San Juan de Ávila, patrono del clero español secular de España

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San Juan de Ávila, patrono del clero español secular de España

Homilía pronunciada el 10 de mayo de 1986, en la Misa celebrada en la Capilla del Seminario de Toledo, en la festividad de San Juan de Ávila. Texto en BOAT junio 1986, 309-315.

Queridos hermanos: Os ofrezco a todos mi saludo cordialísimo y respetuoso. Sacerdotes concelebrantes; P. Abad del Monasterio de San Isidro de Dueñas; querido Sr. Obispo D. Ireneo; sacerdotes, religiosos, seglares, alumnos de nuestros Seminarios.

Empecemos por ofrecer el homenaje de nuestra piedad sacerdotal al santo patrono del clero secular de España, el venerable y querido Maestro Juan de Ávila. Nunca quedó su figura olvidada del todo en la brumosa lejanía del tiempo, pero sí que ha habido que rescatarla de ciertos olvidos que padecía en el ámbito de la Iglesia española; y ha sido precisamente en nuestro siglo cuando se ha hecho este rescate. En los tiempos anteriores la figura del Maestro Ávila era bien conocida por los estudiosos de la historia de la Iglesia en España, particularmente de los que investigaban en este acervo ingente y maravilloso de la teología ascética y mística; pero faltaba acercarle, en una intimidad próxima, al corazón y al pensamiento de los sacerdotes españoles. Esto se ha hecho en este siglo; y hemos de reconocer que en haberlo logrado ha tenido un mérito singularísimo la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos que, en los Seminarios de España donde estaban, nos hicieron sentir la grandeza de esa figura excepcional.

Rasgos de la personalidad de nuestro patrono #

Los rasgos principales de la personalidad de nuestro Patrono son bien conocidos: Sacerdote de cuerpo entero, de solidísima doctrina; apóstol incansable, anheloso de cruzar el Atlántico para ir a predicar el Evangelio en las tierras de América recién descubierta; predicador infatigable, consultor de hombres y mujeres santos de aquella gloriosa época de la Iglesia española: San Ignacio de Loyola, San Francisco de Borja, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Fray Luis de Granada; reformador de esa iglesia de España con los Colegios que instituyó, más de quince, en tierras de Andalucía, y con el alma que supo imprimir a la poco antes fundada Universidad de Baeza, y con los grupos de sacerdotes de vida en común, que reunió para enseñar, para predicar y para vivir el misterio de Cristo Crucificado; reformador de la Iglesia universal con sus Memoriales al Concilio de Trento; santo en toda la línea, ardientemente enamorado de la Eucaristía.

El venerable Maestro Juan de Ávila ha ejercido y seguirá ejerciendo su magisterio sobre todos los que quieran encontrar maestros verdaderos. Y nosotros le veneramos hoy, como en tantas diócesis de España, y nos sentimos dichosos de poder renovar, una vez más, los ofrecimientos que en otras ocasiones le hemos hecho, para robustecer nuestra espiritualidad de sacerdotes diocesanos y para seguir adelante en nuestro empeño apostólico. Pedimos, en la oración litúrgica de hoy, que Dios nos ayude a seguir viviendo en la santidad y celo apostólico de que él fuera tan insigne maestro y ejemplo.

No le fue ajeno ningún problema de los de su tiempo en la vida de la Iglesia. Pero con ninguno de ellos se desvió. Aportó todo lo que podía y lo ofreció humildemente a esa Iglesia a la que amaba con todo su corazón. Siempre estuvo en la primera línea de las reflexiones hondas y profundas, para atender lo que pedían los tiempos y lo que el Evangelio tenía que ofrecer a esos tiempos en que él vivió. El venerable Maestro Juan de Ávila, aunque muy atendido por hombres ricos, murió pobre, extenuado, venerado, querido.

Cuando fue canonizado en Roma, hace pocos años, el Papa Pablo VI, al día siguiente de la canonización, nos recibió a los obispos y sacerdotes españoles que habíamos acudido allí. Es cuando habló del catolicismo de España, catolicismo ardiente, catolicismo de pasión y de inteligencia. Habló de ese catolicismo español del que tantos ejemplares han ido apareciendo a lo largo de la historia, hombres eminentes en el saber y en el amar, que han vivido –dijo– la radicalidad del Evangelio; es una de nuestras características. Y siguiendo una corriente literaria que tiene sus fundamentos, y que aparece con expresiones vigorosas siempre que se alude a este misterio de España, llegó a hablar Pablo VI del sentido casi trágico que a veces tiene, por la valentía y la decisión en el compromiso, esa postura católica de los hombres de España para servir a su Iglesia. Ese sentido de radicalidad quizá explica tantos misterios y tantos martirios de la vida de la Iglesia española.

No se trata de hacer comparaciones, pero aparecen en seguida al hilo del discurso, cuando uno va meditando y contemplando figuras como ésta. Y se piensa, inevitablemente, en la época que vivimos.

Hoy somos menos sacerdotes; en su tiempo eran muchos los sacerdotes y religiosos que llenaban las ciudades y los pueblos y los caminos de España. Hoy vivimos en una sociedad paganizada, en gran parte; antaño, hasta «los pícaros» de Cervantes y de Quevedo respiraban religiosidad en medio de sus diabluras. Hoy no aparecen herejías definidas que rasguen el corazón de la Iglesia; pero se vive en una época todavía de gran confusión, de la que cuesta mucho trabajo salir, aunque hay signos esperanzadores de que se va saliendo, decía el Papa, en su Carta a los sacerdotes, el último Jueves Santo, en que conmemoraba el centenario del Santo Cura de Ars. Hay signos esperanzadores de que se va saliendo, pero la confusión pesa todavía como una losa que aplasta muchas semillas que pugnan por brotar en este campo de la Iglesia.

Merece la pena consagrar la vida
a la Iglesia santa y misionera #

Nosotros tenemos que mirar adelante siempre así: ni todo en los tiempos pasados fue mejor que en los nuestros, ni lo que tenemos hoy es tan bueno, que pueda resultar legítimo olvidarnos de las lecciones que nos dieron los hombres de ayer. Nuestra Iglesia sigue siendo, y es, una Iglesia cada vez más hermosa, queridos sacerdotes, y merece la pena que nosotros le consagremos a ella nuestras vidas, para vivir el misterio de Cristo tal como la Iglesia nos lo transmite. Su imagen, la de la Iglesia, en nuestro tiempo, en nuestros años, en nuestros días ha sido más enriquecida, y nos sentimos a gusto de encontrarnos cobijados en ella, como en el seno de una Madre. Esa Iglesia de la Palabra, del Espíritu del Señor, de los sacramentos, de la familia del Pueblo de Dios unida, del pueblo sacerdotal jerarquizado. Nos sentimos a gusto alimentándonos del pecho nutricio de esa Iglesia santa que se nos revela hoy mucho más bella que cuando sólo contemplábamos, y no hay que olvidarlos, los perfiles arquitectónicos y jurídicos de su estructura exterior. Este es un avance de nuestro tiempo y tenemos que reconocerlo así, para sentirnos dichosos de haber descubierto, sin ruptura ninguna con las enseñanzas antiguas, una nueva faceta que pone de relieve la hermosura inmaculada de esa Iglesia Santa.

Hoy nuestra Iglesia sigue siendo misionera. Es más, ya no sólo hay un flujo, hacia lejanos países, de sacerdotes de España o de otros lugares de Europa, que iban a predicar el Evangelio en la soledad desértica del paganismo. La Iglesia de hoy sigue siendo misionera; y aquí hay un sacerdote concelebrando que esta misma noche toma el avión para ir a la Argentina, a unirse con otros dos sacerdotes de Toledo, para dirigir un Seminario que ha empezado de la nada y ya tiene hoy treinta alumnos. Pero a la vez concelebra un sacerdote mejicano, Director general de la Confraternidad de Operarios del Reino de Cristo, que viene de Méjico, y que aunque sigue queriendo recibir lo que nosotros le demos, nos da él también el impulso de su generosidad apostólica y de la obra allí iniciada y aquí desarrollada, que está ya prestando servicios apostólicos a varias diócesis mejicanas.

La Iglesia hoy es misionera como en los mejores tiempos. África ya envía sacerdotes a algún otro sitio más necesitado; y hay regiones en Asia, algunas de la India, Corea del Sur, Filipinas, en las que el catolicismo hierve como algo que está en ebullición y que ha de dar frutos para aquellos países tan remotos y lejanos, a los cuales en la época del Maestro Juan de Ávila, sólo de cuando en cuando podía llegar la voz de un misionero, siquiera fuese tan potente y rica como la de un hijo de Ignacio de Loyola: Francisco Javier.

Hoy vivimos una época en que se habla de los derechos del hombre, que son el fundamento del progreso social de la edad contemporánea; no se pueden desconocer esos derechos; pero cuando se examina atentamente lo que significan, nos encontramos con que no son más que una versión cultural y social profana del postulado radical del Evangelio sobre la dignidad de la criatura humana. ¿Por qué los derechos, si el hombre no fuese digno de tenerlos? ¿Y por qué es digno de tenerlos, si no fuera hijo de Dios? Una sociedad pagana está predicando una versión laica del Evangelio. Dejadla. Algún día se encontrarán la fuerza del Evangelio de donde todo dimana, y de la que procede la versión meramente cultural, política, social, que quieren ofrecer los hombres. Algún día se producirá el encuentro, y otra vez, por caminos que nadie presiente hoy, aparecerá al fondo una cruz, la cruz de Jesucristo, y Él volviendo a decir: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.

A esta Iglesia servimos nosotros, queridos sacerdotes, ésta es nuestra gloria. Yo he oído con emoción las palabras que pronunciaba, hace un momento, D. Emilio Reol, que celebra hoy sus Bodas de Oro, y hablaba de cómo se dispusieron para el sacerdocio y de cómo ahora, tras los cincuenta años de ministerio, ha querido –yo lo he entendido así– dirigirse a su Obispo manifestando el deseo de continuar en la brecha hasta el final. ¡Ese es el estilo! Sacerdotes siempre, sacerdotes de cuerpo entero, vibrando con el celo apostólico de un San Juan de Ávila, y alimentando nuestra vida interior con las riquezas que la Iglesia nos ofrece continuamente.

El homenaje a los que celebramos nuestras
bodas sacerdotales o episcopales #

En el ámbito de estos pensamientos, reflexiones y afectos, queridos hermanos, los que estamos aquí hoy celebrando nuestras Bodas Sacerdotales o Episcopales, de plata unos, de oro los otros, aceptamos con gusto el homenaje que nos hacéis, porque sabemos muy bien que no es a nuestras personas, sino a nuestro ministerio, y éste sí, merece ser honrado, en la seguridad de que no aparecerá ningún signo de arrogancia, ni de envanecimiento, porque al pensar en nuestro ministerio, pensamos en el vuestro.

Queridos sacerdotes de Toledo: Os agradezco mucho todo cuanto hacéis. Los modos de expresar esa gratitud son diversos, según la índole de las personas, pero yo llevo muy dentro del corazón ese ejemplo que me dais continuamente con el testimonio de vuestro trabajo y de vuestro interés por la Iglesia. Lo compruebo a diario, en mis visitas a las parroquias, en las reuniones sacerdotales, en los retiros espirituales. Manteneos así. Es con la interioridad con la que lograremos superar esa crisis de la que todavía no hemos salido. Hará falta clarificación doctrinal, por supuesto, pero aunque se logre, eso solo no puede, por la índole del problema, resolver la cuestión a que nos referimos. El problema aquí es fidelidad a un Cristo que vive y tiene que vivir dentro de nosotros, y eso no se arregla con cuatro cuestiones, mejor o peor tratadas en un libro o en una corriente intelectual teológica. Se necesita algo más, la interioridad a que apelaba este Maestro Ávila, del que se dice que algún día no se atrevió a celebrar Misa, porque se había dejado absorber demasiado tiempo por el estudio de algunas cuestiones eclesiásticas, que le habían distraído de la intensidad de oración que habitualmente mantenía. Esta interioridad será la base de todo nuestro éxito apostólico al servicio del Señor.

Aceptamos este homenaje a los sacerdotes de las Bodas de Plata: D. Santiago Calvo, mi secretario particular; D. Carlos Bravo, tan benemérito por su trabajo en las Parroquias de Herreruela de Oropesa y Caleruela. Y los de las Bodas de Oro: D. Antonio Vargas, ya de pasos vacilantes, a quien encontramos con frecuencia en nuestra Casa Sacerdotal, y al que quisiéramos insuflar vida y energía; a D. Emilio Reol, en Puebla de Alcocer, trabajando allí en las alturas de ese hermoso pueblo pacense desde el que se descubren los grandiosos horizontes extremeños; sí, D. Emilio, seguirás adelante en tu Parroquia, y te mantendrás mientras tengas fuerzas; que yo nunca he entendido eso de las jubilaciones sistemáticas en el ministerio parroquial; hay que saber esperar y confiar en las fuerzas del Espíritu, que tantas veces son superiores en irradiación y en influencia a las que pueden brotar de las potencias normales de un ser humano; a D. Nicolás Sánchez Lucendo que con tanta solicitud atiende a las RR. Clarisas y Trinitarias de El Toboso; al P. Isidoro García Herrera, que tanto nos ayuda en San Pablo de los Montes. ¡Enhorabuena cordialísima a todos!

Otras bodas de oro: ésas, martiriales #

Y estoy seguro que interpreto vuestros sentimientos, si ahora traslado esta enhorabuena que los demás nos ofrecen, a otros que, este año, en el cielo, celebrarán las Bodas de Oro de su martirio. ¡Más de trescientos sacerdotes de Toledo asesinados en aquella gran tragedia! ¡Cómo no recordarles, cómo no pensar en esa sangre tan generosamente derramada sin una protesta, sin una queja airada, sin un gesto de desesperanza frente a lo que Dios permitía que apareciese en su camino hasta entonces victorioso, de paz y amor! Les tenemos presentes en nuestro recuerdo, y nos fijaremos en sus ejemplos para seguir adelante en el trabajo que nos queda por hacer.

Conclusión:
Gracias a todos. Invocación a Nuestra Señora #

Gracias a los sacerdotes, que habéis venido de Madrid, de Ávila, de algún otro lugar. Gracias a vosotros, los de Valladolid, sacerdotes templados en la austeridad y el rigor de Castilla, ejemplares en vuestro comportamiento y en vuestros trabajos. Era una diócesis en la cual vivíamos a gusto y hermanados, y percibíamos, acaso por la poca extensión de su territorio, el sentido de la fraternidad de una manera suave y tranquila. No se me ha olvidado nunca, y muchas veces vuelvo hacia los recuerdos que brotan de mi juventud, y me encuentro con aquellas calles por donde andáis vosotros hoy, y me gustaría volver a recorrerlas, desconocido de unos y otros, solamente para saborear lo que ellas pueden ofrecerme en el recuerdo y el amor.

Gracias, sacerdotes de Astorga, que habéis venido en un viaje nocturno, y tenéis que caminar deprisa para atender vuestras obligaciones parroquiales. La diócesis de Astorga, que en los años en que yo estuve en ella, y antes, podía ufanarse, siempre con la dignidad que da la sabiduría, de tener sacerdotes astorganos en todas las diócesis de España; y tener hijos e hijas de aquel territorio en casi todas las órdenes y congregaciones religiosas. El frescor del Teleno ha hecho que por muchos lugares hayan ido sacerdotes de Astorga enjugando el sudor de las almas fatigadas a las que podíais acercaros con vuestro magisterio.

Gracias, sacerdotes de Barcelona, la perla del Mediterráneo, la ciudad hermosa y querida, a cuyo clero mirábamos los restantes sacerdotes de España siempre con admiración, por las muchas empresas apostólicas y culturales que fuisteis capaces de hacer. Todavía yo pude verlas de cerca, aunque ya los tiempos que corríamos eran distintos, y no favorecían el aliento necesario para haber continuado con esa levantada bandera de un clero que sabía siempre conjugar el progreso con el equilibrio. Barcelona y Cataluña dieron ejemplo de esto muchas veces. Ojalá podáis seguir dándolo en el futuro y, para eso, que seáis en número suficiente para atender esa cristiandad de Cataluña, tan necesitada del esfuerzo apostólico de unos y de otros.

Gracias a todos, hermanos: seguiremos nuestros encuentros, y llegará un día en que el Señor nos diga: «Ya es bastante.» Él será el que nos dé el cese; mientras tanto, con gozo y confianza, le pedimos también, salud para seguir trabajando, alegría para hacerlo con el entusiasmo que brota de esta fe y de este amor a la Iglesia, y nos mantendremos unidos en la oración, querido P. Abad de Venta de Baños, como si hasta aquí llegara la fragancia de vuestra vida contemplativa y de consagración a Dios. Hoy me ofrecéis un cáliz, en el que voy a celebrar la Eucaristía, como las Carmelitas de la Encarnación, de Ávila, han ofrecido esos velones. Son dos símbolos preciosos: el cáliz para la Sangre del Señor, esos velones para la luz del Evangelio; y ambas cosas vienen de dos monasterios de clausura. Vida contemplativa y vida activa, contemplación en la acción; eso tiene que ser la vida nuestra, sacerdotes del clero secular, para poder ser, al mismo tiempo, fieles hijos de la Iglesia en esta hora espléndida que vivimos, llena de esperanzas, a pesar de todas las dificultades con que tengamos que tropezar.

Y por fin, gracias a nuestro Maestro de música, que ha preparado con esmero esta acción litúrgica, los Laudes que hemos recitado, la Misa que estamos cantando; a esos pequeños niños de la Escolanía de Nuestra Señora del Sagrario. Seminaristas, saludad a vuestros compañeros de los demás seminarios, que no pueden estar presentes hoy aquí; yo sí que les tengo presentes a todos ellos, y me siento dichoso de poder saludarlos igual que lo hago a los que viven ya su ministerio sacerdotal y esperan la ayuda que vosotros habéis de prestarles.

Nos pondremos todos bajo el amparo y la protección de Nuestra Señora la Virgen María, la Virgen del Sagrario, la Virgen de Guadalupe, querido P. Guardián de aquel Monasterio, la Virgen Inmaculada del Seminario. Ella nos ayudará a seguir siendo fieles y a vivir con gozo nuestra identidad sacerdotal. Así sea.