Homilía pronunciada el 8 de octubre de 1981, en la Misa concelebrada en la Iglesia Catedral de Ávila, con motivo de la apertura, días después, del IV Centenario de la muerte de santa Teresa de Jesús.
Excelentísimo Cabildo de la Catedral y hermanos todos en Jesucristo, particularmente vosotros, queridos sacerdotes concelebrantes.
Saludo también a los que no están aquí físicamente presentes, pero oyen mi palabra a través de la radio. Os consideramos espiritualmente unidos con todos cuantos estamos aquí.
Ávila tiene muchos motivos para celebrar centenarios o conmemoraciones en fechas determinadas, porque tiene muchos hijos ilustres. Algo especial hay en esta tierra capaz de engendrar individualidades tan poderosas. Muchas veces he comentado esto con mis amigos de la propia Ávila. Lo reconozco así, con sumo gusto. Yo que soy castellano y de tierras próximas a ésta: algo hay aquí. No sé por quién transmitido; pero existe. En la historia política y cultural de España, en la historia de la Iglesia, siglos atrás y también en tiempos que todos hemos conocido, han ido surgiendo personas llenas de capacidad para señalar rumbos y abrir caminos, en esta tierra abulense. Pero, desde luego, ninguna hija tan ilustre como Teresa de Jesús. Ésta supera a todos.
Me habéis invitado, y yo ofrezco mi humilde obsequio al venir aquí esta noche, con sumo gusto, tanto más cuanto que no podré tener la satisfacción de participar en la apertura del Centenario, tanto aquí como en Alba de Tormes, por tener que encontrarme esos días en Roma. Vengo de Toledo, y algo traigo también de aquella tierra: es un saludo fraterno y familiar. Teresa de Jesús, por parte de padre, era oriunda de Toledo. Lo que ocurre con este Centenario es que no solamente es Ávila la que lo celebra. Ha ocurrido aquí algo especial. Ávila ha dado con su hija todo lo que tenia, y ahora es toda la Iglesia de España y la Iglesia universal, en cuanto que el Papa está también asociado a estas celebraciones, que conmemoran lo mismo que vosotros conmemoráis. De manera que habéis sido incluso generosos para dar lo mejor que teníais, y ahora, toda la Iglesia, y aun el mundo de la simple cultura humana, consideran también como algo suyo a Teresa de Jesús y su obra.
No hace falta que echéis las campanas a vuelo. Las campanas de Ávila suenan siempre. Aunque sean únicamente las de las espadañas de esos conventos de Carmelitas y de otras Órdenes religiosas. Esas campanas suenan siempre, tanto como las de la Catedral, y se oyen con gozo repicar por parte de todos los que buscan sonidos distintos de aquellos a los que están acostumbrados nuestros oídos.
Nuestra fe tiene un sentido #
¡Oh, hermanos! Se nos pregunta a los cristianos acerca de nuestra fe, y en conversaciones y tertulias de amigos, en grupos familiares, en círculos académicos, en las aulas escolares, en un hospital se habla y se pregunta sobre la fe cristiana. Y la pregunta es casi una acusación despiadada. Desde luego, los que acusan no empiezan por reconocer las propias culpas. Solamente tratan de ver la paja en el ojo ajeno.
Pero la pregunta existe: ¿para qué sirve vuestra fe? ¿Qué hacéis con ella, vosotros, los cristianos? Nos acusan de inoperancia, de falta de eficacia transformadora, de abundancia de contradicción entre lo que profesamos y practicamos. ¡Bien! En este momento no estamos aquí para defendernos. Simplemente subrayo el hecho de la pregunta.
Y la Iglesia responde. Responde en cada tiempo y según las exigencias de la época. En la nuestra viene respondiendo con un Concilio, con Sínodos, con documentos del Papa, de ahí esas tres encíclicas: “Redentor del hombre”, “Rico en misericordia” y “El trabajo humano”, que son focos de luz en el mundo actual. Y responde con la acción evangelizadora de obispos, sacerdotes y religiosos en el mundo entero, a pesar de todas nuestras deficiencias. O con la conmemoración de un Centenario como éste, que es otro foco potente de luz. Y nos presenta a Teresa de Jesús, que es: ¡una respuesta! Ahí, la pregunta que puede hacer el mundo, si es leal, no tendrá nunca sentido de acusación. Tendrá que rendirse ante la magnitud de la figura y de la obra y a lo sumo, buscando una recapitulación provechosa, le dirá –con la cortesía y gentileza del hombre culto, si es que no es con la piedad del que tiene fe–: ¿qué hiciste tú, Teresa de Jesús, testigo de la fidelidad y del amor?
Santa Teresa orienta nuestra vida #
Y hay respuesta. Hay respuesta en esa presentación, que la Iglesia nos hace de una figura tan grandiosa como nuestra querida Santa de Ávila: La opción por lo trascendente. Eso es lo que ella hizo.
En un libro de historia de la Iglesia Teresa de Jesús aparecerá como reformadora del Carmelo. Y no es poco. No solamente restituyó esa Orden religiosa a su observancia primitiva, sino que de ese modo contribuyó a que se reformaran otras o a que surgieran algunas nuevas con los mismos afanes de pureza evangélica. Ya es bastante haber escrito ese capítulo en la historia de la Iglesia. Pero, para mí, no es esto lo principal en Santa Teresa de Jesús. Eso es algo concreto, localizado si se quiere, enormemente difícil, heroico, fecundísimo, capaz de dar muchos frutos entonces y ahora. Pero en Teresa de Jesús hay algo más. Va por encima de la reforma de una orden religiosa. Es la predicación viva del sentido de Dios: la trascendencia de la vida.
Sus escritos, sus actuaciones, sus ejemplos, su vida y su muerte han traspasado las barreras no sólo de la Orden de las Carmelitas, sino de la propia Iglesia Católica, y son todas las religiones –incluidas las no cristianas– y simplemente los hombres que se precian de distinguir y valorar los aspectos profundos de la cultura, los que rinden testimonio de admiración a un ser humano, que en una época determinada, hizo brillar con luz que no se ha extinguido, ni se extinguirá jamás, el sentido de Dios en la vida humana.
A nosotros, los hombres que nos afanamos por lo inmediato, por lo que vemos, por lo que palpamos, y caemos tantas veces prisioneros de las redes de los falsos humanismos, Santa Teresa de Jesús nos ha advertido, nos ha hecho sentir que eso es quedarse en la cerca del Castillo, entre malezas y sabandijas. Convertirse en predicadores de este humanismo, hoy, y quizá hoy más que nunca, es ser cómplices de las idolatrías del mundo moderno. Santa Teresa de Jesús, al hablarnos de Dios con la fuerza inimitable que ella tiene, sobre todo al regalárnoslo –su concepto de Dios, digo– con aquella experiencia vital que la distinguía, está invitándonos a una “determinada determinación” de entrar a fondo en el auténtico sentido de la vida.
El poder y los recursos humanos #
Sí, hermanos, sí. Asusta hoy conocer el poder de la ciencia y de los recursos humanos. Asusta, aún más, conocer el uso que pueden hacer, de la ciencia y de los recursos humanos, hombres carentes de responsabilidad moral y religiosa. Y ésta es la situación en que hoy nos encontramos. Lo mismo me da que aparezca en el horizonte un tirano, que la conjunción de opiniones de un pueblo del mundo entero, si a éstas se les da un valor absoluto, simplemente porque brotan de la palabra o del signo de los hombres. Tanta tiranía puede haber en el gesto de uno solo como en la acción multitudinaria, pero desordenada, sin rumbo fijo, de una muchedumbre alejada de Dios.
Y esto es lo que hoy priva en el mundo en que vivimos. La triple relación del hombre con Dios, consigo mismo y con los demás hombres, se desconoce.
Se desconoce y se desprecia la ley natural, incluso. Claro, es lógico. Todo va unido. Y aun para poder conocerla, nos enseñaba nuestra teología católica, con certeza, con prontitud, con seguridad, en las diversas circunstancias en que la vida humana se desarrolla, es necesaria la luz de la Revelación. Y ésta se ha perdido, en gran parte. Entonces sucede que esa ciencia y esos recursos humanos, tan poderosos, de los que dispone el hombre hoy, están siempre como un poder amenazante sobre nosotros, en lugar de levantar la mirada con esperanza y con alegría, como criaturas agradecidas a Dios por esos progresos, que evidentemente son legítimos, pero cuyo uso puede invalidar las capacidades de los hombres al ponerlos al servicio de la destrucción, en lugar de al servicio del amor.
El hombre, a imagen de Dios #
Falta el sentido de Dios y, poco a poco, va perdiéndose el auténtico sentido del hombre. En realidad, tendríamos que decir que no es ésta la tesis que hoy trato de demostrar, sino una afirmación que va en coherencia con lo que estoy diciendo: el ateísmo no puede nunca administrar el mundo, nunca jamás, por mucha honestidad que podamos conceder a un ateo –puede tenerla tan grande como un cristiano–. Pero el sistema que desconoce las posibilidades de la auténtica salvación del hombre no es válido para administrar el mundo. Y con esto no decimos nada que se oponga a la legítima autonomía del orden temporal. ¿Qué tiene que ver la autonomía del orden temporal con lo que estoy diciendo? Por su propia autonomía este orden del mundo puede caminar, pero cuanto más camine, más obligado está a afirmar su dependencia de Dios creador, al que debe su origen, y esto es lo único que trato de afirmar. Luego dentro del mundo está la criatura humana y, como está hecha a imagen y semejanza de Dios, Dios está en el hombre, y cuando más se destruye a Dios, más se destruye al hombre. Olvidarnos de lo divino, en la tierra, es olvidarnos de lo humano. Más tarde o más temprano llega un momento en las civilizaciones, en el desarrollo de los sistemas políticos, en la incubación de los odios que generan los conflictos de raza, de religión, de tribu, de imperialismo económico, etc., llega un momento en que lo único que se desea es resolver el problema por la vía de la eliminación del adversario. Es decir, destruyendo al hombre, sea el que sea. A esto caminamos y cada día vamos recibiendo ejemplos confirmatorios de lo que digo.
La importancia de Dios en la vida #
He ahí la importancia del sentido de Dios en la vida. He ahí la trascendencia de que no se desconozcan nunca las posibilidades de salvación: amor de salvación. Esto es lo que hizo vivir a Teresa de Jesús con tanto entusiasmo. Ella era una monja de la Encarnación. También vivía algo de los devaneos conventuales de la época. Aires de frivolidad, según el estilo de entonces, podían respirarse dentro de aquellos muros. Su alma estaba inquieta. Era noble de espíritu. Y en medio de esas frivolidades, que ella misma acusa, sentía sin embargo la inquietud de Dios.
La ocasión definitiva se la deparó un día el detenerse ante una imagen de Cristo llagado. Las lágrimas en que prorrumpió, las meditaciones silenciosas, las preguntas que se hacía a sí misma y la mirada vuelta hacia ese Cristo bendito, le hicieron comprender lo que significaba la redención. No sólo eso: le hicieron comprender el valor de Cristo Redentor y de las almas redimidas; las dos cosas. Entonces empezaron el amor a Dios y el amor al hombre. Teresa de Jesús es uno de los seres humanos, que mejor han cantado el amor al hombre. ¡Qué exclamaciones en sus obras cuando habla de que basta pronunciar Su Majestad y ver a qué imagen ha sido creado el hombre, para darnos cuenta de la grandeza del ánima redimida! Es su estilo, el de la época; es lo mismo que podríamos hoy decir con el estilo de la Gaudium et Spes, cuando hablamos de la estimación del ser humano y de las realidades temporales. Sólo que Teresa, como la Iglesia en sus documentos, no pierde el horizonte al que hay que mirar, y hace derivar la dignidad del ser humano de la grandeza y majestad de Dios, que le ha creado y de Cristo, que le ha redimido. “Daría mil vidas –dice ella– por un alma para que comprendiera que está en pecado, su error, y viera las grandezas de la gracia”.
El canto que hace a Dios alcanza las alturas místicas más notables, que pueden darse en una vida humana. Y, sin embargo, no sé qué ocurre en la vida de Santa Teresa, en su alma y en la forma en que describe los fenómenos que vivió, que nos parece todo próximo. Ahí hay algo que palpita: se siente a Dios. Esa pluma que escribe y se interrumpe, esa frase mil veces cortada, esos párrafos en que habla de sus monjas, de sí misma, y se lanza en un vuelo paulino a manifestar las grandezas de Dios, nos hablan hoy todavía con la misma viveza con que hablaban cuando fueron escritos.
La experiencia de un Dios misericordioso #
Santa Teresa de Jesús no nos da una noción de Dios; nos da una experiencia de Dios. Nos da a conocer la transformación que ha sufrido, la vida interior a que ha llegado, el amor que siente. Cuando habla del pecado lo hace por contraste; de lo que quiere hablar es de la gracia, de la grandeza del alma. Y, cuando se pone a hablar en términos incapaces de desarrollar un poco mejor su pensamiento en tratados místicos que la invitan a escribir, no se le caen de la pluma las frases de: “la santidad de Dios”, “la majestad de Dios”, “la grandeza de Dios”, “la eternidad de Dios”. Y esto no produce distanciamiento. El presentar así a Dios, de ninguna manera favorece el que la criatura humana pueda sentirse alejada de ese Dios, cuyas grandezas canta. Por el contrario, lo manifiesta así, para luego desembocar caudalosamente en la afirmación mil veces repetida de que ese Dios lo ha hecho todo por amor al hombre. ¡Cuán grande será el hombre que ha merecido tal amor! Entonces invita al hombre, y más al cristiano, y le dice que reconozca su dignidad y que se dé cuenta de lo que tiene entre las manos. Le invita y le apremia; le requiebra, casi; está insistiéndole con golpes de amor, nacidos de su psicología de mujer, pero tocados de la gracia divina, para invitarle a considerar la nada de las cosas humanas –sin abandonarlas– en comparación de las grandezas de Dios.
Y lo mismo en las posadas que en los palacios de los nobles y aristócratas, contemplando las alhajas de Doña Luisa de la Cerda o viendo el jergón pobre que ha puesto para que duerman las monjas en esa fundación que empieza, donde sea: en Salamanca, en Sevilla, en Burgos, en un sitio y en otro, ella canta las grandezas de Dios. La que, por su estilo, podría presentarnos un Dios ante el que sólo cabe la reverencia, nos lo acerca tanto que nos lo sitúa en las manos; nos coloca en actitud de hacer como ella: ofrecerle nuestro amor en actos de una confianza insuperable. Porque Teresa de Jesús vivió el santo temor bíblico de Dios, unido con la máxima confianza en su misericordia. Al escribir su vida, la vida que no debemos dejar de leer nunca, ella llamó a ese libro en carta que escribió: “El libro de las misericordias de Dios”. Así es como ella definía el trato que Dios había querido tener con su criatura.
Santa Teresa, camino de santificación #
Sentido de Dios, posibilidades de salvación, conversión creciente no sólo en el aspecto negativo de apartamiento de todo pecado, sino en el aspecto positivo de la inmersión cada día más plena y más crecida en el río caudaloso de la misericordia de Dios. “Víame como un espejo en el cual yo me miraba toda, y como que no había ni un lado ni otro, ni delante ni atrás; y en el centro, estaba la imagen de Dios y de su Cristo. Y, al poner mi mirada en Él me veía a mi misma reflejada como en ese espejo, y comprendía cómo por el pecado ese espejo puede convertirse en negrura, y no ver nada, ni a Dios ni al ser humano”.
Y sigue razonando y hablando en ese capítulo 40 de su Vida, refiriéndose a las dos llamas que se unen: la de Dios y la de la criatura humana. Ya es todo amor. Ya es todo sabiduría. Pero sigue siendo todo preocupación por los hombres. A ella, la que le correspondía –porque era una monja; no tenía que convertirse en un líder social o político–. La tarea que le correspondió a ella en favor de los hombres fue buscar caminos de santificación, sobre todo para sus monjas; también para los hombres seglares de su época. Y así servía a Dios y servía a los hombres.
Hermanos: Han pasado los siglos. Seguirán pasando; se celebrarán nuevos Centenarios, seguirán viniendo a Ávila y atravesando sus murallas hombres de todas las religiones y de todos los continentes. Las obras de Santa Teresa no se les caerán de las manos. Buscarán en esa “Doctora de la vida” y encontrarán en sus palabras aliento y oxígeno, no solamente letras. Se reirán gozosamente con sus gracias. Se sentirán arrebatados de admiración ante sus elevaciones místicas, recordarán agradecidos a aquella mujer, que en pobres posadas, por los duros caminos de la mitad de la geografía española, anduvo de un lado para otro como testigo de Dios y de la esperanza. Desaparecerán los hombres que componen la Iglesia de hoy: el Papa Juan Pablo II; nosotros, los obispos que hoy vivimos y vosotros, los sacerdotes, religiosos y religiosas y los fieles. Pero el recuerdo de Santa Teresa no se extinguirá, porque cada día será más necesario ofrecer a los hombres fuentes puras, porque se necesita esa agua limpia para el espíritu.
La trascendencia de Dios sigue siendo actual #
Apena profundamente que, dentro de la Iglesia, tratemos de rebajar el concepto de Dios, las grandes exigencias de su amor. Cuanto más grande presentemos a Dios, más grande hacemos al hombre. Y al revés. Cuanto más reduzcamos la Revelación e incluso el concepto filosófico de Dios, a dimensiones puramente humanas, a discusiones de sofistas entre nosotros, sobre todo dentro de la Iglesia. Cuanto más nos olvidemos los hombres, hasta el punto de que va quedando sin entidad propia la adoración a la Majestad de Dios, la sumisión a su voluntad santa, la estimación llena de amor a la venida de su Hijo al mundo, de sus sacramentos de salvación, de su perdón de los pecados, de la vida de gracia que nos ha regalado, de la santificación a que nos invita, cuanto más reduzcamos esto, peor servicio estamos haciendo a los hombres de hoy.
No se contribuye a dar orientaciones al mundo hoy –orientaciones válidas y auténticas– disminuyendo el sentido de la trascendencia, queriendo que todo sea eficaz con una eficacia terrestre. El amor al hombre hay que vivirlo como una exigencia del cristianismo en todo momento. Y estos héroes, testigos del amor y la esperanza, lo han vivido.
El vivir la trascendencia de Dios como punto de origen de referencia última, como fundamento de nuestro destino, como razón de nuestras actitudes morales, como base indispensable del diálogo de la criatura con su Creador, como regalo de amistad de Cristo, que “ya no quiere siervos, sino amigos”, regalo de amistad de ese Cristo amado por sus redimidos. El mantener todo esto y vivirlo en sus más profundas exigencias, es lo mejor que podemos hacer para el servicio que la Iglesia ha de prestar al mundo de hoy.
No tiene razón el marxismo, cuando nos quiere acusar de que lo fiamos todo a ese mundo nuevo, que ellos dicen nunca llegará, que es un adormecimiento, opio para la criatura humana, que nos libera de trabajar aquí, en la tierra. Eso es una injuria. El que piensa en el destino inmortal a que Dios le ha llamado en su conversión y en su diálogo con Cristo Redentor, con el Evangelio y con la Iglesia; el que piensa esto y vive de ello es el mejor servidor de la humanidad. No se remite a un futuro que no sabe si llegará o no; está sirviendo al hombre.
El marxismo, en cambio, que proclama la inmediatez de sus triunfos, nunca logra esa redención definitiva del hombre. Él lo fía todo a una nueva etapa que tiene que llegar, cuando el mundo entero comulgue con esos ideales que predica, aunque para imponerlos, tenga que arrasar a media humanidad. Este sentido de la trascendencia tiene más sentido social e incluso de alta política humana de lo que parece. Cuando la Iglesia lo predica y lo vive y logra que en el alma de un hombre surja esta tensión creadora y participe de la redención humana, esa Iglesia está prestando un inmenso servicio a la humanidad que da frutos cuando y donde menos lo pensamos. Hoy pueden coger las obras de Santa Teresa un intelectual y un ignorante, un agnóstico inglés o alemán o español, un literato, cualquiera, y sienten la sacudida en su alma, porque dentro hay algo que sigue vibrando en todo ser humano. El hombre es un nómada que va buscando a Dios continuamente. Dichoso el que encuentra quien le guie en el camino. Vosotros tenéis la dicha, hijos de Ávila, de que entre vosotros haya nacido y vivido esa mujer incomparable.
Santa Teresa sigue viva #
Nos disponemos a conmemorar el IV Centenario de su muerte. A lo largo de este año irán produciéndose mayores acercamientos de grupos comunitarios o de personas individuales a Santa Teresa de Jesús. Y ella seguirá en su silencio, pero también con la elocuencia de sus obras: las escritas y las realizadas. Ahora ya no habla. Vive. Vive en la Iglesia, vive en sus hijas, vive en todos aquellos que sienten el don de la Iglesia, vive en el conjunto de las comunidades católicas. De un modo o de otro, todos suspiramos por acercamos a ella. Como a una madre nos acogemos junto a Santa Teresa, la llamamos por su nombre, la invocamos con amor, y pedimos que sea intercesora nuestra.
Que lo sea también de España, que fue suya y sigue siéndolo. Ella se sentía hija de esta Patria que, a pesar de todos los pesares, nunca ha renegado de Dios. Podremos tener los mismos pecados que otros pueblos, los mismos defectos. ¡Más, no! Somos igualmente miserables por nuestra condición humana. Pero en estas tierras se ha servido a Dios, se ha mantenido la fe, se ha predicado el sentido de Dios, y, aunque abundara el pecado, terminaba sobreabundando la gracia.
Triste es que el hombre sucumba. Mucho más triste es que se pierda el sentido del pecado y no seamos capaces de levantarnos con el grito del arrepentimiento hacia el Dios del amor y la misericordia.
Pido que, en este Año Centenario, se refuercen los valores espirituales de la familia española. Temo –decía al principio– a los que abusan de su poder en el mundo de hoy, éste que tiene “su” idea del progreso, y no pone a Dios en el centro de sus actuaciones sociales humanas, las que conforman la realidad y la vida de los pueblos. Los sistemas filosóficos y políticos, que lo hacen así, traicionan al hombre. Es muy de temer que, por complacer a la mentalidad moderna, vaya extendiéndose una actitud positivista, la que únicamente se reconoce en el dato sociológico, y como tal, por lo que él pide y demanda, así se hagan las leyes. En las leyes ha de buscarse siempre la justicia. No hay justicia sin la presencia de Dios.
España necesita un fortalecimiento de su vida cristiana, dentro del pluralismo, con respeto para todos, sin ofender a nadie. Somos nosotros los que lo necesitamos y sobre todo las familias. Y esa es la lección que podría darnos en su Centenario Santa Teresa de Jesús, junto a su sentido de la trascendencia, que informó cuanto ella hizo, y al que me he estado refiriendo en esta homilía.
La haría interminable y al mismo tiempo os ofendería, si quisiera seguir abusando de vosotros. No. Me he explayado un poco más, expresamente, para responder a la necesidad interior que siento de ofrecer mi obsequio a la Santa, por no poder estar en los días próximos. Y al ofrecérselo a ella, ofrecerlo igualmente a vosotros, hijos de Ávila, que tenéis una conciudadana y vecina, hija y hermana vuestra, conocida y amada en el mundo entero. Del testimonio de admiración, que despierta, os toca también un poco a vosotros. Las gentes hablan de vuestra ciudad y de vuestras tierras al tratar de conocer a Santa Teresa de Jesús.
Abridles vuestros brazos. Que cuando vengan aquí durante el año grupos de peregrinos de todas partes, se encuentren con la hermosa y templada ciudad de Ávila, que abre sus brazos, porque tiene, antes que sus brazos, abierto el corazón en nombre de los grandes amores a Dios y al prójimo que aprendió de Santa Teresa de Jesús. Así sea.