Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, julio-agosto 1980. Véase el texto completo del discurso del Papa en Viaje pastoral a Francia, BAC Popular 28, Madrid 1980, 139-160.
A propósito del discurso del Papa en la UNESCO
Exhortación pastoral con motivo del discurso que Juan Pablo II dirigió en París a la UNESCO, el 2 de junio de 1980.
I #
Juan Pablo II ha hablado en la UNESCO a los que tienen mayor capacidad de influencia en la sociedad: los hombres que trabajan por la educación, la ciencia y la cultura. No se trata de hacer un sermón ad domesticos fidei, a los de casa, los hijos de la Iglesia. Pero tampoco el Papa podía dejar de presentarse como lo que es: el Vicario de Cristo. Y no lo ha ocultado ni ha tratado de disimularlo entre ambigüedades y retóricas complacientes.
Siempre el hombre. Es su gran tema cuando contempla el mundo en que vive. No se encontraba el Papa en la basílica de San Pedro, ni en Nôtre Dame de París, pero sí que predicó la palabra de Dios. Cuando habla del hombre, como viene haciéndolo, es consciente de que el mensaje de Cristo anuncia, sobre todo, una cosa: salvación de ese hombre. Y aquí es donde encuentra justificación su confianza y su amor a la humanidad en medio de los falsos humanismos contemporáneos. «Afirmar al hombre por ser hombre, en razón de la dignidad particular que posee. La totalidad de las afirmaciones relativas al hombre pertenece a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia». Habla de la «totalidad» de las afirmaciones, no de unas pocas, elegidas parcialmente y ofrecidas al gusto del consumidor. Habla del hombre impulsado por el dinamismo de su naturaleza y condición, que le lleva, si no es estorbado por el error o la manipulación, a situarse en las cercanías de Dios, atisbando ya la verdad suprema o gozando por haberla encontrado. ¿Quién no verá, en este concepto del hombre, ser perfectible y anhelante siempre de una mayor plenitud, el objeto merecedor de toda la atención de la Iglesia, puesto que así lo fue también del Evangelio de Jesús, a la vez que el sujeto responsable de su libertad y su cultura, que le van haciendo cada vez más hombre y más dueño de sí mismo?
II #
A la luz de este rico humanismo, que se centra en el hecho de la presencia salvadora de Cristo en medio de lo humano –Él es precisamente el Hijo del Hombre–, se entienden las vigorosas afirmaciones del Papa sobre la necesidad de orientar bien los esfuerzos creadores de la educación y de la ciencia y sobre el concepto mismo de cultura. De nada aprovecha el «tener» si el hombre no es cada vez más él mismo en todas las dimensiones de su existencia. Lo esencial es el «ser», como han dicho también insignes filósofos contemporáneos. ¿De que serviría el «tener» si se hace cada día más pobre la calidad humana y mas débil la libertad?
El Papa pone de relieve el carácter existencial de la cultura. Su grandeza proviene del mismo centro del que surge el peligro. El hombre tiene que »ser» sujeto real y no mero tránsito para una corriente anónima de opiniones, inventos e investigaciones. «La cultura es aquello por lo que el hombre, en tanto que hombre, es más hombre». Y éste, el hombre, ha de reflejarse siempre en ella en toda su verdad: la dimensión material y la espiritual. La cultura tiene que favorecer una forma de existencia y una actitud ética que estén de acuerdo con el ser integro del hombre. Los aspectos más profundos de su condición, por ejemplo, su destino, convivencia humana, libertad de elección, necesitan de lo material para su realización. Pero lo que no puede haber es una ruptura entre la dimensión material y la espiritual, de tal manera que cuando nos ocupemos de una nos deje incompletos el olvido de la otra. La unión de Cristo y su mensaje con el hombre en su humanidad misma es creadora de cultura que integra ambas dimensiones.
Por eso es inevitable que el Papa hablara del nexo entre cultura y religión, y lo ha hecho y ha sido aplaudido: «Para crear cultura es necesario considerar, hasta en sus últimas consecuencias y totalmente, al hombre como un valor particular y autónomo, como el sujeto portador de la trascendencia». Es decir, ni sojuzgado por los totalitarismos que le aprisionan, ni alienado por una falsa independencia que le impida vislumbrar el rostro de Dios amigo y Padre. El gran problema de nuestros días es que la técnica hace progresos incesantes, pero no sabe adaptarlos a las exigencias de la condición humana en la plenitud de su destino. Sin la religión, la simple técnica, como forma de cultura, encarcela y aplasta. Porque termina por desconocer la raíz de la dignidad en que se fundan los derechos humanos: la condición que el hombre tiene de hijo de Dios.
¡Qué hermoso es por parte del Obispo de Roma ofrecer esa imagen de hombre enamorado de la cultura humana y a la vez y por lo mismo de servidor del Evangelio! Por lo mismo, digo, porque lo humano sólo se contempla con la presencia de Cristo. La UNESCO ha hecho honor a su misión, invitando al Papa; éste ha servido a la suya aceptando la invitación. Como sucesor de Pedro, tiene abierta una cátedra en cualquier lugar del mundo, pero es necesario que no le cierren las puertas. Ahora se las han abierto los que, por definición, deben estar dispuestos a recibir la luz de donde quiera que venga. ¿Y quién podrá ofrecerla tan resplandeciente como ese Obispo de Roma, a quien acompañan tantos siglos de promoción humana hacia la verdad total, con tantos logros de primacía de la persona sobre las cosas, a pesar de los fracasos?
III #
El mayor peligro que veo de que este discurso del Papa, para el que expresamente se ha buscado un lugar de tanta resonancia, se pierda en el vacío, no está en ninguna mala voluntad ni indiferencia despectiva. El peligro está en la contracultura, que lo invade todo. El nuestro no es un mundo de incultos; es algo peor, un mundo poseído hasta los tuétanos por la presunción de que la cultura que tiene le basta, sin darse cuenta de que vive aprisionado bajo la costra de sus propias degradaciones; informacionismos más que formación; libertades al revés, porque esclavizan en lugar de liberar; nihilismo moral, gregarismo en lugar de socialización, rechazo de toda filosofía que le haga pensar, reducción de lo humano a meras cantidades de deseo o de satisfacción de instintos. De cuando en cuando, en una película de cine, en un libro, en una escuela, en una asamblea de hombres rectos brilla el fulgor inesperado de un rayo de esperanza, de una llamada a la auténtica grandeza. Pero se apaga en seguida. Puede más lo tenebroso de tantos y tantos egoísmos de la contracultura que nos envuelve.
El que estemos asistiendo con tanta indiferencia en Europa y América a la ruina de la familia como institución básica y a la degeneración del amor del hombre y la mujer, cada día más reducido a pura animalidad, es una tragedia de consecuencias aterradoras.
Destruida a cada paso la persona, desplazado el valor del ser por el del tener, ¿cómo va a luchar con eficacia esta civilización de los rebaños sin pastor contra el posible mal uso de la energía nuclear, de las manipulaciones genéticas, de la desatada ambición de poder político o económico mundial que domina a unos contra otros? Es imposible.
El Papa, sin embargo, tiene confianza. No puede dejar de tenerla el que lleve a Cristo en su palabra y en sus manos, y desde el primer día de su Pontificado se dio a conocer por aquel grito que le salió de lo más profundo de su corazón: no temáis, abrid las puertas a Cristo.
Por eso, sin invocarle expresamente, dice a los hombres de la UNESCO: no ceséis, continuad, continuad siempre. Es el lenguaje de los que tienen fe.
IV #
De aquí la responsabilidad de la Iglesia católica de hoy, y la de las demás confesiones cristianas, y aun de otras religiones, a las que no ha dejado de tener presentes el Papa en su discurso.
Concretamente, la Iglesia católica, después de un Concilio tan invocado y tan pulverizado por manos agresoras –hay también una especie de contracultura conciliar que genera sordos en los espacios eclesiales– tiene una responsabilidad definitiva. ¿Quién, si no, podrá restaurar los valores morales? Y esto es lo que el Concilio buscaba como servicio al mundo, a juzgar por los discursos de Juan XXIII y los de Pablo VI, el pregonero de la civilización del amor, como sigue siéndolo el Papa venido de Polonia.
«Al hombre que ha adquirido conciencia de la situación y de lo que está en juego, al hombre que tiene presente, aunque sólo sea de forma elemental, las responsabilidades que incumben a cada uno, se le impone una convicción, que es al mismo tiempo un imperativo moral: ¡Hay que movilizar las conciencias!»
Estas palabras del Papa resumen todo lo que quisiera hacer en favor de la cultura para que los hombres seamos más hombres. Esas conciencias nuestras, tan envilecidas por todas las claudicaciones también dentro de la Iglesia, empiezan ya a acusarnos de lo que hemos dejado de hacer.
El obispo de Estrasburgo, que acaba de cesar, monseñor Elchinguer, publicó hace cinco años varios escritos suyos en un libro al que puso el significativo titulo de El retorno de Poncio Pilato. Hay demasiados Pilatos en nuestro tiempo, víctimas de la cobardía y la comodidad egoísta. Es necesario volver a luchar con esperanza, orientado el espíritu hacia la verdad. De no hacerlo así, a cada progreso material nuevo que pueda alcanzarse, se le podrá hacer la pregunta acusadora que hacía Bernanos: «¿De qué os servirá fabricar la vida misma, si habéis perdido el sentido de la vida?».