Santa Clara

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Carta pastoral en el VIII centenario del nacimiento de Santa Clara de Asís, 8 de diciembre de 1993, publicada en BOAT, noviembre-diciembre 1993, p. 586-615. El texto que sirve de lema de la carta está tomado de la 3a carta de Santa Clara, n. 15.

“Ama totalmente a Quien totalmente se entregó a ti por amor”

Introducción #

El don de recordar a los santos #

El pasado día 11 de agosto dio comienzo una conmemoración jubilar en toda la Iglesia que concluirá el día 5 de octubre de 1994, y a cuya alegría también nosotros nos unimos como Iglesia particular diocesana. Efectivamente, hace ahora ocho siglos nació en la dulce Asís, una mujer admirable, “Clara por su nombre y por su virtud”1.

Siempre que veneramos en la Iglesia el recuerdo de un santo o de una santa, lo hacemos conmemorando su vida y su palabra junto a la vida y la Palabra de Jesucristo; por eso es una conmemoración y no simplemente el recuerdo aislado de algún personaje de la historia.

Los cristianos miramos a los santos, porque sus existencias son indisociables del Señor para quien vivieron y por el que se desvivieron. Y así lo urgía el libro de la Didaché, cuando instaba precisamente a aquellos primeros cristianos, que tan fresca tenían la memoria de Jesús y tan próximos en el tiempo les estaban sus testigos oculares, a mirar cada día el rostro de los santos y a encontrar en sus palabras el consuelo luminoso para el camino2.

Los santos son la verificación, a través de la historia, del don de Dios en Jesucristo, más allá de todos los diversos condicionantes coyunturales. Por eso, en cada generación de la historia de la humanidad, el Espíritu de Dios suscita, elige y envía a nuevos hombres y mujeres que, siendo hijos de su tiempo lo sean también de Dios, y en ellos puedan escuchar y contemplar sus contemporáneos las maravillas de Dios como en un nuevo y permanente Pentecostés3.

Los santos de cada época son para su mundo presente y para el venidero, una epifanía de Dios, en los cuales Él habla y actúa, y cuya presencia y Palabra es preciso escuchar, acoger y vivir, porque ya no son las de los santos, sino las de Dios en ellos.

Al detener hoy nuestra atención en Clara de Asís, lo hacemos con todo el sentido de gratitud por la obra de Dios realizada en esta mujer, reconociendo en ella una historia de santidad ejemplar para el Pueblo de Dios, un paradigma para todos nosotros de lo que fue su fidelidad a la gracia de Jesucristo, a la Iglesia de su tiempo y al tiempo de su Iglesia.

Clara es una leyenda humana y cristiana que es preciso recuperar para nuestro hoy, como decía el Santo Padre en el célebre discurso que improvisó a las Clarisas del Protomonasterio de Asís, hace ya unos años, uniendo los dos nombres benditos de Clara y Francisco, que, porque sus vidas estuvieron unidas en Dios y por Él aquí en la tierra, y en Él y por Él lo estarán para siempre en la eternidad: “es verdaderamente difícil separar estos dos nombres, Francisco y Clara, estos dos fenómenos: Francisco y Clara, estas dos leyendas: Francisco y Clara… Es algo profundo, algo que no se entiende, sino a través de los criterios de la espiritualidad franciscana, cristiana, evangélica; algo que no puede entenderse con criterios humanos”4.

Conmemoramos a Clara, pues, con toda la Iglesia, tratando de escuchar lo que Dios nos ha dicho y señalado en esta santa mujer, cuando enriqueció con el don de su carisma a su Pueblo Santo, al cual por gracia también nosotros hemos sido llamados a pertenecer.

Dos apuntes de su historia vocacional #

El primer apunte, más sereno y gratificante, se refiere a la infancia de Clara y a la determinante influencia que sobre ella ejercieron una familia cristiana y una madre hondamente creyente. Clara nació en Asís, en 1194, en la casa palaciega que la noble familia de los Offreducci tenía en la plaza de San Rufino, junto a la Catedral de Asís. Su infancia y primera adolescencia transcurrieron dentro de un ambiente familiar, sereno y religioso, de altos valores cristianos, que favoreció en Clara un crecimiento humano y creyente.

Sabemos que su madre Hortulana fue una mujer exquisita tanto en las obras de piedad, como en las obras de caridad. La pequeña Clara crecerá bajo el influjo beneficioso de su madre, de la que aprenderá a tener un corazón magnánimo hacia los más necesitados, y al mismo tiempo volcado hacia la alabanza y oración a Dios: será con su madre con quien comenzará a desgranar las primeras plegarias. Bella escuela siempre la del hogar cristiano, la de la madre cristiana, que aciertan a nutrir en todos los sentidos las vidas que han alumbrado.

Aquella casa palaciega, que dará cuenta del estilo de su época condescendiendo con la cultura “cortés”, será una cuna sin igual donde florecerán los mejores valores de una época y de un hogar: el asombro por la belleza, el encanto por la lealtad y fidelidad, la profunda religiosidad y la delicada caridad. Así nos dibuja Tomás de Celano, su biógrafo oficial, la niñez y mocedad de nuestra santa:

“La pequeña Clara empezó a brillar con luminosidad muy precoz en medio de las sombras del siglo, y a ganar esplendor, durante la tierna infancia, por la rectitud de costumbres. De labios de su madre recibió con dócil corazón los primeros conocimientos de la fe e, inspirándole y a la vez moldeándole en su interior al Espíritu, aquel vaso, en verdad purísimo, se reveló como vaso de gracias.

Alargaba placentera su mano a los pobres y de la abundancia de su casa colmaba la indigencia de muchos… De este modo, creciendo con ella desde la infancia la misericordia, manifestaba un espíritu compasivo, demostrando conmiseración con las miserias de los miserables”5.

No se trataba sólo de un natural bondadoso y predispuesto a la caridad, aprendido en aquel hogar cristiano que la viera nacer, sino que también Clara desde niña irá a la fuente primordial, Dios, y poniéndose a la escucha de su Palabra y mirando a Quien se dio totalmente por amor, aprenderá a mirarse en Él, porque todas las opciones de Clara nacerán del asombro contemplativo de un Dios que puesto a amar lo hizo hasta el extremo6.

Clara será la mayor de tres hermanas: tras ella, pocos años después, vendrán: Inés –nombre puesto por Francisco, sin que podamos saber con certeza el suyo original– y Beatriz. Ambas hermanas, al igual que la madre Hortulana, seguirán el camino de Clara para consagrarse por entero a quien enteramente a ellas se dio, como más tarde escribiría Clara a otra lejana discípula, Santa Inés de Praga:

“ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor”7.

El segundo apunte en que se fija su vida, se encuadrará no ya en la infancia de Clara, sino en su mocedad. La joven Clara, educada delicadamente para altos ideales y con un corazón lleno de preguntas, saboreará simultáneamente un doble torbellino de perplejidad: lo frágil de la seguridad humana al experimentar en su ciudad y en su familia el azote de la guerra, que llevará a los Offreducci a exiliarse temporalmente en Perusa. Y será precisamente en este duro contexto, en el que conocerá de cerca a un paisano suyo, otrora célebre por sus andanzas y ensueños, Francisco de Asís. Este sería el otro torbellino no menos perplejo: ver al que antes envidiaban por su fortuna familiar y por sus desenfados en los festejos, deambular extrañamente por las calles de Asís como un advenedizo mendigo.

Francisco pasará ante no pocos como un loco perturbado por sus fracasos militares, para otros será un excéntrico que buscará así una extraña gloria que no le dieron sus proyectos caballerescos, igualmente frustrados. Pero sabemos que la originalidad del cambio de vida de Francisco tiene otra explicación, cuya lectura escapará a la mayoría de sus conciudadanos, pero que no pasará inadvertida ante Clara. En efecto, ella percibe en el cambio radical del que fuera “rey de la juventud”8 –como gustaban llamarlo sus compañeros de la juventud asisiana–, algo que no le resultaba ni extraño ni ajeno. Nació el deseo de encontrarse con este Francisco recién convertido.

Es un segundo elemento, después del mencionado sobre su madre y hogar familiar, que tendrá una decisiva influencia en el camino cristiano de Clara: su encuentro con Francisco y la amistad espiritual que Dios hace brotar entre ellos:

“Oyó hablar por entonces de Francisco, cuyo nombre se iba haciendo famoso y quien, como hombre nuevo, renovaba con nuevas virtudes el camino de la perfección, tan borrado en el mundo. De inmediato quiere verlo y oírlo, movida a ello por el Padre de los espíritus, de quien tanto él como ella, aunque de diverso modo, habían recibido los primeros impulsos”9.

Ni en el comienzo de esta santa amistad, ni en su feliz desarrollo hubo motivaciones extrañas. Era el mismo Dios, quien a través de su siervo Francisco venía a dar la respuesta colmada a las inquietudes y preguntas de la mocedad de Clara. Porque la invitación persuasiva que ella recibe en los furtivos encuentros con él, será precisamente la que Dios susurraba desde hacía tiempo en el corazón de Clara:

“El padre Francisco la exhorta al desprecio del mundo: demostrándole con vivas expresiones la vanidad de la esperanza y el engaño de los atractivos del mundo, destila en su oído la dulzura de su desposorio con Cristo persuadiéndola a reservar la joya de su pureza virginal para aquel bienaventurado Esposo a quien el amor hizo hombre”10.

Sorprende el realismo de la búsqueda de Clara y cómo en el discernimiento de su vocación iba hasta el hondón de sus exigencias: no se trataba de inquietudes abstractas de impersonales valores, sino que ella buscaba un rostro y una voz a los que entregar todo su ser y su afecto, esponsalmente.

Es verdad que la talla evangélica del Poverello Francisco ha polarizado la atención de tanta gente y ha hecho que pasara inadvertida la no menor grandeza de su émula Clara. Pero es en la armonía de ambas personas y de sus respectivos carismas como podemos comprender la incidencia histórica y la fecundidad espiritual, que ha tenido el franciscanismo en la historia de la Iglesia. Dos vidas que han sido unidas indisolublemente, como ha recordado –con esta expresión fuerte e inusual– Juan Pablo II en su última visita a Asís: “Dos santos están unidos indisolublemente en el recuerdo de esta ciudad de Asís: Francisco y Clara. Dos nombres, dos vocaciones que evocan los valores evangélicos de la caridad, la pobreza, la pureza, la amistad espiritual, la oración y la paz”11.

Francisco supuso una enorme gracia de Dios en la vida de Clara, como no dejará ella de recordar siempre hasta el final de su vida; será un reclamo a la fidelidad en esa forma de vida que Dios le manifestó a través de la mediación de San Francisco. Por esta razón, Clara anotará fielmente en su Testamento en qué medida ha sido Francisco para ella la gran mediación vocacional de la gracia de Dios, ya que, efectivamente, los dones que ella recibió y los caminos por donde transcurrió su vida, están vinculados a la persona de Francisco. Él es, según expresiones del Testamento de Clara, su plantador, su cultivador, su jardinero, su modelo, su padre, para concluir diciendo:

“nuestro santo padre Francisco, columna nuestra, nuestro único consuelo después de Dios, y el que daba firmeza a nuestra vida”12.

Son los “amigos fuertes de Dios”, de los que hablaba otra mujer fiel hija de su tiempo y de su Iglesia, Santa Teresa. Este tipo de relaciones puras y profundas, lejos de cerrar el corazón en los límites de una afectividad posesiva, lo dilatan hasta el mismo Corazón de Dios; por eso son amistades espirituales llenas de la fecundidad del Espíritu. Como podemos, igualmente, verificar en otros ejemplos similares de historias de santos y santas, son amistades que nacen en Dios, en Él crecen y maduran, por Él viven y se desviven, y en el servicio de su Reino fructifican.

Cuando, como en nuestro caso, lo que se busca con estas amistades espirituales es hacer sólo y siempre la voluntad de Dios, resulta que no únicamente Francisco ha sido mediación del querer divino para que Clara descubriese su vocación, sino también a la inversa. Francisco varias veces se hará la gran pregunta de su vida, sobre qué deseaba el Señor de él. Así, al comienzo de su andadura evangélica:

«Señor, ¿qué quieres que haga?”13.

Pero también a lo largo de su caminar esta pregunta saldrá en varias ocasiones. En la primera de ellas no estaba Clara, ciertamente, para poder orar y discernir con él, pero sí que lo estará en otras. Hay una en la cual se le plantea a Francisco de un modo fortísimo la duda de si dedicarse a la vida contemplativa exclusivamente o si, por el contrario, el Señor le llamaba a la vida apostólica. Con el delicioso lenguaje de las Florecillas –entre otras fuentes antiguas franciscanas–, Francisco volverá a hacerse una pregunta que manifiesta toda la hondura y la altura creyente del Poverello:

“¿qué quiere de mí mi Señor Jesucristo?”14.

Pero en esta ocasión no se la hará sólo a sí mismo, sino que alargará la pregunta sobre su posible vocación apostólica a hermanos llamados a una vocación estrictamente contemplativa: al hermano Silvestre, a Clara y a las demás hermanas del monasterio de San Damián. Será el hermano Maseo quien llevará a uno y a otras la cuestión planteada por Francisco, y será también él quien traerá el mensaje de respuesta:

“Tanto al hermano Silvestre, como a sor Clara y a sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás”15.

Estas dos anotaciones, de la infancia una, de la mocedad otra, nos han permitido situar a nuestra santa en los preámbulos de su vocación cristiana consagrada, en la antesala que ha enmarcado el origen de su historia de santidad: el ambiente familiar con la influencia materna, y la amistad espiritual con San Francisco. Como dice Tomás de Celano hablando de estos primeros años de la santa:

“Por el fruto se conoce el árbol, y por el árbol se recomienda el fruto. Tanta savia de dones divinos gestaba ya la raíz, que es natural que la ramita floreciera en abundancia de santidad”16.

Si estos fueron los medios que Dios escogió y ofreció a esta mujer para hacerla ver su camino de salvación, hemos de preguntarnos ahora cómo fue el desarrollo de tal proyecto divino sobre ella, es decir, cuál ha sido esta santidad que de un tal germen ha florecido en el campo de la Iglesia. Sería ahora muy prolijo entrar en el desarrollo puntual de cuanto ha sido la respuesta de Clara a la invitación de seguir a Jesucristo y conformarse con Él. No obstante, anotemos unos rasgos que nos ayuden a dibujar el perfil evangélico y carismático de esta mujer santa.

La divina aventura de Clara #

Hay un punto de partida en su camino consagrado, marcado por el paso que la hará esposa de Jesucristo, consagrada a Él para siempre. Se nos presenta como un verdadero éxodo de su casa paterna17, hacia la otra tierra que el Señor le habría de mostrar. Con todo el encanto agridulce de la fuga del hogar familiar –que así tuvo que hacer Clara– en la noche del Domingo de Ramos de 1212 y, junto a una discreta compañía que no especifican las fuentes, dio comienzo el misterio de una divina aventura que no terminará jamás. La iglesita de la Porciúncula, situada en el valle a los pies de la ciudad de Asís, lugar donde Francisco descubriera también su vocación evangélica18, será el marco donde Clara se desposará con Jesucristo. El biógrafo anota cómo ese lugar dedicado a Santa María de los Ángeles, será el seno materno donde serán alumbradas las vocaciones de Clara y Francisco y sus respectivas Órdenes:

“Abandonados el hogar, la ciudad y los familiares, corrió a Santa María de Porciúncula, donde los frailes, que ante el pequeño altar velaban la sagrada vigilia, recibieron con antorchas a la virgen Clara… Este es el mismo lugar, en el que la milicia de los pobres, bajo la guía de Francisco, daba sus felices primeros pasos; de este modo quedaba bien de manifiesto que era la madre de la misericordia la que en su morada daba a luz ambas órdenes. En cuanto hubo recibido, al pie del altar de la bienaventurada Virgen María, la enseña de la santa penitencia, y cual si ante el lecho nupcial de esta Virgen la humilde sierva se hubiera desposado con Cristo, inmediatamente San Francisco la trasladó a la iglesia de San Pablo, para que en aquel lugar permaneciera hasta tanto que el Altísimo dispusiera otra cosa”19.

En Clara se realiza sobradamente esa disposición propia de los grandes creyentes que se han dejado fascinar, seducir y conducir por Dios, sabiendo, pues, lo que deja atrás, pero desconociendo en gran medida lo que queda por delante, se fía del Señor y de su hermano Francisco y se lanza a recorrer un camino sólo descrito en las manos de Dios, y que Él irá poco a poco desvelando.

Efectivamente, Clara estaba abierta a cuanto Dios fuera indicando. No había nada prefijado, sino sólo el buscar y realizar apasionadamente su voluntad divina. Y no fue fácil encontrar su lugar en la Iglesia: primero, entre las benedictinas de San Paolo delle Abadesse, cerca de Asís; luego, entre las mulieres reclusae de Sant’Angelo di Panzo, en la falda del monte Subasio; y finalmente, en San Damián, la iglesia que Francisco reparase y en la que profetizó sobre las hermanas muchísimo antes de que vinieran a esta forma de vida, como la misma Clara recordará en su Testamento:

“Cuando el santo no tenía aún hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, y mientras edificaba la iglesita de San Damián… inundado de gran gozo e iluminado por el Espíritu Santo, profetizó acerca de nosotras lo que luego cumplió el Señor. Puesto que, encaramándose sobre el muro de dicha iglesia, decía en francés y en alta voz a algunos pobres que vivían en las proximidades: ‘venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia’”20.

En este texto de la santa está bien expresado todo el proceso de su búsqueda vocacional y de la respuesta que Dios le dio puntualmente: Francisco como portavoz profético del hablar de Dios; el monasterio de San Damián como espacio de un camino de santidad apenas estrenado; una vida religiosa santa y notoria como beneficio a quienes quieren ver y escuchar su testimonio; y finalmente, la gloria de Dios en la Iglesia toda, como objetivo último de la santidad de Clara y sus hermanas.

El discernimiento sobre su lugar en la Iglesia se hará con serenidad paciente, con afecto indudable y con una adhesión inequívoca y fiel. Ni ella ni Francisco eran ignorantes de cómo tantos contemporáneos suyos, con similares ideales y semejantes deseos de renovación, acabaron tristemente engrosando los movimientos heréticos por su impaciencia, su desafecto y distanciamiento respecto de la única Iglesia, que siempre será santa y pecadora.

En esta única Iglesia, Clara buscará su sitio, el que el Espíritu le había asignado. Aunque no coincidía con ninguno de los caminos ya existentes (ni dentro ni fuera del monacato), no dejó de buscar el qué y el dónde de la voluntad de Dios sobre ella. Y será San Damián el lugar de su camino evangélico, que ella no escogerá contra nada ni contra nadie, sino que lo abrazará agradecidamente, reconociendo que allí el Señor cumplía lo que en Francisco Él mismo profetizó21.

Sabemos que Dios no se repite nunca, y cuando llama a sus hijos para que participen en su obra creadora, con la vocación les entrega también la misión. Ningún carisma es inútil ni superfluo, y cada uno a su manera contribuye a enriquecer la Iglesia, Cuerpo de Cristo22. Ningún carisma y ninguna institución, por excelentes que sean, pueden pretender agotar en sí mismos la riqueza insondable de la sabiduría de Dios23. Por esta razón afirmaba solemnemente el Concilio Vaticano II que los diferentes carismas de la vida religiosa son un rasgo del rostro del Señor, que cuando se viven de un modo armonioso y complementario, se ofrece al mundo la manifestación del único Cristo: “Los religiosos cuiden con atenta solicitud de que por su medio la Iglesia muestre mucho mejor cada día ante fieles e infieles, a Cristo, ya entregado a la contemplación en el monte, ya anunciando el reino de Dios a las multitudes, o curando a los enfermos y pacientes y convirtiendo a los pecadores al buen camino, o bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos, siempre, sin embargo, obediente a la voluntad del Padre que le envió”24.

Tampoco Santa Clara pretendió asumir en sí misma toda esta manifestación carismática del único Jesucristo, que estaba reservada a la Iglesia en su entera unidad. Ella, como parte del Pueblo de Dios, aportó su nota personal para que fuese la Iglesia la que la mostrase al Señor a todos los hombres. ¿Cuál es esa nota personal de Clara? ¿Cuál ha sido su aportación carismática? Responder a esta pregunta es explicitar cuál es el don de Santa Clara para la Iglesia.

Porque es muy importante situar en su justo término lo que, en definitiva, recordamos y conmemoramos en Clara de Asís, vamos a concretar en tres puntos la gracia de su vida evangélica: la vida contemplativa, su pobreza y minoridad, la relación fraterna.

Lógicamente, no estaba fundada una Orden religiosa que reuniera tales características, y no fue simple ni rápido engendrar la nueva familia religiosa, pero Clara acertó a caminar en obediencia a Dios, a la Iglesia y a su propia conciencia, dando así lugar a que emergiera poco a poco lo que el Señor quería de ella y de sus hermanas. Y esto no sólo para ellas mismas, sino para todo el Pueblo de Dios, en el que sin duda revertería el nuevo carisma fundacional. Presentemos, pues, en tres trazos esenciales cuanto Dios nos dio en Santa Clara, para hacer una justa memoria de su vida.

Contemplativa de un Dios Esposo #

Lo primero que destaca en la vida y el carisma de Clara es su apasionada búsqueda de Dios, su entrega al Señor sumamente amado, la llamada fuerte a escoger la mejor parte y lo único necesario25, permaneciendo en la escucha constante de su Palabra y en la adoración continua de su presencia.

Ella ha vivido esa contemplación que tan hermosamente definió Pablo VI en un célebre discurso: “el esfuerzo por fijar en Dios la mirada y el corazón”26. Esfuerzo que, obviamente, es también regalo del Señor, porque “es radicalmente una realidad de gracia, vivida por el creyente como un don de Dios, que le hace capaz de conocer al Padre en el misterio de la comunión trinitaria, y de poder gustar las profundidades de Dios”27.

La contemplación clariana pretende llegar a lo que todo verdadero amor desea: a la transformación, a la unión íntima y total, como todos los místicos han cantado. Así, Clara explica en una carta a Santa Inés de Praga el proceso contemplativo de su experiencia personal:

“Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina substancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad”28.

En este texto admirable y denso, Clara pone la contemplación como un camino que conduce a esa transformación total de toda la persona, hasta llegar a ser un icono, una imagen del mismo Dios. Este proceso contemplativo y transformante recuerda una importante tríada, con la que la espiritualidad bíblica señala la relación amorosa del creyente con Dios:

“Escucha, Israel, Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh, amarás a Yahveh tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza”29.

Es la seducción de un Dios que lleva al reposo contemplativo para hablar palabras al corazón con fidelidad de Esposo30. Por esta razón toda la persona de Clara (mente-corazón-alma) ha quedado en Dios y para Dios. Esta es la razón de la clausura clariana –y de toda la auténtica clausura monástica–: no una ausencia vacía, sino una presencia sobreabundante y abrazadora. La clausura de Clara sólo puede explicarse desde la experiencia que motivó en ella el escogerla libremente, como dice el 2º proemio de su propia Regla31: la experiencia esponsal de quien tan intensamente se sentía llamada a la escucha de la voz de Dios y a la adoración de su presencia, hará que se reserve sólo para Él como “huerto cerrado y fuente sellada”32, sin que esto suponga desdén hacia nada ni desprecio de nadie33. Es la vocación especial y personal de Cristo que llama a algunos: “venid, también vosotros aparte a un lugar solitario”34. Para facilitar este encuentro profundo con Dios Esposo, en escucha y adoración, para esto escogió Clara la clausura, para entrar en el misterio de la “bodega escondida”35, como escribía a Santa Inés de Praga:

“Suspirando por un vehemente deseo del corazón y por amor, proclama: ¡Atráeme! ¡Correremos a tu zaga al olor de tus perfumes, oh Esposo celestial! Correré y no desfalleceré, hasta que me introduzcas en la bodega, hasta que tu izquierda esté bajo mi cabeza y tu derecha me abrace deliciosamente, y me beses con el ósculo felicísimo de tu boca”36.

La experiencia contemplativa de Clara, verdadero corazón de su carisma en la Iglesia y en la familia franciscana, la sitúa entre las mujeres que se han destacado por su hondura mística, aunque ella no nos haya dejado tratados ni demasiados escritos, en los que haya expuesto abundantemente su camino. De todas formas, vale la pena descubrir la hondura y la belleza de sus cuatro cartas a Inés de Praga, donde sobresale la estela de su camino contemplativo y esponsal en la línea de los mejores autores místicos.

Así lo ha dicho el Santo Padre recientemente a propósito de los escritos de Clara, éstos “están marcados de tal forma por el amor suscitado en ella por la mirada ardiente y prolongada sobre Cristo Señor, que no resulta fácil repetir lo que solamente un corazón de mujer ha podido experimentar”37.

Seguidora de Jesucristo, pobre y crucificado #

Santa Clara no se queda en la contemplación estética de un Dios irreal. Ella aprendió de Francisco a contemplar a Dios con la seriedad y el realismo, con que Él se reveló y encarnó:

“por amor de aquel Señor que fue pobre recostado en el pesebre, pobre vivió en el mundo y desnudo permaneció en el patíbulo”38.

La contemplación esponsal de Clara no se queda en un pietismo pasivo y patético de Dios, sino que la lleva a querer identificarse hasta el abrazo unitivo con su Señor, en la pobreza y kénosis, que en Él ha descubierto; en una de las cartas a Inés de Praga, desarrolla una especie de “itinerarium mentis in Deum”, en el que Clara describe este proceso de identificación con Cristo pobre: observa, considera, contempla, abrázate a Él:

“Abraza como virgen pobre a Cristo pobre. Míralo hecho despreciable por ti, y síguelo, hecha tú despreciable por Él en este mundo. Oh reina nobilísima, observa, considera, contempla, con anhelo de imitarle a tu Esposo, el más bello entre los hijos de los hombres, hecho por tu salvación el más vil de los varones: despreciado, golpeado, y azotado de mil formas en todo su cuerpo, muriendo en las atroces angustias de la cruz”39.

Sin embargo, la contemplación clariana del anonadamiento de Jesucristo no es una contemplación triste o pesimista, como si se aficionara sólo al rostro doliente de Dios. Clara, más bien, ha entrado en esa paradoja del cristianismo que afirma que para tener hay que perder, para vivir hay que morir40, lo cual sólo lo entiende quien alguna vez lo ha vivido. Y como sucede en la vida cristiana, cuando se identifica una persona así con la pobreza y la muerte del Señor, no es que se quede en la desnudez más atroz y en la tristeza más desamparada, sino que entra en la gloria, en la pascua, en la verdadera alegría:

“Porque, si sufres con Él, reinarás con Él; si con Él lloras, con Él gozarás; si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás las moradas eternas en el esplendor de los santos, y tu nombre, inscrito en el libro de la vida, será glorioso entre los hombres”41.

Una alegría honda que bebe de la promesa que hizo Jesús a sus seguidores: nada ni nadie nos la podrá quitar42. Alegría y pobreza, binomio comprensible sólo por quienes, como Clara, han puesto en Dios su suficiencia y su esperanza. La verdadera alegría que llena el corazón de optimismo franciscano, sin ninguna dureza ni resentimiento, hasta el punto de poder terminar la existencia terrena como Clara y francisco, cantando al Dios de una creación bella y bondadosa. Clara, agradeciendo a Dios el don de su misma vida, en aquel impresionante soliloquio último con su alma:

“Ve segura –le dice–, porque llevas buena escolta para el viaje. Ve –añade–, porque aquel que te creó, te santificó; y guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Tú, Señor –prosigue–, seas bendito porque me creaste”43.

Tanto es así en Santa Clara que, cuando sus hijas caminan por los caminos en los que anduvo el Señor pobre y crucificado, se llena de alegría e incluso se siente apoyada –“suplida” dice ella– por la fidelidad de las hermanas:

“Respiro con tanta alegría en el Señor al saber y creer que, con la imitación de los vestigios de Jesucristo pobre y humilde, suples tú maravillosamente mis deficiencias y las de mis hermanas”44.

En el siglo de Clara, la pobreza se había convertido en toque de reformas y en enseña de revoluciones, hasta el punto de dar nombre a todo un movimiento sociocultural y religioso: el movimiento pauperístico. Aunque es verdad que tanto Clara como Francisco son, en este sentido, hijos de su época, y por lo tanto convergen en esta sensibilidad hacia la pobreza, sus motivaciones no nacen y menos aun se agotan en tal corriente.

Es algo que con frecuencia ha sucedido en la historia de la Iglesia –sin excluir la que nosotros estamos protagonizando–: los cristianos podemos coincidir en los así dichos “valores” que identifican y marcan la sensibilidad sociocultural de una época. No obstante, nuestra razón de ser, de estar y de sentir, no proviene de lo que indica una moda o de lo que señalan unas estadísticas, sino más bien provienen de la adhesión total e inequívoca a Jesucristo, Redentor del hombre, en comunión con su Iglesia, experta en humanidad.

En la época de Clara y Francisco, no pocos grupos enclavados en el movimiento pauperista, hicieron de la pobreza un fin, y surgió un pauperismo duro, intolerante, juzgador y violento, que dio como resultado no sólo la ruptura con la Iglesia, sino la desatención a los pobres, los pobres de siempre. Por eso Clara y Francisco tienen sólo una razón para amar la pobreza: el haberla visto amada por Jesús y por su Madre bendita. Será el seguimiento y la imitación (los dos grandes temas de la renovación auténtica en la historia de la vida religiosa) de Cristo y de María, los que muevan a nuestros dos santos a hacerse pobres ellos también. Así ensalzaba Clara la pobreza en su primera carta a Inés de Praga, que llega a decir que la pobreza de este modo elegida hacía a quien la abrazaba, hermana, esposa y madre, tanto de Cristo como de su Madre:

“¡Oh pobreza bienaventurada, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh pobreza santa, por la cual, a quienes la poseen y desean, Dios les promete el reino de los cielos, y sin duda alguna les ofrece la gloria eterna y la vida bienaventurada! ¡Oh piadosa pobreza, a la que se dignó abrazar con predilección el Señor Jesucristo! Pues si un Señor tan grande y de tal calidad, encarnándose en el seno de la Virgen, quiso aparecer en este mundo como un hombre despreciado, necesitado y pobre, para que los hombres, pobrísimos e indigentes, con gran necesidad del alimento celeste, se hicieran en Él ricos por la posesión del reino de los cielos, alegraos vos y saltad de júbilo, colmada de alegría espiritual y de inmenso gozo, pues vos, al preferir el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales, y guardar cuidadosamente los tesoros en el cielo y no en la tierra, allí dónde ni la herrumbre los corroe, ni los come la polilla, ni los ladrones los descubren y roban, os habéis asegurado una recompensa copiosísima en los cielos, y habéis merecido dignamente ser hermana, esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre y de la Virgen gloriosa”45.

La firmeza con que Clara quiere colocarse y permanecer en ese espacio de pobreza propio de los pequeños y menores, la llevará a pedir a la Sede Apostólica un insólito privilegio –el primero que se ha pedido en esos términos, y acaso el último también–: el privilegio de no tener nada, el privilegio de que nada ni nadie pueda separarla ni a ella ni a sus hermanas del abrazo con Cristo pobre. Se trata del célebre Privilegium paupertatis, que obtendrá de Inocencio III en 1216, y que hará renovar por Gregorio IX en 122846.

Cuando Clara está ante algo que sabe que Dios lo pide, no cederá delante de nadie, y no por fijación terca, sino por fidelidad a Dios, a quien hay que obedecer antes que a los hombres, cuando entre ambos se da un eventual conflicto47. Por eso es hermoso el relato de la Leyenda de Santa Clara, cuando narra el célebre encuentro con el Papa Gregorio IX, y cómo ella, con un sumo respeto hacia la persona del Santo Padre, afirma su resolución de seguir pobre a Cristo pobre:

“El señor papa Gregorio, de feliz recuerdo, hombre tan digno de veneración por sus méritos personales como dignísimo por la Sede Apostólica que ocupaba, amaba muy particularmente, con paternal afecto, a nuestra santa. Mas, al intentar convencerla a que se aviniese a tener algunas posesiones, que él mismo le ofrecía con liberalidad en previsión de eventuales circunstancias y de los peligros de los tiempos, Clara se le resistió con ánimo esforzadísimo y de ningún modo accedió. Y cuando el Pontífice le responde: ‘Si temes por el voto, Nos te desligamos del voto’, le dice ella: ‘Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo’”48.

La pobreza de Clara será, pues, una pobreza cristiana, evangélica, que no pretende dar lecciones a nadie, ni acusar a ninguno, ni caer en la denuncia fácil de la Iglesia (actitudes tan frecuentes en otros modelos pauperísticos de su época). Ella entendió de Francisco que la pobreza cristiana era seguimiento e imitación de Cristo pobre, y en ese espacio permaneció hasta el final, por fidelidad a Dios y a Francisco:

“Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea”49.

Madre y hermana de multitud #

Ni la contemplación claustral, ni la pobreza minorítica hicieron de Clara una mujer aislada y extraña a los gozos y fatigas de los demás, del mundo, de la Iglesia. Así lo dice con gran belleza literaria el Papa Alejandro VI en la bula de canonización:

“Esta luz permanecía cerrada en lo secreto de la clausura, pero lanzaba al exterior rayos que rebrillaban; se recluía en el estrecho cenobio, pero destellaba en el ámbito del mundo; se contenía dentro, pero saltaba fuera, porque Clara moraba oculta, pero su conducta resultaba notoria; vivía Clara en el silencio, pero su fama era un clamor; se recataba en su celda, pero su nombre y su vida eran públicos en las ciudades”50.

Su opción contemplativa en clausura no significará huida ni inhibición de su mundo o de su Iglesia. Jamás un contemplativo que verdaderamente quiera saciarse del rostro de Dios al despertar51, podrá ignorar a los hermanos en todo el espesor de su existencia. Parafraseando a San Juan, quien dice que quien contempla a Dios y su luz, pero no abre sus ojos al hermano, es un mentiroso y permanece en la oscuridad52.

Por el contrario, “Clara y las hermanas tenían un corazón grande como el mundo: como contemplativas intercedían por toda la humanidad. Como almas sensibles ante los problemas cotidianos de cada uno, sabían hacerse cargo de todas las penas; no existía preocupación ajena, sufrimiento, angustia, desesperación que no encontrase eco en su corazón de mujeres orantes”53.

La Leyenda de Clara presenta diversos testimonios de cómo el monasterio de San Damián era no sólo el espacio contemplativo de las hermanas, sino también el lugar donde la luz y el calor divinos que ellas recababan en su oración, se traducía en verdaderos milagros en donde la gente que allí acudía, salía fortalecida en su fe, atendida en sus muchas necesidades y confortada en sus oscuridades y pesares. Y esto no sólo durante la vida de Clara, sino también después de su tránsito al cielo54.

Merece especial atención su intercesión en favor de la ciudad de Asís, amenazada por las tropas de Vitale de Aversa:

“En oyendo esto Clara, la sierva de Cristo, suspira vehementemente y, convocando a las hermanas les dice: ‘hijas carísimas, recibimos a diario muchos bienes de esta ciudad; sería gran ingratitud si, en el momento en que lo necesita, no la socorremos en la medida de nuestras fuerzas’. Manda que le traigan ceniza, ordena a las hermanas destocarse las cabezas. Y, en primer lugar, sobre su cabeza descubierta derrama mucha ceniza, después la esparce también sobre las cabezas de las otras. ‘Acudid –añade– a nuestro Señor y suplicadle con todas veras la liberación de la ciudad’. ¿Para qué narrar más detalles? ¿Para qué recordar las lágrimas de las vírgenes, sus ansiosas plegarias? Dispuso el Dios misericordioso, que con la tentación da el poder de resistirla con éxito, que a la mañana siguiente se desbandara todo el ejército; que su soberbio jefe, en contra de sus propósitos, abandonara el sitio; y que nunca más pudiera hostigar aquella comarca”55.

La caridad fraterna de Clara, correspondiente con su calidad contemplativa, no sólo se refiere a la gente que podía llegar a San Damián demandando algún tipo de ayuda, o a su ciudad en peligro de asedio. Esta caridad es testimoniada, en primer lugar, en lo cotidiano de cada día con las hermanas concretas que el Señor le dio. Aprendió bien de Francisco lo que significa el amor fraterno que se hace nutrición en la caridad:

“Y exponga confiadamente la una a la otra su necesidad, porque si la madre ama y nutre a su hija carnal, ¡cuánto más amorosamente deberá una querer y nutrir a su hermana espiritual!”56.

Una madre que no sólo engendra a sus hijas en el camino de seguimiento del Señor, sino que las nutre para que crezcan en Él. Es lo que expresa en una oración que Clara hace al Señor en la sagrada Eucaristía –la imagen que más célebre se ha hecho en la iconografía clariana–, intercediendo por sus hijas ante el ataque y la invasión de los soldados sarracenos, que habían enviado contra las ciudades del valle de Espoleto. Cuando la tropa llegó a San Damián, Clara intervendrá:

“Cayeron sobre San Damián y entraron en él, hasta el claustro mismo de las vírgenes. Se derriten de terror los corazones de las damas pobres, balbucean presas de espanto y acuden a su madre entre lágrimas. Ésta, impávido el corazón manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos. Y prosternándose de bruces, en oración ante el Señor, le dice a su Cristo entre lágrimas: ‘¿Te place, mi Señor, entregar inermes en manos de paganos a tus siervas, a las que he criado en tu amor? Guarda, Señor, te lo ruego, a estas tus siervas, a las que no puedo defender en este trance’. Enseguida, desde este propiciatorio de la nueva gracia, una voz como de niño se dejó sentir en sus oídos: ‘Yo siempre os defenderé’”57.

Se trata de una caridad fraterna hecha de tantos detalles cotidianos de amor hacia las hermanas enfermas, atribuladas y en crisis espiritual. Para todas tiene la palabra justa y el gesto oportuno, como abundantemente nos documentan las fuentes biográficas, como ella misma pedía en su Regla, especialmente a la hermana que debía ejercer el cargo de abadesa58. Y, sin embargo, será una caridad honda y serena que no nace de un sentimentalismo fugaz, sino que Clara fundamenta tal amor concreto en la caridad de Cristo: amarse con el amor del mismísimo Cristo, como ella pide a las hermanas en su Testamento:

“Amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que interiormente os alienta”59.

Finalmente, incluyamos en esta caridad que Clara vive con cuantos vienen a ellas y con las hermanas con las cuales convive, la relación importantísima que tiene con la Iglesia, porque podemos hablar de una caridad eclesial. Importantísima, porque refleja el tenor apostólico y eclesial de su vida claustral y escondida, y su delicada fidelidad hacia el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia60. Es otro de los puntos en los que Clara –junto a Francisco– se distancia de otras corrientes y movimientos contemporáneos, con los que podía compartir otras muchas inquietudes, pero no sus desviaciones: su afectiva y efectiva adhesión a la Iglesia Romana, al Papa y a su delegado para la incipiente Orden. El modo como ella comienza y concluye su Regla, expresa clarividentemente su deseo de querer vivir el santo Evangelio sí, pero dentro de la Iglesia, en comunión inolvidable y sin tacha con ella:

“Clara, sierva indigna de Cristo y plantita del benditísimo padre Francisco, promete obediencia y reverencia al Señor Papa Inocencio y a sus sucesores elegidos canónicamente, y a la Iglesia romana”61.

“Las hermanas estén firmemente obligadas a tener siempre como protector, gobernador y corrector suyo a aquel cardenal de la santa Iglesia romana que por designación del señor Papa, tiene idéntica función con los hermanos menores; para que, siempre sumisas y sujetas a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre y el santo Evangelio que firmemente prometimos. Amén”62.

Tan hondamente sentía Clara su pertenencia y su fidelidad a la Iglesia, tan suya sentía aquella difícil situación, por la que atravesaba la Cristiandad, que escribía a Inés de Praga, haciéndole ver que su vida consagrada en contemplación claustral y pobreza evangélica era un modo de construir la Iglesia:

“Te considera cooperadora el mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de su cuerpo inefable”63.

Colaborar con Dios para sostener a los hermanos que vacilan en su fe y en su identidad cristiana64, es la extraordinaria actitud de Clara y sus hijas ante los males, los fallos y las debilidades que la Iglesia de su tiempo tenía y sufría. Esta es una de las dimensiones de la vida contemplativa: interceder por los hermanos, ofrecerse por la Iglesia, como decía recientemente el Papa a las clarisas en Asís: “representáis muy bien a todos los lugares, en Europa y en el mundo, donde las almas contemplativas, día tras día, y de modo especial en esta circunstancia elevan su súplica apremiante al Dador de todo bien, a fin de que descienda sobre todos el Espíritu de amor, de perdón, de la concordia y de la paz. El mundo tiene necesidad de vuestras ‘manos piadosas, que se elevan hacia el cielo, sin ira ni discusiones’ (cf. 1Tm 2, 8), para implorar la paz. Representáis a la Iglesia esposa, la Ecclesia orans, que en su oración perseverante y unánime en los monasterios de Occidente se une a la ardiente intercesión de los monasterios de Oriente ‘por la paz que desciende de lo alto y por la unidad de todos’”65.

En el caso de Santa Clara, esta intercesión por la Iglesia y con la Iglesia se hará también acogida de sus pastores. San Damián se convirtió en un oasis de paz y de oración para pedir la marcha feliz del ministerio episcopal y pontificio, en un momento en el que la hostilidad y el desafecto arreciaban contra la jerarquía eclesiástica.

Tenemos, precisamente, el precioso testimonio de un hombre de Iglesia que, primero como cardenal y luego como Papa, frecuentará el monasterio de S. Damián, sabiéndose acogido, como si Clara y las hermanas representasen un humilde icono de la maternidad de la Iglesia, a la que él servía con su ministerio:

“A la queridísima hermana en Cristo y madre de su salvación, la señora Clara, servidora de Cristo, Hugolino, obispo de Ostia, indigno y pecador, se encomienda todo cuanto él es y puede ser… Te encomiendo, pues, mi alma y mi espíritu, como Jesús encomendó el suyo al Padre en la cruz, para que en el día del juicio respondas por mí, si no has estado solícita y preocupada por mi salvación. Tengo por seguro que conseguirás del sumo Juez todo lo que pidas con la insistencia de tan gran devoción y abundancia de lágrimas”66.

Y tras ser elegido Papa con el nombre de Gregorio IX, no dejará de recurrir a Clara para pedir oración por el ministerio que Dios le había confiado:

“A la dilecta abadesa y a la comunidad de las monjas encerradas en San Damián de Asís…: como en medio de las innumerables amarguras e infinitas angustias que sin cesar nos afligen, vosotras sois nuestro consuelo, rogamos a vuestra comunidad y os exhortamos en el Señor Jesucristo y os mandamos por este escrito apostólico que, como antes os lo dije, andéis y viváis según el espíritu y ya que, como confiamos, sois un solo espíritu con Cristo, os rogamos que en vuestras oraciones os acordéis siempre de Nos, elevéis vuestras piadosas manos hacia Dios y le supliquéis con insistencia para que Él, sabedor de que en medio de tantos peligros no podemos subsistir a causa de la fragilidad humana, nos robustezca con su virtud y nos conceda cumplir dignamente el ministerio que nos ha confiado”67.

Conclusión #

Santa Clara y nuestra Iglesia de Toledo #

Terminamos esta Carta Pastoral diciendo una palabra sobre nuestra Iglesia toledana en relación con Santa Clara. Decíamos al comienzo de estas páginas que celebrar la memoria de Clara, a la que el octavo centenario de su nacimiento os invita, no significa mirar atrás y quedarnos en un pasado nostálgicamente añorado. Hemos de evitar también nosotros el hacer este tipo de recuerdos de nuestros santos que ya reprobaba el mismo San Francisco:

“Es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de Dios que los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas queremos recibir gloria y honor”68.

Queremos más bien, acoger el don de la vida de Clara, agradecer su fidelidad y alabar al Señor por las maravillas que ha hecho en ella69. Al hacerlo desde nuestra comunidad eclesial diocesana, es obligado referirnos al conjunto de nuestra diócesis, y también a los diversos monasterios de Clarisas en particular.

En efecto, desde nuestra diócesis empeñada en tan diversos trabajos de evangelización y catequesis, de pastoral y de caridad, todos los fieles cristianos hemos de mirar agradecidamente a Santa Clara, porque, aun no coincidiendo nuestra vocación particular con la que ella tuvo, sin embargo Dios nos recuerda y nos concede en ella algo que sí nos afecta a todos –sea cual sea nuestro camino y misión dentro de la Iglesia–, por ser una consecuencia de nuestro bautismo: la llamada a la santidad, a la perfección de los hijos de Dios en cualquier estado de vida cristiano, en el que cada uno hayamos sido vocacionados por Él.

Por decirlo con las palabras de la liturgia, al conmemorar a Santa Clara no podemos hacer otra cosa sino celebrar en ella la grandeza de los designios de Dios, recobrar en ella la santidad original que hemos recibido del Señor, y pregustar nosotros aquí en la tierra el destino que nos aguarda en el cielo70.

Es preciso, pues, aprovechar este año centenario para conocer mejor a Santa Clara, aprendiendo y acogiendo lo que Dios nos quiere enseñar y entregar en ella. Leer sus escritos –pocos y breves, pero muy sabrosos– o una buena biografía, puede despertar en nosotros aspectos cristianos que necesitan en nuestro andar de cada día una sabia revitalización.

La oración, como vuelta permanente del corazón y la mente a Dios, en un mundo tan tremendamente secularizado e incluso hostil a la fe cristiana, será un primer beneficio que recibamos al acercarnos a esta santa mujer contemplativa.

La pobreza evangélica y la sencillez, como un reclamo a lo esencial y una revisión seria de lo superfluo en nuestra vida, será también un regalo que podemos recibir de ella en medio del acoso materialista y consumista de nuestro entorno social.

La fraternidad cristiana, como un modo de ser y de estar con todos los hombres –modo que proviene de la confesión de Dios como Padre, como admirablemente hizo Clara–, sin duda que nos hará volver nuestros ojos hacia tantos hermanos víctimas del poder inhumano, de las pretensiones egoístas e injustas, de los rencores y amenazas, de las violencias y agresiones. Y también Clara nos ayudará a amar a la Iglesia con un afecto maduro y una fidelidad sin reserva.

Finalmente, una palabra para las Hermanas Clarisas que aquí en nuestra diócesis continúan y prolongan lo que Dios empezó hace ocho siglos con Santa Clara, allá, en Asís.

Tener en la diócesis un total de siete monasterios de Hermanas Clarisas es una fuente de gracia para nuestra Iglesia toledana. La vida contemplativa claustral, dentro de su silencio y soledad habitadas por Dios, –aunque imperceptible para el ajetreo de la prisa en el que vive nuestra sociedad moderna–, hace las veces de los glaciares en la montaña, que derretida su nieve por el calor del sol, regalan silenciosos el agua que traerá la vida por el valle, fecundando la tierra, lavando la llanura, llevando el rumor de su alegría saltarina hasta los rincones humanos. Y, sin embargo, todo empieza allá arriba en la cumbre, con el humilde derretirse paulatino.

No me cabe duda que este beneficio nos aportan hoy –entre otras– las hijas de Santa Clara, desde su oculta, pero fecundísima conflagración al Señor. Como no ha cesado de repetir el Magisterio de la Iglesia, las monjas contemplativas “mantienen su puesto eminente en el Cuerpo místico de Cristo… Ofrecen, en efecto, a Dios un eximio sacrificio de alabanza, ilustran al Pueblo de Dios con ubérrimos frutos de santidad, lo mueven con su ejemplo y lo dilatan con misteriosa fecundidad apostólica. Así son el honor de la Iglesia y hontanar de las gracias celestes”71.

Por eso, Hermanas Clarisas, el mundo y nuestra diócesis os necesitan. Como os decía a todas las contemplativas el Papa en su visita a España el año 1982, “la Iglesia sabe bien que vuestra vida silenciosa y apartada, en la soledad exterior del claustro, es fermento de renovación y de presencia del Espíritu de Cristo en el mundo…Vuestros monasterios son comunidades de oración en medio de las comunidades cristianas, a las que prestan apoyo, aliento y esperanza. Son lugares sagrados y podrán ser también centros de acogida cristiana para aquellas personas, sobre todo jóvenes, que van buscando con frecuencia una vida sencilla y transparente en contraste con las que les ofrece la sociedad de consumo. El mundo necesita, más de lo que a veces se cree, vuestra presencia y vuestro testimonio. Es necesario por ello mostrar con eficacia los valores auténticos y absolutos del Evangelio a un mundo que exalta frecuentemente los valores relativos de la vida. Y que corre el riesgo de perder el sentido de lo divino, ahogado por la excesiva valoración de lo material, de lo transeúnte, de lo que ignora el gozo del espíritu”72.

Quiero alentaros a una renovada fidelidad al don recibido en vuestro carisma y vocación como os decía la misma Santa Clara:

“Entre los beneficios que hemos recibido y seguimos recibiendo de nuestro benefactor el Padre de las misericordias, y por los cuales estamos más obligadas a rendir gracias al mismo glorioso Padre de Cristo, se encuentra el de nuestra vocación; y cuanto más perfecta y mayor es ésta, tanto es más lo que a Él le debemos. Por eso dice el Apóstol: conoce tu vocación”73.

En este tiempo, en el que la Iglesia se prepara para celebrar un Sínodo de los Obispos sobre la naturaleza y la misión de la vida consagrada, que sea éste el principal y más fecundo fruto del Centenario de vuestra madre Fundadora: un mayor conocimiento y una mayor fidelidad a vuestra vocación y misión en la Iglesia. Fidelidad a vuestro carisma tal como Santa Clara lo expresó, tal como vuestra genuina tradición lo ha ido transmitiendo, y tal como la Iglesia lo ha vuelto a confirmar con la aprobación de vuestras recientes Constituciones Generales de 198874.

Santa Clara era especialmente sensible al tema de la vigilancia espiritual, en fidelidad a lo que se ha prometido al Señor. Porque, efectivamente, se trata de abrazar vuestro carisma con ilusión creciente, pero sin extrañas interpretaciones, tanto teóricas como prácticas del mismo, como ya advirtió Santa Clara con su acostumbrada lucidez y firmeza, cuando de la fidelidad vocacional se trataba:

“Con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies ni aun se te pegue el polvo del camino, recorre la senda de la felicidad, segura, gozosa y expedita, y con cautela: de nadie te fíes, ni asientas a ninguno que quiera apartarte de este propósito, o que te ponga obstáculos para que no cumplas tus votos al Altísimo con la perfección a la que el Espíritu del Señor te ha llamado… Y si alguien te dijere o sugiere algo que estorbe tu perfección, o que parezca contrario a tu vocación divina, aunque estés en el deber de respetarle, no sigas su consejo, sino abraza como virgen pobre a Cristo pobre”75.

Vosotras, queridas Hermanas Clarisas, sois las que nos acercáis en la diócesis el don de Santa Clara, la luminosidad de su carisma. No dejéis de ahondar en la espiritualidad a la que habéis sido llamadas por el Señor, con una especial atención a la teología espiritual y litúrgica y desde una formación permanente que sea adecuada a vuestra formación de vida contemplativa y claustral76.

Deseo que vuestros monasterios sean auténticas casas de oración, en donde una cuidada liturgia eduque y estimule a los demás fieles a celebrar los misterios del Señor. E igualmente, sea notoria entre vosotras la especial devoción a la Santísima Eucaristía, de tanta raigambre en vuestra tradición espiritual, comenzando por la misma Santa Clara77, con una adoración del Señor que os acabe transformando en Aquel a quien contempláis78, y facilitando así también que los fieles puedan orar en vuestras iglesias ante su presencia eucarística. Como os ha recordado el Santo Padre: “la vida entera de Clara era una Eucaristía porque –al igual que Francisco– ella elevaba desde su clausura una continua ‘acción de gracias’ a Dios con la oración, la alabanza, la súplica, la intercesión, el llanto y el sacrificio. Todo era por ella aceptado y ofrecido al Padre en unión con el ‘gracias’ infinito del Hijo unigénito, niño, crucificado, resucitado, vivo a la derecha del Padre”79.

Allá donde estáis en cada uno de vuestros monasterios, sed espejo y ejemplo para los que viven en el mundo, pues el mismo Señor –dice vuestra fundadora– os ha puesto como modelo de caridad y de alegría cristianas, para las hermanas que estáis en ellos y para las que os vengan, así como para cuantos a vosotras se os acerquen80. Sintiéndoos fieles hijas del Pueblo Santo de Dios, interceded por toda la Iglesia, diocesana y universal, por todos los miembros del Cuerpo inefable de Cristo que atraviesan cualquier tipo de dificultad, como imploraba Clara81.

Al tiempo que elevo mi plegaria al Señor por cada una de vosotras y por vuestras comunidades, pidiéndole que os bendiga abundantemente con nuevas vocaciones a vuestra forma de vida evangélica, invoco la materna intercesión de Nuestra Señora, en la advocación de Santa María de los Ángeles –en cuya iglesia vuestra Madre Santa Clara se consagró para siempre al Señor–. El Papa os ha recordado cómo con vuestra oración incesante, en la que se revela un aspecto peculiar del perfil mariano de la Iglesia, sois en ésta un “icono” particular del misterio de María82. Que esta Madre dulcísima, que engendró un tal Hijo que los cielos no podían contener, y que lo llevó en el pequeño claustro de su santo seno83, os ayude también a todas vosotras a “vivir escondidas con Cristo en Dios”84, en la escucha de su Palabra85, dando frutos de caridad e irradiando la luz para que el Padre sea glorificado86, y “amando totalmente a Quien totalmente se entregó por vuestro amor”87. Desde el interior de vuestros claustros, no desde fuera, tienen que brotar para el mundo la paz y la alegría que necesita el corazón cansado de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Con mi afectiva bendición.

Toledo, 8 de diciembre de 1993. Solemnidad de la Inmaculada Concepción de Santa María Virgen.

1 Legenda Sanctae Clarae Virginis, 1: Edición de I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, BAC 314, Madrid 1993, p. 134.

2 Cf. Didaché, 4, 2; Edición de D. Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, BAC 65, Madrid 1965, p. 81.

3 Cf. Hch 2, 1ss.

4 Juan Pablo II, Discurso a las Clarisas de Asís: L’Osservatore Romano 59 (14-III-82) 5.

5 Legenda Sanctae Clarae Virginis, 3.

6 Cf. Gal 2, 20.

7 3ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, n.15. Igual que Francisco dirá escribiendo a toda su Orden: “no retengáis, pues, nada de vosotros para vosotros mismos a fin de que os reciba enteramente aquel que enteramente se entrega a vosotros” (Carta a toda la Orden, 29).

8 Cf. T. de Celano, Vita secunda, 7: Edición de J. A. Guerra, San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época5, BAC 399 Madrid, 1993, p. 233-234.

9 Legenda Sanctae Clarae Virginis, 5.

10 Ibíd., 5.

11 Juan Pablo II, Discursos durante el encuentro con las monjas de clausura en la Basílica de Santa Clara, domingo, 10 de enero de 1993. nº 2: Selecciones de Franciscanismo 64 (1993) 11.

12 Testamento de Santa Clara, 38.

13 San Buenaventura, Legenda Maior, 3.

14 Florecillas, 16.

15 Florecillas, 16. Cf. Legenda Perusa, 118; San Buenavetura, Legenda Maior, 12, 1-3.

16 Legenda Sanctae Clarae Virginis, 2.

17 Cf. Gn 12, 1.

18 Cf. T. de Celano, Vita prima, 22.

19 Legenda Sanctae Clarae Virginis, 8.

20 Testamento de Santa Clara 9-14.

21 Cf. Testamento de Santa Clara 11.

22 Cf. 1Cor 12, 1-30.

23 Cf. Rm 11, 33.

24 LG 46a.

25 Cf. Lc 10, 42.

26 Pablo VI, Discurso, 7 diciembre 1967.

27 Sagrada Congregación de Religiosos e Institutos seculares, Dimensión contemplativa de la vida religiosa, 1.

28 3ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 12-13.

29 Dt 6, 4-5.

30 Cf. Os 2, 16.

31 Cf. Regla de Santa Clara, prólogo, 13.

32 Ct 4, 12.

33 Cf. Instrucción Venite seorsum, 3.

34 Mt 6, 31.

35 Cf. Ct 2, 4.

36 4ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 27-32.

37 Juan Pablo II, Carta a las religiosas clarisas en el VIII Centenario del nacimiento de su Fundadora, Santa Clara de Asís, nº 1.

38 Testamento de Santa Clara, 45.

39 2ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 19-21.

40 Cf. Mt 16, 24-26.

41 2ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 21-22.

42 Cf. Jn 16, 22.

43 Legenda Sanctae Clarae Virginis, 46.

44 3ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 4.

45 1ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 15-24.

46 Cf. el texto completo del Privilegium paupertatis en I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, BAC 314, Madrid 1993, p. 234-237.

47 Cf. Hch 4, 19-20.

48 Legenda Sanctae Clarae Virginis, 14.

49 S. Francisco de Asís, Última voluntad a Santa Clara, 1-3.

50 Bula de canonización, 3.

51 Cf. Sal 16, 15.

52 Cf. 1Jn 2, 11; 3, 14; 4, 11.

53 Juan Pablo II, Carta a las religiosas clarisas en el VIII Centenario del nacimiento de su fundadora, Santa Clara de Asís, n. 6.

54 Legenda Sanctae Clarae Virginis, 27; 32-33; 49-61.

55 Ibíd., 23.

56 Regla de Santa Clara, 8, 15-16; San Francisco, Regula Bullata, 6, 8.

57 Legenda Sanctae Clarae Virginis, 21-22

58 Cf. Regla de Santa Clara, 4,8,10; Legenda Sanctae Clarae Virginis, 24, 34-35, 38.

59 Testamento de Santa Clara, 59.

60 Cf. Col 1, 18.

61 Regla de Santa Clara, 1, 3.

62 Regla de Santa Clara, 12, 12-13.

63 3ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 8.

64 Cf. 1Cor 3, 9; Rm 16, 3.

65 Juan Pablo II, Discursos durante el encuentro con las monjas de clausura en la basílica de Santa Clara, domingo, 10 enero 1993, n. 1. Cf. las oportunas y sabias reflexiones que al respecto hace la Instrucción Venite seorsum sobre la vida contemplativa y clausura de las monjas, n. 3.

66 Carta de Hugolino a Clara, 1.3, año 1220.

67 Carta de Gregorio IX a Clara (año 1228) 1.3-4.

68 S. Francisco de Asís, Admonición 6, 3.

69 Testamento de Santa Clara, 1-3; Lc 1, 49.

70 Cf. Misal Romano, Prefacio de vírgenes y religiosos, Madrid 1989, p. 492.

71 Perfectae caritatis, 7.

72 Juan Pablo II, Encuentro con las religiosas de clausura en el monasterio de la Encarnación de Ávila, 1 de noviembre 1982, 3-4.

73 Testamento de Santa Clara, 2-4.

74 Siempre serán iluminadoras a este respecto las pautas sobre la adecuada renovación de la vida religiosa que indica el decreto Perfectae caritatis 2.

75 2ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 12-14.17-18.

76 Cf. Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, Orientaciones para la formación en los Institutos Religiosos, n. 73-85.

77 Cf. Legenda Sanctae Clarae Virginis, 21-22; 28.

78 Cf. 3ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 13.

79 Juan Pablo II, Carta a las religiosas clarisas en el VIII Centenario del nacimiento de su Fundadora, Santa Clara de Asís, n. 7.

80 Cf. Testamento de Santa Clara, 19-23.

81 Cf. 3ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 8.

82 Juan Pablo II, Discursos durante el encuentro con las monjas de clausura en la basílica de Santa Clara, domingo 10 enero 1993, n. 4.

83 Cf. 3ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 19.

84 Col 3, 3.

85 Cf. Lc 2, 51; 8, 21.

86 Cf. Mt 5, 16.

87 3ª Carta de Santa Clara a Santa Inés de Praga, 15.