Sed perfectos, como mi Padre que está en los cielos

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Sed perfectos, como mi Padre que está en los cielos

Conferencia pronunciada el 14 de marzo de 1969, viernes de la tercera semana de Cuaresma.

Deseo hablaros hoy de la santidad de la vida del cristiano. Es un paso más en el camino que juntos iniciamos la noche del Miércoles de Ceniza, cuando os anuncié mi propósito de dedicar las conferencias cuaresmales de este año a hablar de la esperanza. Está puesta a prueba en esta hora de la Iglesia, os decía la primera noche, pero no puede fallar, si de verdad hacemos que descanse en Dios. Y de Dios vengo hablándoos todos los días, porque es un deber fundamental de los obispos velar por la santidad del pueblo que se les ha encomendado, y no puede haber santidad si no hay amor y unión con Dios.

No hay que temer. El Concilio está ahora sepultado como un grano de trigo, decíamos; pero brotarán las espigas más tarde. Llamados por Jesucristo, hemos de cumplir toda la ley con la disponibilidad de corazón, porque en la ley de Dios está la verdad. Los caminos por donde Él nos lleva son siempre caminos de amor que nos conducen a la vida eterna. Si amamos a Dios y a los hombres, colaboraremos de verdad en la construcción del Reino de Cristo, con amor, sin odio, pacientes y humildes como el mismo Cristo, Señor nuestro, y como la caridad de que Él nos da ejemplo continuo. Así es como se establecen las bases de la esperanza cristiana. Pero todavía un paso más y llegamos a la cumbre. Es necesario, queridos hijos, aspirar a la vida de santidad cristiana plenamente; entonces es cuando dejamos a Dios realizar su obra; entonces en el corazón cristiano como persona individual y en el corazón de la Iglesia como sociedad visible en este mundo, florece la esperanza y se da a los hombres el gran testimonio.

La santidad cristiana #

Hablemos, pues, de la santidad cristiana. Sólo Cristo comprende la grandeza de la existencia humana, y por eso es el único que puede señalar la norma y la ley que la lleven a su desarrollo y plenitud. La comprende Cristo, porque la lleva dentro y sólo el que encierra dentro de sí esta grandeza puede hablar de ella en toda su profundidad, de la misma manera que sólo el sabio puede hablar de la ciencia y el artista de la belleza. El Verbo de Dios, al asumir la naturaleza humana, se hace hombre. Es un hombre. Viene a los suyos, como dice el Evangelio (Jn 1, 11). No es, pues, un extraño ni un utópico idealista. Conocedor de las alturas a que puede llegar un hombre, porque el Verbo de Dios lanza su programa de plenitud, por encima de la cual ya no podrán señalarse cumbres más altas. Los programas de los hombres son éstos: progreso material, perfeccionamiento del orden social y político, ciencia y técnica, humanismo. No son despreciables estos programas, objeto de los más nobles deseos humanos. Esforzarse por realizarlos es ya, por sí mismo, un honor. Pero quedan ahí, no pueden dar más de sí. Cristo dice algo más: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Pronuncia estas palabras al final del Sermón de la Montaña, en que ha expuesto las Bienaventuranzas, el ideal de la sinceridad en el bien, la necesidad de la rectitud de intención y del corazón limpio, la confianza en Dios, la oración del Padre nuestro. El Sermón de la Montaña es como una síntesis de nuestras relaciones con Dios, con los hombres y con el mundo; y, al concluirlo, dice Jesucristo: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.

Entendámoslo. Estas palabras no significan que debamos aspirar a ser iguales a Dios en su perfección infinita y única. Ello sería absurdo. Es otro el sentido. Lo que se nos pide es que, a escala nuestra y dentro de nuestra condición de pobres y limitadas criaturas, viviendo en una relación filial con el Padre, tal como Cristo nos lo enseña con su vida y con su doctrina, pensemos y obremos en relación con los hombres, con las cosas, con el mundo, volviendo siempre nuestro rostro hacia el Padre, para tener eso, lo que Él nos ofrece: amor, pureza interior, perdón, justicia santa, fe en su providencia, oración confiada, anhelo y súplica ferviente de que su voluntad –tan justa y tan perfecta– se cumpla así en la tierra como en el cielo. Para los hijos pequeños, la idea del poder, del saber, del mundo y de las cosas, les viene de su relación filial con sus padres. Lo que sus padres digan, aquello es. Y se nos pide que seamos así: hijos pequeños en nuestra relación con Dios, para pensar y querer lo que Él piensa y quiera. Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos (Mt 18, 3). Y es que, cuanto más niños somos en la aceptación del pensar y el querer del Padre, más grandes nos hacemos participando de su propia y divina grandeza, porque incorporamos a nosotros su voluntad y la hacemos nuestra. Y entonces sucede que este ideal propuesto por Jesucristo: bienaventuranzas, amor, perdón, anhelo de justicia, fe en la providencia, oración confiada, ya no es simplemente una norma moral ni un código de acciones, sino un modo de ser, una nueva existencia, una nueva vida.

Éste es el secreto de la santidad. El hombre se hace como un niño con respecto a Dios, capta su espíritu y se acoge a su pensamiento y a su voluntad. En ello no hay infantilismo ni empequeñecimiento, porque, para obrar así, el hombre tiene que poner en juego su libertad, la cual, ayudada por la gracia, realiza el acto más serio y más profundo de que es capaz un adulto: aceptar dentro de sí una nueva vida con docilidad de niño, pero con previsión de resultados tan grandes que se pueden llamar divinos. En esta aspiración hay una grandeza mayor, incluso para lo humano del hombre, que en el deseo de ser el más sabio de la tierra o de conquistar todos los mundos. Porque la vida de Dios es más grande que la ciencia del hombre y que todos los planetas juntos. Recibir y desarrollar dentro de nosotros la vida de Dios, que Cristo nos ofrece, correspondiendo a su invitación con una lucha constante y sacrificada, gracias a los auxilios del Señor, nos abre plenamente el camino de la santidad cristiana. No hay grandeza mayor a la que un hombre pueda aspirar en la tierra.

Cristo, el modelo y el camino de la santidad #

¿Cómo hemos sabido esto? Por medio de Cristo, que nos lo ha revelado. ¿Y cómo lo vemos realizado? En Cristo, cuya naturaleza humana, de hombre, está santificada y es santa por su unión con Dios en la Persona del Verbo, sin otra aspiración más que hacer la voluntad del Padre. ¿Y cómo podremos conseguirlo nosotros? Imitando a Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida. Él, se nos ofrece como modelo, Él nos proporciona el auxilio, Él nos señala la meta, “Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo el hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22).

Por eso os decía al principio que sólo Cristo es el que puede señalar las cumbres más altas de la grandeza a que puede llegar un hombre en la tierra. Cuando un hombre marca así su vida, está dando gloria a Dios, y todo lo que brota de su pensamiento y de sus manos a gloria a Dios. Entonces se logra el fin de la creación en el hombre. Cristo cabeza ylos cristianos, miembros de su Cuerpo, asumen la tarea sublime de que la naturaleza humana ylas cosas terrestres se muevan en la armonía del orden querido por Dios al crear el mundo, ese orden por el que suspiran todas las cosas, hasta el punto de que ha hecho pensar a muchos teólogos que, aunque no hubiera habido pecado de nuestros primeros padres, Cristo habría venido al mundo para ofrecer al hombre y a la creación la posibilidad de presentar, tal como puede ser realizada ya aquí abajo, la culminación gloriosa de las relaciones entre lo creado y el Creador.

Sólo añadiré que es en Cristo donde encontramos, además del modelo, el camino para alcanzar esa perfección anhelada. De lo contrario, aunque nos hubiese sido revelado el ideal, aparecería siempre como algo abstracto e inconcreto. Pero en Cristo aparece concreto, personalizado y vivo. Por eso San Pablo, mensajero de la perfección de la existencia cristiana, dejó escritas estas frases insuperables, en las que se resume todo cuanto estoy diciendo. Como cuando dice en su carta a los Gálatas: No soy yo el que vivo, sino Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20). O con más amplitud y desarrollo, en la primera carta a los Corintios: Según la gracia de Dios que me fue dada, yo, como sabio arquitecto, puse los cimientos. Otra edifica encima. Cada uno mire cómo edifica, que cuanto al fundamento nadie puede poner otro, sino el que está puesto, que es Jesucristo. Y continúa después diciendo: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros. Nadie se engañe; si alguno entre vosotros cree que es sabio según este siglo, hágase necio para llegar a ser sabio, porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios; pues escrito está: Él caza a los sabios en su astucia. Y otra vez: El Señor conoce cuán vanos son lo planes de los sabios. Nadie, pues, se gloríe en los hombres, que todo es vuestro, ya Pablo, ya Apolo, ya Cefas, ya el mundo, ya la vida, ya la muerte, ya lo presente, ya lo venidero; todo es vuestro y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1Cor 3, 10-23).

He ahí esa síntesis apretada y robustísima de lo que debe ser la orientación de los esfuerzos del hombre hacia su destino eterno, girando en torno al núcleo fundamental: Cristo, rey de la creación, centro de la gloria de Dios, indicador de la meta más alta a que puede aspirar todo hombre que viene a este mundo. “El cristiano no es tan sólo él mismo y no está solamente en sí mismo. La personalidad cristiana no es únicamente la personalidad natural de un hombre preciso, sino que en la soledad, en la libertad, la dignidad y la responsabilidad del cristiano, hay otra cosa, otro ser: Jesucristo”1. El cristiano tiene, sí, las mismas preocupaciones, miserias, trabajos, limitaciones, etc., que los demás hombres. Los instrumentos que utilizan sus manos son los mismos que utilizan otros. Su espíritu y su cuerpo se verán afectados y sacudidos, igual que en los demás, por la enfermedad, las penas, el llanto y la aflicción. Pero es distinta su existencia y su manera de vivir. Tiene fe, esperanza y caridad. El cristiano que entiende así el secreto de su vida, va realizando el ideal de la grandeza a que Cristo le invitó.

Los dones del Espíritu #

Cuanto estoy diciendo pertenece a esa zona del alma que, en lenguaje ascético, llamamos vida interior. Es la perla escondida de que habla el Evangelio, la rica y la fecunda intimidad donde se construye el Reino de los cielos, porque el Reino de Dios está dentro de vosotros (Lc 17, 21), dice Jesucristo. A esta interioridad van dirigidas todas las llamadas de Cristo. Asombra pensar con qué intensidad y qué apremio llama Jesucristo a este trabajo interior de profundización dentro de cada uno, para encontrar a Dios y vivir en unión con Él, como se vive con el Padre que nos da la vida. Lo externo y circundante, la economía, la comunidad política, la familia, los amigos parece como si no le interesaran. Y no es que no le interesen, no. Digo y diré mil veces que Cristo, con su doctrina, nos mueve constantemente a trabajar por un mundo mejor en su condición terrestre, y que el discípulo de Cristo ha de llevar esta preocupación como un anhelo constante en sus aspiraciones y propósitos. El Concilio Vaticano II ha sido bien explícito en estas proclamaciones.

Pero Jesús conoce el peligro a que estamos siempre expuestos. Él sabe que de un corazón cristiano de verdad brotarán después las acciones de la caridad y justicia que transforman el mundo, como de la pequeña semilla brota el árbol. Mas la vida divina, la unión con el Padre, el Reino en su dimensión más profunda y más nueva, lo que Él vino a traer, eso no lo fabrica el hombre por sí mismo. Lo da Él, Dios; lo alimenta el Espíritu Santo, prometido por Cristo; se desarrolla con la Gracia y con el esfuerzo constante del hombre. Él sabe que esto se pierde con facilidad, que cuesta asimilarlo y vivirlo, y por eso es su predicación casi única, su programa, su invitación constante, su lucha hasta la muerte con el demonio, con los fariseos, con los superficiales, con los que quieren hacer de Él un rey de este mundo.

Cristo se subleva contra todas estas pretensiones. Él ha venido a otra cosa y no quiere entrar por ese camino por donde le llevan los hombres. Tiene prisa –porque su vida va a ser corta– por proclamar el reino interior, la verdad de la unión con el Padre, la necesidad de vivir el don de Dios y la vida divina, aquello para lo cual Él ha venido a este mundo. Cuando resucite, nos habrá dado su vida plenamente, y nos dará el Espíritu que viene a mantenerla. Y por eso habrá dicho antes: Os conviene que Yo me vaya (Jn 17, 7); y nos ofrecerá la Iglesia como arca y depósito donde encontramos los medios que nos facilitan la entrega de esos dones del Espíritu para poder llegar a la máxima unión con Dios. Esto es la santidad.

Dejar de ofrecer al cristiano este ideal, esta posibilidad, es mutilarle, es matar los gérmenes de su desarrollo, debilitar su sangre de familia y someterle a una anemia perniciosa que destruye su alma. ¿Quién, teniendo en su mano la posibilidad de abrir a un Wagner los caminos de la inspiración musical, a un Einstein o un Ramón y Cajal los de la investigación científica, a un Dante los de la poesía, quién habría sido capaz de cerrárselos, consciente y culpablemente? ¿No se sentiría asesino de algo muy grande y culpable de injusticia con la humanidad? De modo semejante, pero con mayor gravedad aún, privar al cristiano de la posibilidad de conseguir el ideal de una vida santa es, aparte de las demás consideraciones, causar al hombre y al mundo un daño irreparable, porque se impide que en un hombre habite Dios y llene su corazón con la plenitud de sus dones.

Los santos, esos seres felices #

Yo os exhorto, pues, a vosotros, queridos hijos de la Diócesis, y a todos aquellos a quienes llegue mi voz, cristianos, hijos de la santa Iglesia católica; yo os exhorto a esa vida interior, a esa santidad, grandeza definitiva y suprema del hombre en este mundo, sí. Y para eso,

1º.- os invito a que améis al silencio. Es necesario que cada uno logre para sí mismo sus tiempos de silencio: silencio externo y silencio interior. El primero ayuda al segundo, y sólo en silencio interior el hombre puede encontrarse con Dios. El silencio es anterior a la palabra, y toda palabra fecunda y creadora brota del silencio del pensamiento interior. Hoy vivimos envueltos en el ruido: he ahí una de nuestras desgracias, propias de la vida moderna. Un poco más de silencio, cristianos, para entrar dentro de vosotros y contemplar, reflejado en la serenidad del lago interior de vuestras almas, el rostro del Señor que os busca.

2º.-os invito a la oración: la oración personal primero, la vuestra, de cada uno de vosotros mismos; la oración comunitaria también, en unión con los demás. La oración litúrgica de la Iglesia, sí; pero también la oración piadosa y subjetiva de cada uno, que nace del acto de fe en Dios, Padre nuestro, Padre tuyo, Padre mío. Cada uno de los hijos de una familia, aunque sean muchos, necesita hablar a solas con su padre en diversos momentos de su vida. No todos juntos y a la vez, sino cada uno. Así nosotros con Dios. Oración personal, no lo olvidemos.

3º.- os invito a frecuentar los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía, sin caer en escrúpulos de conciencia innecesarios, afanosos únicamente de lograr la máxima pureza posible en relación con Dios. Y frente a tendencias actuales que no hacen aprecio de la frecuente recepción de estos sacramentos, yo os digo, hijos, como Obispo de la Diócesis y pastor de vuestras almas: No os dejéis influir por estos criterios. Si Dios se acerca a nosotros con los sacramentos de la penitencia y la eucaristía, es porque quiere que nosotros nos acerquemos a Él recibiéndolos.

4º.- os aconsejo también que leáis y meditéis la vida de Jesucristo y de los santos. La vida de Jesucristo, la luz, la fuerza y el amor. Y con la vida de Cristo, la de los santos así reconocidos por la Iglesia, los héroes de la santidad, los que nos ofrecen, reproducido en su vida, el ejemplo de nuestro Señor. No os contentéis con libricos de espiritualidad ligeros como el viento, ahora tan frecuentes. Hay que ir a las fuentes; y las fuentes son, como la vida de Cristo y la Sagrada Escritura, las vidas de los santos y las obras de los grandes autores alabados por la Iglesia.

Ved, por ejemplo, lo que dice Santa Teresa de Jesús, hablando de los valores del alma en su libro Las Moradas: “Hemos de considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas. Que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo, sino un paraíso a donde dice Él –el Señor– tiene sus deleites; ¿pues qué tal os parece que será el aposento a donde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes, se deleita? No hallo yo cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad. Y verdaderamente apenas debe llegar nuestro entendimiento, por agudo que fuese, a comprenderla, así como no puede llegar a considerar a Dios, pues Él mismo dice que nos creó a su imagen y semejanza”2.

Y hablando de la unión del alma con Dios y de la necesidad de la pureza interior dice: “Si una labradorcilla se casara con el rey y tuviese hijos, ¿ya no quedan de sangre real? Pues si a un alma hace nuestro Señor tanta merced que tan sin división se junte con ella, ¿qué deseos, qué efectos, qué hijos de obras heroicas, podrán nacer de allí, si no fuere por su culpa?”3. “Pues si el palacio lo henchimos de gente baja y de baratijas, ¿cómo ha de caber el Señor con toda su corte?”4 El palacio es nuestra alma, y si lo llenamos de gente baja y de baratijas, de pasiones, de afanes desordenados, de luchas internas, de precipitaciones temerarias, de faltas de caridad, de visiones mundanales; si lo llenamos de todo esto, ¿cómo ha de caber allí el Señor, con toda su corte? No es posible.

5º.-Por último, os invito a huir de las ocasiones de todo pecado y a llenar el alma de aspiraciones santas, como conviene al cristiano en quien mora el Espíritu Santo. Estos consejos que os doy son los que nos ha dado siempre la ascética cristiana, para poder seguir a Cristo en su camino. Lo que ocurre es que hoy, con tanto hablar del Concilio, y de reformas, y de cambios de estructuras, etc., nos estamos olvidando del Catecismo. Y no hay Concilio sin Catecismo, como no hay Catecismo sin Evangelio, y no hay Evangelio sin Cristo conocido, amado y vivido por los discípulos que aspiran a la santidad a que Él nos llama.

¿Qué vamos a ofrecer al mundo? #

¿Qué vamos a ofrecer al mundo los cristianos, si prescindimos de esta única riqueza? Lo que tenemos que darle es la fe inconmovible en Cristo, traducida en vida. El mundo no nos pide lo que él ya tiene de por sí. El mundo necesita que le descubran el sentido de la vida y ver personas en todos los ambientes, razas, sistemas, circunstancias, que vivan su fe. No destruir y acumular ruinas en la piedad y la vida de la fe, esperando que surja después un cristianismo sincero como por arte de magia. Los científicos son más consecuentes; en sus esfuerzos para lograr hallazgos, se atienen a lo que ya se ha descubierto. Se estudia lo anterior, se mantiene lo que es verdad, y se intenta abrirlo más y más. Así también en la vida de la Iglesia. Hay que mantener lo anterior, lo que Cristo y la tradición nos han dado; y, apoyados en ello, continuar adelante y abrirlo más, pero sin destruirlo. Y lo destruye quien olvida que, para realizar cualquier intento serio de vida cristiana en el mundo, es indispensable mantenerse en esta unión íntima y profunda con Jesucristo por los caminos que Él nos señala, no por los caminos que nosotros podamos ofrecer.

Los santos son también los seres más felices de este mundo, no sólo porque tienen la felicidad que les da su unión con Dios, sino porque poseen también la que nace de derramar a su alrededor la esperanza y el bien.

Cuando uno tropieza con un santo se siente mejorado siempre. Y aun los incrédulos los buscan a veces, seguros de encontrar en su trato con ellos fortaleza, serenidad y paz. La historia de la Iglesia ha sido así. Cuando la sociedad antigua se descompone, surge un San Benito que con su espíritu presta los mejores servicios a la civilización cristiana. Tras la invasión de los bárbaros, que amenazan otra vez con destruirlo todo, vienen los santos misioneros que difunden la fe por toda Europa. Después, en la Edad Media, cuando en monasterios y conventos se oye demasiado ruido del mundo, San Bernardo restaura en las almas mejores el sentido de la contemplación y de la paz, al igual que Francisco de Asís, con su entrega a la pobreza heroica, convencerá al mundo de que el dinero no puede ser el dios del hombre.

Más tarde, en otra época difícil, santos como San Felipe Neri, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, impulsan la gran corriente que partió de Trento, donde se celebró el Concilio que reformó la Iglesia de Cristo. Y como para aplicarlo y vivirlo, surgirán santos como San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales y el mismo San Pío V, los cuales ejercen una influencia prodigiosa. Como en nuestros tiempos modernos: frente al vértigo del ruido y la velocidad, aparece la carmelita de Lisieux, Santa Teresita del Niño Jesús, de cuyo silencio y oblación a Dios siguen brotando rosas; o bien, frente al afán de dominio del mundo, el ejemplo del sacerdote más desprendido, el cura de Ars; o frente a la ola de sensualidad y lujuria, el de una joven consciente de lo que vale la virginidad y capaz de defenderla hasta el martirio, Santa María Goretti.

Los santos salvan al mundo siempre. Y santos son los que necesita la Iglesia de hoy, en este momento de renovación conciliar. En los santos “Dios manifiesta al vivo ante los hombres su presencia y su rostro. En ellos Él mismo nos habla y nos ofrece un signo de su reino, hacia el cual somos atraídos poderosamente con tan gran nube de testigos que nos envuelve (cf. Hb 12, 1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio” (LG 50). Hemos de aspirar a que se viva todo lo que el Concilio ha predicado. Queremos un mundo en que los valores terrestres sean cada vez más apreciados por los hombres, y que los cristianos sean los primeros en desarrollarlos. Pero estamos plenamente convencidos de que la Iglesia, como Iglesia, no tiene nada que hacer, si se limita a predicar un programa de mera justicia humana. Ha de predicarlo, es cierto; pero debe hacerlo brotar de las fuentes hondísimas de la unión con Dios a través de Jesucristo, del Evangelio santo, de la fe, de la esperanza, de la caridad.

Mientras no surjan hombres y mujeres plenamente dispuestos a vivir este ideal en las parroquias y obispados, en los conventos y colegios, en las familias y asociaciones de laicos, en todas partes, la renovación conciliar será muchas veces un grito que se pierde en el vacío. Y no conseguiremos más que amargarnos unos a otros, porque estaremos todos proclamando exigencias, sin dar ninguno soluciones eficaces. Las soluciones tienen que venir de alguien que nos une a todos, de algo en que coincidimos todos; el que nos une es Cristo y en lo que tenemos que coincidir es en la vida interior de nuestras almas, en unión con Cristo, o sea, en la aspiración a la santidad tal como Él nos la señala, no tal como cada uno quiera proponérsela.

“La razón más alta de la dignidad humana –son palabras del Concilio– consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo…” (GS 19).

El día en que se vea el brillo de esta luz, los caminos quedarán despejados.

1 R. Guardini, El Señor, vol. II, Madrid 19652, 262.

2 Santa Teresa de Jesús, Moradas primeras, cap. 1,1; BAC212, Madrid, 1986, 472.

3 Santa Teresa de Jesús, Meditaciones sobre los Cantares, cap. 3,8; BAC 212, Madrid, 1986, 448.

4 Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección, cap. 48, 4; BAC 212, Madrid, 1986, 354.