San Pedro y San Pablo, comentario a las lecturas de la solemnidad litúrgica de san Pedro y san Pablo (ciclo B)

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San Pedro y San Pablo, comentario a las lecturas de la solemnidad litúrgica de san Pedro y san Pablo (ciclo B)

Comentario a las lecturas de la solemnidad litúrgica de san Pedro y san Pablo. ABC, 29 de junio de 1997.

La Iglesia rinde culto a san Pedro y san Pablo y les ofrece el obsequio de su fe y de su amor, gozosa de verlos incorporados ya al reino de Dios, del que tantas veces oyeron hablar a Jesús, su maestro querido, su redentor. La fuerza de estos grandes Apóstoles permanece viva, real y verdadera en la Iglesia. El Nuevo Testamento nos lo hace patente en el Evangelio, en las cartas de uno y otro, en el libro de los Hechos.

Son columnas de la Iglesia, heraldos del Evangelio, que, por caminos diversos, como dice el prefacio de la Misa, congregaron la única Iglesia de Cristo; y a los dos, coronados por el martirio, celebramos hoy todo el pueblo de Dios con júbilo y veneración. Anunciaron su Reino de paz, de justicia, de vida y de verdad. Su Reino, que nos acoge a nosotros, aunque no es de este mundo, pero que ya ha comenzado, desde luego, aunque sufre violencia, pero no tendrá fin.

En los trabajos por la expansión del Reino, Pedro y Pablo nos dan la gran lección: ni la Iglesia, ni por tanto los cristianos, podemos detenernos ni acobardarnos atemorizados por el riesgo del cambio y de las adaptaciones; pero tampoco dejarnos llevar por imprudencias temerarias, ni esnobismos estúpidos. El progresismo por sistema, sin ver qué ganamos ni qué perdemos, es empeño de necios, que edifican sobre arena. Pero sí que somos responsables de poner los medios para renovarnos ante tantos y tantos cambios, que se suceden sin cesar, y esforzarnos en descubrir, en el puesto que ocupamos en la sociedad, la originalidad de la fe para nuestro momento concreto, como han sabido hacerlo los verdaderos apóstoles de todos los tiempos.

Nuestra fe ha de apoyarse siempre en las bases sólidas y no ocultarse con miedos y temores. Si creemos, es porque Dios nos ayuda a creer, y porque tenemos motivos razonables para prestar la adhesión de nuestro espíritu a las verdades reveladas, particularmente a las que la autoridad de la Iglesia nos presta como tales.

Estamos convencidos de que nos encontramos hoy luchando como nunca para liberarnos de muchas servidumbres, materiales y sociológicas. Nuestro tiempo es el de las grandes promociones humanas, como ya expuso admirablemente Juan XXIII. Pero lo que hace que un hombre sea verdaderamente libre es que en último término habrá de rendir cuenta sólo a Dios, quien juzgará a los súbditos y a los presidentes de las naciones. Por eso dice san Pablo: “El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su Reino del cielo”.

La Iglesia sentía necesidad de la presencia de Pedro, oraba insistentemente a Dios por él, cuando estaba encadenado, y el Señor escuchó su oración. ¡Qué gozo ver cómo el ángel de Dios bajó a liberar a Pedro y le sacó de la tenebrosa cárcel en que se encontraba! También hoy le libra al Papa de muchos peligros, y a ello contribuyen nuestras oraciones por él, como las que ofrecía entonces toda la Iglesia por Pedro. También Pablo sentía toda la ayuda del Señor en circunstancias muy difíciles de su trabajo apostólico.

Son los momentos iniciales de la vida de la Iglesia en la tierra, tal como los vemos descritos en los libros del Nuevo Testamento. Al leerlos, sentimos el temblor emocionado de la oración confiada de los primeros cristianos, de la fe vivísima en Cristo, de la autoridad siempre humilde de Pedro, del combate incesante de Pablo hasta caer medio muerto en el camino varias veces.

Y todavía un momento último, el que aparece en el evangelio de hoy. Cristo pregunta; “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo de Dios?”. Y Pedro contestó: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Cristo no solamente aprobó la respuesta que recibía, sino que le llamó dichoso, porque había merecido de Dios que se la revelase.