- El sentido de la existencia humana
- De Teresa de Ahumada a Teresa de Jesús:«Mi alma quedó hecho una con su Creador»
- La puerta del Castillo: la intimidad con Cristo, oración
- Exigencias de vivir en Cristo
- Alegría cristiana de la vida
- En el misterio de la Iglesia.Vida y muerte de Teresa de Jesús
- Frutos deseados del IV Centenario
Carta Pastoral, publicada en mayo de 1982, con motivo del IV Centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia. Se reproduce el texto del BOAT, junio 1982, 223-259.
A los sacerdotes, comunidades religiosas y fíeles de la Diócesis de Toledo.
Queridos diocesanos:
Una devoción hondamente sentida a Santa Teresa de Jesús durante toda mi vida me hace tomar la pluma para escribiros esta Carta Pastoral con motivo del IV Centenario de su muerte, que estamos celebrando. Aunque tal actitud personal no existiera, me sentiría igualmente obligado a ello como Obispo de la Iglesia y como hijo de España.
La Iglesia debe mucho a Santa Teresa. El paso del tiempo no hace más que acrecentar el valor de una vida y unos escritos, contemplados, hoy como ayer, por los que tienen sed de Dios, como ejemplo y guía de las almas, difícilmente superables. Esa deuda fue reconocida por el Papa Pablo VI al declararla Doctora de la Iglesia. Igualmente, el Papa actual rinde homenaje a su memoria al tomar ocasión del Centenario de su muerte para anunciar su propósito de recorrer los caminos de España como ella lo hizo en servicio a un ideal de renovación y perfeccionamiento de la Iglesia.
Como español no puedo tampoco ser indiferente a quien tan eminentes servicios ha prestado a la Religión de Cristo, desde esta patria nuestra, con un estilo y un modo de ser que la hicieron genuinamente española y universal. Así ha sido reconocido por todos sin particularismos estrechos ni orgullos nacionalistas.
Escribo, además, en Toledo, donde había nacido y vivido su padre. En Ávila la llamaban «la hija del toledano». Aquí estuvo ella con frecuencia; aquí escribió páginas de sus libros inmortales; aquí rezó en iglesias y capillas que todavía se conservan; y aquí nos dejó testimonio de su obra de Reformadora del Carmelo que hacen de Toledo la Diócesis que, proporcionalmente hablando, cuenta con mayor número de conventos de carmelitas descalzas en toda España. Centenares de frailes y monjas carmelitas de Toledo han profesado en la Orden del Carmen a lo largo de estos cuatro siglos.
El sentido de la existencia humana #
Cada época histórica se ha preguntado y seguirá preguntándose por el destino de la vida humana. No es fácil renunciar a este empeño, que permanece apremiante e inconmovible a la marcha del pensamiento. Los avances de la ciencia van demostrando que la realidad del hombre es más inabarcable de lo que se creía. Gran número de pensadores, en medio de tanto desconcierto y confusión, han sentido la preocupación de mostrar un camino positivo para la realización de la persona. En medio de tantas incertidumbres y trivializaciones, y a pesar de los maestros de la impugnación de la cultura y moral humanas, son cada día más los que experimentan la necesidad de una ética noble y recta, basada en la dignidad de la naturaleza humana creada a imagen y semejanza de Dios. Los programas y las ideologías se alzan en todos los lugares queriendo encontrar el verdadero sentido de la existencia y el ambiente propicio para el logro de la paz, de la serenidad y la justicia.
El problema central de la vida y de la historia sigue siendo el planteado por la religión y la antropología. ¿Qué es el hombre?, es ciertamente la pregunta fundamental. ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, cuestiones todas que, a pesar de tantos progresos, todavía subsisten? ¿Para qué las victorias conseguidas con tanto sacrificio? ¿Qué puede aportar el hombre a la sociedad, qué puede esperar de ella? ¿Qué habrá después de esta vida temporal? ¿Qué piensa la Iglesia sobre el hombre? ¿Qué debe recomendarse para construir la sociedad actual? ¿Cuál es el sentido último de la acción humana en el universo? Estas preguntas han sido planteadas en el último Concilio por la misma Iglesia que, aunque no ignora la respuesta, ha querido escucharla una vez más, repitiendo la que ella misma ha recibido.1
El Papa Juan Pablo II, el hombre enviado por Dios para regir la comunidad católica en nuestro momento, nos ofrece, con voz segura, las enseñanzas de la Revelación. Sus catequesis, sus alocuciones son una verdadera antropología que mira al hombre de hoy, a su vida y ambiente, a sus problemas e inquietudes, a su relación con Dios. Sus dos cartas encíclicas: Redemptor hominis y Dives in misericordia son un manantial de agua transparente al que pueden acercarse los hombres y descubrir el misterio del destino humano y la realidad suprema del Dios de la misericordia.
El Redentor del hombre es Cristo, centro del cosmos y de la historia. Por Él, con Él y en Él «la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único. A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos, y la ha dado de manera definitiva –de modo peculiar a Él solo, según su eterno amor y misericordia, con toda la libertad divina– y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!».2
Un «redentor» sometido a las normas humanas de lo posible, de lo útil, de lo conveniente, no tiene valor para redimir al hombre. Si Jesús lucra sólo un hombre, más nos valdría abrirnos camino por nosotros mismos. Pero es el Cristo, el Verbo hecho hombre, el Redentor del hombre, y en Él se nos revela la verdad sobre el sentido de nuestra propia vida personal, de la historia y del mundo entero.
Jesucristo nos ha revelado al Dios rico en amor-misericordia y nos exige como consecuencia que nos dejemos guiar por Él. Redención y amor misericordioso no significan que el mal sea eliminado como por arte de magia, sino que el hombre tiene que renacer a la nueva vida en la que se le da la posibilidad y la fuerza para lograr el bien y su felicidad. Mas por el hecho de renacer no se instala definitivamente en el orden del bien; constantemente se da la posibilidad del mal y puede ser su víctima. «Estando con esta pena, comenzóme a hablar el Señor, y díjome que no me fatigase, que en verme ansí entendería la miseria que era, si Él se apartaba de mí, y que no había seguridad mientras vivíamos en esta carne»3, es un texto de Santa Teresa, que, como todos los suyos, rezuma verdad y precisión.
San Pablo, el gran Apóstol de la existencia cristiana, ha vivido y nos ha anunciado con fuerza impresionante esta lucha entre el hombre nuevo y el hombre viejo, en los capítulos séptimo y octavo de la Carta a los Romanos, y en el primero y segundo de la primera a los Corintios. Pero también habla de la felicidad del triunfo y experimenta la esperanza de la victoria, como se ve al final de ese capítulo octavo de la Carta a los Romanos, o en el capítulo primero de la Carta a los Efesios, y, con gran potencia también, en la que escribió a los Colosenses: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud, y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos. Y a vosotros que, en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de Él, con tal que permanezcáis sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio… Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia. (Col 1, 18-24).
Un santo es un «hombre nuevo», un testigo de Cristo en la historia. Su vida es una respuesta existencial a la pregunta sobre el destino de la vida humana. Los santos son hombres y mujeres, hijos de esta tierra, fieles a ella, porque la han querido y han trabajado por ella, guiados por su fe en el Redentor del mundo con la esperanza de que todo será libertado de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rm 8, 21).
Ellos han creído y amado a pesar de las dificultades y contradicciones; y aunque la dura realidad de cada día parece desmentir continuamente su fe, ellos han superado esa dureza precisamente con su misma fe. Son hombres y mujeres que provienen y pertenecen a todos los estratos de la sociedad, pero que tienen una cosa en común: vivir de Cristo como Redentor del hombre, y haber experimentado su amor misericordioso. Son testigos reales, concretos, de la grandeza humana eternamente nueva que en ellos se ha hecho posible por Cristo.
Vivir de Cristo, como Redentor, y haber experimentado su amor misericordioso, he ahí el resumen de la vida de Teresa de Ahumada que muere siendo Teresa de Jesús: «¡Señor mío y Esposo mío! ¡Ya es llegada hora tan deseada! ¡Tiempo es ya que nos veamos, Amado mío y Señor mío! ¡Cúmplase vuestra voluntad! ¡Ya es llegada la hora en que yo salga de este destierro y mi alma goce en uno de Vos, que tanto ha deseado!»4
Exclamación, que en esos momentos cumbres del paso de la vida terrena a la eterna, expresan la confianza, el amor, la alegría, la gratitud y sobre todo la plenitud del sentido de una vida, vivida y colmada.
Va a hacer cuatrocientos años que Teresa de Jesús murió en una pobre celda del convento de carmelitas de Alba de Tormes. Era el 4 de octubre de 1552, al que siguió, por la corrección del calendario, el día 15. Había nacido un miércoles 28 de marzo de 1515 Teresa de Ahumada, y moría sesenta y siete años después con grandísima alegría de haber hallado reposo, porque su vivir era ya Cristo.5
De Teresa de Ahumada a Teresa de Jesús:
«Mi alma quedó hecho una con su Creador» #
Desde luego es la profundidad del amor-misericordia de Dios lo que transforma a Teresa de Ahumada en Teresa de Jesús. No es el hombre el que salva al hombre, sino Dios en Jesucristo. Nuestro destino es ser «hombres nuevos», y éste es el drama cristiano que todo hombre que quiera su salvación ha de vivir. Tan completa es la mutación, que tras ella surge una obra divina creada en Cristo Jesús, o lo que es lo mismo, una «nueva criatura». Los textos paulinos, a los que antes aludía, los vemos reflejados en el proceso de conversión de todos los hombres y mujeres que han escrito sobre su propia conversión.
Son miles y miles de testimonios y todos coinciden en la misma experiencia: por dentro se han hecho otros y su vida es ya seguir este camino. Y «aunque se sientan en este estado, no se tienen por seguros, sino que andan con mucho más temor que antes en guardarse de cualquier pequeña ofensa de Dios, y con tan grandes deseos de servirle y con ordinaria pena y confusión de ver lo poco que pueden hacer y lo mucho a que están obligados».6 «Ser una nueva criatura no significa vivir confortablemente y añadir a esa vida agradable el lujo de las aspiraciones y vivencias místicas, sino levantarse todas las mañanas y volver a tomar la cruz allí donde la hemos dejado la víspera», dice el gran escritor Julien Green.7
Los lectores de Teresa de Jesús conocen muy bien su lucha entre el hombre nuevo y el hombre viejo, su proceso de conversión en nueva criatura: «es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva; la de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí, a lo que me parecía; porque entiendo yo era imposible salir en tan poco tiempo de tan malas costumbres y obras. Sea el Señor alabado que me libró de mí».8
Tenía treinta y nueve años Teresa de Jesús cuando se da la célebre conversión: «Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado, y tan devota, que en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojóme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle».9
Esta vez, dice Santa Teresa, porque desconfió de ella y puso toda su confianza en la misericordia del Señor, se determinó a no levantarse de allí hasta que le concediese la merced de no ofenderle más. Su determinación interior se confirmó con la lectura de las Confesiones de San Agustín. Encontraba mucho consuelo en los santos, que después de ser pecadores, el Señor los había tornado a Sí. Sólo le desconsolaba el que ella volvía a caer una y otra vez, pero al considerar el amor redentor de Cristo «tomaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié, de mí muchas veces»10.
Dos años más tarde vive su segunda conversión, que se conoce como la gran merced del desposorio místico: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles»11. Teresa de Jesús, como San Pablo cuando exclamaba que ni ojo vio, ni oído oyó lo que Dios tiene preparado para los que le sirven, tiene la experiencia de ese ciento por uno y la vida eterna que Cristo prometió: «¡Oh, Señor de mi alma, y quién tuviera palabras para dar a entender qué dais a los que se fían de Vos, y qué pierden los que llegan a este estado y se quedan consigo mesmos! No queréis Vos esto, Señor, pues más que estos hacéis Vos, que os venís a una posada tan ruin como la mía»12.
Todos los escritos de Teresa de Jesús son autobiográficos, descriptivos de su experiencia de conversión y unión con Dios. El misterio cristiano, ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20), está expuesto por ella de una manera tan deliciosa, tan grata, y al mismo tiempo tan profunda, que, una vez que se han gustado sus páginas, resulta difícil dejarlas, y lo normal es tomarlas ya como lectura familiar y frecuente. Y cuando se escribe sobre Teresa de Jesús uno siente que lo mejor que podría hacer es trasladar sus propias palabras a las cuartillas.
Las comparaciones que emplea para expresar su proceso de conversión y su unión con Dios entusiasman por la profundidad de su intuición: las cuatro maneras de regar un huerto; el gusano grande y feo que muere después de haber hecho el capullo del que sale la mariposica que no para, porque no halla su verdadero reposo; la persona humana como un castillo hermoso que tiene muchas moradas; el matrimonio espiritual, adonde, como las gotas de agua de la lluvia que caen al mar, todo queda hecho uno y del que nacen esas obras tan reales y vigorosas. «Habré de aprovecharme de alguna comparación, aunque yo las quisiera excusar por ser mujer, y escribir simplemente lo que me mandan; mas este lenguaje de espíritu es tan malo de declarar a los que no saben letras, como yo, que habré de buscar algún modo, y podrá ser las menos veces acierte a que venga bien la comparación; servirá de dar recreación a vuestra merced de ver tanta torpeza»13.
La transformación de Teresa de Ahumada en Teresa de Jesús, su renovación en el Espíritu Santo, que le llevó a la progresiva formación de Cristo en Ella, supuso un dinamismo espiritual ininterrumpido, y para expresarlo se siente obligada a recurrir, como San Pablo, a esas metáforas de las que acabo de hablar.
Es don de Dios este proceso, merced gratuita de su misericordia, pero requiere «determinarse» a procurar con todas las fuerzas del ser humano este bien. La gran pena y la gran confusión están para Teresa de Jesús en que por nuestra culpa no nos entendamos a nosotros mismos, ni sepamos quiénes somos. La eterna pregunta del hombre está contestada magistralmente por ella en el libro llamado: las Moradas del castillo interior. El que empieza a leer vitalmente las «moradas primeras» en las que describe la gran hermosura y dignidad del espíritu humano y su fealdad cuando está en pecado mortal, ya no las deja hasta llegar a las séptimas en las que se da la unión con Dios, «como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una. Quizás es esto lo que dice San Pablo: El que se arrima y allega a Dios, hácese un espíritu con Él, tocando este soberano matrimonio, que presupone haberse llegado Su Majestad a el alma por unión. Y también dice: “Mihi vivere Christus est, mori lucrum”. Ansí me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla que hemos dicho, muere, y con grandísimo gozo, porque su vida es Cristo».14
Entre los hombres cultos que han leído a Santa Teresa, creyentes y no creyentes, han surgido en todo tiempo admiradores del conocimiento que Teresa de Jesús tiene del ser humano. Pienso particularmente en este último siglo, en que la preocupación por el hombre y el sentido de su existencia se han acentuado, a impulsos de los estudios antropológicos en todos los campos. Es conocidísima la influencia de Teresa de Jesús en Edith Stein, discípula de Husserl y amiga de Max Scheler; y también la admiración de Bergson hacia ella por la fuerza de su personalidad, por su salud intelectual sólidamente asentada y excepcionalmente rica, por su firmeza y flexibilidad, su simplicidad en triunfar de todas las complicaciones, su penetración e intuición de la realidad humana en su circunstancia concreta. En España, un gran científico y humanista de nuestros días, Rof Carballo, escribió en 1963, en la «Revista de Espiritualidad», un gran artículo que merecería ser ampliamente conocido.
«La Santa procede ante el hecho extraordinario como Cajal ante su microscopio: da una descripción fiel, exacta, y analiza las posibles causas de error en la observación. Inmediatamente después va a proceder, como lo haría el mejor de los clínicos, al que podíamos llamar diagnóstico diferencial entre los dos fenómenos: el auténtico, por ella percibido, y el que podía alucinar a un melancólico. Procede sistemáticamente: primero, segundo y tercero. Lo primero, la vivencia de poderío y de señorío en quien habla. Lo segundo, la gran quietud que queda en el alma. Lo tercero, el no pasarse estas palabras de la memoria en mucho tiempo, etc. Desde luego, si algún médico el siglo pasado o de comienzos de éste no pensó que la Santa pudiera tener un lugar en la Salpêtrière, quizá no estaba muy lejos de la verdad. Pero no como él imaginaba, como enferma, sino al revés, al lado de Charcot, como maestro de observación crítica y aguda».15Rof Carballo reproduce un texto de Teresa de Jesús en el que, en unas líneas preciosas, describe trescientos años antes que Charcot y sus discípulos –según juicio suyo– la cataplejía histérica. Este eminente representante de la medicina antropológica y de la neurología afirma que, si se interesa por subrayar la fortaleza y amplitud del yo de Teresa de Ávila, es para destacar la importancia de su testimonio como conocedora de la estructura del alma del hombre.
No conocer el hombre quién fue su padre, ni su madre, ni en qué tierra nació, es gran bestialidad, dice Santa Teresa, pero aún mayor, sin comparación, es no procurar saber «qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos y ansí a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos alma; mas qué bienes puede haber en esta alma u quién está dentro de esta alma u el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos, y ansí se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura; todo se nos va en la grosería del engaste u cerca de ese castillo, que son estos cuerpos».16
Siete moradas describe, aunque en cada una de ellas hay muchas, «en lo bajo y alto y a los lados, con lindos jardines y fuentes y laberintos, cosas tan deleitosas, que desearéis deshaceros en alabanzas del gran Dios que lo crio a su imagen y semejanza».17Para deslizarse por estas moradas es esencial la verdad y la humildad: «Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad».18
Aceptar con lucidez y responsabilidad la condición humana es el primer deber que impone el hecho de ser hombre. La «determinada determinación» que diría Santa Teresa, para realizar nuestra vocación personal. «La vocación es el quehacer sin el cual no podríamos seguir siendo nosotros mismos, escribe Laín Entralgo. Quien es traidor a su vocación propia incurre en falsedad, vive “en falso” y deja de ser él mismo.»19
Teresa de Ahumada –resumo yo– vivía en verdad y fue radicalmente «ella misma»; por eso, ayudada por el auxilio de Dios, llegó a ser Teresa de Jesús.
Ojalá pensadores y científicos, con su profundo y cristiano sentido de la existencia humana, no sólo historiadores y literatos, escribieran en este año Centenario de la muerte de Santa Teresa sobre su testimonio de vida y las respuestas tan serias que tiene esta mujer del siglo XVI para los hombres del siglo XX.
La puerta del Castillo: la intimidad con Cristo, oración #
«La puerta para entrar en este castillo es la oración»20; la oración como trato de amistad y de intimidad con Cristo. Evidentemente, esto es netamente evangélico: velad y orad para no caer en la tentación (Mt 26, 41). Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6); nadie va al Padre, si no es a través de Cristo. Teresa insiste a sus hijas que no se dejen engañar por nadie que trate de mostrarles otro camino distinto del de la oración y el conocimiento de Cristo. Nunca puede darse camino de oración y camino de peligro. El Apóstol dice: Lejos de mí el que sepa otra cosa entre vosotros, sino a Jesucristo y éste crucificado (1Cor 2, 3), porque en Cristo mora toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9).
Esta presencia sabrosa de Cristo para el alma, esta contemplación de la sagrada humanidad de Cristo, era puesta en tela de juicio, es más, se consideraba por algunos autores poco menos que nociva, en tiempos de Santa Teresa. Guiada por el consejo de algunos maestros ignorantes, bajo pretexto de una vida mística más elevada, se apartó por algún tiempo del trato asiduo e íntimo con Cristo hombre, tratando de ir a Dios directamente sin la mediación de Cristo. Todo empeño en esta dirección es vano. Teresa de Jesús sabe la inutilidad de los esfuerzos para alcanzar la perfección, que no sean por Cristo, en Cristo y con Cristo, que es Camino, Verdad y Vida para ir al Padre, la fuente de todo nuestro bien, sin el cual no se puede dar un paso.
Desecha las opiniones de tales maestros y se vuelve con todas sus fuerzas a Cristo en su santa humanidad. Experimentó su ayuda profundísimamente; la comunicación de la vida y la gracia de Cristo aparece en cada uno de los pasos de su existencia. Cristo le muestra su rostro glorioso, las manos y la sagrada Humanidad, como si fuera el signo de su introducción mística en los estadios más encumbrados de la vida sobrenatural.
La doctrina teresiana sobre la presencia e influjo de Cristo en la vida, nace de la experiencia propia del misterio en su interior, y como de la abundancia del corazón habla la boca, rebosa en razones teológicas que desarrolla de una manera elocuente, sencilla y práctica. La misma Teresa de Jesús rebate las enseñanzas que tanto mal le ocasionaron, y traza una doctrina firme y segura, confirmada y bendecida por la Iglesia: Teresa de Jesús, Doctora universal de la Iglesia de Cristo.
Toda la vida de Teresa está empapada en el amor redentor y misericordioso de Cristo, decía al comienzo. Ella vive experimentando que de Cristo nos vienen todos los bienes, y su vida es el mejor dechado. «¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como lo hacen los del mundo? Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe sí. Miremos al glorioso San Pablo que no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón.»21 Hay que leer, por ejemplo, el capítulo 22 de la Vida, y el 42 del Camino de Perfección, por citar una pequeñísima muestra. Está enamorada de Cristo y ha experimentado en su vida el bien que este amor le reporta, se ha transformado; de ahí su insistencia y, aún más, exigencia sobre los que tiene autoridad, de fomentar un trato de amistad con el Señor: «Mirad que no está aguardando otra cosa –como dice la esposa–, sino que le miréis; como le quisiérades, le hallaréis… Si estáis alegres, miradle resucitado…; como quien tan bien salió de la batalla adonde ha ganado un tan gran reino, que todo le quiere para vos y a Sí con él. Pues, ¿es mucho que a quien tanto os da, volváis una vez los ojos a Él? Si estáis con trabajos o tristes miradle en la columna lleno de dolores, todas sus carnes hechas pedazos por lo mucho que os ama… o miradle en el huerto, o en la cruz, o cargado con ella; miraros ha Él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas y olvidará sus dolores por consolar los vuestros.»22
Santa Teresa sienta un principio básico en la espiritualidad: es necesaria, con necesidad vital, la contemplación y examen de los misterios de Cristo hombre, su encarnación, actividad evangélica, pasión y resurrección, y funda toda su vida de oración y ascesis en los ejemplos de Cristo, en el trato íntimo con Él. «Puede representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerle siempre consigo y hablar con Él, pedirle para sus necesidades y quejársele de sus trabajos, alegrarse con Él en sus contentos y no olvidarle por ellos, sin procurar oraciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidad. Es excelente manera de aprovechar y muy en breve, y quien trabajare en traer consigo esta preciosa compañía y se aprovechare mucho de ella y de veras cobrare amor a este Señor a quien tanto debemos, yo le doy por aprovechado.»23Esta presencia de Cristo y trato íntimo con el divino Redentor, este esfuerzo constante en profundizar en su inmenso amor hacia nosotros, nos sitúa en la cumbre de la vida cristiana. Cristo es el cristiano y el cristiano es Cristo. Son las fórmulas tan utilizadas por San Pablo.
Teresa de Jesús ha experimentado de una manera privilegiada esta participación en la vida de Cristo: «Teresa de Jesús, Jesús de Teresa»; «mirarás mi honra como verdadera esposa mía»; «mi honra es tu honra y la tuya mía». Este dinamismo espiritual ha supuesto para ella, como tiene que suponer para todo cristiano, la eliminación del hombre viejo. Pero éste no aparece en ella como fruto de preceptos fríos y prohibiciones sofocantes. La muerte del gusano, el dejar la cerca del castillo, los esfuerzos para arrancar las malas hierbas del huerto y regarlo se imponen como una liberación del pecado y de las malas tendencias, para dejar que se expansione en ella la vida de Cristo y por Cristo.
Para Santa Teresa, como para San Pablo –al que se refiere frecuentísimamente– Cristo es el centro de sus enseñanzas, de su oración, de su vida entera. Cristo preexistente, Cristo encarnado y crucificado. Cristo glorificado. De ahí arrancan sus lamentos imponderables, su pena al leer en algunos autores que es nociva la meditación en la sagrada humanidad de Cristo: «¡Oh, Señor de mi alma y Bien mío, Jesucristo crucificado! No me acuerdo vez de esta opinión que tuve que no me dé pena, y me parece que hice una gran traición, aunque con ignorancia.»24 Tal estrechez de espíritu, tal falta de verdad y realismo, tal falta de fe, de esperanza y de caridad, no encajaba con el corazón enamorado de Teresa, que vibraba al solo recuerdo de Cristo Redentor. La lectura de las «Exclamaciones», lo mismo que de las «Cuentas de conciencia», o las «Meditaciones sobre los Cantares», tonifican el espíritu, y cuando un cristiano está gozando en su trato de amistad con Cristo siente dentro lo que le dice ella, y parece que son pronunciadas las palabras por uno mismo, al menos como deseo o como alabanza.
Todo el afán de la santa Reformadora del Carmelo, cuando descubre, por la luz del Espíritu Santo, lo provechosa que es la contemplación del Redentor humanado, era traer siempre delante de los ojos su retrato e imagen, ya que no podía traerla tan esculpida en el alma como ella hubiera querido. Por eso se duele de haber vivido en ceguedad. En todas sus obras estalla el reconocimiento por los beneficios recibidos de la «experiencia de Cristo», y se alegra de haber llegado a descubrirlo, no sólo para aprovecharse ella, sino para transmitirlo a los demás, al mayor número posible de almas. Llega a decir, con una convicción plena, que la causa de no aprovechar muchas almas y no llegar a una grande libertad de espíritu, es el no sumergirse en la contemplación gozosa de Cristo niño, Cristo crucificado, Cristo glorioso.
Teresa de Jesús encontró sus mejores contentos contemplando a Cristo en todos los pasos de su vida. Disculpa a los espíritus «flacos» a quienes no les va considerar a un Señor «fatigado y hecho pedazos», corriendo por los caminos, perseguido de los que hacía tanto bien, no creído por los Apóstoles. Pero no encuentra disculpa para nadie que no le pueda considerar glorioso, lleno de luz y de alegría, esforzando a los unos y animando a los otros antes de subir a los cielos. De manera especial lo ve asequible en la divina Eucaristía, pues ahí es nuestra comida, nuestro alimento, nuestro compañero de camino, que no tuvo otro motivo al quedarse que el poder estar siempre con nosotros.
Con insistencia femenina, de mujer enamorada de su esposo, lamenta una y otra vez el tiempo que pasó alejada del conocimiento de Cristo, y proclama que, a raíz de él, le vinieron todos los bienes: «En veros cabe mí, he visto todos los bienes»25. La consideración de Cristo paciente ante los tribunales le daba fuerzas para soportar todos los trabajos y acometer las mayores empresas: «Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero. Y veo yo claro y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos.»26
Cristo es el mediador entre Dios y los hombres; por Él recibimos la gracia y la verdad (Jn 1, 17). Es muy buen amigo, porque le miramos hombre y sabe de nuestra pequeñez y flaquezas. ÉI es poderoso para que se haga en el cielo lo que ÉI dice en la tierra. No tenemos otro remedio sino confiar en los méritos de Jesucristo, y con Él podemos tratar como amigo, aunque es Señor. Mientras más adelante va un alma, más acompañada es de este buen Jesús.
Al sentar afirmaciones tan categóricas con relación a Jesucristo, Teresa de Jesús fijaba sus ojos en los santos que más se han distinguido por su amor a Cristo. Ya ha sido citado San Pablo que, como nos ha dicho ella misma, llevaba siempre el nombre de Jesús en sus labios por tenerlo grabado en el corazón. El amor ardiente al Señor en su Humanidad, pasión y cruz, haciéndolo todo por Cristo en su vida diaria, y también el amor sentido en las alturas de la contemplación y de la vida mística, en la que los sentimientos íntimos bullían en el alma del apóstol, se repiten en Santa Teresa. La pertenencia a Cristo es total, pues si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, morimos para el Señor (Rm 14, 18). Otros santos en los que se fijó son San Francisco de Asís, copia viva del divino Modelo, que mereció ser galardonado con los estigmas de la pasión; San Antonio de Padua, cuya imagen es inseparable del Niño Jesús; San Bernardo, el enamorado de todos los misterios del Redentor humanado; «Santa Catalina de Sena y otros muchos que vuestra merced sabrá mejor que yo»27.
La persona enamorada de Cristo ansía comunicarlo a otras, llevar su nombre hasta los extremos del orbe. Ser cristiano es ser apóstol. «Sostenedme con flores; el sostener no me parece que es pedir la muerte, sino con la vida querer servir en algo a quien tanto ve que debe… Sólo miran al servir y contentar al Señor, y porque saben el amor que tiene a sus criados, gustan de dejar su sabor y bien por contentarle en servirles a otras personas y decirles las verdades, para que se aprovechen sus almas por el mejor término que pueden, ni se acuerdan si perderán ellos; la ganancia de sus prójimos tienen presente, no más… Paréceme que debe ser uno de los grandísimos consuelos que hay en la tierra, ver uno almas aprovechar por medio suyo.»28
San Pablo se sentía superior a toda tribulación, cárcel, adversidad, a todo cuanto significase cruz, con tal de permanecer anclado en el amor de Cristo y difundir su nombre por toda la tierra. Santa Teresa sentía ese mismo amor ardiente hasta exclamar: «¡Oh, Señor mío!, ¡cómo sois Vos el amigo verdadero, y cómo poderoso, cuanto queréis podéis, y nunca dejáis de querer, si os quieren! ¡Alaben os todas las cosas, Señor del mundo! ¡Oh, quién diese voces por él para decir cuán fiel sois a vuestros amigos! Todas las cosas faltan; Vos, Señor de todas ellas, nunca faltáis. Poco es lo que dejáis padecer a quien os ama. ¡Oh, Señor mío!, ¡qué delicada y pulida y sabrosamente los sabéis tratar! ¡Oh, quién nunca se hubiera detenido en amar a nadie sino a Vos! Parece, Señor, que probáis con rigor a quien os ama, para que en el extremo del trabajo se entienda el mayor extremo de vuestro amor. ¡Oh, Dios mío!, ¡quién tuviere entendimiento y letras y nuevas palabras para encarecer vuestras obras como lo entiende mi alma! Fáltame todo, Señor mío, mas si Vos no me desamparáis, no os faltaré yo a Vos. Levántense contra mí todos los letrados, persíganme todas las cosas criadas, atorméntenme los demonios, no me faltéis Vos, Señor, que ya tengo experiencia de la ganancia con que sacáis a quien sólo en Vos confía.»29
Son los mismos sentimientos de San Pablo en Rm 8, 31-39: Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?, ¿quién nos separará del amor de Cristo? Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni criatura alguna podrá separarnos del amor a Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Exigencias de vivir en Cristo #
Una vez «determinada con toda determinación» a ser toda de Dios y habiendo comprendido que la quería para la reforma del Carmelo, comienza con afán incansable a echar los cimientos de la misma, tomando como puntos básicos ciertos principios inconmovibles que arrancan de las exigencias que comporta la intimidad con Cristo. Uno de ellos es la austeridad de vida que aflora continuamente en sus escritos. Si las religiosas se mantienen fieles a la observancia, y las que siguen hacen otro tanto, el edificio de la Orden se mantiene firme. Muy práctica y real en la vida ordinaria, llega a la conclusión de que «nada aprovecha que los santos pasados hayan sido tales, si ella es tan ruin después que deja estragado con la mala costumbre el edificio»30. Los que nos siguen no se fijan tanto en los antepasados, cuanto en las personas que tienen delante. Por eso exhorta a sus hijas a que se den cuenta que son cimientos de las que están por venir y «que procuren ser piedras tales con que se torne a levantar el edificio, que el Señor ayudará a ello»31.
Las razones poderosas para vivir la fidelidad plena las encuentra en las llagas de Cristo, en el amor inmenso manifestado al hombre al dar la vida por él entre indecibles tormentos. Desde esta perspectiva, pide la observancia fiel a los sagrados compromisos: «¡Oh, Hijo del Padre Eterno, Jesucristo, Señor nuestro, Rey verdadero de todo! ¡Qué dejaste en el mundo, qué pudimos heredar de Vos vuestros descendientes? ¿Qué poseíste, Señor mío, sino trabajos y dolores y deshonras, y aun no tuviste sino un madero en que pasar el trabajoso trago de la muerte? En fin, Dios mío, que los que quisiéramos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas. ¡Ea, pues, hijas mías, ésta ha de ser nuestra divisa, si hemos de heredar su reino; no con descansos, no con regalos, no con honras, no con riquezas se ha de ganar lo que Él compró con tanta sangre!»32.
Para reforzar más, si cabe, la necesidad de abrazarse con la vida austera de Cristo, presenta el ejemplo de los «verdaderos caballeros suyos, y príncipes del Colegio Apostólico, San Pedro y San Pablo, que le siguieron fielmente hasta inmolar sus vidas en el martirio»33.
La Iglesia en el Concilio Vaticano II y en toda la documentación que se ha seguido después, insiste de muy diversas formas en la necesidad de volver a las fuentes, al espíritu del Evangelio y de los fundadores. Teresa de Jesús se adelanta muchos siglos al poner como base de su reforma la espiritualidad, sencillez y sobriedad de los primeros Padres. Al describir la fundación de Duruelo –primera de la rama masculina– nos cuenta que tenía ya dos religiosos preparados para llevarla a cabo, Fr. Antonio de Jesús y Fr. Juan de la Cruz, pero carecía de casa y también de medios para adquirirla. Sólo contaba con una fe muy grande y un espíritu de oración capaz de solucionar con él todos los problemas. Y así sucedió. Dios suscitó la generosidad de un caballero de Ávila, quien ofreció generosamente una casa de su propiedad para comenzar la reforma de los varones.
Teresa de Jesús refiere, con gran nimiedad de detalles y con un gracejo incomparable, las peripecias de los viajes y las fundaciones. En esta fundación se entusiasma con la alegría con que ambos religiosos se comprometieron a vivir en él profesando la primera regla. «Dicho me ha el padre fray Antonio, que, cuando llegó a vista del lugarcillo, le dio un gozo interior muy grande, y le pareció que había ya acabado con el mundo en dejarlo todo y meterse en aquella soledad; adonde al uno y al otro no se les hizo la casa mala, sino que les parecía estaban en grandes deleites. ¡Oh, válame Dios, qué poco hacen estos edificios y regalos exteriores para lo interior! Por su amor os pido, hermanos y padres míos, que nunca dejéis de ir muy moderados en esto de casas grandes y suntuosas. Tengamos delante nuestros fundadores verdaderos, que son aquellos padres de donde descendimos, que sabemos que por aquel camino de pobreza y humildad gozan de Dios»34.
Cuando Teresa de Jesús trata de fundar el convento de San José, su primera idea fue que las religiosas no se sometieran a mucha aspereza en lo exterior, ni que careciesen de renta suficiente para vivir desahogadamente. Pero llega a tener conocimiento de los continuos estragos que en Francia y en otras naciones de Europa estaban haciendo los protestantes, y se aflige mucho, llora sin cesar en la presencia del Señor, y le ruega insistentemente remedie tanto mal. No se contenta con lágrimas, no basta decir: Señor, Señor; hay que hacer su voluntad.
«Como me vi mujer y ruin, y imposibilitada de aprovechar en nada en el servicio del Señor; que toda mi ansia era, y aun es que, pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que éstos fuesen buenos; y ansí determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar estas poquitas que están aquí hiciesen lo mesmo, confiada yo en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por Él se determina a dejarlo todo.»35
Así quiere contribuir a la «defensa» de la Iglesia y a ayudar al Señor que tan herido le traen a los que ha hecho tanto bien y parece le quieren tornar a la Cruz.
Le llegaba al alma que fueran los propios cristianos los que más ofenden a Cristo, los que han recibido de Él mayores gracias. Y por eso ansía una entrega total. «Estáse ardiendo el mundo, y quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios y quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el cielo? No, hermanas mías; no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia»36.
Su obsesión era servir a la Iglesia, poner un dique a la herejía, ayudar con su oración a predicadores y teólogos. Reconoce que tanto ella como sus hijas no están llamadas a desplegar actividades apostólicas en defensa de la ciudad fortificada o castillo que es la Iglesia, pero no oculta la gran labor que les está reservada para ayudar a los siervos de Dios que tanto trabajan. Y esto no es simplemente un consejo o un deseo, sino una exigencia de la vida contemplativa. La gracia de haber sido segregadas del mundo impone como exigencia una entrega generosa al apostolado oculto, o sea, el llamamiento a la soledad implica una exigencia de cooperación, de manera generosa y ardiente, a la extensión del Reino de Dios.
Exigencia del vivir en Cristo es decir con «determinación» las palabras que Él nos enseñó: hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. En el Camino de Perfección, que es donde hace el deleitoso comentario detallado del Padre nuestro, nos expone «lo mucho que hacemos en decir estas palabras con determinación». Solamente viniendo a nosotros el Reino de Dios podemos hacer su voluntad. «Haciendo vuestro Padre lo que vos le pediste de darnos acá su reino, yo sé que os sacaremos verdadero en dar lo que dais por nosotros; porque, hecha la tierra cielo, será posible hacerse en mí vuestra voluntad»37.
Cristo nos dice repetidamente en el Evangelio que no ha venido al mundo a hacer su propia voluntad, sino la de Aquél que le ha enviado. Con ello nos expresa claramente la ligazón existencial que hay entre la voluntad de Dios y el ser cristiano. Teresa de Jesús lo capta perfectamente y lo aplica a su vida y, cuando tiene que enseñar, lo afirma con vigor. En la doctrina teresiana hay una llamada constante a la fidelidad a la voluntad de Dios, a hacer la voluntad conforme con la de Dios, porque en ello estriba la máxima perfección y tanto más se progresa en la unión con Dios, cuanto mayor es la conformidad con su santísima voluntad38. Dejarse en las manos de Dios es lo más acertado que podemos hacer. Es fundamental «rendir nuestra voluntad a la de Dios en todo y que el concierto de nuestra vida sea lo que Su Majestad ordenare de ella, y no queramos nosotros que se haga nuestra voluntad, sino la suya».39 Teresa de Jesús sabe, porque lo experimentó, que lo más provechoso es vivir colgados de la voluntad de Dios, atenerse a las pruebas y a lo que Él nos envíe.
No pide otra cosa al Señor, sino que su voluntad esté siempre sujeta a no salir de la de Él. Y esto con la radicalidad y veracidad propias del estilo teresiano, «porque un alma dejada en manos de Dios, no se la da más que digan bien que mal, si ella entiende bien entendido –como el Señor quiere hacerle merced que lo entienda– que no tiene nada de sí»40. Ella ha aprendido de Cristo que ésta es la cima de la perfección humana y por eso ofrece una experiencia de vida y una doctrina perenne:
«En lo que está la suma perfección claro está que no es en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos, ni visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Su Majestad… Esta fuerza tiene el amor si es perfecto, que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos.»41
Cuando se llega a este estado de unificación total con el querer divino, y ya el propio vivir es Cristo, se disfruta de una paz indecible. Lo que hay de cierto en la unión con Cristo y en los mayores gozos místicos es el «estar resignada nuestra voluntad en la de Dios. ¡Oh, qué unión ésta para desear! Venturosa el alma que la ha alcanzado, que vivirá en esta vida con descanso y en la otra también; porque ninguna otra cosa de los sucesos de la tierra la afligirá, si no fuere si se ve en algún peligro de perder a Dios u ver si es ofendido; ni enfermedad ni pobreza, ni muertes, si no fuere de quien ha de hacer falta en la Iglesia de Dios, que ve bien esta alma que Él sabe mejor lo que hace que ella lo que desea.»42
Alegría cristiana de la vida #
En el espíritu de austeridad, en la carencia voluntaria de cosas, en la libertad interior, en el desasimiento de todo, en hacer una la voluntad con la de Dios cifra Teresa de Jesús la verdadera alegría interior. El cristianismo es la religión de la alegría y es una verdad que incrusta sus raíces en toda la Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La esperanza del cristiano nunca quedará confundida43. El Espíritu Santo pone en el corazón una esperanza que jamás puede resultar fallida y las tribulaciones sufridas por el Evangelio la robustecen cada vez más en vez de debilitarla44. San Pablo dice a los filipenses: alegraos siempre en el Señor, otra vez os digo, alegraos (Fil 3, 1); y a los tesalonicenses: estad siempre alegres (1Ts 5, 16). Y lo mismo repite en muchos pasajes de sus cartas. Cristo, en el Sermón de la montaña, después de llamar dichosos a todos aquellos que soportan con paciencia las persecuciones y penalidades de la vida, les exhorta a alegrarse y regocijarse, porque su recompensa es grande en el cielo. Él da el ciento por uno en esta vida y luego la vida eterna. Acudiendo a Él en los agobios y trabajos, la carga es ligera y el yugo suave. Y el canto del Magníficat, ¿qué otra cosa es, sino el canto más sublime a la alegría en que rebosaba el Corazón de María, Madre de la Iglesia? El que acepta la cruz, completa en él lo que falta a la pasión de Cristo, rescata al mundo y conoce la alegría.
Charles Moeller ha llamado a Bernanos «el profeta de la alegría», porque en sus obras late el misterio de muerte y resurrección, la alegría pascual. El secreto de su alegría es la «gracia». Los sufrimientos del mundo dibujan un icono, el del cuerpo de Jesús, en el que se consuma la pasión redentora. «Bernanos es un escritor profeta. Con su mirada profunda, que se apodera de nosotros fulgurantemente, nos transporta a lo eterno. Nos fuerza a ver el verdadero juego de nuestra vida: “si nuestras dichas son con frecuencia terrestres, nuestras desdichas son siempre sobrenaturales”. En el seno de un mensaje que figura entre los más trágicos de este siglo, estalla una tremenda fuerza de alegría. La clave de la obra de Bernanos es el misterio pascual, muerte, pero también vida.»45. La pregunta que Bernanos hace a todos los cristianos es ésta: ¿Sois capaces de rejuvenecer el mundo, sí o no? El Evangelio es siempre joven, sois vosotros los viejos.
Saberse amado y redimido por Dios es la verdadera fuente de la alegría; el creyente ha de vivir en la paz y en el gozo, aun en las tribulaciones, porque el amor redentor de Jesucristo sobrepuja todo entendimiento. El Reino de Dios es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo, dice San Pablo en la carta a los Romanos (Rm 14, 17). Por eso los santos tienen que ser necesariamente alegres y es frecuente que lleguen a un grado de jovialidad admirable. A pesar de toda la lucha que supone el despojarse del hombre viejo con todas sus obras, y vestirse del nuevo, a pesar de renuncias que no parecen atractivas a la naturaleza, Dios comunica consolaciones que superan con mucho las alegrías terrenas y fortalecen al cristiano que camina, arrastrando a muchos consigo a la salvación. Nunca un hombre se salva solo.
La alegría está ligada a la vocación cristiana. De San Francisco de Asís, escribía el protestante Julio Hart, que fue el hombre más alegre que jamás hubo en la tierra. Y un gran psicólogo de nuestro tiempo, el alemán Philipp Lersch dice de él: «Si entre los sentimientos mundanos buscamos el polo opuesto al nihilismo, habrá que llegar hasta esa impregnación por el mundo de la que estaba lleno San Francisco de Asís. Es una mezcla de devoción por el mundo y de entusiasmo, un temple provocado por el mundo, en el que éste es ya dado de antemano como algo lleno de sentido… En tan limpia y pura forma, este sentimiento mundano se da muy pocas veces… El núcleo esencial más profundo del humor radica en la fuerza de la vivencia religiosa. El humor ve lo terrenal y lo humano en su insuficiencia respecto a Dios. Pero lo ve desde su sentimiento mundano, en el espejo del amor que Dios profesa a su creación, sin que por ello tenga que hablar de Dios ni hacer teología… Se tiene la certeza de que todo lo finito está amparado por la misericordia de Dios. Según esto, el humor es amor y piedad hacia el mundo, precisamente allí donde éste muestra sus defectos, su insensatez e incluso su maldad… Ama al mundo… Amor es siempre “un decir que sí… gratitud hacia Dios”. Desde su consagración a Dios, Francisco de Asís caminaba por bosques y por valles entonando alabanzas al Supremo Hacedor y a sus criaturas, a las que llamaba “hermanas”. Entre cánticos pedía limosna; cantando partió con Fr. Gil para tierras de misión; el canto era su consuelo en sus continuas y prolongabas enfermedades; y cantando recibió la muerte. Su alegría y su gozo han llegado a nuestro siglo y seguirán fluyendo por la historia.»46.
También la alegría de Teresa de Ávila ha invadido el mundo y ha llegado a los «palomarcicos teresianos más escondidos», a otros muchos fundadores de congregaciones religiosas, e incluso a tantos intelectuales que no sabían sonreír. Se le ha llamado «la alegría en el sufrimiento», porque toda su vida estuvo marcada con el sello de la cruz: enfermedades, contradicciones de buenos –las más difíciles y duras de sobrellevar–, oposición de los propios religiosos a quienes trataba de reformar, dificultades internas, etc., etc. A pesar de ello su alegría era desbordante y contagiaba a cuantas personas se ponían en contacto con ella. Al tomar sobre sus hombros femeninos –femeninos y en el siglo XVI– la carga de reformar una Orden religiosa antigua –tarea harto más ardua que fundarla de nuevo–, el panorama que encontró en derredor suyo fue bien poco halagüeño; no obstante, se lanzó con brío a su misión, apoyada en una vida de oración intensa y en una fidelidad a la gracia que se vio coronada por el éxito. Las contrariedades, persecuciones, sinsabores de todo género llovieron sin cesar sobre ella, pero no fueron capaces de ahogar la alegría de su espíritu, alegría que dejó como preciada herencia de su espíritu y estilo teresianos.
Como consecuencia de esa alegría constante que envolvía todo su ser, su presencia y sus cartas sembraban optimismo y animación en todos. Enemiga de actitudes hoscas, no permitía a su lado personas que se dejaran arrastrar por la tristeza, y da como aviso necesario para los que quieren ir por el camino de Cristo, el procurar la «a los principios andar con alegría y libertad»47. Ni ella era triste, ni le agradaba que los que estaban a su lado lo fueran. Solía decir: Dios nos libre de santos encapotados, «porque vida es vivir de manera que no se tema la muerte ni todos los sucesos de la vida, y estar con esta ordinaria alegría que ahora todas traéis.»48
En sus cartas recomienda a sus hijas la sana alegría: procurad estar alegres; no dejéis de estar alegres. Celebra esta actitud, por citar un ejemplo, cuando escribe al P. Gracián y le da noticias de su hermana Isabel. Siempre se fija en la alegría y contento que traía: «Mi Isabel está cada día mejor. En entrando yo en la recreación, como no es muchas veces, deja la labor y comienza a cantar:
La Madre Fundadora
Viene a la recreación;
Bailemos y cantemos
Y hagamos el son»49
En los primeros momentos de la Reforma, cuando lo que más abundaba era el desagrado, la maledicencia, la palabra mordaz contra ella, al enterarse, reaccionaba con una explosión de gozo pensando que en aquellas circunstancias estaba agradando mucho a Dios. El P. Gracián, compañero infatigable de la Madre Teresa y que sentía como propias sus penas, nos atestigua: «Un solo consuelo me quedaba, que era acudir a la misma Madre a consolarme con ella, era para mí mayor tormento; porque cuando le decía los males que de ella se decían, era tan grande su contento, y frotaba una palma con otra en señal de alegría, como a quien le ha acontecido un sabroso suceso; que a mí me era increíble pesar». Semejante contento tenía que provenir necesariamente de una vida sumergida en Dios.
La alegría caracteriza toda su vida ya desde su niñez y juventud: «En esto me ha dado gracia el Señor, en dar contento en dondequiera que estuviese.»50
A pesar de sus circunstancias personales, desasosiegos o dolores fortísimos, procuraba dar alegría a los demás. Lo admirable es que, a pesar del estado de postración y abatimiento en que muchas veces se encontraba, jamás desaparecía de sus labios una suave sonrisa. Cuantos se acercaron a ella testificaron en el proceso: «todo el tiempo en que se halló tullida mostraba gran alegría que daba contento a todos los que la curaban y rodeaban y gustaban de ello y de su gracia».
Concretamente en el libro de las Fundaciones exhorta constantemente a permanecer fieles a Dios, a llevar una vida de fidelidad exquisita, manantial de donde brota la verdadera alegría. La obra de la Reforma no la considera obra suya, sino de Dios.
«Veréis que estas casas en parte no las han fundado hombres las más de ellas, sino la mano poderosa de Dios, y que es muy amigo Su Majestad de llevar adelante las obras que Él hace, si no queda por nosotras. ¿De dónde pensáis que tuviera poder una mujercilla como yo para tan grandes obras, sujeta, sin un solo maravedí ni quien con nada me favoreciese?»51
Ciertamente en la fidelidad está el fruto maravilloso de la verdadera alegría: «¿A qué se puede comparar la paz interior y exterior con que siempre andáis? En vuestra mano está vivir y morir con ella, como veis que mueren las que hemos visto morir en estas casas.»52
Teresa de Jesús vio que todas las hijas que la precedieron en la marcha al Padre dejaban este mundo entre transportes de alegría, y no ve otro motivo que la fidelidad a Cristo y a los supremos compromisos contraídos con Él. Y lo mismo narra de los seglares a los que trata y ve morir: fidelidad es lo que supera el tiempo fugitivo; tiene en sí algo de eternidad. Este es uno de los grandes males que nos aquejan: no permanecer firmes en las responsabilidades a pesar de los daños y amenazas. Y la causa profunda es el olvido de que Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida, porque de Él viene la fidelidad al mundo; podemos ser fieles porque nos ha hecho a imagen y semejanza suya y nos ha redimido con su propia vida. Pero al buscar otras imágenes y otros proyectos, fuera de la fidelidad al Evangelio de Cristo, para la realización de la condición humana, se corrompe ésta. Sin Él nada podemos hacer, ni ser.
La gran Doctora universal, profunda conocedora de la naturaleza humana, inculca a los religiosos y a todos los que trata, espíritu de verdad, de sencillez y pobreza, desprendimiento de todo, regocijo ante la necesidad, y muestra, porque lo ha probado, que en ello está la fuente perenne de alegría. De la alegría interna que embargaba su alma –repito que fruto de la fidelidad exquisita a la gracia y su vivir sumergida en la voluntad de Dios– brotaban rasgos de jovialidad que la han hecho el prototipo de la simpatía arrolladora, de la grandeza de alma, y del gracejo en el hablar y en el tratar con todos, cualquiera que fuera su condición y categoría social.
Es cierto que en los Avisos a sus monjas dice que se debe «hablar a todos con alegría moderada» y «de ninguna cosa hacer burla». Sin embargo, como humana que era y de profunda penetración realista, en más de una ocasión miraba las cosas por el lado humorístico, como cuando llamaba al P. Gracián «el profeta Eliseo», por su cabeza un poco grande y su calva venerable; a San Juan de la Cruz, «Séneca» y «mi Senequita»; «gatos» a los carmelitas calzados; «águilas» a los descalzos; «cigarras» a las carmelitas calzadas; «mariposas» a las descalzas; «patillas» al diablo, etc. A veces la ironía chispeante aflora en sus escritos, como cuando escribe al P. Ambrosio Mariano de San Benito y le cuenta la impresión que le produjo la visita de unos carmelitas jóvenes en unas mulas bien enjaezadas: «Cuán mal parecían descalzos y en buenas mulas; que no se había de consentir sino para largo camino u gran necesidad, que no venía bien lo uno con lo otro, que han venido por aquí unos mocitos que parece, andando poco y con algún jumento, pudieran venir a pie. Y así le torno a decir que no parecen bien estos mocitos descalzos y en mulas con sillas.»53
En términos teresianos tengo que decir «que me he divertido» de lo que estaba tratando: el gran gozo y alegría cristiana de Teresa de Jesús. Ella dice que se espanta de la diferencia que hay entre éstos y los disfrutes de esta tierra; y tiene gran esperanza de ir a gozar perpetuamente lo que aquí se le da a sorbos. «Decís Vos: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, que yo os consolaré. ¿Qué más queremos, Señor? ¿Qué pedimos? ¿Qué buscamos? ¿Por qué están los del mundo perdidos sino por buscar descanso? ¡Válame Dios, oh, válame Dios! ¿Qué es esto, Señor? ¡Oh, qué lástima!; ¡oh, qué gran ceguedad, que le busquemos en lo que es imposible hallarle! Habed piedad, Criador de estas vuestras criaturas; mirad que no nos entendemos, ni sabemos lo que deseamos, ni atinamos lo que pedimos. Dadnos, Señor, luz.»54.
En el misterio de la Iglesia.
Vida y muerte de Teresa de Jesús #
Todo católico, a menos que sea un hijo ingrato e infiel, da incesantemente gracias a Dios por esta gran Madre, la Iglesia, que nos introduce en el misterio de Cristo y nos lo comunica. Por eso canta un gran poeta de nuestros días, Paul Claudel: «Por siempre sea alabada esta gran Madre llena de majestad, en cuyas rodillas todo lo he aprendido.» Todo lo aprendemos en su regazo maternal y continuamos cada día aprendiendo. Teresa de Jesús muere dando incesantes gracias a Dios porque la ha hecho hija de su Iglesia. «Después de la comunión volvió a dar gracias al Señor porque la había hecho hija de la Iglesia y moría en ella.» Repetía muchas veces: «En fin, Señor, soy hija de la Iglesia.» «Gracias te hago, Dios mío, Esposo de mi alma, porque me hiciste hija de tu santa Iglesia católica.»55 En el misterio de la Iglesia de Cristo vive y muere Teresa de Jesús. Enamorada de Cristo, no podía menos que amar la obra del Redentor, procurando por todos los medios serle útil de alguna manera, no sólo con la santidad de su vida, y el afán constante de que sus hijas lo fueran también, sino por un vivir a diario todos los más acuciantes problemas de ella.
La Iglesia es un misterio de fe. No es Dios, es «de Dios», como dice San Ildefonso. Los santos Padres la llaman Esposa inseparable que le sirve en la fe y en la justicia; Casa de Dios donde Él nos recibe para perdonar nuestros pecados; Columna de la verdad donde nosotros creemos rectamente en Él y donde lo glorificamos, Mansión anunciada por los profetas, a donde han de confluir todas las naciones; Cámara del tesoro, donde los Apóstoles han depositado la Verdad, que es Cristo; Acceso a la Vida y a los dones del Espíritu. No podemos profesar nuestra fe cristiana, si no nos asociamos a toda la Iglesia.
Todo el proceso de nuestra salvación, de nuestra salud, se realiza en ella. El misterio de la Iglesia es nuestro propio misterio, «nos abraza por completo. Nos rodea por todas partes, ya que Dios nos ve y nos ama en su Iglesia, ya que en ella es donde Él nos quiere y donde nosotros le encontramos, y en ella es donde también nosotros nos adherimos a Él y donde Él nos hace felices».56
Teresa de Jesús dice que por un punto de ella moriría mil muertes; cree firmemente y vive de la Santa Madre Iglesia. Fortalecida con esta fe «y con este amor a la fe que infunde luego Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, como quien tiene ya asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar –aunque viese abiertos los cielos– un punto de lo que tiene la Iglesia.»57
Los tiempos de Santa Teresa, como casi todas las épocas, estuvieron caracterizados por una serie de acontecimientos que afligían mucho a la Iglesia: guerras, profanaciones de templos; sacerdotes, religiosos y cristianos infieles a sus compromisos; y sobre todo la escisión dentro de la misma Iglesia. Eran los tiempos en que el protestantismo se hallaba en su apogeo, tratando de imponer sus doctrinas en las principales naciones de Europa. Tenía noticias de todos estos sucesos, los lloraba en el retiro de su celda y estimulaba a sus hijas a una oración ardiente y a una entrega cada vez más fiel a esta bendita Madre nuestra, la Iglesia de Cristo.
«¡Oh Redentor mío, que no pueda mi corazón llegar aquí sin fatigarse mucho! ¿Qué es esto ahora de los cristianos? ¡Siempre han de ser ellos los que más os fatiguen! A los que mejores obras hacéis, a los que más os deben, a los que escogéis para vuestros amigos, entre los que andáis y os comunicáis por los sacramentos, no están hartos, Señor de mi alma, de los tormentos que os dieron los judíos.»58 Ante las grandes necesidades de la Iglesia le parecía cosa de burla tener pena por otra cosa.
Tan profunda experiencia de las tribulaciones y sufrimientos de la Iglesia militante, no sólo sacudió lo más profundo de su ánimo, sino que la llevó a orar ardientemente por ella y a establecer una familia religiosa que sirviera a la Iglesia con todas sus fuerzas, poniendo un dique a la relajación de costumbres y a las doctrinas disidentes. Su obra Camino de Perfección tuvo como meta fomentar la vida espiritual en toda su hondura, la fidelidad a la oración y una entrega generosa a luchar, de la manera que sea, en defensa de la Iglesia. En esto cifraba la razón de existir de sus discípulos y seguidores, en olvidarse de sí y consagrarse de por vida al servicio de la Iglesia, entregándose a ella totalmente en el campo que les hubiera sido confiado. Realmente Teresa de Jesús dejó una nueva espiritualidad en la Iglesia, en la que vivió fielmente, a la que sirvió y a la que amó con todas las fuerzas de su condición humana de mujer.
Esta espiritualidad hondamente eclesial aflora en toda su vida, obra y escritos. Aparece también, en las llamadas Cuentas de Conciencia, su biografía interna, escrita, por esa exigencia de verdad que hay en toda la vida de Teresa de Ávila, para manifestar su conciencia a sus confesores, el P. Pedro Ibáñez y el P. García de Toledo. Rebosan sentimientos de gratitud y fidelidad a la Iglesia.
«Esto le hacía mucha más gana de servirle, que por el temor nunca fue ni le hacía caso; siempre con gran deseo de que fuese alabado y su Iglesia aumentada; por esto era cuanto rezaba sin hacer nada por sí, que le parecía que iba poco en que padeciese en purgatorio a trueque de que ésta se acrecentase, aunque fuese un poquito.»59
El cristiano nunca está solo en su fe. Por el bautismo ha entrado en la gran familia católica, está integrado en la gran asamblea universal en la que vive y muere y en la que resucitará.Después miré y habla una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: la salvación es de nuestro Dios, que está sentado delante del trono y del Cordero(Ap 7, 9).
Teresa vivió sintiendo a la Iglesia como Madre y sabiéndose ella misma Iglesia. En las quintas Moradas, mediante el símil del gusano que muere y del que nace la «mariposica blanca que no se conoce a sí», nos describe la transformación del hombre viejo en criatura nueva, y nos dice cómo esta transformación se realiza en la Iglesia por los medios que Cristo puso en ella: «Entonces comienza a tener vida este gusano, cuando con la calor del Espíritu Santo se comienza a aprovechar del auxilio general que a todos nos da Dios, y cuando comienza a aprovecharse de los remedios que dejó en su Iglesia (ansí de acontinuar las confesiones como con buenas lecciones y sermones, que es el remedio que un alma que está muerta en su descuido y pecados y metida en ocasiones pueda tener), entonces comienza a vivir y vase sustentando en esto y en buenas meditaciones hasta que está crecida… Pues, crecido este gusano, comienza a labrar la seda y edificar la casa adonde ha de morir. Esta casa querría dar a entender aquí, que es Cristo.»60
Es, como diría San Cipriano, un seno maternal y una maternidad. Jesucristo se ofreció en sacrificio para que todos seamos uno, Él es la vid y nosotros los sarmientos. El misterio de la comunión se obra ofreciéndonos nosotros por Cristo, con Cristo y en Cristo, a todos. Teresa se vio sometida a diversas clases de dolores corporales intolerables y también martirios espirituales, pero en tales circunstancias, no pedía al Señor le privara de esos padecimientos, sino que le diera Su Majestad paciencia y así estuviera ella hasta el fin del mundo.
«Abrazaos con la cruz que vuestro Esposo llevó sobre Sí y entended que ésta ha de ser vuestra empresa; la que más pudiera padecer, que padezca más por Él y será la mejor librada. Lo demás como cosa accesoria, si os lo diera el Señor, dadle muchas gracias –se refiere a los gustos y mercedes en la oración–».61 Consciente de lo que significa ser Iglesia y ser miembro de este Cuerpo Místico comprendía el valor del sufrimiento y de la oración de unos por otros. Se regocijaba en su interior sabiendo que, en la providencia de Dios, aquellos sufrimientos suyos, aquellas oraciones y peticiones, unidos a los de Cristo, eran de valor incalculable para hacer bien a otros. «Dadme, Señor, trabajos, dadme persecuciones. Y verdaderamente lo desea, y aun sale bien de ellos, porque como ya no mira su contento, sino el contentar a Dios, su gusto es imitar en algo la vida trabajosísima que Cristo vivió… Mientras más adelante están en esta oración y regalos de nuestro Señor, más acuden a las necesidades de los prójimos, en especial a las de las ánimas, que por sacar una de pecado mortal parece que daría muchas vidas.»62
La Iglesia arrebata su corazón. Nada de cuanto a ella afecta, la deja indiferente o desinteresada. Se duele con su dolor, se alegra con sus gozos, y se siente rica con su riqueza. Sabe que Cristo estará siempre en ella, hoy como ayer, y hasta la consumación de los siglos. Cree firmemente todo lo que tiene la Santa Madre Iglesia y su adhesión es inquebrantable. «Sabía bien de mí que en cosa de la fe, contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella u por cualquier verdad de la Sagrada Escritura, me pondría yo a morir mil muertes; y dije que de eso no temiesen, que harto mal sería para mi alma si en ella hubiere cosa que fuese de suerte que yo temiese la Inquisición; que si pensara había para qué, yo me la iría a buscar, y que si era levantado, que el Señor me libraría y quedaría con ganancia.»63
No la juzga, sino que se deja juzgar por ella. Todos sus deseos, lágrimas y peticiones eran por el bien de la Iglesia y lo mismo pide hagan a todos los que trata.
Todo en la Iglesia está ordenado a «la nueva criatura», a la «mariposica» que sólo encuentra en Cristo su reposo. Somos peregrinos hacia la Jerusalén celestial y hay un solo Camino para ir hacia ella, y todos recibimos la misma comida y la misma bebida: el Cuerpo y la Sangre del Señor. Henri de Lubac, en su libro Meditación sobre la Iglesia, dice que la Iglesia hace la Eucaristía, que el sacerdocio fue instituido principalmente con este fin: Haced esto en memoria mía; y la Eucaristía hace la Iglesia, pues ella remata la obra que el bautismo había iniciado64. Cristo viene en medio de los suyos, Él se hace su alimento, y cada uno, uniéndose a Él, se encuentra unido a todos los que como él le reciben. Un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo. En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu (1Cor 12, 13). En Cristo Eucaristía está el corazón de la Iglesia y la fuente de vida.
Por eso Santa Teresa buscaba con gran ansiedad el agua viva nacida de la Eucaristía. Ella misma nos lo dice con ese lenguaje suyo directo y ardiente que no deja lugar a duda: «Viénenme algunas veces unas ansias de comulgar tan grandes que no sé si podría encarecer. Acaecióme una mañana, que llovía tanto que no parece hacía para salir de casa. Estando yo fuera de ella, yo estaba ya tan fuera de mí con aquel deseo que aunque me pusieran lanzas a los pechos, me parece entrara por ellas, cuantimás agua.»65
Cristo ha dicho que Él es el pan de vida, y el que come de ese pan vivirá para siempre. Teresa tenía fe ciega en las palabras de Cristo y obraba en consecuencia. «Porque –si no nos queremos hacer bobos y cegar el entendimiento– no hay que dudar que esto no es representación de la imaginación, como cuando consideramos a el Señor en la cruz, u en otros pasos de la Pasión, que le representamos en nosotros mesmos como pasó. Esto pasa ahora, y es entera verdad, y no hay para qué le ir a buscar en otra parte más lejos… Si cuando andaba en el mundo, de sólo tocar sus ropas sanaban los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe, y nos dará lo que le pidiéremos, pues está en nuestra casa? Y no suele Su Majestad pagar mal la posada, si le hacen buen hospedaje.»66
Su amor a la Eucaristía queda maravillosamente expresado en los capítulos del Camino de perfección en que nos expone «la gran necesidad que tenemos de que el Señor nos dé lo que le pedimos en estas palabras del Paternoster: panem nostrum cotidianum da nobis hodie». En sus días, como en todas las épocas, había personas deseosas de haber vivido en los tiempos de Cristo para conocerle, amarle y servirle. Ella no, pues su fe la hacía vivir en un contacto real con el Huésped Divino del Sagrario. «Habíala el Señor dado tan viva fe –está hablando de ella en tercera persona–, que cuando oía a algunas personas decir que quisieran ser en el tiempo que andaba Cristo nuestro Bien en el mundo, se reía entre sí, pareciéndole que teniéndole tan verdaderamente en el Santísimo Sacramento como entonces, que ¿qué más les daba?»67
En el misterio de la Iglesia vivió y murió Teresa de Jesús. Su vivir fue Cristo y lo será para siempre, porque supo apropiarse las riquezas de la Iglesia y a ella entregó su vida. Supo cuál era el sentido de la vida humana y lo que ella podía aportar a la sociedad en la que le tocó vivir. Y como la verdad es siempre joven y nueva, la espiritualidad y el estilo de Teresa de Jesús es ya torrente de luz en la Iglesia de la que fue hija fidelísima: «Bendito sea Dios, hijas mías, que soy hija de la Iglesia» y muere para vivir en la eternidad. «Ya es llegada la hora que salgamos de este destierro y mi alma goce en uno contigo de lo que tanto he deseado.»68 El hombre viejo lleno de faltas de tibieza y miseria ha sido consumido por el fuego del amor redentor de Cristo, como hace el ave fénix «que de la misma ceniza después que se quema sale otra, ansí queda hecha otra el alma»69, y ya Teresa de Ahumada es para siempre Teresa de Jesús.
Frutos deseados del IV Centenario #
No puedo terminar esta Carta Pastoral, queridos diocesanos, sin señalar algunas aspiraciones que deseo ofrecer a vuestra consideración, para que el Centenario que celebramos, no quede reducido a conmemoraciones externas, por muy solemnes que puedan ser. La figura de Santa Teresa es actual, actualísima, y tiene mucho que decirnos a quienes formamos parte de la Iglesia de hoy, particularmente en nuestra patria española. Esta mujer incomparable, con su fidelidad y su entereza, prestó un servicio eminente a la causa de Cristo y sigue prestándolo. Muchas veces tenemos a la mano remedios para nuestros problemas que andamos buscando fuera desatinadamente. El Centenario de la muerte de Teresa de Jesús no debe limitarse a una conmemoración histórica que la piedad o la cultura ofrecen a quien en su vida alcanzó cimas tan señeras. Es algo más lo que buscamos. Estamos muy necesitados de una espiritualidad sólida y alegre, nacida de la fe, que nos acerque a Dios. Nuestra Iglesia sigue siendo como una gran túnica que cubre el cuerpo frío de la sociedad española. Pero está agujereada y rota, y ese cuerpo frío presenta los síntomas precursores de una gangrena espiritual y moral que le consume. La moral pública y la privada se quiebran sin cesar, y, lo que es más grave, la fe, la fe viva en Dios y en Cristo Redentor, va siendo sustituida por mil sucedáneos que dejan la sociedad cada vez más intoxicada y débil. Una poderosa corriente de espiritualidad cristiana, coherente y reflexiva, la necesitamos como el oxígeno para poder respirar. Santa Teresa puede ayudarnos a conseguirlo.
- La visita pastoral del Papa
Este esperado acontecimiento será el fruto más visible del Centenario. Porque el motivo inmediato de la visita, aunque sin él también se hubiera producido más pronto o más tarde, es la conmemoración teresiana. Hemos de reconocer que es Santa Teresa la que ha movido la voluntad del Papa en términos de decisión apostólica para venir a España. Si alguien le hubiese dicho a ella cuando recorría los caminos de nuestra patria, que sería capaz de lograr esto, habría contestado riéndose de sí misma y de los que lo decían. Pero así son las cosas.
Habrá que prestar mucha atención a lo que diga el Papa en su visita. Puede ser una ocasión magnífica para renovar pensamientos y conciencias. Si nos situamos con petulancia ante la palabra del Papa y preferimos nuestras personales interpretaciones del Evangelio, faltarán la necesaria devoción y humildad para aceptar esta palabra como lo que quiere ser: ayuda, impulso y orientación.
Santa Teresa estuvo dispuesta a amar y obedecer lo que el Vicario de Cristo dijera, por sí mismo o por sus legítimos representantes, en todo lo que hiciera referencia a la doctrina de la fe y al modo de vivirla.
- Doctrina cristiana y católica
Santa Teresa nos ofrece con su vida y sus escritos un espléndido mensaje que debería ser más aprovechado. Lo que escribió no vale únicamente para las monjas. Lo característico en ella es que toma ocasión de lo inmediato que trae entre manos –una fundación, un conflicto inesperado, una gestión con los supervisores de la Orden, los obispos o los gobernantes de España, una visita que hace o recibe– y enseguida se eleva, con naturalidad y sin violentar nada, a actitudes superiores de fe y confianza en Dios, y de celo por su gloria, y por el mejor servicio a la Iglesia y a los hombres.
Lo mismo en sus libros. Escribe por obediencia, narra lo que ha vivido o siente, desarrolla pensamientos sobre la oración o la unión con Dios, y a través de todas sus páginas desgrana con asombrosa fluidez enseñanzas vivísimas sobre el arrepentimiento, la mortificación, el dominio de las propias pasiones, la pureza en la intención, la rectitud y la veracidad, la asimilación del legado de Cristo, la Eucaristía, el misterio de la Iglesia, la piedad y las devociones, la aceptación de la voluntad divina, la esperanza de la vida eterna, la riqueza de las misericordias de Dios, que son un canto ininterrumpido a lo que la fe católica nos propone y nos infunde como estilo y norma de nuestra existencia desde el bautismo hasta la muerte.
Los escritos de Santa Teresa son una catequesis continua y plena. Ninguna de las verdades del credo católico, ninguna de las claves fundamentales de la fe y la piedad dejan de ser recordadas con amor y con gracia. Como si todas hubieran sido intensamente vividas por aquella alma de grandeza sin igual. Y así sucede que el lector asiduo de sus obras llega a sentirse empapado o inundado, casi sin darse cuenta, de lo que una formación auténticamente católica puede reclamar. Se comprueba que ocupa un lugar principalísimo entre las figuras preclaras de la Contrarreforma en nuestra España del Siglo de Oro. Y se comprende también que, desaparecidas con el paso del tiempo las adjetivaciones polémicas que nacen de las disputas de los hombres, hoy, en la época del ecumenismo, no sea rechazada la que con tanto vigor escribió «en clave católica», sino por el contrario buscada, leída y admirada. A Santa Teresa la aman católicos y protestantes y encuentra discípulos aun entre los maestros de las religiones orientales. ¿Por qué? Por su sinceridad, por su amor a aquello en que creía, por su deseo de que la verdad resplandeciese. Los católicos la aman porque encuentran en ella el prototipo de lo que afirman y gozan con su fe; los protestantes, porque se conmueven al ver con cuanto amor la vivió, y con qué soberana maestría descubrió el secreto de su alma enamorada; los orientales, por su riquísima contemplación del Absoluto.
Santa Teresa es como un lago sereno sobre el que brilla un sol limpio y ardiente: las aguas están en calma, pero se mueven sin cesar y reflejan irisaciones bellísimas. En sus escritos está apareciendo constantemente una suave agitación. Visto el lago –su alma– desde cerca, todo él es un latido. Lo que late es su alma y su fe. ¡Con qué limpieza y qué poderoso encanto!
Sería –debe ser– otro fruto del Centenario procurar que se lean y comenten mucho más los escritos de Santa Teresa de Jesús. A veces necesitan ser explicados. A personas de formación espiritual –eclesiásticos o seglares– les llegan muy hondo. Y exceptuando algunos pasajes más específicos, pueden ser perfectamente asimilados.
Una figura insigne de nuestro tiempo a quien tanto debe la Iglesia española, don Ángel Herrera, leyó a Santa Teresa toda su vida y recomendaba a todos que hiciesen lo mismo. En sus años de seglar culto, de sacerdote después, y más tarde de Obispo y Cardenal de la Iglesia, habló y predicó mil veces comentando textos de Santa Teresa. Aún recuerdo unos Ejercicios Espirituales a universitarios que predicó en Valladolid, en el Santuario Nacional de la Gran Promesa. El auditorio estaba compuesto por los miembros de la Hermandad de Docentes del Cristo de la Luz. Era admirable oírle comentar textos teresianos. Y aún lo era más ver a aquel público selecto rendido ante la magnitud del horizonte religioso y espiritual que descubrían para sus propias vidas, que, aunque repletas de saberes humanos, se sentían ávidas de la ciencia de Dios. Los sacerdotes españoles deberíamos utilizar mucho más las obras de Santa Teresa de Jesús en nuestras predicaciones y apostolados de formación de conciencias.
- Vocaciones al estado religioso
Un fruto espléndido de la conmemoración del Centenario sería lograr que aumenten entre la juventud las respuestas a la llamada de Dios al seguimiento de los consejos evangélicos en el estado religioso. Hay demasiadas apelaciones a carismas singulares y propios sin fundamento objetivo; y un evidente abuso, por lo excesivamente confiado y subjetivo, del soplo del Espíritu, al que todos invocan aun para las cosas más contradictorias.
Mientras tanto, arrastran una vida lánguida y apagada infinidad de comunidades pertenecientes a diversas órdenes y congregaciones religiosas, cuya capacidad de testimonio y servicio al Reino de Dios en la tierra no se puede poner honestamente en duda. Se buscan novedades y se pierden fidelidades.
La renovación ha sido entendida muchas veces como abdicación y abandono de valores sustanciales, con el pretexto de una mayor acomodación a las exigencias del mundo contemporáneo. El resultado no ha sido alentador. Las congregaciones que se mantienen florecientes son, en términos generales, las que han seguido proclamando el radicalismo evangélico de su total entrega, tal como la Iglesia lo aprobó en su día, y como hoy se lo pide convenientemente adaptado.
La juventud de hoy, se nos dice, huye de los compromisos a perpetuidad y quiere ser dueña de sí misma y de sus determinaciones en cualquier momento, como un obsequio obligado a la conciencia viva de su libertad. Y con unas cuantas frases así lo resolvemos todo y nos quedamos tan tranquilos diciendo que ya pasará la crisis que ahora vivimos. Pero lo cierto es que una vez más el dato sociológico suplanta la confianza que deberíamos tener en la gracia de Dios y en las palabras de Cristo: Cualquiera que dejare casa o hermanos o hermanas, o padre o madre, o esposa o hijos, o heredades, por causa de mi nombre, recibirá cien veces más, y después la vida eterna. Y muchos que eran los primeros en este mundo serán los últimos, y muchos que eran los últimos serán los primeros (Mt 19, 29-30).
Que los jóvenes de hoy sean de este modo o de otro –aparte lo que hay de generalización indebida en estas afirmaciones– no demuestra que no sigan existiendo invitaciones del Señor a cambiar totalmente sus modos de comportamiento y a ofrecerse para siempre en una completa donación de sí mismos. Lo que los jóvenes necesitan es que se haga la llamada y que se les dé ejemplo. Y después, en el discurrir de sus vidas consagradas, lo que han necesitado los jóvenes y los adultos siempre es una vida religiosa de oración, disciplina y obediencia; una alimentación continua de la misma mediante la observancia fiel de lo que la Iglesia ha señalado para lograr la perseverancia de su vocación; una pureza de pensamiento y de corazón lograda día a día mediante la mortificación y el sacrificio y estimulada por la entrega a los demás según lo que les pide su vocación. Cuando todo esto se abandona, vienen las defecciones, el desánimo espiritual, la sensación de inutilidad, la carencia de todo entusiasmo para mover a otros a dar una respuesta que los que un día la dieron están deseando que deje de obligarles.
Santa Teresa de Jesús, en cambio, se entregó un día a Dios con «muy determinada determinación», ante los males que sufría la Iglesia y la época en que vivió, e hizo voto de cumplir lo más perfecto y para siempre. Estas son las vidas que arrastran y conmueven. Cuando aparecen, surgen las respuestas a las llamadas de Dios, porque los jóvenes de hoy son tan generosos como los de ayer y los de siempre. Si tienen más facilidades hoy que ayer para experimentar el atractivo de una vida anárquica y hedonista, que les aparta con fuerza del camino de la virtud, también las tienen para llegar antes a la conclusión de que una vida así, tan vacía y tan egoísta, no puede llenar los anhelos de su corazón.
Sería muy lamentable que dejáramos pasar este año conmemorativo sin promover campañas de oración y reflexión sobre el gran tema de la vocación religiosa, del seguimiento de Cristo para siempre y dejándolo todo. Que las comunidades se reformen por dentro y cada uno de los miembros, con los ojos abiertos a las necesidades del mundo y el corazón cerrado a la frivolidad y el laxismo de costumbres, den testimonio de fe y de esperanza en Dios. Que los jóvenes encuentren los motivos evangélicos que existen para animarles a decir ellos también: ¿por qué yo no?
- Confesores y directores de conciencia
En relación con cuanto acabo de decir sobre el necesario fomento de las vocaciones al estado religioso, de tanta importancia para la vida de la Iglesia, considero obligado referirme a un ministerio que hoy, como tantos otros, se encuentra en crisis: el de los confesores, ministros del perdón y directores de conciencia, servidores del Espíritu para el discernimiento de sus luces y sus dones. Santa Teresa no siempre encontró confesores con suficientes letras y experiencia de Dios para guiarla en su vida espiritual, y de ello se lamentó vivamente. Pero no es menos cierto que, en otras ocasiones, porque los buscó con incansable buena voluntad, también fue escuchada y solícitamente atendida por grandes maestros de la vida del espíritu, muchos de ellos verdaderos santos, de lo cual dio gracias a Dios durante toda su vida.
Hoy se da la paradoja de que, por una parte, pedimos a los seglares más conciencia apostólica que nunca, mayor pureza de criterios evangélicos para el cumplimiento de sus deberes en el campo de la familia, de la política, de la relación social, de la observancia de la justicia y la caridad, del desprendimiento y superación de ambiciones y codicias y, por otro, se les niega o se deja de fomentar como es debido la fuerza sobrenatural del sacramento de la Penitencia, y las palabras claves que tanto bien pueden hacer a un alma que, desde el fondo de la humildad y arrepentimiento, busca a Dios y su paz. Abuso de las absoluciones colectivas, actos penitenciales comunitarios mal preparados, menosprecio de la confesión individual, recepción de la Eucaristía sin confesión previa, en una palabra, colaboración de mil maneras a la pérdida creciente del sentido del pecado. Esto viene sucediendo en parroquias, en colegios y centros de educación, en comunidades religiosas ¿Cómo va a ser posible proteger y fomentar la delicadeza de conciencia, única actitud que permite a un joven plantearse el problema de su posible incorporación a la vida religiosa para los infinitos campos de apostolado que esperan la llegada de nuevos cultivadores que sucedan y suplan con provecho a los que van muriendo?
La espiritualidad que late en las Constituciones, Decretos y Declaraciones del Concilio Vaticano II, y la más explícita, como es obvio, en los documentos posteriores de los Papas y los Sínodos de la Iglesia universal, están pidiendo a gritos una ascética y una mística adecuadas que puedan aplicarse a la vida de la conciencia íntima de los fieles (sacerdotes, religiosos y seglares) de manera que se convierta en materia de examen de conciencia, de acusación y de propósito de enmienda, de interrogante silencioso y exigente. Hacen falta urgentemente confesores y directores de conciencia, también estos últimos, hombres y mujeres que, en conformidad con la misión recibida de la Iglesia, ayuden a tantos jóvenes a comprender y vivir prácticamente que el Espíritu Santo actúa en la Iglesia, no sólo inspirando movimientos comunitarios, sino pidiendo a cada uno, como a María, la Sierva del Señor, una docilidad siempre en aumento para responder por sí mismo a una invitación cada vez más fuerte a mayores entregas y oblaciones.
- Piedad y devoción
Por último, señalo también como fruto deseado de este Centenario, la vigorización de la piedad, de la sencilla y fervorosa piedad que es fruto de la fe y ayuda a mantenerla. Y no hablo únicamente de la piedad del pueblo, frase que se utiliza con frecuencia para designar actitudes religiosas consideradas como de segunda categoría, solamente apta para cristianos poco ilustrados. Hablo de la piedad de cada uno, sacerdotes, religiosos, seglares, familias, niños, jóvenes, ancianos. Santa Teresa fue una mujer piadosa, una monja piadosa, una Doctora de la Iglesia piadosa y llena de fervor. La piedad es como un clima y un perfume. Un clima creado para la vida de fe; un perfume que esa misma fe difunde y propaga. La piedad es un don del Espíritu Santo que nos hace sentir gusto por las cosas de Dios. No hay vida cristiana sin sacramentos, sin participación en el sacrificio eucarístico de Cristo, o iniciada, o más o menos desarrollada. Pero los sacramentos exigen una preparación para recibirlos, una disposición para asimilar su gracia, un cuidado esmerado para obtener sus frutos. Entonces surgen como acompañamiento natural de los mismos, la oración, la alabanza, el arrepentimiento, el deseo de avanzar en la unión con Dios, la utilización digna y provechosa de todo cuanto en la vida de la Iglesia ha ido brotando como expansión obligada de su realidad de Cuerpo Místico de Cristo. Éste, Cristo, será siempre el centro de nuestra piedad, porque es el Mediador único. Pero lógicamente nos interesará conocer lo que hay en la familia cristiana, a la que pertenecemos; y aparecerá el amor y la devoción a la Virgen María, a los Santos, a la Palabra de Dios contenida en las Escrituras, a la Iglesia Santa; y brotarán mil formas diversas de aprovecharlo y renovarlo, de celebrar su recuerdo y sus fiestas, de meditar sus riquezas, de gozar de su significación y contenido, concediendo a cada uno de estos hechos y motivos lo que a cada cual corresponde. Hoy hablamos mucho de la fe y del compromiso cristiano con la comunidad y con el mundo, y hacemos bien. Pero, frecuentemente, se hace con tanta frialdad, y con exigencias tan puramente racionalistas, que más que familia evangélica congregada en la Iglesia en torno a Jesucristo, alivio de los corazones cansados, manso y humilde, que nos invita a reposar en Él, parecemos un sindicato de activistas a las órdenes de un líder lejano, que es Jesús de Nazaret, o tan próximo que viene a ser igual a cualquiera de nosotros.
¿Acaso la Iglesia ha nacido hoy? ¿No hay toda una historia, larga y riquísima, de intervenciones de Dios, de vidas prodigiosas de santos y mártires, de explicaciones fundadísimas sobre el modo de conservar y acrecentar la fe y la esperanza sobrenaturales?
Todo esto hay que conmemorarlo y vivirlo aprovechando los ejemplos que nos han sido dados, unido nuestro espíritu al de tantos héroes de la santidad que nos han precedido; llorando con Cristo doloroso, y gozando con Cristo triunfante del pecado y de la muerte; cantando los salmos de la Biblia y rezando las oraciones del cristiano tal como se nos ofrecen en un sencillo devocionario aprobado por la Iglesia. Piedad litúrgica y piedad personal y privada, oraciones de la Iglesia y devociones particulares, participación comunitaria y meditación privada, todo puede ser apto para el progreso de la vida espiritual con tal que las formas de expresión sean adecuadas a un recto espíritu de comunicación con Dios y a un buen deseo de purificación y ennoblecimiento del alma.
Santa Teresa se conmovía profundamente en la adoración de la Sagrada Eucaristía, gozaba lo indecible cuando al abrir una nueva casa podía dejar en ella un Sagrario más, vibraba de emoción ante las llagas de Cristo Crucificado, se conmovía de amor a su Humanidad santísima, profesaba la más tierna devoción a la Virgen María, confiaba y pedía sin cesar la intercesión de San José, leía los libros espirituales más recomendados de su época, sintonizaba con los tiempos litúrgicos y se preparaba con delicadeza a la celebración de las fiestas, componía poesías para que las cantaran sus monjas en forma de villancicos, adquiría cuadros piadosos de Cristo o de la Santísima Virgen, y no toleraba que se despreciase una sola de las ceremonias de la Iglesia.
Os ruego, queridos sacerdotes, pastores de las almas, que cuidéis mucho la piedad de vuestras comunidades parroquiales, eliminando las formas decadentes y los barroquismos inútiles. No todo lo que es popular y tradicional merece ser conservado. Educad a los fieles para que sepan discernir y gustar lo que verdaderamente ayuda a su espíritu, que no puede ser nunca individualista y anárquico. Si ese espíritu es católico, ha de alimentarse y manifestarse en conformidad con lo que la Iglesia pide. Que la piedad se acomode también a lo que la renovación litúrgica, promovida por el Concilio Vaticano II, demanda. Pero no menospreciemos tampoco formas y manifestaciones de piedad, tan válidas hoy como ayer para respirar con gozo y confianza los logros y aspiraciones de una fe con los que se ha ido poblando, a lo largo de los siglos, la casa del Pueblo de Dios. Lo mismo digo a los religiosos y religiosas. En vuestros colegios y centros de educación, los que sois educadores; en vuestras instituciones de asistencia sanitaria, de vuestras obras múltiples de promoción social; y antes, en vuestros noviciados y casas de formación, fomentad, en favor de vuestras almas y de aquellas a quienes llega la beneficiosa influencia de vuestra dedicación, esa humilde y sincera piedad que os llevará suavemente a una mayor unión con el Dios de la alegría y de la paz, y os permitirá alcanzar la fortaleza para perseverar y formar bien a los demás. No tiene por qué haber contraposición entre la piedad litúrgica y la piedad y la devoción privadas. Las dos son compatibles, y ambas ayudan al espíritu. La primera, para insertarse en el corazón mismo de la Iglesia que ora, alaba y suplica en unión con Cristo; la segunda, para percibir los latidos anhelantes y llenos de amor que esa misma Iglesia, comunidad viva, hace sentir a sus hijos en la fiesta cotidiana del trato familiar con los grandes misterios y con los grandes testigos del amor, todo ello animado por el calor y la luz del Espíritu Santo que alienta en la comunidad eclesial de mil maneras.
Encomiendo al señor estas intenciones y os ruego que vosotros hagáis lo mismo. La conmemoración del IV Centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, con las reflexiones, escritos y trabajos a que está dando lugar, y con la visita del Papa que hemos de recibir con docilidad y buen espíritu, puede significar un notable fortalecimiento de nuestra vida cristiana y católica. Así lo esperamos y así lo deseamos.
Con mi más cordial bendición.
Toledo, mayo 1982.
1 Constitución Gaudium et spes 10-11.
2 Juan Pablo II, Redemptor hominis,1.
3 Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 39, 20: en Obras Completas, BAC 2126, Madrid 1986, 220-221. [Todas las citas de la Santa en las notas siguientes hacen referencia a esta edición].
4 O. Steggink y Efrén de la Madre de Dios, Tiempo y vida de Santa Teresa, BAO 2832, Madrid, 1978, 983.
5 Cf. Terceras Moradas, 1, 1-2: 478-488.
6 Ibíd., 2, 12: 491.
7 Julien Green, Journal IV, París 1949, 200.
8 Libro de la vida, 23, l: 126.
9 Ibíd., 9,1: 63.
10 Ibíd., 9, 7: 65.
11 Ibíd., 24,5:133.
12 Ibíd., 22,17:125.
13 Ibíd., 11, 6: 71.
14 Séptimas Moradas,2, 6: 571.
15 J. Rof Carballo, La estructura del alma humana según Santa Teresa, enRevista de Espiritualidad, 22 (1963) 418.
16 Primeras Moradas,1, 2: 472.
17 Séptimas Moradas, Epílogo, 22: 583.
18 Sextas Moradas, 10, 8: 562.
19 Pedro Laín Entralgo, La espera y la esperanza,Madrid 1962, 550.
20 Primeras Moradas,1, 7: 474.
21 Libro de la vida,22, 7: 122.
22 Camino de Perfección,42, 3-4: 341-342.
23 Libro de la vida, 12, 2: 75-76.
24 Ibíd., 22, 3: 121.
25 Ibíd., 22, 6: 122.
26 Ibíd.
27 Ibíd., 22, 7: 122.
28 Meditaciones sobre los Cantares,7, 1.4.6: 464-466.
29 Libro de la vida,25, 17: 138.
30 Fundaciones,4, 6: 687.
31 Ibíd., 7: 687.
32 Ibíd., 10, 11: 710.
33 Ibíd.
34 Ibíd., 14, 4: 720.
35 Camino de Perfección,1, 2: 239.
36 Ibíd., 1, 5: 240.
37 Ibíd., 54, 2: 370.
38 Cf. Segundas Moradas, 8: 484-485.
39 Terceras Moradas, 2, 6: 492.
40 Libro de la vida,31, 16: 169.
41 Fundaciones, 5, 10: 691.
42 Quintas Moradas, 3, 3: 517.
43 Cf. Rm 5, 5.
44 Cf. Rm 5, 35.
45 Ch. Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo,vol. I, Madrid 19666, 465.
46 Ph. Lersch, La estructura de la personalidad, Barcelona, 19718, 306 y 308.
47 Libro de la vida, 13, 1: 77.
48 Fundaciones, 27, 12: 774.
49 Carta 167, 1: 1062.
50 Libro de la vida, 2, 8: 38.
51 Fundaciones, 27, 11: 773.
52 Ibíd., 27, 12: 774.
53 Carta 157, 7: 1052.
54 Exclamaciones, 8, 2: 640.
55 O. Steggink y Efrén de la Madre de Dios, Tiempo y vida de Santa Teresa, BAC 2832, Madrid 1978, 983.
56 H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia,Bilbao3, 1961, 39.
57 Libro de la vida,25, 12: 137.
58 Camino de perfección,1, 2-3: 238-239.
59 Cuentas de conciencia, 57: 617.
60 Quintas Moradas,2, 3-4: 512.
61 Segundas Moradas,7: 484.
62 Meditaciones sobre los Cantares,7, 9: 467-468.
63 Libro de la vida, 33, 5: 179-180.
64 H. de Lubac,Meditación sobre la Iglesia, Bilbao3 1961, 119 y 135.
65 Libro de la vida,39, 22: 221.
66 Camino de perfección. Códice de Valladolid, 34, 9: 384.
67 Ibíd., 34, 7: 383.
68 Véase obra citada en la nota 55.
69 Libro de la Vida,39, 23: 222.