Exhortación pastoral, marzo de 1978: apud Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, marzo, 1978, 113-121.
Queridos diocesanos: Un misterio de amor preside toda la acción de Cristo a través de su Iglesia para facilitar a los hombres los frutos de la redención. La palabra y los sacramentos que llegan hasta nosotros incontaminados y puros, desde una Iglesia jerárquica que fue instituida por el Señor para transmitírnoslos con garantía de autenticidad y de verdad, perpetúan en el Pueblo de Dios los dones de un amor que no cesa. Llega este amor a todos: a los ya redimidos, porque por su fe pueden acceder fácilmente al disfrute y posesión de esos dones: a los demás, porque para todos Cristo es objeto, presentido o anhelado, de las aspiraciones conscientes o inconscientes de su alma. Hacia Cristo caminan todos los hombres: los que tienen luz, porque buscan la luz plena; los que viven en la oscuridad, porque desean ver.
El sacerdote #
Para hacer viable esta continua donación del amor de Cristo a los hombres es indispensable el sacerdocio ministerial o, hablando en términos más personales, son indispensables los sacerdotes, ministros de Jesucristo en su Iglesia.
En el Nuevo Testamento, porque así lo ordenó el Señor, aparece un hombre que es elegido, llamado, consagrado y enviado: es el sacerdote, sucesor de los Apóstoles según los diversos grados de participación en la misión apostólica. No se le puede confundir ni identificar con el conjunto del Pueblo de Dios, que posee el sacerdocio común de los bautizados. El sacerdote, ministro, el hombre consagrado, tiene facultades y obligaciones singulares, y sólo a él compete la misión de santificar desde la Eucaristía, perdonar los pecados, regir al pueblo en su vida cristiana, predicar la palabra de Dios con autoridad, en nombre del Señor. Lo dejó establecido así Jesucristo para mejor servir a ese mismo pueblo suyo. Los hizo ministros y servidores, no señores mundanos y terrestres.
En esto consiste la identidad personal, continuamente clarificada por el Magisterio de la Iglesia, particularmente en algunos momentos estelares de su historia, como el del Concilio de Trento y el del Vaticano II.
No es lícito quedarnos en el concepto del sacerdocio común a todo el Pueblo de Dios, como afirmó la teología luterana, como si no existiera el ministerial. No podemos admitir los errores de quienes quieren hacer emerger el sacerdocio de la comunidad, y piden, como condición para ejercerlo, un tipo de encarnación en el pueblo absurda e inconciliable con los datos de la Sagrada Escritura, o las afirmaciones de quienes identifican la realidad histórica del sacerdocio ministerial con estructuras jurídicas del mundo occidental romano.
Afirmaciones de este tipo, aparte de lo que tienen de incompatibles con la Revelación y el Magisterio de la Iglesia, han contribuido poderosamente a la anarquía de conceptos y actitudes pastorales que nos han sumergido en una crisis de la que no acabamos de salir.
El dolor del Papa #
Muy recientemente, al hablar el Papa a los sacerdotes de Roma, en el comienzo de esta Cuaresma, pronunció palabras transidas de dolor y de pena al referirse a tantas defecciones sacerdotales.
Nadie que tenga fe podrá leerlas sin sentir un inmenso respeto hacia el corazón triturado del Romano Pontífice. Que después de un Concilio del que han brotado páginas inmortales sobre el sacerdote y el mundo de hoy, se haya producido esta nefasta confusión sobre la identidad sacerdotal, sólo puede explicarse por una acción demoníaca que somete a tentación turbadora el pensamiento y la voluntad de muchos. Hay demasiada obstinación en querer construir cada uno su propia teología y, a veces, su propia Biblia revelada. Se añade, además, una impetuosa generosidad inicial para salvar al hombre, se dice. Pero ¿es que fuera de la salvación de Jesucristo nos queda alguna otra?
Se quiere un sacerdocio más vivo, más eficaz, más comprometido, más evangélico –llegan a decir–. Pero, ¿cómo se podrá conseguir esto sino sobre la base de la fidelidad? Y ¿podrá ser fiel, si se le hace cada vez más humano, apenas jerárquico, puramente profético, historicista, asambleario? El Espíritu Santo habla a través de todos y mueve a todos, es cierto: pero también a través de la Jerarquía que tiene el deber de iluminar y decidir. La Iglesia es a la vez carismática y jerárquica.
A un grupo de obispos franceses que le visitaba el pasado verano habló el Papa en estos términos:
«Comprendemos que os preocupe cada vez más el relevo sacerdotal. El problema debe preocuparnos seriamente, pero no hasta el punto de paralizaros, ni llevaros a concentrar vuestras miradas y vuestras esperanzas en soluciones imposibles o ilusorias. Gracias a Dios, esta dificultad no es universal en toda la Iglesia, y conviene más bien considerarla como temporal y superable. Es necesario, pues, buscar todo aquello que es posible hacer para desblocar la situación, de acuerdo con los caminos establecidos para el conjunto de la Iglesia.»
«La hipótesis de recurrir a la ordenación de los hombres casados en la Iglesia latina no ha sido juzgada oportuna, como sabéis, por las más altas instancias de la Iglesia y con nuestra aprobación, hace apenas seis años. La Iglesia pensó que podía contar con la gracia del Espíritu Santo y con la preparación de las almas, para suscitar hombres totalmente consagrados al Reino de Dios. En este sentido es necesario que trabajemos todos. ¿Medís los riesgos de dudas, de titubeos paralizantes, de abandonos que puede producir o aumentar el volver a poner sobre el tapete públicamente la cuestión del celibato, incluso simplemente como un deseo? ¿Creéis de veras que sería esa la solución? El problema crucial, el que destruye los gérmenes de vocación, ¿no es, ante todo, el de una crisis de fe, y, más todavía, el miedo a un compromiso definitivo, muy extendido entre los jóvenes? Ahora bien, ¿no veis que dicho problema se ha hecho más agudo por la falta de cohesión, de claridad, de firmeza, sobre la identidad del sacerdote de mañana, ya que esta última ni ha cambiado ni puede cambiar? Los jóvenes –es normal– quieren saber adonde van y qué género de vida será el suyo. Pensad en la perspectiva espiritual en que se preparó para el sacerdocio vuestra generación, o incluso la posterior a la vuestra. Recordáis los textos tonificantes que las alentaban, como la carta del venerado Cardenal Suhard sobre “El sacerdote en la ciudad». El Concilio Vaticano II ha podido completar esta perspectiva; no la ha abolido. Proponer la misión del sacerdote en toda su grandeza y su urgencia, con todas sus exigencias, he ahí, a nuestro parecer, el problema primordial.»
«Os proponemos algunas sugerencias, sin dudar en absoluto de que vosotros habéis comenzado la exploración de las mismas. A nivel diocesano y a nivel interdiocesano, ¿no es posible pensar en una distribución de las fuerzas sacerdotales, diocesanas o religiosas aún mejor? Las posibilidades del diaconado, ¿han sido puestas realmente en práctica, en lo que se refiere a la selección de los candidatos y a su preparación más esmerada? ¿No puede lanzarse un llamamiento más vigoroso, más asiduo, para las vocaciones sacerdotales de adultos, y también de adolescentes, e incluso de niños? ¿Pensamos en todos esos grupos de jóvenes, preocupados por la búsqueda espiritual y la participación en alguna responsabilidad de la Iglesia? ¿O es que son insensibles ante tales llamamientos? Vosotros mismos, obispos, que estáis mucho más en contacto con los jóvenes que antes, no tengáis miedo de exponerles a menudo el problema del relevo sacerdotal, con el tacto y el entusiasmo convenientes. Y que vuestros equipos de sacerdotes, incluso en los sectores difíciles, irradien la alegría de su sacerdocio, la de trabajar y sembrar para el Señor, sin ver aún la cosecha, a veces ni siquiera la germinación, impulsados por esa esperanza invencible que nace de una vida interior profunda»1.
Son conceptos que ha repetido mil veces, obligado por la pertinacia de quienes siguen empeñados en una búsqueda inútil de soluciones que no pueden encontrar. El Papa, además, ve con el dolor de un padre las defecciones y abandonos de sus hijos. Ellos, los que se obstinan en su personal visión de las cosas, no dan importancia a esto, y aún se quedan indiferentes o incluso atribuyen a estos hechos lamentables la misión providencial de estar abriendo el camino a una nueva época del sacerdocio en la historia de la Iglesia, contra el conservadurismo rutinario y envejecido de las actuales estructuras. Y se quedan tan tranquilos. No les dicen nada los tristes resultados de este modo de pensar, ni son capaces de percibir las señales luminosas de la esperanza, que enseguida reaparecen, cuando se producen las rectificaciones oportunas con obediencia fiel al Magisterio de la Iglesia santa.
Se podrá cuestionar la identidad del trabajo sacerdotal, en cuanto a la forma de ejercer el ministerio y la operatividad pastoral; pero nunca se puede poner en duda la identidad dogmática, objetiva, sustancial del sacerdocio, tal como lo hemos recibido de Cristo, a través de la Tradición apostólica.
Educadores de la fe #
Es triste tener que consumir tiempo y energías una y otra vez en la fatigosa tarea de rechazar dudas, incertidumbres y aun errores, cuando tan necesario es presentar al mundo un mensaje nítido y transparente de lo que somos, lo que predicamos y lo que ofrecemos.
Deseamos que toda la comunidad cristiana sea evangelizadora y catequista, como vienen señalándolo el Concilio, los últimos sínodos y las continuas exhortaciones del Papa. Toda la comunidad, todos los bautizados. Por aquí sí que podría producirse un cambio de proporciones históricas incalculables en la Iglesia del siglo XXI, si toda ella, alentada por un ardiente amor misionero, su entrega a su misión evangelizadora, asumiendo cada uno sus sagradas obligaciones desde el lugar que ocupa en la familia y en la sociedad.
Pero para que la Iglesia toda, en la medida en que pueda lograrse, sea así, es absolutamente indispensable que nosotros, sacerdotes y religiosos, asumamos también nuestra específica responsabilidad de educadores de la fe de la comunidad eclesial. Necesitamos claridad de ideas, limpieza de propósitos, corazón no dividido, dedicación sin reservas, trabajo abnegado, aceptación de la obediencia y de la cruz. Normalmente no habrá evangelizadores, si nosotros no evangelizamos con nuestro específico trabajo sacerdotal, que se mantiene cada día mediante la oración y el amor a Cristo Sacerdote.
No lo olvidéis, queridos hermanos en el sacerdocio, nosotros no somos educadores de la fe simplemente como catequistas o como profetas. Somos algo distinto, precisamente para que los demás puedan ser también lo que tienen que ser.
«Unidos al Sucesor de Pedro, los obispos, sucesores de los Apóstoles, reciben en virtud de su ordenación episcopal la autoridad para enseñar en la Iglesia la verdad revelada. Son los maestros de la fe.»
«A los obispos están asociados en el ministerio de la evangelización, como responsables a título especial, los que por la ordenación sacerdotal obran en nombre de Cristo (LG 10 y 37; AG 39; PO 2,12 y 13), en cuanto educadores del Pueblo de Dios en la fe, predicadores, siendo además ministros de la Eucaristía y de los otros sacramentos.»
«Todos nosotros, los Pastores, estamos, pues, invitados a tomar conciencia de este deber más que cualquier otro miembro de la Iglesia. Lo que constituye la singularidad de nuestro servicio sacerdotal, lo que da unidad profunda a la infinidad de tareas que nos solicitan a lo largo de la jornada y de la vida, lo que confiere a nuestras actividades una nota específica, es precisamente esta finalidad presente en toda acción nuestra: anunciar el Evangelio de Dios (Cf. 1Ts 2, 9).»
«He aquí un rasgo de nuestra identidad, que ninguna duda debiera atacar, ni ninguna objeción eclipsar. En cuanto Pastores, hemos sido escogidos por la misericordia del Supremo Pastor (Cf. 1P 5, 4), a pesar de nuestra insuficiencia, para proclamar con autoridad la Palabra de Dios; para reunir al Pueblo de Dios que estaba disperso; para alimentar a este Pueblo con los signos de la acción de Cristo, que son los sacramentos; para ponerlo en el camino de la salvación; para mantenerlo en esa unidad de la que nosotros somos, a diferentes niveles, instrumentos activos y vivos; para animar sin cesar a esta comunidad reunida en torno a Cristo siguiendo la línea de su vocación más íntima»2.
«Los religiosos tienen en su vida consagrada un medio privilegiado de evangelización eficaz. A través de su ser más íntimo se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Es de esta santidad de la que ellos dan testimonio. Ellos encarnan la Iglesia deseosa de entregarse al radicalismo de las Bienaventuranzas. Ellos son, por su vida, signo de total disponibilidad para con Dios, la Iglesia, los hermanos. Por eso asumen una importancia especial en el marco del testimonio que, como hemos dicho anteriormente, es primordial en la evangelización. Este testimonio silencioso de pobreza y desprendimiento, de pureza y de transparencia, de abandono en la obediencia puede ser, a la vez que una interpelación al mundo y a la Iglesia misma, una predicación elocuente, capaz de tocar incluso a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a ciertos valores.»
«En esta perspectiva se intuye el papel desempeñado en la evangelización por los religiosos y religiosas consagrados a la oración, al silencio, a la penitencia, al sacrificio. Otros religiosos, en gran número, se dedican directamente al anuncio de Cristo… Gracias a su consagración religiosa, ellos son, por excelencia, voluntarios y libres para abandonar todo y lanzarse a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Ellos son emprendedores y su apostolado está frecuentemente marcado por una originalidad y por una capacidad de iniciativas que suscitan admiración. Son generosos: se les encuentra no raras veces en la vanguardia de la misión y afrontando los más grandes riesgos para su santidad y su propia vida. Sí, en verdad, la Iglesia les debe muchísimo»3.
Nuestro Seminario de Toledo #
Contemplamos con gozo la buena marcha de nuestro Seminario de Toledo.
El aumento del número de alumnos, el alto nivel académico que se va logrando, y sobre todo, la serena aceptación y continua predicación de criterios de vida espiritual interior, de oración, penitencia, obediencia y amor a la Iglesia, caridad fraterna, todo para mejor disponerse al servicio de los hombres en el ministerio futuro, contribuyen cada más y mejor a la formación de los jóvenes alumnos tal como lo va señalando el Magisterio, de acuerdo con la tradición de la Iglesia y las exigencias del mundo actual.
Queremos seminaristas totalmente entregados al hermoso ideal que les ha traído al Seminario; gozosos de sentirse llamados por Cristo; fuertes, no petulantes; capaces de discernir y criticar, no enfermizos criticones; dispuestos a nadar contra corriente cuando sea menester; amantes del silencio y la oración para poder ser más fecundos en el apostolado ahora, y eficaces educadores de la fe, mañana, en la comunidad evangelizadora.
Para ellos y para el Seminario como institución pido una vez más, sacerdotes, comunidades religiosas y fieles de la Diócesis, vuestro interés en todo, vuestras súplicas al Señor para que siga iluminando sus pasos, y el apoyo económico para hacer frente a los gastos que el Seminario origina.
Os bendigo afectuosa y cordialmente.
Marzo, 1978.
1 Pablo VI, discurso a los obispos de la región central de Francia, 26 de marzo de 1977: apud Insegnamenti di Paolo VI, XV, 1977, 277-278.
2 Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 68: apud Insegnamenti di Paolo VI, XIII, 1975, 1.422-1.423.
3 Ibíd. 69: 1.423-1.424.