Santa Beatriz de Silva

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Santa Beatriz de Silva

Prólogo para la biografía de la Santa escrita por el P. Enrique Gutiérrez, 1976.

En vísperas de su canonización, se reimprime ahora la vida de santa Beatriz de Silva, fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción y ligada a la hagiografía tan rica de Toledo. En esta ciudad murió y fundó su Orden y en una de sus iglesias medievales, la actual de la Concepción, reposan sus restos.

El autor es el eminente religioso franciscano, P. Enrique Gutiérrez, conocido especialista en el estudio de la espiritualidad de la Orden y de sus diversas familias religiosas, sabio y paciente director de almas, que sabe unir, para el mejor discernimiento de espíritus, la bondad de corazón, la fe hondamente vivida y la profundidad de juicio.

Beatriz de Silva es una flor de exquisita fragancia, que, a pesar de su ensoñadora lejanía, continúa exhalando su perfume virtuoso de perenne ejemplaridad.

Su vida se desarrolla, primero en Ceuta, en el Norte de África, recién conquistada para la cristiandad en 1415 por el noble portugués don Pedro de Meneses en el reinado de Juan I, y en donde, entre fragores de guerra y cantares de gesta, la nieta del conquistador, Beatriz de Silva y Meneses abriera los ojos a la luz de este mundo por los años 1424; más tarde, en la villa alentejana de Campo Mayor, de la cual su padre, don Ruy Gómez de Silva, fue nombrado alcalde por el año 1434, donde la joven luciera los años de su primera juventud; y por fin en Castilla, a cuya Corte la trajo, como dama, Isabel de Portugal al casarse en segundas nupcias con don Juan II. En Castilla, ancha y larga, le tocó convivir y sortear los avatares de la nada sosegada Corte de aquellos tiempos.

La noble virgen, emparentada con las dinastías regias peninsulares, gozó más tarde de íntima amistad con la egregia reina doña Isabel la Católica, quien amaba a la que fuera dama de su madre “no tanto por ser parienta cuanto por su santidad”1.

Mecida la cuna de santa Beatriz en hogar de profunda raigambre cristiana, aparece como una de las almas selladas por el dedo de Dios, y ya desde niña se distinguió por su virtud y por el amor acendrado a la Limpia Concepción de la Madre de Dios.

De su proverbial belleza escribe el cronista de Toledo Pedro de Alcocer que “en hermosura, galanía y dulce conversación sobrepujaba no sólo a las otras damas, mas a todas las de su tiempo; por lo cual y por la claridad de su linaje comenzó a ser festejada y requerida de todos cuantos grandes en la Corte había”2. Con tan singulares prendas físicas y morales vino a ser en la Corte la figura destacada, donde convergían las miradas de la más alta nobleza; mas ella, mujer fuerte, supo valorar y anteponer, en la vida palaciega, la virtud a la beldad, la sencillez a la sagacidad, el recato a la fastuosidad.

Le sonreía en aquel ambiente un porvenir de soñada felicidad. El hecho, sin embargo, de ser tan festejada y pretendida por muchos en honesto matrimonio, fue ocasión de que hubiera entre los nobles pendencias y discordias. La misma honda división de los grandes del reino, partidarios unos del Rey y otros del príncipe don Enrique, contribuyó a crear el ambiente, primero desfavorable y luego hostil, hacia la virtuosa Beatriz, que prefirió mantenerse al margen de prometidos matrimonios de magnates y optó por conservar el encanto de su virginidad en una oblación de amor sobrenatural. Y la misma Reina, que tanto había distinguido a su dama en su amor y confianza, “como estas cosas procediesen adelante –sigue escribiendo Alcocer–, llegó a noticia de la Reina, creyendo que la dicha Beatriz tenía en ello alguna culpa, la mandó encerrar en una caja de madera que para ello mandó hacer, a donde la hizo estar tres días sin comer ni beber”3.

Los testigos del proceso de canonización aducen nuevo motivo de la predisposición recelosa de la Reina, cuando declaran que “viendo la gran estimación que todos hacían de la sierva de Dios, la Reina hubo celos de ella y del Rey su marido, y fueron tan grandes, que por quitarla de delante de sus ojos la encerró en un cofre”4. Durante la prisión –afirman los testigos del proceso– se le apareció la Reina del cielo vestida de blanco y azul y la consoló con su presencia, y tras de consolarla y anunciarle que sería liberada, le confió el mensaje de que fundara una Orden consagrada al culto y homenaje de su Inmaculada Concepción. Como reconocimiento a tales muestras de predilección, se consagró con voto de virginidad en honor de la que era Madre y Virgen, con firme propósito de cumplir el mensaje recibido. La escena tuvo lugar en el Palacio Real de Tordesillas, cerca de Valladolid.

A los tres días, la dama encarcelada fue liberada, gracias a las gestiones de uno de sus parientes. Pero ya, tras lo sucedido, su permanencia en la Corte resultaba imposible. Y empieza en la vida de santa Beatriz una etapa, que marca un recio contraste entre el ambiente cortesano, en que había vivido, y el nuevo género de vida, que generosamente iba a seguir, instruida por la misma Madre de Dios.

Envuelto personalmente el Rey en las mallas imaginarias de los celos de la Reina, trató de ayudar como parte inocente a que la dama Beatriz, injustamente perseguida, saliera del Palacio de Tordesillas y se dirigiera a la ciudad de Toledo. Don Juan II tenía en el monasterio de Santo Domingo el Real, de Toledo, una tía religiosa llamada doña Catalina, que por estos años de la huida de Beatriz de la Corte era priora del monasterio. Aquí se dirigió con paso firme Beatriz, acompañada de conveniente séquito; y tras escalonadas jornadas llegó a Toledo y entró en el monasterio de Santo Domingo el Real, donde doña Catalina, tía del Rey, y por tanto pariente también de la noble doncella, la acogió con muestras de reconocido afecto. No llegó a Toledo con ánimo de ser religiosa de la comunidad, sino de vivir como “señora de piso” y de prepararse con ahínco para llevar a efecto la misión encomendada por la Madre de Dios.

En este oasis de espiritualidad quiere sepultar voluntaria y generosamente su gran hermosura y juventud, sólo atenta a su propia perfección moral. No lo hace amargada por el fracaso de una vida, que a los ojos mundanos aparece bruscamente truncada, sino altamente iluminada por luz sobrenatural. Quiere ser dócil instrumento en las manos de Dios y prepararse, en fructífero y activo silencio y en la oración perseverante, a dilucidar con claridad el camino que el Señor le había trazado por mediación de su Madre santísima. Quizá ni comprendió en todo su alcance el mensaje recibido en la prisión de Tordesillas. Lo iría aprendiendo en el Monte de la Soledad, en búsqueda permanente de la voluntad divina.

El fruto llegó a madurar en el reinado de la esclarecida Reina Doña Isabel la Católica. Instada de nuevo la Sierva de Dios por impulsos sobrenaturales y en comunicación con su incondicional amiga la Reina “concertaron entre ellas que doña Beatriz saliese de Santo Domingo el Real, para que todo se pudiese mejor hacer… y con este acuerdo salió de Santo Domingo y vino al monasterio, que ahora se dice de Santa Fe”5. Las dos estaban fervientemente empeñadas en el mismo alto ideal.

Inocencio VIII ante la solicitud presentada por Beatriz y la Reina “y en atención también a la Reina, que humildemente nos lo pide”, accedió a la petición y aprobó la obra mariana para culto y honor de la Concepción sin mancha de la Virgen, por bula del 30 de abril de 1489. Beatriz con sus compañeras de fundación saboreó a su gusto el contenido del mensaje que recibiera en Tordesillas y ahora realizado en Toledo. A este gozo, sin embargo, siguió de inmediato y con el regusto de la miel en los labios la llamada de la sierva de Dios a la otra vida, ya que el mismo día que profesó voló a la patria de los bienaventurados. Así se ponía más de manifiesto que la Obra iniciada era Obra de Dios, no de hombres. El arraigo y la propagación de la Orden se ha realizado con la filial adhesión a la de san Francisco y bajo su tutela.

A lo largo de las páginas de este libro, escrito con dedicación, acopio de documentación y con discernimiento entre lo histórico y lo legendario, se nos muestra en estilo llano y atractivo la figura de la noble y esforzada fundadora “Doña Beatriz de Silva”. Quien lo lea podrá apreciar los contrastes tan fuertes, a que, en los planes divinos, puede ser sometida un alma grande, escogida como instrumento para grandes empresas, y reconocerá la acción de la Providencia divina, que en tiempos en que tanto se discutía el misterio de la Inmaculada Concepción, dispuso que se implantara en la Iglesia una Orden consagrada a honor del mismo misterio.

Considero digno de la mayor atención el hecho de que una mujer, tan espléndidamente dotada, en plena juventud, socialmente tan encumbrada, supiera anteponer a todo su decisión de consagrarse a Dios para honrar a la Santísima Virgen María en el misterio de su Inmaculada Concepción. El caso evidentemente no es nuevo, ni único en la historia de la espiritualidad cristiana, sino más bien frecuente. Pero ello no impide que cuando lo contemplamos, nos sintamos movidos a pensar que es el Espíritu de Dios el que dispone a las almas para estas secretas determinaciones. En Beatriz de Silva su hermosura física tan admirada por todos, fue una ofrenda de amor a la belleza espiritual de la Madre de Dios. Después vino todo lo demás: la Orden religiosa que extiende su influencia, propaga el culto a la Concepción Inmaculada de María, logra nuevas y continuas oblaciones y enriquece el místico jardín del Reino de Cristo en la tierra silenciosa y humildemente.

Con su sacrificio y ocultamiento hizo un bien inmenso a las personas de la Corte y a la nobleza española, a las que movió en el interior de su conciencia más eficazmente que mil sermones de la época. Y así pueden ser aplicadas a ella las palabras que el Concilio Vaticano II dedica a las almas contemplativas, cuando afirma que “no se hacen extrañas a la humanidad o inútiles para la ciudad terrena, porque están presentes a sus coetáneos de un modo más profundo en las entrañas de Cristo y cooperan con ellos espiritualmente para que la edificación de la ciudad terrena se fundamente siempre en el Señor y se dirija a Él, no sea que trabajen en vano los que la edifican”6.

1 Vida, I, de Toledo, c. IV.

2 Historia de Toledo, f. 108.

3 Ibíd.

4 Mariana de Luna, Proceso, preg. III.

5 Vida I, c. V.

6 Lumen Gentium 46.