana no hubo más que un diálogo de amor.
Pero desde 1888, tras la muerte de Don Bosco, la Iglesia entera cuenta con un «enclave de santidad» lograda ya para la eternidad –la figura cada día más actual del santo– y con una obra de amplios horizontes cristianos y humanos, hoy abierta a los cuatro vientos en la humanidad. Los salesianos son hoy, desde la Patagonia hasta la India, la China o Tailandia y en el corazón de todos los continentes donde actúa la Iglesia, 17.618 (según recientes estadísticas de familia), incluidos sus cinco cardenales y sus setenta y cuatro obispos. Todos ellos haciendo la Iglesia viva y promoviendo humanidad en 95 naciones. Las salesianas, ocupadas en idénticos quehaceres desde su consagración vocacional, suman las 17.203, diseminadas en 70 naciones. Y junto a ellos se cuentan por millares los cooperadores salesianos, las Asociaciones de Antiguos Alumnos y sus Federaciones, capaces de convocar congresos internacionales –como el celebrado el pasado mes de noviembre, en Roma–, más las «ramas» cualificadas de congregaciones religiosas o institutos seculares brotadas del tronco eclesial del espíritu salesiano de Don Bosco. Las instituciones religiosas fundadas por salesianos superan ya hoy un par de docenas, herederas todas del espíritu eclesial y humano del santo piamontés.
Y lo más importante para una conmemoración centenaria: la mayor vitalidad de esta obra eclesial tiene de común en el corazón de cada salesiano no la justa satisfacción por un pasado tan sorprendente como riquísimo en santidad y humanismo, sino la viva inquietud compartida por el futuro de la Iglesia y de la sociedad a la que aportan su enorme riqueza educadora, eclesial y humana.
En la Iglesia de ayer y de hoy #
En fechas todavía recientes tuve la grata satisfacción de dirigirme a vosotros, mis queridos diocesanos, para compartir nuestro gozo en la Iglesia por la entonces inminente beatificación de las tres carmelitas descalzas del monasterio de San José, de Guadalajara –parte importante de nuestra Archidiócesis cuando, en 1936, afrontaron su martirio–, las cuales, juntamente con las figuras de hombres de Iglesia de la talla del cardenal Spínola o del sacerdote don Manuel Domingo y Sol, fueron, en la primavera de 1987, elevadas por Juan Pablo II al honor de los altares.
Lo hacía con la convicción de que «la Iglesia universal y española tiene hoy necesidad de ver de cerca a los testigos del Dios vivo, hombres y mujeres de nuestro tiempo, cuyas vidas nos hablan de lealtad cristiana, serio compromiso al servicio del Evangelio, trabajo apostólico lleno de confianza en Dios y coherencia con su fe hasta el grado máximo con que se puede manifestar en la tierra». Añadía entonces: «Una Iglesia sin santidad no es concebible… Y una Iglesia de la santidad sin santos sería un escándalo inexplicable, pues sería acusada de hacer ineficaces los méritos de Cristo y la acción del Espíritu Santo sobre los redimidos, que tiende a consagrar ese fin como su propia meta»1.
El hecho de que en nuestra Archidiócesis no se encuentren enclavadas las meritísimas instituciones salesianas en la actualidad no debe privarnos de la legítima satisfacción y gozo de sentirnos también Iglesia, especialmente en este Año de la Juventud y en el Centenario de la muerte de san Juan Bosco, cuya figura sacerdotal y pedagógica es hoy patrimonio de la Iglesia universal y cuya opción preferencial por los jóvenes ha propuesto como actual y modélica el Santo Padre en reciente discurso al Congreso Mundial de Antiguos Alumnos y Alumnas Salesianos2. Y con mayor interés aún, como ideal y metodología de «educación preventiva en el amor» a la Iglesia entera en su carta pontificia al Rector Mayor de la Congregación Salesiana, reverendísimo don Egidio Viganó, al iniciarse la celebración del Centenario3.
Con este gozo, deseo ofreceros mis reflexiones sobre las dimensiones de este «Padre y Maestro de los Jóvenes» –así lo ha presentado el Papa– y la permanente fuerza incontenible de su ser y de su obra, que también puede ayudarnos en nuestra tarea evangelizadora y en nuestra misión en el quehacer irrenunciable, eclesial y humano, de la educación de nuestros hijos y jóvenes.
Pienso, en primer lugar, en los creyentes más jóvenes de nuestras comunidades cristianas, entre los que se extiende el desinterés y aun la desafección frente a la Iglesia, hasta el punto de dejarse contagiar cada vez más de las falsas especulaciones de quienes propugnan el lema de «cristianismo, sí; Iglesia, no».
Pienso, asimismo, en el profundo cambio que se está operando en la sociedad española desde el punto de vista cristiano, social y religioso. Es una sociedad rica en valores religiosos y pobre para la defensa de los mismos. Grandes sectores de nuestro pueblo sucumben cada día ante tanta ambigüedad, tantos silencios calculados, tantos ataques insidiosos. Las leyes civiles del divorcio y del aborto, o los audaces experimentos en el campo de la genética –denunciados tantas veces por el Magisterio de la Iglesia– están causando daños muy hondos a la concepción cristiana del amor y la familia, y a la misma Iglesia, a la que se considera envejecida y atrasada frente a los progresos de la ciencia, de la cultura y de la modernidad.
No debemos olvidar tampoco la nueva «conciencia eclesial», que se ha extendido en los años del posconcilio, llena de luces y de sombras. Incapacitados para asimilar bien el contenido del Concilio, por no haber querido escuchar la voz del Magisterio, ha sufrido grandes quiebras la unidad de la Iglesia, lo cual ha dado lugar, en unos, a la patología de la desazón y el miedo, y, en otros, a una inaudita y desenfrenada mundanización de objetivos y métodos de acción pastoral, incompatibles con un auténtico servicio a la fe y a la misma educación permanente cristiana, moral y religiosa.
He aquí por qué, con motivo del Centenario de su muerte, he estimado que puede ser muy útil recordar hoy el amor a la Iglesia y el extraordinario servicio a la misma que, desde una insobornable confianza en ella, prestó san Juan Bosco. No podemos olvidar que su eclesialidad constituye una de las notas realmente vivenciales y características de todo su patrimonio espiritual. Juan Pablo II lo ha subrayado como una fuerte característica de la semblanza del santo pedagogo y fundador y como fruto de su solidísima vida interior: «el testimonio constante de su sincero y entusiasta sentido de la Iglesia»4. Recordando, además, sus propias palabras con que frecuentemente recordaba las «cuatro columnas» de su obra educativa: la Eucaristía, el sacramento de la penitencia, la piedad mariana y el amor a la Iglesia y a sus pastores5.
De la Iglesia que hace santos,
a los santos que hacen Iglesia #
Curioso resulta, al menos, la sorprendente banalidad del hecho de que, años atrás, en plena revolución cultural china, su mentor, Mao Tse Tung, llegara a escribir en sus «mandamientos»: «Honrarás a Juan Bosco, que cuidó a los humildes y educó a los obreros.»
No es que precise el santo educador de Turín de semejantes panegíricos; hasta es posible que semejante frivolidad ideológica apenas invite a otra cosa que a una simple sonrisa.
Para nosotros es mucho más objetivo y coherente evocar, en la figura de san Juan Bosco, el realismo histórico del misterio eclesial cristiano: el de una Iglesia siempre viva y capacitada para «hacer santos», segura, además, por su propia historia, de que son siempre los santos los que, aun en sus dimensiones humanas, más y mejor «hacen Iglesia».
Y una evidencia que el propio Centenario hoy nos permite constatar: que si para la vida y la conciencia de Don Bosco su insobornable sentido de Iglesia constituyó uno de los tesoros más íntimos de sus vivencias personales, hoy, a la vuelta de cien años, esa propia vida y la obra de Don Bosco es la que constituye un tesoro para toda la Iglesia.
Por lo demás, bien sabido es por la propia historia de la santidad en la Iglesia que normalmente los santos no son más que cristianos auténticos e íntegros con conciencia de Iglesia de Cristo, en tiempos difíciles casi siempre.
Así pues, para medir a Don Bosco y penetrar en su sentido de Iglesia es preciso conocer el entorno eclesial en que se movió su vida.
Una Iglesia que, especialmente a mediados del siglo XIX y en suelo italiano, se vio obligada a cerrarse sobre sí misma, con un talante explicable de «conservación», frente a las muchas arremetidas que sufrió.
De un lado, por parte de la explosión de las llamadas «modernas libertades», en creciente auge desde la Revolución francesa. De otro, por la agitación agresiva de los movimientos unitarios de los nacionalismos italianos, que originaron la «Cuestión Romana», no solucionada de hecho hasta 1929 con los Pactos Lateranenses. Entre dos Pontífices tan en su puesto para la Iglesia de entonces, como Pío IX y León XIII, hubo de medir san Juan Bosco su conciencia de Iglesia y vivir en plenitud su identidad cristiana y sacerdotal. Y, en plena madurez, toda la problemática y el talante eclesial del Concilio Vaticano I. Bastará también recordar que Pío IX, el Papa Mastai Ferretti, era contemporáneo de hombres que la historia no puede olvidar: Proudhon, Carlos Marx, Engels, Napoleón III, Bismarck. Y que hubo de afrontar su pontificado física y sociológicamente arrinconado. Más allá de las fronteras italianas, el asedio ideológico a toda la Iglesia no era menor.
Don Bosco, testigo sensible de aquella situación, sintió hondamente la fuerza de una doble llamada: la de su fidelidad al Papa, como expresión viva y acuciante de su conciencia y sentido de la Iglesia, y la de las preocupaciones sociales de la época, que impulsaban acuciantemente a tantos espíritus a buscar soluciones realistas a los problemas inaplazables que sufrían los hombres, especialmente los más desvalidos, las primeras víctimas de la revolución industrial.
Religiosa y políticamente se vivía ya el ocaso del constantinismo, con la natural perplejidad ante lo que suponía la separación, y a veces la ruptura, entre la Iglesia y los poderes civiles.
Cultural e ideológicamente, en la reflexión filosófica se imponían las corrientes racionalistas que pretendían hacer del hombre el centro único del universo y ante las cuales la mayor parte de los intelectuales y grupos católicos se sentían desarmados para combatirlas con el necesario discernimiento.
Sociológicamente, la Iglesia no encontraba simpatía a los ojos de los nuevos amos de la vida pública, sino en la medida en que ella constituía un amparo o respaldo moral para la defensa del orden o de la propiedad. «Porque la burguesía, que se había beneficiado de la Revolución, temía por lo demás a los movimientos populares que ponían en peligro las nuevas estructuras sociales de las que ellos estaban beneficiándose.»6
Desde una eclesiología que «no le escandaliza…» #
Aunque pueda resultar paradójico, al siglo XX llegó la Iglesia sin una eclesiología real e integralmente dogmática, avalada por su propio Magisterio solemne y fruto de una «auto comprensión» o más profunda «conciencia de sí misma», a la luz de su propio origen histórico, con los avales de las fuentes de la Revelación. Era éste un hecho reservado en nuestros días al Concilio Vaticano II.
Ni siquiera la gran crisis de la cristiandad occidental del siglo XVI parece haber sido suficiente para forzar a ello a la Iglesia. Pese a que, en el trasfondo desintegrador del protestantismo era la esencia misma del misterio de la Iglesia y su profunda dinámica sacramentaria lo que se ponía en tela de juicio, el Concilio de Trento se agotó dogmáticamente en problemas más sectoriales y más directamente amenazados en la misión salvadora de la propia Iglesia: la estructura salvífica de la fe, la realidad del pecado original como presupuesto objetivo de la Redención, el problema integral de la justificación sobrenatural, la vida sacramentaria en general y en particular. Respondía así al reto más inmediato de la Reforma.
Mas, por una necesidad casi ineludible, Trento dio origen en el catolicismo a una eclesiología más apologética que realmente teológica, como emergencia frente al creciente pluralismo antagónico de Iglesias fragmentadas. Esta eclesiología de mentalidad jurídico-societaria y fuertemente polarizada por las garantías de discernimiento externo cifradas en las «cuatro notas» –unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad originarias e históricas–, que normalmente quedaban en el dintel de la teología dogmática sin otro rango que el de la apologética entre los clásicos «lugares teológicos», pudo cumplir su misión coyuntural, proporcionando no pocos frutos de afianzamiento, autenticidad y cohesión estructural a la verdadera Iglesia de Cristo. Hasta se puede afirmar que Trento sentó las bases intraeclesiales para una eclesiología genuina, aunque, por razones históricas y ambientales, no pudo realizarla. Pero es innegable que no sólo en el terreno dogmático, sino incluso en el vivencial de la propia Iglesia, la línea tridentina hizo posible la fragmentaria pero decisiva eclesiología del Vaticano I –el carisma eclesial del primado y la infalibilidad, con las secuelas para la unidad y seguridad en la fe–. Y uno y otro trajeron a una Iglesia viva y capacitada hasta la colosal empresa de «auto comprensión» y de «eclesiología de comunión» que la propia Iglesia está llamada a alcanzar con el Vaticano II.
Pero lo que resulta hoy admirable es el profundo sentido eclesial –profundo y auténticamente vivencial– con que Don Bosco inició su ministerio sacerdotal y fue amasando su obra en permanente amor y fidelidad a la Iglesia, cuando ni siquiera se había celebrado aún el Vaticano I y era impensable el Vaticano II, casi sin otra «eclesiología» especulativa que la que todavía conservan los anaqueles polvorientos de nuestras bibliotecas con los títulos De Ecclesia Christi, de Tournely, o De Ecclesia et de Romano Pontífice, de Perrone, y más concretamente la del barnabita Gerdil (1802), del que posiblemente dependería la formación académico-teológica de Don Bosco7.
¡Qué hermosa y auténtica es siempre la «teología» que viven los santos! Cuando en el propio magisterio pontificio ni siquiera era pensable la encíclica Mystici Corporis, de Pío XII (29 de junio de 1943) y la Lumen gentium habría parecido una utopía teológica, la vida de san Juan Bosco y su obra demuestran, una vez más, que en el misterio de la Iglesia el Espíritu de Dios y la santidad auténtica se adelantan con frecuencia a la «cronología enriquecedora» de la fe y a la doctrina esclarecedora del Magisterio. Hoy resulta evidente que a Don Bosco aquella pobre eclesiología de mediados del siglo pasado no sólo no le «escandalizó» para la santidad y para su fina sensibilidad eclesial, sino que fue un sacerdote que en la más exacta fidelidad a la eclesiología del Vaticano I transparentó por adelantado la eclesiología «vivencial» y «pastoral» del Vaticano II. También en su figura, como en la de tantos santos de entonces o de antes, se verificaba ya lo que analíticamente un teólogo de la talla de Guardini ha descrito como un «enriquecimiento histórico», típico del período 1920-1960 en la teología católica: «el acontecimiento de incalculable alcance de la Iglesia revelándose en las almas»8.
…a una Iglesia que llegó a confiar en Don Bosco #
La compleja e inagotable biografía de san Juan Bosco silencia a veces un aspecto de la dimensión eclesial de su vida: su «ministerio», casi anormal como diplomático, en el más estricto sentido del término. ¡Negociador de confianza de la Santa Sede para graves asuntos eclesiales!
No fue él un diplomático pontificio de carrera. Pero en situaciones político-religiosas tan espinosas y agitadas como las que presentaba la situación italiana de su tiempo, sabía afrontarlas con sinceridad, sencillez e intrepidez admirables. Hasta el punto de encontrarse inesperadamente elegido por Pío IX para una misión político-religiosa sumamente delicada, allá por la primavera de 1865.
La situación de las diócesis italianas se había hecho, por aquellas fechas, insostenible. Hasta doce obispos, por motivos políticos, habían sido condenados a diversas penas. Otra docena había quedado en libertad tras un juicio duro y áspero. Los cardenales de Pisa y Ferino y los obispos de Piacenza y Avelino, conducidos a Turín para justificarse ante las nuevas autoridades, habían quedado atrapados en esta capital y en vía muerta desde hacía varios años. Otros dieciséis obispos electos aún no habían podido formalizar la toma de posesión de sus sedes. Entre ellos, los arzobispos de Bolonia, Rávena y Milán. En el Piamonte permanecían vacantes nueve sedes, en tanto que en Cerdeña el arzobispo de Cagliari, alejado de su diócesis, llevaba ya catorce años de destierro. De las restantes sedes sardas, ocho continuaban vacantes.
Ante semejante situación eclesiástica, Pío IX adoptó la decisión de intervenir personalmente, escribiendo, el 10 de marzo de 1865, al rey Víctor Manuel II. La respuesta llegó el 5 de abril, accediendo a iniciar las previas negociaciones, que el propio rey, por la parte política, confiaba al ex ministro Xavier Vegezzi y, posteriormente, al comendador Miguel Ángel Tonello. Por la parte eclesial, el Papa prefirió extraoficialmente la persona de Don Bosco para unas arduas gestiones que hubieron de prolongarse de 1865 a 1871. En este año, del 23 de febrero al 27 de marzo, se alcanzaron los primeros acuerdos de provisión y normalización de sedes. La sagacidad y el temple conciliador de Don Bosco lo habían hecho posible.
Posteriormente, en cinco consistorios, aquel año de 1871 se llegaría a elegir hasta 87 obispos para las diócesis italianas, en cuyos nombramientos de titulares la propia Santa Sede prefirió confiar más en el limpio criterio y la elemental sencillez de Don Bosco que en la lenta y complicada «proceduría» de los dicasterios competentes.
Su talante eclesial y «diplomático» en tan delicada coyuntura lo resume uno de sus biógrafos, transcribiendo las propias palabras del santo en una reunión de prelados romanos sobre la que pensaba iniciar la labor de elección y selección de candidatos para las sedes por vía ordinaria: «Si se prefiere esta resolución de querer específicamente los titulares (aptos) para cada una de las diócesis, a mí me parece que las cosas caminarán con excesiva lentitud. ¿No sería mejor elegir sin más a aquéllos que parezcan dignos del cargo y que el Santo Padre los destine después a ésta o aquélla diócesis, como mejor crea?»9.
Don Bosco retornó a Turín. Verificó consultas en el Piamonte y la Liguria. Pasó a Florencia, llamado por el ministro Lanza a consulta el 21 de septiembre del mismo año, marchando inmediatamente a Roma a entregar las listas al Santo Padre, «el cual leyó atentamente la relación de eclesiásticos propuestos por él para ser promovidos al episcopado, aprobándola tal cual. Tan grande era la confianza que tenía en él. Pidió después su parecer sobre el destino a determinadas sedes; Don Bosco fijó dieciocho… que el mismo Papa aprobó»10.
Pero la confianza de la Iglesia en Don Bosco ha ido más allá en el tiempo. Antes de los cincuenta años de su muerte, Pío XI no dudó en proclamarlo «Príncipe de educadores» (educatorum princeps)11. Era el año de su canonización. En nuestros días, otro Papa, en cuya conciencia hay una verdadera «opción preferencial» por los jóvenes y su educación integral para la sociedad y la Iglesia, no ha dudado en llamarlo «Padre y maestro de jóvenes»12 en una carta en la que casi, más que la figura de Don Bosco, parece importarle para toda la Iglesia la prioridad, actualidad y hasta permanente necesidad de su «peculiar pedagogía preventiva por el amor» en la misma labor educativa de la Iglesia.
El Concilio Vaticano II: el Santo
que se nos adelantó a vivirlo #
A quienes piensan y actúan, a veces, como si en la Iglesia todo hubiese comenzado con el Concilio, bueno sería recordarles que la Iglesia entera es muy anterior al Vaticano II, y que precisamente por eso, por ser fiel a sí misma y a Cristo su Señor, «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8), ha hecho posible el propio Concilio.
A ello se debe también un hecho que hoy, en este Centenario, resultaría paradójico o enigmático de no ser tan evidente.
San Juan Bosco no fue un teólogo de gabinete o un hombre de Iglesia que consumiera toda su vida en quehaceres profundos de creatividad teológica. Su vida, su amor sacerdotal y su actividad pastoral no se lo permitían, pese a que ya en 1844, a sus veintinueve años, iniciara su actividad publicitaria con la biografía de su condiscípulo Luis Comollo y que, a lo largo de su intensa vida de educador y fundador, más de centenar y medio de obras o escritos salieron de su pluma. De entre estas obras, hasta 22 se cuentan en que aparece explícito y palpitante su pensamiento y su amor a la Iglesia. Sólo en la década de 1850 a 1860 dejó escritas hasta 14 obras con el sello vivo de su amor al Papa y a la Iglesia13.
Su «eclesiología» teológica o catequética en tales escritos, analizada hoy fríamente, no podría ir más allá de la eclesiología fundamental de su época.
Sería utópico encontrar allí terminologías o elucubraciones típicas de nuestro tiempo o de nuestros centros teológicos: sacramentalidad de la Iglesia, misterio del Cuerpo Místico, carismas eclesiales o «Iglesia estructural», realizaciones del Reino, «dimensiones eclesiales» de la existencia o la pastoral cristianas. Pero pocos y con tanta hondura habrán vivido como él el misterio palpitante de la Iglesia, encarnado por igual en la propia vida y en las realidades y estructuras de la Iglesia real a la que amó, en la que ardientemente confiaba y para la que tan agotadoramente vivía y trabajaba. Aquella «Iglesia difícil» del anticlericalismo decimonónico, de los expolios de la Santa Sede, de las angustias de Pío IX y de la preocupación por la supervivencia en la unidad y en sus estructuras externas, del Concilio Vaticano I. Aquella Iglesia en la que, para la mente y la vida de Juan Bosco, la defensa del Papa era la defensa de toda la Iglesia y el amor al Papa era la mayor garantía del amor a la Iglesia14.
Como en todos los santos, en Don Bosco la eclesiología era «comunión» con Cristo vivo en su Iglesia, en su jerarquía y en sus sacramentos; amor operante, esperanza responsable y confianza segura en torno a la Santa Madre Iglesia, y en ella y desde ella, inquietud y celo infatigable por sus miembros, los hombres, sus hermanos. Y como actitud radical, casi visceral en la autenticidad cristiana, una decisión inconmovible de santidad en fidelidad permanente a Cristo y a su Espíritu bajo la garantía y mediación de la propia Iglesia. Que tal es siempre «la eclesiología vivida por los santos».
En este sentido, no puede resultar paradójico el que la figura y la obra de san Juan Bosco pueda resultar hoy el comentario más profundo y el intérprete más auténtico de la riquísima eclesiología del Vaticano II en sus mejores documentos: la constitución dogmática Lumen gentium, la constitución pastoral Gaudium et spes, el decreto Perfectae caritatis o el Presbyterorum ordinis, y –como el propio Juan Pablo II lo ha proclamado en su carta del Centenario– venga a ser, con su «pedagogía preventiva e integralmente humana y cristiana en el amor», el más exacto y permanente comentario del decreto conciliar Gravissimum educationis munus.
Incluso se adelantó, con su realismo de santidad en la acción pastoral, a explicarnos, con su vida y su obra, problemas del posconcilio hoy tan vivos de actualidad –a veces conflictiva– como los de la «opción preferencial por los pobres», los contornos exactos de la «teología de la liberación», el «diálogo evangelizador» con la cultura, la educación, la formación laboral cristiana y humana, la dignificación integral del hombre. Y todo ello fruto vivencial de una «eclesiología de mediación responsable», palpitante en un corazón integralmente sacerdotal, con confianza viva en la Iglesia en todo momento.
A la luz, pues, de su vida, bueno será ahora una breve relectura teológica de la eclesiología del Vaticano II.
La Iglesia, mediación necesaria #
La «más profunda conciencia de sí misma»15 que la Iglesia trató de descubrir y objetivamente logró alcanzar en el Concilio Vaticano II, le permitió autodefinirse como sacramento: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). «Sacramento visible de unidad salvífica» (LG 9). «Sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1 y 5).
Ello significa, ante todo, que la Iglesia es obra y consecuencia permanente del mismo sacramento-misterio de la Encarnación: el «protosacramento» viviente e intrahumano del Hijo de Dios encarnado en humanidad real e histórica; «misterio» revelado y operante de salvación (cfr. Ef 5, 32; 1, 18-20. 24-29; 1Tm 3, 16).
Significa también que la Iglesia, por su propia naturaleza, origen y dinamismo, es signo y realidad eficaz de «mediación»: mediación histórica y «visible» o estructural de la mediación trascendente del propio Cristo (cfr. 1Tm 2, 5-7; Hb 2, 10-13.9, 11s, etcétera).
Y significa, a su vez, que ella misma es mediación «reveladora» de Cristo: mediadora avalada permanentemente por Cristo Mediador entre Dios y los hombres en sus designios de salvación sobre la humanidad de todos los tiempos. Prolongación y mediación cristocéntrica tan misteriosa como necesaria, tan irrenunciable y tangible como la propia mediación de Cristo Redentor, «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8; cfr. Hch 4, 10-12).
De aquí la auténtica naturaleza sacramental de la verdadera Iglesia, de la que «es característico ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina, y todo esto de suerte que, en ella, lo humano está ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, lo presente a la ciudad futura que buscamos (cfr. Hb 13, 14)» (SC 2).
Como contrapartida, en esta condición eclesial mediadora la Iglesia es también –lo será siempre en el tiempo– signo de contradicción, por lo que encarna del propio Cristo que, como Hijo de Dios encarnado en humanidad, ¡también lo es! (Lc 2, 34), y, sobre todo, por lo que la propia Iglesia tiene de «realidades humanas» en su mediación, que siempre habrá de presentar el claroscuro de las luces y sombras, de la eficacia divina y las limitaciones humanas, de la autenticidad de las iniciativas salvíficas de Dios que se han de realizar con el concurso tan pobre de los hombres.
Finalmente, la Iglesia, por ser «sacramento permanente y universal», es también una realidad intrínsecamente histórica e históricamente compleja. «La Iglesia es una institución que subsiste por sí misma, que de sí misma extrae sus razones de vida, sus energías espirituales, sus normas de acción… Pero la Iglesia no es un “gueto” ni es una sociedad hermética, una entidad que se cuide sólo de sí misma, que se aísle absolutamente del ambiente humano en que se halla; una entidad que no posea el sentido histórico del devenir y multiplicarse en las formas culturales; que se contente con contactos ocasionales e inevitables con el mundo… Está inmersa en la sociedad humana, la cual, existencialmente hablando, la precede, la condiciona, la alimenta… Nunca será antisocial, anticultural y –añadamos también– antimoderna. La Iglesia nunca será extraña allí donde eche raíces, porque la Iglesia nace de la humanidad: es la misma humanidad elevada a un grado superior de vida nueva. La Iglesia no es, por lo mismo, revolucionaria, pero sí reformadora; renovadora, pero incapaz de odiar o matar… ¡Nadie aborrece jamás su propia carne! (cf. Ef 5, 29): lo mismo la Iglesia respecto al mundo»16.
La Iglesia, mediación en el misterio #
Es, pues, la Iglesia «mediación necesaria» en la realización del misterio de la salvación.
Pero, por ser sacramento, esta mediación comporta una realidad más profunda que la mera visibilidad histórica, institucional o utilitaria de las realidades visibles de la Iglesia.
Flaco servicio han hecho a la Iglesia misma y a la interpretación del Vaticano II aquellos teólogos y comentaristas superficiales que, entusiasmados con las directrices eclesiológicas del Concilio y ofuscados con las urgencias sociológicas e históricas que, en el mundo de nuestro tiempo, constituyen un reto de autenticidad y renovación estructural también para la Iglesia, no parecen haber superado el riesgo de reducir la sacramentalidad y la mediación de la Iglesia a sus dimensiones históricas y visibles, a la configuración intrahumana de sus estructuras eventuales o permanentes, a las garantías o avales de sus propios proyectos, programaciones pastorales o «aggiornamentos» testimoniales en su presencia liberadora entre los hombres.
Olvidando así, lamentablemente, lo que constituye la naturaleza irrenunciable e insustituible de la sacramentalidad profunda y de la mediación originaria de la Iglesia-Misterio: su realidad permanente de instrumento de comunión en Cristo, con Cristo y por Cristo.
A veinte años de distancia, el Sínodo extraordinario de Obispos de 1985 hubo de redescubrir y recordarnos lo que nunca debió olvidarse.
- Que «la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio».
- Que fundamentalmente «se trata de la comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo».
- Que «esta comunión se tiene en la palabra de Dios y en los sacramentos».
- Que «por ello, la eclesiología de comunión no se puede reducir a meras cuestiones organizativas o a cuestiones que se refieren a meras potestades».
- Que «la eclesiología de comunión es el fundamento para el orden en la Iglesia y, en primer lugar, para la recta relación entre unidad y pluriformidad en la Iglesia»17.
Y por lo que respecta a la presencia y mediación salvífica de la Iglesia ante el mundo –de nuestro tiempo y de todos los tiempos–, «la Iglesia se hace más creíble si, hablando menos de sí misma, predica más y más a Cristo crucificado (cfr. 1Cor 2, 2) y lo testifica con su vida. De este modo la Iglesia es como un sacramento, es decir, signo e instrumento de comunión con Dios y también de la comunión y reconciliación de los hombres entre sí». Porque «el anuncio –el misterio y la mediación– sobre la Iglesia como lo describe el Vaticano II, es trinitario y cristocéntrico»18.
Estas dimensiones originarias de comunión cristocéntrica y trascendente son las que realmente dan a la Iglesia su capacidad de mediación sacramental y necesaria. Tan necesaria, de hecho, como las iniciativas divinas en la salvación de los hombres, y de las cuales la propia Iglesia recibe su eficacia, configura su identidad comunitaria y asume su autenticidad y misión irrenunciables. Tan necesaria como la misma mediación insustituible de Cristo, del cual es a la vez su Pueblo redimido visible y su Cuerpo Místico invisible, orgánico y vitalizado por su Espíritu (cfr. LG 7-9).
Por ser misterio-sacramento y mediación de comunión, la Iglesia –la auténtica Iglesia– no es ni será nunca una institución imaginada o construida por los hombres. Ni el fruto logrado de unas estructuras ideológicas o sociológicas, configuradas al dictado de las necesidades o esperanzas de los hombres. Ni el resultado histórico de unas «tradiciones» o de unos programas redencionistas entre los hombres.
Cuando a eso se reduce, aunque no sea más que especulativa o teológicamente, la sacramentalidad visible o la mediación salvífica de la Iglesia en el mundo, el resultado no puede ser más lamentable. O se ronda la aberración de pretender llegar a Cristo al margen o en contra de las «estructuras» de la Iglesia («¡Cristo sí; Iglesia no!»), o se cae en el relativismo tentador de repudiar a la Iglesia real por la idealización de una Iglesia de «autoselectos», imaginada con retales históricos del pasado o con ilusiones fundamentalistas para el futuro. ¡Casi la osadía utópica o el «carismatismo presuntuoso» de esperar una autenticidad de la Iglesia tal que sólo actúe en ella el Espíritu!
La Iglesia, mediación segura pero difícil #
«¡Creo en la Santa Madre Iglesia!»
Como han creído los santos de todos los tiempos.
Como creyó serena e intrépidamente san Juan Bosco en la «difícil Iglesia» de su tiempo.
Y ojalá pudiéramos llegar a creer en ella como el propio Cristo Redentor, que nos la hizo y nos la dio como don integrante de su Redención, y Él mismo «la amó y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27).
Por ser la Iglesia prolongación sacramental de Cristo Mediador –«el Cuerpo Místico terreno de Cristo», en expresión feliz de Pablo VI19–, su presencia explícita en los símbolos de la fe cristiana junto a la confesión del misterio trinitario y la gozosa proclamación del acontecimiento de Cristo, el sacramento del Dios-hombre amasado en la maternidad santa de María y revelado salvíficamente en la Pascua, no es ni un mero apéndice socio-comunitario de los acontecimientos históricos de la Redención ni un simple adorno discriminatorio para la autocomplacencia de los creyentes en Cristo.
Es la vivencia dinámica de la «totalidad» sacramental de Cristo (cfr. Col 1, 24-27; 2, 9-10; Ef 1, 23; 4, 10-16; 1Cor 10, 17; 12, 12s; Rm 12, 5s).
Lo que la intuición profunda de San Agustín, acorde con San Pablo, proclamó como misterio-sacramento del Cristo total («Christus totus»)20.
Es también la vivencia responsable de la totalidad sacramental de Cristo en su Iglesia, que tan altas cotas de claridad y de dinamismo vitalizador logra normalmente en la vida de los santos, hasta constituir en ellos como un primer plano habitual de su conciencia cristiana. Y que, en todo caso, refleja en sus vidas el signo más acuciante de su madurez y santidad progresiva.
Precisamente por ello, los grandes hombres de Iglesia, los santos, nunca la han abandonado. Aunque hayan percibido en ella –y tal vez con más viveza y dolor que nadie– muchas deficiencias. Pero han tenido confianza en la mediación siempre segura, aunque difícil, de la Iglesia visible, que por su misma naturaleza admite también deficiencias, limitaciones, contornos de sombras difuminados y hasta eventualmente contradictorios. Pero siempre, palpitando en ella, Cristo, sus sacramentos, su Evangelio, su Palabra, su capacidad, incluso, para engendrar santos en todos los tiempos. Pese a la inagotable gama de diseños de santidad que la «plenitud» de Cristo y la acción de su Espíritu pueden engendrar en la vida de la Iglesia (cfr. LG 40-41), una cosa han tenido y tendrán siempre en común todos los santos: el dinamismo unitario de su fe en Cristo y en su Iglesia.
Con la misma fe con que creen en Cristo, y que no habrían recibido auténtica sin su Iglesia, creen en la Iglesia, sin la cual jamás sabrían sentirse vitalmente vinculados y seguros en Cristo. Han llegado, así, a una experiencia entrañable, hecha en sus vidas una segunda conciencia: que si fue Cristo y sólo Él quien pudo realizar y regalarnos el misterio permanente de su Iglesia, es y será siempre la Iglesia la única que pueda avalar y verificar en sus vidas la autenticidad y la eficacia permanente del misterio de Cristo.
Por eso, es característica de los santos la simbiosis misteriosa que alcanza en sus vidas el amor a Cristo y a la Iglesia. Un amor humilde, tan sencillo como el que, en sus vidas cotidianas, les hace amar también a Cristo en la sencillez de las especies eucarísticas, viviendo así su comunión profunda con Él. Un amor sereno en el tiempo, con clara conciencia de que el «hoy» de sus vidas en la Iglesia cuenta con las mismas garantías de la Iglesia de ayer y de la Iglesia auténtica del mañana de la historia.
Así, no es su amor a la Iglesia un «angelismo descarnado» o irresponsable, ni un «romanticismo» resentido por el pasado, que les paralice esperando utópicamente una Iglesia idealista para el futuro. Tampoco es su amor un «conformismo» pasivo e inerte ante las realidades humanas, eclesiales o extra eclesiales de su tiempo. Mucho menos un «criticismo» puritano o farisaico, más propio de la presunción inconformista de los «auto selectos» de todos los tiempos o del «visionarismo» anti eclesial de las sectas.
Ante el misterio real –y por lo mismo siempre «deficitario visiblemente» en el tiempo–, los santos, amando la Iglesia, se identifican con Cristo y «hacen» Iglesia, y haciendo Iglesia aman a Cristo y lo transparentan más seguros en sus vidas. Este «amor sacramental» –a Cristo en, con y por su Iglesia– es el que otorga a la vida y a la conciencia de los santos el temple eclesial de su autenticidad cristiana.
Les hace, además, conscientes de que la Iglesia es una realidad viviente, desarrollándose en el tiempo, pero siempre la misma en sí: en su origen divino y en sus realidades humanas sustanciales; en su crecimiento interior y en sus responsabilidades externas, cuyo centro profundo y vital es siempre Cristo, «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8), aunque en sus estructuras externas y realidades visibles, en sus comunidades, miembros y jerarquías humanas «encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (LG 8).
Pero ocurre que todo esto son los santos quienes más profundamente lo perciben, más responsablemente lo viven en su ser y en su actuar cristiano y más constantemente lo evidencian en la historia misma de la Iglesia. Por ello, son también, en sus vidas y obras, las más diáfanas evidencias de la permanente capacidad santificadora de la Iglesia.
Cien años atrás, y casi cien años antes del Concilio Vaticano II, que tan fuertemente ha proclamado su «eclesiología de comunión “Cristo/Iglesia”», ya lo había experimentado y vivido en la «Iglesia difícil» de su tiempo la entrañable figura de san Juan Bosco.
Conclusión #
La rica interioridad de la Iglesia #
¡Admirable Don Bosco! ¡Admirable, querido y venerado santo Patrono de la juventud siempre necesitada de luz y de amor! Se hizo todo a todos, trabajó en todos los campos, trató con toda clase de personas, luchó en la avanzadilla de los apostolados más arriesgados y difíciles, esos en que es tan fácil dar el salto hacia otras trincheras porque se piensa que las propias ya no sirven para el combate. Él mantuvo la confianza en la Iglesia, esa vieja Madre de los hombres de todos los tiempos que ofrece tantos recursos –espirituales, sociales, humanos, sobrenaturales– a los que quieren utilizarlos en la lucha por la renovación de la sociedad y dentro del servicio al Evangelio.
Muchas veces se tiene la impresión de que una sacudida violenta lo transforma todo más eficazmente que esas entregas llenas de amor y de paciencia evangélica. Pero es sólo eso, una impresión engañosa y falaz. Porque cuando aparece el odio o la violencia que destruye, so pretexto de conseguir más rápidamente el cambio social anhelado, todo queda manchado y bastardeado para siempre.
En cambio, en hombres como Don Bosco, su heroica lucha, llena de confianza en la Iglesia, la de su época para él como lo hubiera sido la de hoy si hubiera vivido en nuestros días, le permitió alcanzar sin daño para nadie una victoria impresionante cuyos efectos se multiplican cada día; la de su acción educadora sobre innumerables jóvenes, hoy ya de todos los continentes, en favor de los cuales se prodiga sin cesar el espíritu generoso de los hijos e hijas de las congregaciones salesianas. Son ya cien años de una silenciosa revolución que se practica en nombre y a impulsos del amor cristiano.
Don Bosco vivió y supo inculcar la confianza en la Iglesia no ya como quien se acoge a la fuerza de una presencia –la de Cristo a Pedro– que no fallará nunca. También invocó y creyó en esa palabra del Señor. Pero su confianza descansó y se alimentó bebiendo y haciendo beber a los demás el agua y la sangre que brota del corazón mismo de la Iglesia: el amor a la Eucaristía, a la Virgen María Auxiliadora de los cristianos, al Papa como guía y centro de unidad, y a la purificación del alma mediante el sacramento de la penitencia y la oración, fueron para él algo más que devociones. Fueron parte de la Iglesia misma, de la rica interioridad que encierra en su misterio. De ahí sacó fuerza para todo: para sufrir, para aconsejar, para pedir, para lanzarse a las aventuras que su amor a Cristo y a los hombres le hacían soñar –¡sus sueños!– y realizar. Cuando se llega a ver así el sentir y el querer de un alma apostólica en el ardor de la lucha, no se da importancia a los fallos ni a las deficiencias que se advierten en el rostro o en las manos de esa Madre santa que tiene por esposo a Cristo. Se corrigen si se puede, se intenta comprender y ayudar, se pide que cambien los planteamientos cuando es necesario, se ora al Señor y se confía en que la obra de Dios seguirá adelante. Otros completarán lo que ahora falta. Pero no se romperá la comunión ni la disciplina necesaria para seguir combatiendo.
Este fue el espíritu de Don Bosco siempre. Por eso es tan oportuno recordarlo hoy, en que con tanta frecuencia se produce la desconfianza en la Iglesia, porque el que la padece se aleja, sin darse cuenta, de lo mejor que ella tiene para generarla y mantenerla: la herencia de las riquezas de Cristo, que confortan y ayudan siempre. Al fin y al cabo, es Él quien nos ha dicho: Confiad, Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
1 BOAT, marzo 1987, 169.
2 Texto castellano en L’Osservatore Romano (ed. cast.), 4 diciembre 1988, 20.
3 Carta Iuvenum patris, 31 enero 1988: AAS 80 (1988) 969-987.
4 Iuvenum patris, n. 5: AAS 80 (1988) 973.
5 Ibíd.: n. 11: 978.
6 Aubert, R., Vaticano I, Vitoria 1970, 11.
7 Cfr. Ripa, L’argomentazione delle «note» della Chiesa nell’apologética popolare di San Giovanni Bosco, Asti 1971, 32, 54;Thils, G.,Les notes de l’Eglise dans l’Apologétique catholique depuis la Reforme,Gembloux, 1937.
8 Guardini, R., La realité de l’Eglise, Brescia 1973, 160.
9 Cfr. Memorie biografiche di S. Giovanni Bosco, vol. X, Augustae Taurinorum, 1937, 454.
10 Ibíd., 441.
11 Pío XI, Lit. Decret. Geminata laetita (1 abril 1939): AAS 27 (1935) 285.
12 Juan Pablo II, Carta luvenum patris (31 enero 1988): AAS 80 (1988) 969.
13 Cfr. Wirth, M., Don Bosco y los salesianos, Barcelona, 1971, 86. También Memorie…, vol. XIII, 712.
14 Cfr. Spalla, G.,D. Bosco e il suo ambiente sociopolítico.Torino, 1975, 71.Del propio Don Bosco, Opere edite…,37 vols. Roma, 1975-77. La Chiesa catolica apostolica romana, vol. II, p. 124.
15 Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964): prólogo y parte I: AAS 56 (1964) 609ss. También disc. de apert. Sess. II Conc. Vat. II (29 septiembre 1963): Constituciones, decreta, declarationes…, Typ. Vat., 1965, 907-911.
16 Pablo VI, aloc. del miércoles 20 de julio de 1967: Ecclesia 27 (1967), nº 1.357, 13.
17 Relatio finalis…,II, C, 1).
18 Ibíd. II, A, 2).
19 Enc. Ecclesiam suam: Ecclesia 24 (1964), nº 1.205, 21.
20 S. Agustín, De bapt. c. Donatum, 5, 28, 38: PL 43, 196; Serm., 276, 4: PL 38, 1231; Enar. in ps. 140, 4-6; In lo. trac. 80,1: PL 35, 1839; et passim.