San Ramón de Penyafort, teólogo y moralista para su tiempo y el nuestro

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San Ramón de Penyafort, teólogo y moralista para su tiempo y el nuestro

Discurso pronunciado en la sesión de apertura del curso académico 1975-1976, en el Instituto de España, Madrid. La Summa Poenitentiae se cita según la edición de Verona, Typ. Seminarii, 1746, in folio, pp. LVIII-576. La forma usada para las citas es según el libro (en caracteres romanos) seguido del título y párrafo (en cifras arábigas) y con página en la edición mencionada.

En la noche del 6 al 7 de enero de 1275, en una humilde celda del convento de Santa Catalina, de Barcelona, entrega su alma a Dios Fray Ramón de Penyafort, de la Orden de Predicadores.

Una ingente muchedumbre de ciudadanos barceloneses tomó parte en sus solemnes exequias. Estaban presentes los obispos de Barcelona, Huesca y Cuenca, acompañados de muchos sacerdotes y religiosos. Asistieron a las mismas Jaime I, el Conquistador, y su yerno, Alfonso X, el Sabio, con su esposa Violante, cuatro príncipes y muchos nobles de las cortes de Cataluña y Castilla1.

Al conmemorar en el presente año el VII centenario de la muerte del Santo, podemos preguntarnos: ¿Qué relación unía al austero y amable dominico con aquel pueblo creyente, en todos sus niveles y estamentos sociales? ¿Su nacimiento en la noble y laboriosa tierra catalana? ¿Su ciencia? ¿Su santidad? Sin duda. Mas la razón fundamental es que Ramón de Penyafort había sido la síntesis armoniosa y evolutiva del religioso medieval, inserto en la vida e historia de la Iglesia y de la ciudad. Fray Ramón había sido «de una pieza, teólogo y jurista, apóstol y místico, escritor y predicador, y penitenciario, apologista y diplomático, hombre de celda y gran organizador de las fuerzas espirituales de su tiempo»2. En pocas palabras, había sido un auténtico fraile de la Orden de Predicadores.

Ello explica

  1. su culto a la verdad en la religiosa dedicación a la ciencia teológico-jurídica,
  2. el ejercicio de su ministerio sacerdotal como moralista y «medicus animarum», y
  3. el impulso misionero de su actividad apostólica.

Ramón de Penyafort es personaje señero de la evolución suave y firme de la cristiandad del feudo a la cristiandad del municipio, de la cruzada a las misiones.

Culto a la verdad #

Amar la verdad no es sólo conocerla, es también profundizar en ella, predicarla, hacerla vida en el quehacer cotidiano y defenderla. La Orden dominicana ha sido condecorada por los Papas como la Orden de la verdad3. Con este fin la fundó Santo Domingo de Guzmán.

El genial Fundador de la Orden de los frailes predicadores es el apostólico innovador que abre la clausura monástica para infundir la piedad en el pueblo cristiano, la ciencia de la biblioteca conventual para expandirse al aire libre de la controversia desde la cátedra universitaria y en la predicación a gentes sencillas. Su ideal era universalizar los principios fundamentales de la verdad y moral cristianas «preparando las grandes unidades políticas, que no pueden fundamentarse más que en la unidad de pensamiento y de regla de vida»4.

En efecto, las órdenes mendicantes, franciscanos o dominicos, no establecen sus casas en lugares de labranza o en riscos solitarios, sino en las ciudades. Abandonan incluso la apariencia feudal y entran en el engranaje del municipio. Abandonan la estabilidad monástica para convertirse en itinerantes, con la alegría de la pobreza, que es confianza en la Providencia. La cercanía del pueblo les capacita para comprender mejor las situaciones reales de la vida.

Los dominicos, más concretamente, se ponen en contacto voluntario con las masas estudiantiles. Son conocedores inmediatos de las corrientes del pensamiento griego, árabe y judío y de los progresos de la ciencia en los diversos campos. Beneficiarios de las donaciones de los mercaderes, no ignoran las preocupaciones morales derivadas de su deambular traficante de ciudad en ciudad.

Al propio tiempo, su forma de régimen electivo, su cambio del «abad» permanente por el simple «prior» temporal no dejarán de influir en las formas de gobierno de las instituciones de carácter gremial y ciudadano5.

El arte románico monacal cede su puesto en los conventos dominicanos al arte ojival –gótico–, ciertamente muy simple, mas en consonancia con las nuevas formas del arte ciudadano.

Ramón de Penyafort, que seguramente conoció en Bolonia a Santo Domingo, se sintió identificado con su ideal por vocación y temperamento. Amaba la justicia, que es culto a la verdad plasmada en el quehacer cotidiano de las relaciones humanas.

Después de diez años de permanencia en Bolonia (1211-1220), en cuya universidad había destacado como estudiante y maestro en Derecho Canónico6, a instancia de su Obispo, Berenguer de Palou, regresó a Barcelona. Unos años después, en 12237, con el bagaje de su formación teológico-jurídica, vestía el hábito de la Orden de Predicadores en el convento de Santa Catalina.

Desde su celda desplegó una actividad portentosa: confesor, consejero, escritor, predicador. Su acción, centrada en la ciudad de Barcelona, obtuvo resonancia fuera de los muros de la ciudad.

Acompañando al legado pontificio Juan Hulgrin d’Abbeville, Cardenal Obispo de Sabina, visitó en 1228 Valladolid, Zamora, Palencia, León, Santiago de Compostela, Salamanca, Braga, Lisboa, Sigüenza, además de varias poblaciones de Navarra, Aragón y Cataluña. El 20 de marzo de 1229 se hallaba en Zaragoza, de donde pasó a Lérida para asistir al concilio provincial de la Tarraconense. En este extenso viaje actuó de consejero y penitenciario del Cardenal, predicó y colaboró en las constituciones sinodales de Valladolid y Lérida para aplicar los decretos del IV Concilio de Letrán8.

De nuevo en Barcelona, fray Ramón recibió en diciembre de 1229 el encargo papal de una predicación de cruzada en el Mediodía de Francia en pro de la expedición a Mallorca de Jaime I9. Su campo de acción apostólica se ampliaba así en el momento de madurez de su vida y cuando aún gozaba de buena salud. Era, como los demás hermanos predicadores, un fraile «itinerante» en el culto de la verdad.

Iniciado el año 1230, el papa Gregorio IX le llamó a Roma para constituirlo capellán y penitenciario papal.

Ya en Roma, el Papa le encargó la recopilación de las Decretales. Labor que el Santo realizó como un servicio de amor a la verdad y como defensa del Papado frente a la prepotencia del Imperio.

No me corresponde a mí y en esta ocasión hacer el elogio de la labor jurídica de Ramón de Penyafort. Sólo deseo destacar el valor teológico de su obra. Pues no fue un simple compilador. «Hizo más que Graciano y los compiladores que le precedieron –escribe el cardenal Gomá–. Fue un verdadero organizador del Derecho eclesiástico y definidor de los límites del civil, en orden a la Iglesia. Hizo obra integral. Impregnó las Decretales de su pensamiento teológico, de su sentido de canonista y de espíritu de justicia»10.

Las Decretales de Gregorio IX, obra de Penyafort, representaban, en el enfrentamiento del Papado con el Imperio de los Hohenstaufen, la apología de la sobrenaturalidad y supremacía de la Iglesia. El Código canónico era la respuesta de la Iglesia al Código Siciliano de Federico II, que San Ramón nombra como «Constitutio Nova»11. Quizá sean aplicables a este código las frases del canonista: «Qui condunt leges iniquas, vel statuta contra legem Dei, et contra libertatem ecclesiasticam… ipso iure non valent leges suae, quia nulla lex potest valere contra Deum»12.

Para que el elemento teológico y moral se sobreponga al meramente legal se requiere el equilibrio interior del culto religioso a la verdad, que es Dios. Los santos son justos y, por lo mismo, es admirable en ellos la armonía de su vivencia sobrenatural en lo humano. Saben coronar la justicia, no sólo en la equidad, sino también con mirada teologal de caridad. San Ramón de Penyafort era el hombre de equilibrio, de facultades naturales y dones sobrenaturales. Poseía aquellas cualidades humanas y religiosas que son necesarias para poder ser en la sociedad un factor de ponderación y justicia. Era santo, que es la expresión sintética de equilibrio armonioso de lo humano y lo divino. «Raro ingenio et mira prudentia donatus»13, no podía menos de ponderar el derecho y la ley desde una perspectiva teológica.

A mediados de 1236 regresó a Barcelona con precaria salud. Allí permaneció el resto de su vida, si se exceptúa el período de su cargo de Maestro general de la Orden de Predicadores (1238-1240)14.

En los treinta y cinco años últimos (1240-1275) de su casi centenaria existencia, prestó un continuado servicio a la verdad desde el retiro de su celda como consejero y mentor espiritual de la ciudad de Barcelona, en el aspecto religioso y en el aspecto social y ciudadano. No en vano los mejores consejeros son los contemplativos.

Ramón de Penyafort, instalado en el corazón de la Ciudad Condal, vivió sus preocupaciones y sus afanes.

No es difícil reconstruir mentalmente la vida laboriosa de la ciudad, la actividad de los gremios, que ganaban en preponderancia a la nobleza, el comercio abierto a través del puerto y de las naves catalanas; el sentido evolutivo, enraizado en la tradición pero asimilador de lo nuevo, del derecho de las instituciones ciudadanas; el pacto entre la monarquía y el pueblo. El sentido práctico y asimilador que Cataluña había heredado de los romanos, quedaba noblemente enriquecido por su amor al trabajo y la práctica del comercio. No estaba ausente de la ciudad la preocupación intelectual y filosófica.

La función que ejerció el amable dominico de Santa Catalina en este complejo de actividades fue lenta y eficaz: sellar con la impronta cristiana la vida y la civilización catalanas, en un momento de florecimiento económico y de expansión a nuevos territorios, en equilibrio perfecto de la razón y la fe, del progreso y la teología, ya que Ramón de Penyafort, al igual que Tomás de Aquino, «era muy racional y muy poco racionalista»15.

«Magnus populi concursus»16acudía al santo en busca de una palabra clarificadora, de orientación o penitencia. Más amigo de formar hombres que de escribir libros, se hallaba presente como consejero en todos los negocios importantes de su tiempo.

Como delegado pontificio intervino en la confirmación de Pedro de Centelles como obispo de Barcelona (1243), en la provisión canónica de la sede episcopal de Lérida (1248), en la deposición de Ponde de Vilamur, obispo de Urgel (1252-1256)17. La expresión «cum consilio fratris Raimundi de Pennaforti, de ordine praedicatorum»18 es frecuente en los diplomatarios raimundianos. Son múltiples las sentencias arbitrales que dictó, constatadas por documentación escrita19.

Su consejo equilibrado alcanzó asimismo los problemas políticos planteados por los proyectos de desmembración del suelo patrio entre los hijos de Jaime I20. La misma obra conquistadora del Conde de Barcelona quedó impregnada de espíritu misionero por la intervención de fray Ramón de Penyafort. Él fue, sin duda, el intelectual de mayor prestigio durante el largo reinado de Jaime I, sin que ello suponga minimizar la. altura intelectual de los grandes juristas de la época, como Guillermo Sasala, Assalit de Gúdal y Alberto de Lavània.

Tendría una imagen inexacta del santo Predicador quien creyera que su consejo equilibrado se dirigía únicamente a los grandes problemas colectivos o sociales y políticos. También cuidaba de pacificar espíritus y familias. Precisamente en un documento sobre la anulación de un matrimonio celebrado con impedimento de afinidad, se le llama en vida «medicus animarum»21.

San Ramón no fue el hombre justiciero, que goza en la simple estética matemática de lo recto. Sentía el apremio de la salvación de los hombres, incluso en el plano humano de la rehabilitación. Así, la justicia quedaba enaltecida por la misericordia. Su amor a lo justo era pleitesía de amor a la verdad de Dios, que es caridad y misericordia. Rindió culto a la auténtica justicia, porque ésta es la verdad encarnada en las relaciones personales de los hombres, que reconocen su mutua dignidad. Rindió culto a la verdad, vertebrada en la justicia de la convivencia, porque consagró su vida a Dios como fraile predicador. Y la verdad de Dios hacia los hombres es el abrazo de la justicia y la misericordia.

Teología y Moral #

En las obras de San Ramón son frecuentes las consideraciones de teología dogmática, especialmente sacramentaria; sin embargo, su espíritu eminentemente servicial le llevaba con preferencia a concretar las normas prácticas que demandaban las realidades de la vida moral, sobre todo en el aspecto jurídico.

Mucho cabría decir del contenido –denso y oceánico– de las obras de San Ramón. Consignemos, a título de curiosidad, que se ocupa inclusive de la cuestión de si pueden acceder al sacerdocio las mujeres y de otros temas que fatigan a los teólogos actuales.

San Ramón de Penyafort debe ser considerado también como antecesor de los grandes internacionalistas españoles del siglo XVI; en efecto, suya es la fórmula escolástica más antigua acerca de la licitud de la guerra justa y la determinación de las consideraciones de dicha licitud. Esta fórmula que elaboró y estampó en la Summa de casibus obtuvo rápida difusión, fue aceptada poco después por el Cardenal de Ostia en su Summa Aurea y unos años más tarde, con notables retoques, fue adoptada por Santo Tomás en la Suma Teológica (1265-1269). Esta doctrina influyó en Francisco de Vitoria, fundador del Derecho Internacional, y en Francisco Suárez, el Doctor Eximio.

En el aspecto ascético encontramos ya en nuestro jurista medieval la teoría del rendimiento del propio juicio como voluntaria perfección de la obediencia; grado excelso de sumisión que tres siglos más tarde inculcará San Ignacio de Loyola.

El valor de las obras de San Ramón radica en el ingente acarreo de textos pertinentes a cada materia propuesta, la selección de los mismos, su minuciosa y metódica ordenación con lo que consigue una original construcción sistemática, que es completa por la amplitud y global visión de conjunto, orgánica por su ensamblaje literario y por su coherencia doctrinal, y segura por los razonables criterios que presiden siempre sus acertados dictámenes.

Su extremada humildad y modestia no le impiden razonar y decidir por cuenta propia, pero sin apartarse un ápice de las normas vigentes, ni de las leyes eclesiásticas, ni de la depurada tradición.

San Ramón, como después Santo Tomás, investiga exhaustivamente y expone con orden meticuloso las diversas opiniones que autores precedentes han dado acerca del tema que trata; luego emite su parecer no fundado en su personal juicio valorativo, sino respaldado por los documentos patrísticos y pontificios que aduce con impresionante erudición. En sus libros brilla un conocimiento total y completo de las enunciaciones del Magisterio eclesiástico y una exposición concisa y diáfana de la doctrina de la Iglesia, tratada con una interpretación leal y orientada a una aplicación oportuna.

En sus obras aborda de frente múltiples y variadas cuestiones con un criterio de elevado sobrenaturalismo que rehúye el rigorismo inhumano y antievangélico, pero que no trata jamás de escamotear los linderos de la obligación moral ni pierde de vista la sublimidad de la vocación cristiana.

Es la suya una sabiduría existencial que no se desdeña de hacer ver el alcance de los principios teológicos y jurídicos a través de ejemplos vividos y de situaciones reales. Llevado no de un prurito de elucubraciones teóricas simplemente especulativas, sino de un afán de aplicaciones prácticas, ejerce de continuo el noble cultivo de la casuística en el que revela el sentido pragmático de su etnia catalana, al par que la casi deformación profesional del imprescindible consejero del siglo XIII saturado de consultas concretas y avezado a resolver problemas determinados. Y esto no sólo a través de correspondencia epistolar, sino muy especialmente en el trato inmediato con personas de diversas regiones y en el ejercicio de difíciles legaciones frente a personajes encumbrados. Curtido con los soles de tantos climas, andariego por tantas rutas, familiarizado con el carácter de tantos Estados, poseía una experiencia ilimitada. Si no puede ponerse en tela de juicio la realidad de sus expediciones por la Península y por las Baleares y sus correrías apostólicas por el Mediodía francés, son más difíciles de documentar sus itinerarios misioneros por el norte de África. Con todo, viajero con un cuenta-kilómetros impresionante (recorrió toda España), comisionado por el Papa para la ejecución de innumerables disposiciones y para numerosísimas y dificilísimas encomiendas, trabó conocimiento con la más variada gama de paisajes transitados y de gentes tratadas. a experiencia de las cosas vivas, de los asuntos reales y candentes acrecentó el practicismo que lo adornaba como dote racial. Su prosa hecha a la vez de parquedad y de precisión, de ponderada equidad y de indeclinable justicia, acreditan al perspicaz y certero observador de la realidad social.

Falta de ponderación y sobrada de desconocimiento considero la audacia de quienes sostienen que los antiguos moralistas, enfrascados en la disección de los actos humanos individuales, no avizoraron las cuestiones económicas en su proyección social. El estudio de las obras de San Ramón de Penyafort les da un matizado mentís. Claro está que en la Edad Media no se daba la complejidad mercantil y la técnica financiera de nuestros días y, por lo mismo, mal podrían aquellos teólogos tratar cuestiones morales del todo inexistentes. Sin embargo, no negligían ni mucho menos el ordenamiento jurídico de la sociedad, ni se inhibían de tratar acerca de las estructuras sociales y del estatuto jurídico de las diversas razas convivientes en nuestro solar patrio. Lo veremos más adelante. Lo que sucede es que no se limitan a consideraciones de tipo humanitario terrenal, sino que anteponen a toda otra consideración el bien supremo de la salvación eterna del hombre: este principio, por cierto humanísimo, preside toda su concepción y toda su actuación a fuer de cristianos y de religiosos.

Se atribuyen a San Ramón diversos opúsculos sobre litigios entre instituciones, sobre la guerra y el duelo, sobre derechos hereditarios, sobre la visita a las diócesis y la cura pastoral. En cambio, no es segura su paternidad del libro Modus iuste negotiandi (por lo demás extraviado). De todas formas, en sus obras morales y canónicas se hallan concretas directrices para el recto ejercicio de la actividad comercial con muy curiosas consideraciones acerca de las cuestiones de propiedad urbana, sus servidumbres y censos, así como sobre la licitud de la práctica de la venta con pago diferido e incrementado.

Conocedor de todas las parcelas del Derecho, su visión abarcadora atendía concienzudamente todo cuanto de una u otra forma pudiera afectar a los fueros de la justicia y de la caridad, adelantándose incluso a los problemas de conciencia que se suscitarían con las nuevas situaciones que se veían venir.

Una previsión despierta nos dicta también a nosotros que tenemos que prepararnos para nuevas reformas de las instituciones económicas y que, lejos de hacerle ascos, hemos de propiciar un cambio de las estructuras sociales, tendente a una mejor distribución de los bienes de la tierra y de la industria. Parece congruente sostener que el sistema basado en la iniciativa privada sigue siendo el más eficiente para espolear la producción; sin embargo, hay que exigir que todas las actividades y funciones lucrativas cumplan un servicio y rindan un provecho a la sociedad y es urgente redistribuir, con implacable energía, las cargas y los beneficios mediante una drástica nivelación, suavemente escalonada, de las diversas clases sociales.

Nos hallamos en un período de cambios profundos que afectarán a los supuestos mismos del vigente sistema económico-social. Se precisan moralistas, preferentemente seglares, que dictaminen sobre los derroteros del acrecentamiento de la producción y propicien un ordenamiento de la sociedad con vistas a la promoción integral de la persona humana.

Se escribe mucho sobre la sociedad de consumo, tan denostada, pero tal vez no se señala el carácter más corruptor y preocupante de nuestra sociedad: el ser desaforadamente competitiva. El desarrollo, tan deseable, tiene como contrapartida el desencadenar en los empresarios una carrera desbocada de avances acelerados que frecuentemente no respetan las leyes más elementales del juego limpio o del respeto a los competidores. Los frenéticos obtenedores de provechos colosales y de ampliaciones precipitadas provocan una inflación galopante con la consiguiente carestía de la vida, y lo que es más lamentable, contagian a todos los ciudadanos de su insaciable y febril ansia de rápido encumbramiento.

No puede juzgarse como ideal una sociedad cuyo único móvil del quehacer sea el lucro. En este supuesto, el dinero queda erigido en supremo valor, alcanza categoría divina de ídolo, al que toda actividad laboral y gestora está subordinada. Sea en buena hora el lucro, el acicate necesario, hoy por hoy, para el desarrollo nacional; opérese con lucro, pero supeditado al bien social, o sea, en última instancia, orientado al amor del prójimo. Todo lucro individual debe ser fruto de un serio rendimiento y de una real aportación a la elevación personalizante. No puede, por lo general, considerarse beneficio lícito el que no tenga contraprestación alguna beneficiosa en el orden social.

Aceptada, por desgracia, en amplios sectores la máxima mundana de enriquecerse a toda costa, viene como consecuencia necesaria el desquiciamiento del orden socio-económico y se irrogan graves perjuicios tanto a los intereses materiales como a los morales de los compatriotas.

Desde un punto de vista ético, apenas es dable en la práctica separar los dos aspectos de la persona, el individual y el social. La actuación profesional y la actividad empresarial deben considerarse inmorales desde el momento que claudica la licitud de alguno de estos aspectos y así lo han juzgado siempre los Doctores de la Iglesia.

El moralista combate al pecado en donde quiera lo halle incrustado. Ahora bien, el poder del mal no sólo se instala en el corazón de los individuos, también se manifiesta en las relaciones interpersonales y en el entramado estructural de la vida societaria.

La Summa Raymundiana #

Misericordioso como el Padre celestial, fray Ramón, dotado por Dios de una gran discreción de espíritu, fue ministro insigne del sacramento de la Penitencia22.

La disposición del Concilio IV de Letrán (1215), estableciendo la obligatoriedad de la confesión anual, y su experiencia de confesor como penitenciario de Gregorio IX influyeron decisivamente en su celo por el sublime ministerio de la reconciliación. No podemos conocer directamente los frutos de su labor sacramental, envuelta en el secreto. Mas nos queda un monumento literario de su experiencia sacerdotal, que por sí mismo nos demuestra la importancia santificadora que atribuía al sacramento.

Sabiendo que no todos los sacerdotes estaban en posesión de la preparación necesaria para ejercer el ministerio sacramental fructuosamente, se dispuso a prestarles su ayuda. De esta necesidad sentida y del precepto del primer provincial de España, fray Suero Gómez23, nació la obra maestra de San Ramón, la Summa poenitentiae, o Summa casuum conscientiae, o simplemente Summa.

En el breve prólogo, el autor, «Ego Raymundus inter fratres Ordinis Praedicatorum minimus», indica los destinatarios –los hermanos de su Orden y otros sacerdotes–, las fuentes de su doctrina y la finalidad de la obra: facilitar la solución de casos de conciencia, tanto en el foro sacramental como en el campo del consejo. Y señala el motivo inmediato de su labor, la obediencia24.

Los expertos han fijado la época de su redacción entre 1223 y 122925, para las tres primeras partes, enunciadas en el prólogo del Maestro26, con algunas modificaciones posteriores. El propio Penyafort añadió una cuarta parte, la Summa de matrimonio, que es una adaptación personal de la obra homónima de Tancredo27.

El método empleado es sistemático, escueto y claro, insertando lo útil y eliminando lo superfluo. No pretende hacer una obra erudita sino útil, aunque fundamentada; por ello cita las Decretales de los Papas, y los diez maestros más esclarecidos en la ciencia teológico-jurídica28.

En una simple ojeada a la suma raimundiana, el lector queda sorprendido por la fluidez, multitud y exactitud de las citas, tanto de la Sagrada Escritura, como de las bulas pontificias y de los autores que menciona. La Summa aparece con una encomiable modernidad.

La obra de Penyafort no fue la primera en su género. Anteriormente el inglés Roberto de Flamesbury había escrito un «poenitentiale»29. Mas puede afirmarse que fue la más importante. Así lo atestiguan los múltiples manuscritos en todas las bibliotecas importantes, las ocho ediciones impresas hasta 174630. La Summa raimundiana fue, junto al Liber sententiarum de Pedro Lombardo, libro de texto de los estudiantes dominicos, ya antes de 125931. De su extraordinaria difusión puede darnos idea la versión métrica de la misma, realizada por Arnulfo de Lovaina, abad cisterciense de Villers, en 125032.

Al adentrarse en la lectura de la Summa, tres aspectos llaman poderosamente la atención del lector: el sentido teológico-pastoral, la amplitud de los temas tratados y la preocupación del moralista por los problemas del momento medieval.

Los antiguos libros penitenciales atendían preferentemente el aspecto práctico; sólo incidentalmente contenían apuntes dogmáticos. A partir del siglo XII los teólogos influyeron en los canonistas en las cuestiones dogmáticas y especulativas. A partir de Graciano, la teología ocupó definitivamente un lugar en los tratados morales, cuyos destinatarios eran los eruditos. El nuevo tipo de obras, las sumas de confesores, destinadas a los sacerdotes sin gran preparación intelectual, contienen ya, junto a los temas prácticos, doctrina teológica sobre los diversos sacramentos y unos casos que pueden servir de pauta para la solución de situaciones concretas. Abunda en ellos lo que hoy llamamos teología pastoral y en la Edad Media recibía el nombre de «iurisprudencia divina»33. Además, en aquella época la teología moral y el derecho canónico –normativo– constituían una misma ciencia. Así, las sumas de confesores se deben a los teólogos-canonistas.

San Ramón fue uno de ellos, con excepcional preparación doctrinal y prolongada experiencia ministerial. Volcó en la Summa sus conocimientos teológicos y jurídicos y sus extraordinarias facultades de penetración del corazón humano34. Escribió, como pastor, porque era en verdad «medicus animarum».

Como tal tuvo y acrecentó su preocupación apostólica, la «salus animarum». Y, si bien para asegurarla, se inclina hacia lo que le parece «tutior et consulior ad salutem»35, porque «verius videtur»36; supo también atemperar el juicio riguroso de algunos –sobre la gravedad de la mentira jocosa–: «Prima opinio humanior est, et mihi magis placet»37. Tanto le acuciaba el bien de las almas, que escribió: «Maius damnum est in amissione unius animae, quam infinitorum corporum»38. Amaba el bien del hombre, el bien total. Por ello se le puede llamar en justicia «Doctor Humanus».

Nada tiene, pues, de particular que esta preocupación pastoral le llevara a sobrepasar los límites del plan trazado en la revisión teológica de los problemas de conciencia39. Los simples enunciados de los diversos epígrafes son suficientemente expresivos de esta amplitud. No es necesario insistir en lo que es evidente al lector de la Summa raimundiana.

El tercer aspecto digno de consideración es la adaptación del autor para enjuiciar con los principios permanentes las situaciones nuevas de su tiempo. Basten algunos ejemplos, sin duda, representativos40.

El siglo XIII fue una época caballeresca, belicosa y mercantil. Ramón de Penyafort no podía ignorar los problemas de sus conciudadanos y sobre ellos formuló su juicio teológico-moral.

Los torneos de nobles y caballeros no eran simple ejercicio de destreza. Eran enfrentamientos peligrosos. San Ramón los sanciona como gravemente pecaminosos41. Igualmente condena el duelo como costumbre bárbara, que no consigue la finalidad de esclarecer la verdad, y considera a los contendientes como asesinos y responsables del pecado de homicidio42.

Tema de mayor importancia era la guerra. La reconquista del suelo patrio del dominio de los musulmanes era una empresa secular, con carácter de cruzada. Ramón de Penyafort justifica la reconquista, porque, supuesta la autoridad del príncipe, dos motivos principales justifican el conflicto armado: recuperar lo ilegítimamente usurpado por el enemigo y repeler la agresión injusta43. Considera un deber del obispo o del juez eclesiástico invocar la intervención del brazo secular contra los violentos, no para su destrucción o mutilación, sino en defensa de la fe, de la paz y libertad de la patria y para devolver al culto de la fe cristiana la tierra ocupada por los infieles44.

Mas exige para los beligerantes la rectitud de intención, evitar todo deseo de venganza, ser humanitarios y excluir la voluntad de dominio ambicioso45. Considera asimismo como un ultraje a la dignidad humana, que con ocasión de una guerra, aunque sea justa, se expolie a los inocentes, se encarcele a los rústicos del bando contrario o se les atormente o mate46.

Conexo con el tema de la guerra estaba la cuestión de los impuestos que el príncipe podía percibir de los súbditos. El problema da ocasión al «Doctor Humanus» de establecer la doctrina constitucional del pacto entre el príncipe y el pueblo y la legalidad y justicia con que debe proceder en orden a percibir los diversos subsidios o impuestos47.

En el mismo plano de justicia y rectitud, ni al príncipe ni a los privados les es lícito apoderarse de las mercancías de los náufragos, a no ser que se trate de naves piratas o de beligerantes infieles o enemigos48. Como tampoco les es lícito infringir los pactos de tregua, ni siquiera en el terreno comercial, abordar naves mercantiles sarracenas en tiempos de tregua es sencillamente un hurto49.

En el primer tercio del siglo XIII Barcelona experimentó un sensible progreso económico. Los gremios eran pujantes. La flota mercantil catalana, que gozaba de privilegio prevalente de exportación, navegaba por el Mediterráneo con las mercancías de sus talleres hasta la lejana Alejandría. Se establecieron representantes permanentes del comercio naval catalán en los diversos puertos, dando origen a los famosos consulados de mar.

San Ramón de Penyafort no desconocía los problemas éticos que el mercantilismo llevaba consigo. Desgraciadamente se ha perdido su opúsculo Modus iuste negotiandi in gratiam mercatorum. El solo título es suficientemente expresivo de su contenido y de la oportunidad temática.

Algo de su contenido podemos barruntar en la Summa.

En ella distingue los negocios ilícitos, «quae sine peccato exerceri non possunt»50, de otros muchos que pueden ejercerse dignamente. Como norma fundamental deontológica del mercader señala la obligación de evitar la mentira y el perjurio, es decir, la propaganda que perjudique al comprador51. El mercader cristiano debe evitar la venta de armas a los enemigos de la fe y de cuanto sólo sirve al orgullo52.

El mercader cristiano está obligado a pagar los derechos de entrada o tránsito –«pedagium»–, incluso a los sarracenos, si éstos de conformidad con los pactos de tregua se comprometen a la salvaguarda de las personas y de las mercancías no prohibidas. Obligación que comporta el deber de la restitución en tiempo de tregua, aunque no en tiempo de guerra. Mas como el santo entiende que en tiempo de guerra el mercader cristiano no puede negociar lícitamente con los infieles beligerantes, pues supone un desprecio a la fe, impone a tales comerciantes la obligación moral de ofrecer lo que deberían haber pagado como impuesto de tránsito para la redención de cautivos cristianos o para ayudar a los que luchan para defender el culto cristiano53.

Otro aspecto del comercio.

Toda época de transición plantea nuevos problemas prácticos con repercusión en la doctrina. Y aunque respetando la tradición, la doctrina moral no puede cerrarse a las enseñanzas de la realidad para resolver las dudas que acucian al moralista54.

La incipiente industrialización requería, por una parte, la intervención de los mercaderes y, por otra parte, un inicio de capitalización. No siempre es fácil suprimir entre el productor y el comprador el intermediario, y éste aporta un trabajo y unas expensas a veces arriesgadas, sobre todo en el siglo XIII. Con ello los teólogos medievales se vieron precisados a examinar la justicia y la moralidad de los contratos de compra-venta y los contratos de préstamo.

Para los contratos de compra-venta era necesario buscar «el valor objetivo de uso comúnmente admitido» que fijaba la costumbre de un modo casi estable, en relación con las cualidades de los bienes o con la capacidad media de rédito que podía obtenerse de la cosa que se trataba55. Era problema, pues, de relativa facilidad en aquellas circunstancias.

En cambio, los contratos de préstamo ofrecían mayor dificultad. Se partía del principio de la improductividad del dinero. Sin embargo, se empieza a distinguir en esta época el préstamo de consumo del préstamo de producción. Exigir interés por el primero se consideraba usura, pues se trataba de bienes fungibles, principalmente alimenticios, o de razón de caridad. San Ramón, siguiendo las doctrinas de Oxford, con Alejandro de Hales, y de la escuela de Bolonia con los doctores civilistas y entre los canonistas el Ostiense, acepta en la Summa las exigencias de una economía monetaria y mercantil, justificando el interés moderado56. En todo caso, debe examinarse en el fuero interno la recta intención de los prestamistas. Veamos algunos detalles.

El Maestro barcelonés, después de ofrecer la definición y la división de las especies de usura en progresión decreciente del interés exigido y de los objetos particulares sobre los que puede versar –moneda, metales y alimentos–57, admite que la oblación espontánea del beneficiario no engendra culpa en el prestamista58. En el mismo lugar de referencia, enumera varios casos en los que es lícita la usura, o, por mejor decir, el interés. Entre ellos figura la devolución retrasada al acreedor, impidiéndole cumplir otras obligaciones59. Más adelante, justifica el interés si es por pena impuesta judicialmente o si es convencional entre los pactantes, como garantía de la devolución en el tiempo prefijado, aunque siempre exige en el fuero interno rectitud de intención60.

Mientras califica de «nefandas beluas detestandas» a los acaparadores que provocan la carestía de un producto61 y considera sin valor las leyes que permiten la usura propiamente dicha, escribe: «Illae tamen leges quae permittunt usuras exigi ratione interesse, vel ratione morae, bonae sunt et approbandae, si sane intelliguntur»62.

En definitiva, Ramón de Penyafort admite en la Summa muchos paliativos con respecto a la rigidez de las ideas corrientes. Se dan motivos justificativos del interés, como el «periculum sortis», el «lucrum cessans»63. Si bien el dinero continúa siendo per se improductivo, accidentalmente puede ser productivo en razón de las circunstancias.

Pastor y médico de almas se esforzó para iluminar con la luz de los principios perennes de la verdad las nuevas perspectivas del progreso medieval. Procuró aplicar a los problemas de su tiempo el sentido de equilibrio racional y teológico, pues el hombre medieval, si bien cifraba su esperanza en el más allá, sólo podía elevarse a la trascendencia divina desde su afincamiento en el mundo presente. El celo apostólico confirió a San Ramón, el fraile predicador, un elevado sentido común para guiar a sus conciudadanos por el camino del bien.

Es en esta perspectiva como puede comprenderse la admirable obra de la Merced, de redención de cautivos, surgida en la cristiana Ciudad Condal. Era la etnicidad mercantil y laboriosa de Cataluña, elevada por la fe y la caridad bajo el influjo de San Ramón de Penyafort al nivel sobrenatural. Compraban esclavos para darles la libertad. Esta transacción de dinero para devolver la libertad y la esperanza a los hermanos, era el complemento cristiano de las instituciones mercantiles de Cataluña. A fin de cuentas, los mercedarios eran piadosos mercaderes, símbolo de un pueblo mercantil y creyente, de espíritu práctico y misericordioso64.

Misionero #

Los Romanos Pontífices urgían con apremio a los Soberanos de los reinos españoles a continuar la conquista de los territorios dominados por los musulmanes. El propio San Ramón fue enviado por el Papa Gregorio IX a las diócesis de Arlés y de Narbona a predicar la cruzada de la conquista de Mallorca.

Pero es digna de examen detenido la paulatina transformación que durante este siglo XIII se opera en los ánimos de los eclesiásticos, quienes, por influencia de las Órdenes mendicantes se inclinan a sustituir las campañas bélicas por las empresas evangelizadoras. La doctrina de San Raimundo a este respecto es clara. «Debent tam iudei quam sarraceni auctoritatibus, rationibus, blandimentis potius quam asperitatibus ad fidem christianam de novo suscipiendam provocari». Esta norma, que respalda invocando la autoridad del Concilio de Toledo, la imparte con referencia a los infieles que viven en tierra de cristianos.

En el medioevo la sociedad hispana agrupaba, junto a los ciudadanos católicos, elementos extraños a nuestra fe, los mahometanos y los judíos a cuyos intentos proselitistas había que oponerse y cuyas almas había que considerar destinatarias de evangelización. Estas dos necesidades espolearon el celo ardentísimo de San Raimundo como veremos en seguida. Séame permitido antes de penetrar en estas dos vertientes del problema, brindar una reflexión edificante. Uno de los grandes méritos de los intelectuales cristianos de la Edad Media que acredita y encarece la firmeza de su fe, consistió en resistir el atractivo de la superior civilización hebrea y sarracena. Hombres, tan afanosos de cultura como Ramón de Penyafort, traban contacto con los rabinos y los ulemas no sólo sin sufrir el más leve titubeo en sus creencias católicas, sino, lo que es más, sin padecer la más sutil contaminación en su fe. Intelectuales como Ramón de Penyafort, reyes, mercaderes y menestrales, avecindados junto a los cultísimos seguidores talmúdicos o coránicos, no experimentan complejo alguno de inferioridad, permanecen adheridos al Magisterio de la Iglesia y aun les acucia la conciencia del deber misionero, en cumplimiento del mandato de Cristo de expandir el evangelio.

Para valorar esta actitud tan reciamente cristiana, téngase en cuenta que por aquel entonces brillaban en Barcelona judíos tan preclaros como Hasdai (1165-1216) al que se apodaba «la fuente de la sabiduría, el océano profundo del pensamiento» y Salomón ben Adret (1245-1310), que hizo de España el centro intelectual de toda la diáspora mundial judaica. No se olvide el alto nivel de civilización que alcanzaron los árabes hispanos, el refinamiento de su cultura. Nada hace mella en las convicciones religiosas de nuestros compatriotas. ¡Qué lección para los intelectuales católicos del siglo XX, que, faltos a veces de segura confianza, andan a la caza de cualquier novedad humana con una versatilidad parecida a la de los antiguos atenienses!

Las nuevas teorías y las audaces corrientes representan para muchos, otras tantas ocasiones para creer quebrantados e inservibles los fundamentos tradicionales en que se basa la doctrina católica. La lealtad total y ferviente de una adhesión filial a la Iglesia exige saberse guardar de pueriles juegos caviladores. ¡Cuántos hoy en día, queriendo, según dicen, luchar contra la anquilosis y la esclerosis del cristianismo, caen en el extremo de contraer vulgares «enfermedades infantiles» de una pseudo-conciencia presuntuosa, al tiempo que practican una precipitada e injusta crítica de los principios cristianos apoyándose tan sólo en criterios superficialmente modernos o comprobadamente erróneos! Ganados por el fetichismo de doctrinas materialistas, no hacen ya una aceptación incuestionable de la revelación cristiana, como si no constituyera el sistema superior, además del verdadero.

Tengo interés en asentar que no sería lícito confundir la fidelidad a lo eterno con la adhesión mezquina y hasta morbosa al pasado inmediato. Declaro mi convicción de que las ciencias, inclusive las eclesiásticas, son esencialmente progresivas y de que hay que servir incansablemente a esta exigencia. Pero no dudo en proclamar que para nosotros los católicos es inadmisible dejarse arrastrar por la superficialidad y las modas.

La Orden de Predicadores nació para superar el error de los albigenses con la difusión de la verdad católica. Fray Ramón sentía en su alma el peso del mandato apostólico de predicar a todas las gentes. Fiel a su vocación de fraile predicador, desplegó una portentosa actividad misionera.

En Cataluña los cristianos convivían con núcleos importantes de judíos. Con frecuencia se manifestaban grupos o personas heterodoxas. La servidumbre de cautivos cristianos en tierras musulmanas representaba un serio peligro para la fe de los detenidos. No eran pocos entre ellos los que, por lo menos externamente, abrazaban el islam para vivir sin trabas corporales o espirituales en el norte de África.

El propio Santo intervino en la conversión y bautismo de numerosos judíos y musulmanes. Por experiencia personal sabía que no eran las armas el medio más eficaz de propagación de la fe, sino la amistad persuasiva. Era necesario transformar la cruzada en misiones. «Debent autem Iudaei et Sarraceni auctoritatibus, rationibus et blandimentis potius quam asperitatibus ad fidem christianam de novo suscipiendam provocan, non tamen compelli, quia coacta servida non placent Deo»65.

Este anhelo de atraer a los no cristianos, no le llevó a incidir en confusionismos, como si la fe cristiana fuera un elemento secundario en la convivencia humana. Las advertencias del Santo son significativas: moderado uso de compartir con ellos la mesa, más amplio «in terra eorum… ad praedicandum eis fidem Christi». No darles dignidades seculares, «ne in christianos occasionem habeant saeviendi». No dejarles nada en testamento, ni permitir nuevas sinagogas, sino sólo reparar las existentes. Deben respetar los días santos cuando pidieren el bautismo, deben prepararse durante la cuaresma con penitencias y ayunos, y una vez convertidos no se les debe excluir de sus posesiones66. Y porque en Cataluña no se permitía la esclavitud entre cristianos, a los siervos convertidos el dueño debe otorgarles la libertad en expiación de los propios pecados67.

Respecto de los judíos su primera providencia fue evitar que pudieran hacer proselitismo entre los cristianos. No se puede seguir sosteniendo, porque es inexacto, que el espíritu de tolerancia religiosa a Jaime I le fuera inspirado e inoculado por nuestro fraile jurista. El gran monarca aragonés sentía hacia los judíos (excelentes colaboradores suyos) marcados sentimientos de benevolencia y de gratitud y tuvo que protegerlos contra la disposición de Gregorio IX que, preocupado por la infección doctrinal que su convivencia podía producir a los fieles cristianos, lanzó contra ellos una Bula que los desposeía de todos sus libros religiosos. Sin embargo, es justo subrayar que San Ramón, como todos los escritores cristianos, enseñó la voluntariedad de la conversión al cristianismo y la absurdidad de la coacción para forzar la fe en Cristo. Es más; en nuestra Península durante el Medioevo nunca se impuso una enseñanza cristiana a los hijos de padres judíos, al estilo, por ejemplo, como hoy día en los Estados comunistas imponen la enseñanza marxista a todos los niños de sus territorios. En aquel entonces, en los países cristianos los padres y maestros podían educar libremente a sus hijos y discípulos en la ley mosaica. Existía, pues, un respeto a la conciencia religiosa más efectivo que ahora en las dos terceras partes de la población mundial. En este punto el Concilio Vaticano II ha corroborado la vieja doctrina católica, declarando: «Se violan los derechos de los padres si se obliga a los hijos a asistir a lecciones que no correspondan a la convicción religiosa de los padres o si se impone un sistema único de educación del cual se excluya totalmente la formación religiosa» (cf. DH 5).

Lo que sí favoreció San Raimundo fue el método misional de las controversias públicas de los dominicos con los rabinos, en presencia del rey Jaime I. Célebre es la disputa entre el judío converso fray Pablo Cristiá y el prestigioso rabino Moisés ben Nahman. No contento con estos debates, el Santo logró del rey licencia para predicar por sí y por sus correligionarios en las sinagogas judías.

Más amplitud cobró la labor misional de fray Ramón para la conversión de los mahometanos, en la línea de aquel movimiento de evangelización del norte de África, que habían iniciado heroicamente los frailes mendicantes y que respaldó Honorio III concediendo a los misioneros amplias facultades para absolver de excomuniones y encargando al Arzobispo de Toledo que enviara al reino de Miramamolín más frailes Predicadores y Menores y que consagrara Obispos a algunos de ellos.

San Ramón propulsó antes, durante y después de su Generalato, estas expediciones materialmente inermes y espiritualmente eficacísimas. Existe amplia documentación sobre el particular. En 1265 el Santo comunica al General de la Orden la conversión de más de 10.000 mahometanos.

La estrategia misional de San Raimundo se acredita de seria y profunda al pertrechar a los misioneros con un espléndido bagaje teológico. A este fin creyó necesario contar con un libro solvente, de bien fundamentado contenido doctrinal y de bien concebido método apologético. Recurrió a la mayor inteligencia de la época y recabó de Santo Tomás de Aquino la redacción de la Summa contra Gentes (1259-1261).

El afán evangelizador de San Ramón no se proyecta tan sólo sobre estas misiones exteriores. La predicación en las aljamas de los moros, que seguían habitando en los estados del Conquistador, fue objeto de minuciosa reglamentación por parte del genial jurista en connivencia con el rey.

Pese a estas imposiciones de escuchar a los predicadores del Evangelio, sarracenos y judíos gozaban del libre ejercicio de su culto y de sus leyes.

El celo misionero de Penyafort no se limitó a los infieles de tierras cristianas. Su mirada abarcaba a los musulmanes del norte de África. No es mi intención entrar en pormenores. Me limito a dos hechos suficientemente expresivos.

Fraile predicador, sabía que es más eficaz la fuerza de la verdad que la conmoción del sentimiento pasajero. Tampoco quería evangelizar destruyendo sinagogas o mezquitas, sino levantando junto a ellas escuelas cristianas. Para ello era indispensable organizar un grupo de hombres, apóstoles de la verdad en la caridad. Predicadores que se hicieran todo para todos, para ganarlos a todos.

Este grupo de frailes predicadores requerían dos condiciones: conocer la lengua y poseer la ciencia adecuada.

En cuanto a la lengua, procuró que se cumpliera la disposición del capítulo general de la Orden, «estableciendo que en los conventos lindantes con tierras de misión, se estudiaran las lenguas de los países vecinos; de donde se deducía que en la provincia de España correspondía estudiar el árabe»68. A instancias de Penyafort y del general de la Orden, Juan Teutónico, el capítulo provincial de España, celebrado en Toledo el año 1250 bajo la presidencia del provincial, Arnaldo de Segarra, decretó que en virtud de obediencia Arnaldo de Guardia, Pedro Arias, Pedro de Pou, Pedro de Canyellas, Diego Esteban y Ramón Martí se dedicasen al estudio del árabe y otras lenguas orientales69.

Consciente de que el apostolado exige, como dice San Pablo, hacerse todo para todos con la finalidad de procurarles la salvación, impulsó la institución de escuelas en Murcia y en Túnez70 (posteriormente se crearon la de Barcelona, la de Valencia y la de Játiva), para que algunos dominicos aprendieran la lengua, la mentalidad y las costumbres arábigas.

Supuesto el conocimiento de la lengua, era preciso cuidar de la preparación intelectual de los hombres escogidos. Para este cometido recurrió San Ramón al Maestro de Teología Tomás de Aquino, suplicándole un libro para los misioneros. Las razones de su petición no eran únicamente su particular iniciativa misionera, sino la delegación apostólica conferida a Penyafort por el Papa Alejandro IV, el 15 de julio de 126071.

A la petición de fray Ramón accedió Santo Tomás de Aquino con la incomparable aportación de la Summa contra Gentes. Así lo atestigua el cronista Pedro Marsili.

«Conversionem etiam infidelium ardenter desiderans, rogavit eximium Doctorem Sacrae paginae, Magistrum in Theologia, F. Thomam de Aquino, eiusdem Ordinis (qui inter omnes huius mundi clericos, post F, Albertum Philosophum, maximus habebatur), ut opus aliquod faceret contra infidelium errores, per quod et tenebrarum tolleretur caligo, et veritatis doctrina credere nolentibus panderetur. Fecit Magister ille, quod tanti Patris humilis deprecatio requirebat, et Summam, quae contra Gentes intitulatur, composuit, quam pro illa materia non habuisse parem creditur. Studia linguarum pro Fratribus sui Ordinis Tunicii et Murciae statuit, ad quae Fratres Catalanos electos destinari procuravit»72.

De la pronta difusión de la obra del Doctor Angélico y del amplio uso que de ella hicieron los predicadores misioneros baste una referencia. Como demostró el Dr. Llovera, fray Ramón Martí, el más célebre de los destinados al estudio del árabe, al redactar su obra Pugio Fidei tuvo presente y extractó veintiún capítulos de la Summa contra Gentes del Angélico73, adaptándolos al plan de su obra controversista.

La solidaridad propia de la Orden de Predicadores permitió a San Ramón de Penyafort infundir su celo misionero a sus hermanos, que tantos frutos cosecharon para la Iglesia.

El corazón sacerdotal de fray Ramón sentía también la preocupación angustiada por el retorno a la unidad de la fe de la Iglesia Católica, de los que se habían alejado de Ella por la herejía, el cisma o la apostasía74. Hijos pródigos que debían ser acogidos con misericordia.

Mas, por cuanto la heterodoxia era en la sociedad cristiana medieval un delito de corrupción mental, procuró atajar el mal con suavidad de santo y energía de pastor espiritual. Pues lo que en la cristiandad medieval era un entramado de relaciones personales, hoy se ha convertido con frecuencia en mera relación de cosas e ideas.

El cardenal Gomá escribió a este respecto: «Voy a pronunciar una palabra que siempre ha causado estremecimiento en nuestras generaciones, porque en ella se ha mezclado una gran mentira, un repugnante sistema de insinuaciones falsas; palabra que, incluso para personas de cierta cultura, representa una estridencia histórica… Hablo de la Inquisición»75.

Ramón de Penyafort trabajó para implantar la Inquisición en Cataluña y fue el primer Inquisidor. Y ello representa una faceta importante de su vida. Como tal, en colaboración con el arzobispo de Tarragona, dictó sabias y prudentes normas para los procedimientos pertinentes76, prescribiendo que los inculpados fueran tratados con humanidad y caridad.

Para explicar el sentido de la intervención del Santo en la Inquisición de Cataluña, nada mejor que las palabras del preclaro obispo de Vic, doctor Torras y Bages, que me limito a traducir: «Desde siempre ha habido tribunales para sancionar las acciones humanas, mas el tribunal para inquirir y sancionar las ideas fue una institución nueva y utilísima para el triunfo de la verdad y el progreso de la civilización. La garantía que la forma jurídica concede a ambas partes en toda cuestión, dificulta el apasionamiento, la división en partidos, que comporta en definitiva el resolver el asunto por medio de las armas. En aquellos tiempos de reflexión, en que se creía que la verdad existía y era única, la forma inquisitiva de los frailes predicadores pareció un progreso extraordinario y un medio eficacísimo de civilización cristiana. Civilización cristiana que profesaba que el fundamento de la vida humana, tanto individual como colectiva, es la verdad, la cual debe ser proclamada como reina del linaje humano. Quizá en estos tiempos de frenetismo, en que se proclama la realeza, no de la verdad, sino de la ciega opinión, variable y corruptible, parecerán estas ideas demasiado duras. Mas, entienda el lector que aquellos tribunales de ideas, destinados a obtener la unidad del pensamiento, tenían en cuenta la naturaleza racional del hombre y sus exigencias»77*.

La portentosa actividad desplegada por San Ramón de Penyafort, que, a grandes trazos, he intentado recordar como servidor de la verdad en su vertebración eclesial y social de la justicia, como pastor y médico de almas en su doctrina moral, y como misionero infatigable, fue sencillamente la plenitud de la vivencia de su vocación de fraile predicador.

Epílogo #

Los santos no mueren nunca, porque su espíritu permanece vivo en la Iglesia. A cuantos honramos la memoria de San Ramón de Penyafort en el VII Centenario de su gloriosa muerte nos incumbe el deber de perpetuarlo.

Él nos ha legado el ejemplo de humilde, y por humilde, valiente y perseverante servicio a la verdad. Se sirve a la verdad con la profesión de la fe cristiana y el estudio de toda ciencia, pues no hay oposición entre la creencia religiosa y las exigencias de la razón especulativa y práctica. Se sirve a la verdad proclamándola y aplicándola a la convivencia eclesial y ciudadana por la justicia, y defendiéndola con el derecho normativo. Se sirve a la verdad con el equilibrio interior, propio de espíritus convencidos del dinamismo de principios trascendentes, que se apartan por igual de la pasión y del indiferentismo.

Hoy, que el servilismo en la aceptación de filosofías de moda ha producido un vacío en nuestras escuelas filosóficas, privándoles de la libertad de adherirse a la verdad, y está sacudiendo el arte normal y humano de pensarla78, necesitamos con urgencia dar culto a la verdad y servirla con el «seny» de fray Ramón de Penyafort, que es sentido común, profundidad y sabiduría al mismo tiempo.

El Maestro de Penyafort nos ha legado sus obras, particularmente la Summa poenitentiae. Como toda obra moral, entreverada de derecho positivo y circunstancial, ha perdido parcialmente su actualidad al perder la ley su valor normativo. Mas, además de la letra, contiene un espíritu, y éste es permanente. La moderación, la rectitud y la capacidad de subsumir los temas a un juicio teológico y moral con rigor y prudencia, debe continuar siendo norma de conducta para los moralistas modernos.

No se puede dilapidar la herencia del esfuerzo de los antepasados, únicamente por pertenecer a otro tiempo, ni se puede cerrar el espíritu a la evolución propia del presente y previsible en el futuro. El «Doctor Humanus» debe servirnos de pauta para enlazar con el anillo del amor la verdad, el pasado y el presente en el engarce maestro de la auténtica tradición. Tradición que, como árbol frondoso, deja en el paso del tiempo sus hojas conservando la vitalidad del tronco y la raíz.

Mas para asimilar el espíritu raimundiano es necesario libarlo en contacto con sus obras. Desearía vivamente que la presente conmemoración centenaria no fuera un simple documento de archivo, sino un jalón que espoleara a los estudiosos a profundizar el pensamiento del santo Predicador, dando a conocer las fuentes de su pensamiento y la influencia del mismo en la historia de la Iglesia y de la cultura española.

Para que este conocimiento tuviera horizontes más amplios del campo de los especialistas, ¿no sería útil una edición manual y bilingüe de sus obras, que con oportunos comentarios ofreciera al público culto de España el «seny» incomparable del Maestro Ramón de Penyafort? Públicamente hago votos para que esta necesidad y este deseo sea uno de los frutos concretos de la presente conmemoración centenaria del insigne catalán de corazón universal, el «Doctor Humanus», que fue fray Ramón de Penyafort, de la Orden de Predicadores.

1 Cf. Clemente VIII, Bula «Romana Catholica Ecclesia» (29 de abril de 1601), núm. 34-35, en Summa: XXXVIII-IX; F. Valls Taberner, San Ramón de Penyafort, Barcelona, 1936, 165-166.

2 I. Gomá i Tomas,Sant Ramón de Penyafort, representatiu del seny jurídic cristià, Barcelona, 1923, 25.

3 Cf. Josep Torras i Bages, La tradició catalana, Barcelona, 1925, 196.

4 I. Gomá, o.c., 24.

5 Cf. Marie-Dominique Chenu, St. Thomas d’Aquin et la théologie, París, 1970. Es interesante a este respecto el capítulo primero.

6 Cf. Valls Taberner, o.c., 13-14.

7 Ibíd., 16-17.

8 Cf. Ibíd., 29-30.

9 Cf. Ibíd., 37.

10 I. Gomá, o.c.22.

11 Amadeus Teetaert, La doctrine pénitencielle de saint Raymond de Penyafort, o.c., en «Analecta Sacra Tarraconensia» 4 (1928) 138-139; cf. Summa, II, 5, 9, 167-168.

12 Summa, II, 5, 17: 198.

13 Summa, praefat.: I.

14 Cf. Valls Taberner, o.c., 68-77.

15 Torras i Bages, o.c., 181.

16 Summa, praefat: II.

17 Cf. Valls Taberner, o.c., 94 ss.

18 L. Feliu, Diplomatari de sant Ramon de Penyafort, en «Analecta Sacra Tarraconensia» 8 (1932) 103 y 105.

19 Cf. Valls Taberner,Diplomatari de sant Ramon de Penyafort,en «Analecta SacraTarraconensia» 5 (1929) 5, 6, 19-21, 43, 48, 51-52.

20 Cf. Ibíd., 34-36.

21 L. Feliu, art. cit., 109.

22 Cf. Summa, praefat.: I.

23 Cf. Ibíd.: III.

24 «Ego Raymundus, inter Fratres Ordinis Praedicatorum minimus, immo inutilis servus ad honorem Domini nostri Iesu Christi et gloriosae Virginis, Matris eius, et beatae Catharinae, praesentem Summulam ex diversis auctoritatibus et Maiorum dictis, diligenti studio compila vi; ut si quando Fratres Ordinis nostri, vel alii circa iudicium animarum in foro poenitentiali forsitan dubitaverint, per ipsius exercitium, tarn in consiliis, quam in iudiciis, quaestiones multas et casus varios ac difficiles, et perplexos valeant enodare. Hoc autem non praesumens de viribus propriis attentavi, quia nullae sunt, praesertim quam nec velle, nec nolle habeam, sed spem fígens totaliter in bono obedientiae, atque in summa dementia Salvatoris, qui fecit mirabilia magna» (Summa, I, prof: 1).

25 Cf. Amadeus Teetaert, La «Summa de Poenitentia» de saint Raymond de Penyafort, en «Ephem. Theol. Lovanienses» 5 (1928) 55-56 y 66-70.

26 «In quarum prima agitur de criminibus quae principaliter et directe commituntur in Deum; in secunda, de his, quae in proximum; in tertia, de ministris irregularibus, et irregu- laritatibus, et impedimentis ordinandorum, dispensationiobus, purgationibus, sententiis, poenitentiis et remissionibus» (Summa, I, prol.: 1).

27 Cf. A. Teetaert, art. cit., (en la nota 25), 60-64.

28 «Modus agendi est talis: in singulis particulis praemittuntur rubricae ad ipsas particulas pertinentes. In qualibet rubrica tractatur, primo, de materia rubricae, prout plenius et planius potui, ponendo utilia et necessaria et vitando superflua. Secundo, ponuntur dubiae quaestiones et casus. Tertio, subiunguntur notulae iuris ad rubricae naturam spectantes, non ambiguam, sed veram et certam sententiam continentes» (Summa, I, prol.: 1).

29 Cf. A. Teetaert, art. cit., (en la nota 25), 53.

30 Cf. Summa, praefat.: XXIV-XXV.

31 Cf. A. Teetaert, art. cit., (en la nota 25), 58.

32 Cf. A. Teetaert, art. cit., (en la nota 11), 144.

33 Cf. Ibíd., pp. 135-138.

34 Un ejemplo fuera de la Summa lo encontramos en «Dubitabilia cum responsione ad quaedam capita missa ad Pontificem» (1230-1234), publicado por Fr. von Schulte en «Canonische Handschrifte der Bibliotheken Prags», Praga, 1868, 98-104.

35 Summa, I, 8, 12: 71.

36 Summa, IV, 1, 4: 466.

37 Summa, I, 10, 3: 99.

38 Summa, I, 9, 8: 89.

39 F. Valls Taberner, o.c.: 21.

40 «Sobre la doctrina propiamente sacramental de la Penitencia puede verse el artículo citado, en la nota 11, de A. Teetaert, principalmente en las págs. 38, 47, 49, 62.

41 Summa, II, 2: 154.

42 Summa, II, 3: 154-156. San Ramón de Penyafort había escrito un opúsculo, hasta hoy perdido, con el título De duello et bello.

43 Summa, II, 4, 1: 156 y II, 5, 12: 172-175.

44 «Idem dico in Episcopos vel Iudices Ecclesiasticos, qui ob defensionem rerum Ecclesiasticarum, vel fidei, invocant et hortantur contra violentes brachium saecularem, et etiam potest eos sequi hortando, non ut eos occidant, vel mutilent ipsos violentos, haereticos vel paganos; sed ut Ecelesiasticam fidem, et patriam liberent et defendant, et terram ab infidelibus occupatam redigant ad cultum fidei christianae et super hoc facit Ecclesia quotidie remissiones magnas; et licet ibi, hiñe inde aliqui occidantur, non est hoc praelato, vel Ecclesiae imputandum; immo peccaret nisi se opponeret contra tales: posset enim dici: Mercenarias est, qui non est pastor, etc. et esset merito deponendus…» (Summa, II, 1, 8: 150).

45 «Fortitudo, quae in bello tuetur a Barbaris patriam, et domi defendit infirmos, vel a latronibus socios, plena iustitia est; qui autem movent arma contra tales nocendi cupiditate, ulciscendi cupiditate, impaccato atque impaccabili animo, debellandi feritate, dominandi libidine vel alia causa, peccant» (Summa, II, 1, 8: 151).

46 Summa, II, 5, 12: 172-175.

47 Summa, II, 5, 11: 169-172; cf. Torras i Bages, o.c., 183.

48 «De naufragiis nihil est auferendum, immo restituendum est… Hoc autem intelligas, nisi sint talia navigia, quae piraticam tyrannidem exerceant, vel sint inimica nomini Christiano, ut in constitutione Nova Friderici: Ad decus et honorem imperii paragraph. Navigia» (Summa, II, 5, 9: 167).

49 «Patet etiam eis, qui tempore treguae bona sua per mare et terram Sarracenis auferunt rapinam comittere, et teneri per consequens ad restitutionem: posset etiam puniri a principe, cuius treguam frangunt… (Summa, II, 5, 12: 174); cf. Summa Iuris, editada por José Rius Serra, Barcelona, 1945, 139-140.

50 Summa, II, 8, 1: 217.

51 Ibíd.: 223.

52 Ibíd.: 224.

53 «Sed quid de Christianis, qui accedunt ad civitates paganorum et substrahunt paganis huismodi pedagium vel telonium? Ad hoc dico, si vadunt illue tempore treguae, et non portant merces prohibitas (de quibus require infra de sent, excomm, paragraph. Utraque excomm. communicatio) et ipsi Sarraceni tenent eis fidem in defendendo eos in suo territorio vel maritima a latronibus, vel piratis; debent ipsi Christiani fideliter ipsis persolvere secundum statutum vel pactum; alias tenentur eis ad restitutionem, si possunt, vel si non possunt, erogare in usus pauperum ad mandatum Ecclesiae, nam fides etiam hosti servanda est. Si autem iverunt in tempore guerrae, vel etiam in tempore treguae, sed cum mercibus prohibitis, non credo quod teneantur ad restitutionem; sed quia peccaverunt hie quodammondo contra religionem christianam, credo (ut puniantur in eo, in quo peccaverunt) quod sit eis iniungendum in poenitentia, ut illud dent in redemptionem captivorum, vel subsidium eorum, qui pugnant pro fide Christiana, vel ipsimet expendant in eodem subsidio, si ad hoc idonei sunt, corporaliter laborando» (Summa, II, 5, 10: 169).

54 Véase el interesante trabajo de Jose Salvioli, Las doctrinas económicas en la escolástica del siglo XIII, en «Anuario de Historia del Derecho Español» 3 (1926) 31-68.

55 Ibíd.: 41.

56 Ibíd.: 51, 52, 55 y 64.

57 Summa, II, 7, 1 y 2: 205-206.

58 «Nulla enim oblatio suscipienti culpae maculam ingerit, quae non ex ambientis petitione processerit» (Ibíd.: 205).

59 Ibíd.: 206.

60 «In iudicio tamen animae starem confessioni suae, sed propter praesumptiones contrarias, diligentius examinarem conscientiam suam» (Summa, II, 7, 4: 209).

61 «Illos e contra credo tanquam nefandas beluas detestandas, qui ea intentione emunt aureos vel alias monetas, vel res venales, et pracipue victualia, ut de talibus caristiam inducant» (Summa, II, 7, 5: 211).

62 Ibíd.: 212.

63 Ibíd.: 210 y 211.

64 Sobre los inicios de la obra mercedaria puede verse un resumen en mi pastoral Nuestra Señora de la Merced, ayer y hoy, en el «Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona», 1 de junio de 1968, pp. 337-351. Véase el volumen III de la presente serie, titulado En el corazón de la Iglesia, Toledo 1987, 243-259.

65 Summa, I, 4, 1: 24.

66 Summa, I, 4, 2: 25-26.

67 Summa, I, 4, 4,: 30.

68 Cf. F. Valls Taberner, o.c., 124.

69 Cf. Ibíd., 125-126.

70 Véase el texto correspondiente a la nota 73.

71 Véase F. Valls Taberner, art. cit. (en la nota 19), 35.

72 Franciscus Balme et Ceslaus Paban, O. P.,Raymundiana seu documenta quae pertinent ad S. Raymundi de Pennaforti vitam et scripta,fasc. I, en «Monumenta Ordinis Fratrum Praedicatorum Historica», vol. 6, 12.

73 J. M. Llovera, Raimundo Martí, un teólogo español del siglo XIII, en la revista Cristiandad, diciembre de 1945, 539-543: Una influencia temprana de Santo Tomás en España, en Cristiandad, enero de 1946, 4-7. Las páginas interesantes al respecto indicado son 1946, 5 y 6.

74 Véase Summa, tit. 5, 6 y 7: 30-54.

75 I. Gomá, o.c., 28.

76 Puede leerse el texto íntegro en el Diplomatari de F. Valls Taberner, art. cit., 6-13.

77 J. Torras i Bages, o.c., 164-165.

78 Cf. Pablo VI, Discurso pronunciado en la inauguración de la II Asamblea general de los Obispos de Latinoamérica, 24 agosto 1968: IP VI, 406.