- Introducción
- La Iglesia, promotora del hombre
- La sociedad española hoy
- Servicio de la Iglesia
- 1º A mayor independencia respecto a los poderes del orden temporal, ha de corresponder por parte de la Iglesia un mayor esfuerzo por mantener y ofrecer a la sociedad española su propia identidad.
- 2º De lo sobrenatural cristiano brotará la mejor y más profunda ética social, no al revés.
- 3º Es necesario librarse de todo complejo de inferioridad por el hecho de ser católicos.
- Campos de actuación
- Conclusión
Conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI, Madrid, el 29 de mayo de 1980. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, junio de 1980.
Introducción #
Dentro del tema «Convivencia y respeto social» voy a hablar del servicio de la Iglesia a la sociedad española de nuestro tiempo.
Hablo de la Iglesia Santa de Dios, la que Cristo dejó instituida en el mundo para la salvación de los hombres. Y si no es así, si no se trata de la Iglesia Santa de Dios, no me interesa hablar de ella en este momento. Ya lo hacen otros con excesiva frecuencia. La Iglesia, como hecho cultural de primer orden, como factor de civilización humana, como expresión social de un modo de ser y de vivir, como realidad histórica en determinadas áreas del espacio y del tiempo, son aspectos muy dignos de consideración, pero que, para el caso, no merecen la mía en este instante, en que me sitúo ante vosotros exclusivamente como obispo, no como historiador ni como sociólogo. Ministro soy de la Iglesia, por disposición de Dios, y el servicio que se me ha confiado, en beneficio vuestro, es anunciar por entero la Palabra de Dios, el misterio escondido desde siglos y generaciones, que ahora ha sido manifestado a su Pueblo santo (Gal 1,25).
Un tesoro que llevo en vaso de barro, pero esta es mi ilusión en todo momento, dar a conocer cuál es la riqueza de la Iglesia, este misterio que es el mismo Cristo en medio de vosotros, la esperanza de la gloria (Col 1,27). Hablo del Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia Madre y Maestra, que atrae a sí a todos los hombres y trata de convertirlos en hijos de Dios. De la Iglesia como signo de salvación y de verdad, alzado en medio de los pueblos para ofrecerles orientación en su caminar. De la Iglesia de Cristo que «no ambiciona otro poder terreno que el que la capacita para servir y amar»1.
De esta Iglesia de Cristo que no puede menos de atender a la experiencia propia de los hombres de su tiempo, so pena de incumplir la misma misión que le ha sido encomendada. De la Iglesia que presenta la Sagrada Escritura bajo imágenes de aprisco y rebaño, campo y viña del Señor, edificio y templo de Dios, Ciudad Santa y Jerusalén Celestial, madre nuestra y esposa de Cristo. La misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana, «no al revés» (cf. GS 11).
La Iglesia, promotora del hombre #
Esta Iglesia de Cristo favorece la auténtica promoción del hombre, porque es la que presenta la verdad sobre el hombre en su totalidad. De su misma entraña brota su compromiso de amor. Y si el puro amor es el puro servicio, realmente el auténtico rostro de la Iglesia se refleja en el servicio que puede prestar a los hombres desde su propia identidad, no desde una presentación parcial o disimulada de su mensaje para que los hombres lo acepten más fácilmente.
«La Iglesia, entidad social visible y comunidad espiritual, avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios… Difunde sobre el universo mundo el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos» (GS 40).
Lo que se nos pide a los cristianos es mostrar con nuestra vida cómo el Evangelio de Cristo garantiza de hecho la dignidad y la libertad personal. La fe crece y se fortalece allí donde un hombre está dispuesto a tener una actitud firme que le libera de su egoísmo, de sus ambiciones, de sus intereses, y le abre a todos los hombres –sus hermanos–; y más allá de los hombres –sus hermanos–, al amor infinito que se revela a través de la historia y le da sentido.
Frente a la postura arbitraria de las ideologías, sistemas, corrientes de pensamiento, creaciones literarias, que decretan el bien y el mal por su cuenta, la Iglesia afirma que sólo la ley de Dios es garantía de libertad, y todo lo que se aparte de ella conduce a servidumbres y tinieblas. La garantía de nuestra libertad está en que podamos apelar a una instancia objetiva, ante la cual nuestra libertad es responsable, y por la que somos juzgados. La libertad no puede existir sin referencia a Dios. «Por esto la Iglesia –ha dicho Juan Pablo II en Nairobi– cree, sin ambigüedad ni duda, que una ideología atea no puede ser nunca el motor y la fuerza que haga avanzar el bienestar de los individuos, o que promueva la justicia social, puesto que esa ideología arranca al hombre la libertad que Dios le ha dado, su inspiración espiritual y el poder de amar a sus conciudadanos adecuadamente»2.
De hecho, sentimos que no bastan soluciones materiales y técnicas para los problemas del hombre. Y no es que fracase el mundo técnico, sino que tiene sus propios límites y su propia insuficiencia. No se le puede pedir al mundo técnico ni a los bienes materiales lo que no pueden dar. En la realidad de nuestro cotidiano vivir hay problemas que no se solucionarán jamás con la técnica, ni con recursos humanos: hay cautividades de las que no nos libera el progreso material; hay aspiraciones y necesidades que no se satisfacen nunca en la tierra. La técnica hace progresos, pero es indispensable adaptarlos a la verdad del hombre y su destino. No se pueden olvidar las medidas según las cuales se han de juzgar las cosas, y de las que depende la existencia de todos.
El hombre no es creación del hombre; no podemos hacer de él y con él lo que queramos. Hay leyes del amor humano, de la sociedad profesional, de la sociedad política que, por afectar al ser del hombre, constituyen el orden según Dios, y a él debe conformarse toda la sociedad para que sea válida. En caso contrario, cualquier interés, cualquier ambición de poder, cualquier «razón de estado», cualquier arbitrariedad pueden constituirse en ley absoluta desde el momento en que nada es juzgado en función de una norma superior. Por todo ello es tan vital la ayuda que la Iglesia puede prestar a la sociedad.
La sociedad española hoy #
La situación de la sociedad española de nuestro tiempo es, más o menos, la misma que la de los países del occidente europeo, pero sin la experiencia y la abundancia de bienes que éstos tienen. Pluralista en cuanto a modos de pensar y de vivir; democrática con todos los vicios y virtudes de la democracia; sometida a la presión de los partidos políticos que la manipulan, y con capacidad para crearlos en el ejercicio de la libertad de asociación; poco culta, poco instruida en la praxis del respeto a la diversidad en el modo de pensar y actuar de los demás; lanzada impetuosamente hacia la conquista de metas más altas que las existentes en cuanto a bienestar, cultura, capacitación profesional, seguridad social, etc., pero desprovista de recursos suficientes para conseguirlo.
El anhelo de libertad está convirtiéndose en mera reivindicación de libertades aberrantes; la legítima diversidad de pensamiento viene a ser con frecuencia insulto soez, descalificación brutal del adversario, crítica despiadada de los valores más sagrados, torneo ingenioso de chulerías y desvergüenzas para ver quién tiene el puñal más afilado para herir o inutilizar a los demás. Una gran parte de la juventud se desentiende o se automargina del proyecto de vida en común, en una actitud de desprecio generalizado, de suficiencia insolente, de no creencia en nada, de amoralismo radical que, por no tener, no tiene ni la atracción de la falsa belleza de los romanticismos, ni la áspera y destructora grandeza de los movimientos anarquistas.
Da la impresión de que a la sociedad española le ha crecido un cuerpo nuevo, pero también de que no encuentra el traje que necesita ni la tela con que hacerlo.
Con una agravante: que cuando se hacen juicios como éste que estoy haciendo, en seguida surgen los doctores de turno prontos a rectificarlos, hablando de los nuevos valores que amanecen, de la brillante creatividad del momento, de las esperanzas que hay que tener frente al futuro, de que es injusto desconocer los hermosos esfuerzos que hacen muchos para abrir cauces a una común participación de todos en la construcción del hecho social en este momento histórico, de la importancia que esto tiene desde el punto de vista ético, de que no hay que confundir los programas de la realización del hombre como ser libre, que va consiguiendo poco a poco la integración de todas las fuerzas en orden al bien común, con los de una sociedad teocrática regida por los mandamientos de la ley de Dios, ya que no todo lo que es moral puede convertirse en legal, etcétera.
No niego esto. Pero es necesario tener presente lo otro, para que los resultados que se van consiguiendo orienten certeramente nuestra conducta. No podemos ceder a la tentación del pesimismo, que es cerrazón de orgullo impotente; pero tampoco a las sibilinas ilusiones de un optimismo irreflexivo e insensato. Nuestra actitud ha de ser la de hombres de esperanza fundada en la verdad y en el análisis que, confiando en la providencia divina, se saben forjadores de la historia presente y futura. La antinomia de nuestra sociedad española es manifiesta.
El ansia demencial de confort y de placer, sea como sea; la despersonalización de las masas ante las modas comerciales o del pensamiento, la concentración gregaria e imparable –por desgracia– de las multitudes en las grandes ciudades, la violencia, los odios, la esclavitud sexual, el desenfreno consumista, el «reivindicacionismo» insaciable, con olvido de los propios deberes, no ofrecen cauces adecuados para una vida social digna y elevada. La ética exclusivamente de los derechos termina inexorablemente en la tiranía de los pequeños o los grandes despotismos de la persona, de las familias, o de los grupos.
Y, sin embargo, reconozcámoslo, hay también en la sociedad española verdadera preocupación por encontrar soluciones para los grandes problemas que están en juego. Muchas familias, muchos profesionales, muchos trabajadores de las diversas clases sociales, muchos empresarios, muchos hombres y mujeres que se afanan en los centros de formación y promoción humana, muchos sacerdotes y religiosos, luchan abnegada y generosamente por una convivencia más justa y fraterna, con verdadero empeño en reconocer y valorar el bien allí donde se encuentre, para extraerlo como se extrae el diamante de la mina, pulirlo y ofrecerlo en unión con los iguales hallazgos de los demás, en servicio a los hombres, sus hermanos.
En nuestra sociedad española de hoy, como en general en la sociedad occidental de la que formamos parte, se niega a Dios o se prescinde de Él; y, a pesar de ello, vivimos también entre nosotros, como se ha dicho, una época teológica, porque también se habla de Dios y se busca su rostro de mil maneras. Grandes masas viven despreocupadas de su interioridad; y, sin embargo, hay muchas personas que se retiran a monasterios y casas de oración para reflexionar sobre su vida, o leen el Evangelio en el silencio de su hogar, o trabajan en centros parroquiales, o sufren al no poder hacerlo como consecuencia de tanta desorientación y confusionismo.
En el alma noble y honrada de tantos hombres y mujeres de España existe la honda convicción de que nuestro pueblo no puede quedar desahuciado, porque por muchos que sean nuestros desatinos no merecemos el castigo de vernos privados de la ilusión colectiva de vivir con dignidad. ·
Y si a esa honradez y nobleza añadimos la esperanza y el apremio salvador que nacen de la conciencia religiosa y católica, todavía no extinguida, la convicción se torna en confianza de que una revitalización de nuestra fe en Cristo pueda todavía impedir la caída progresiva en la indiferencia, en los odios, en la soberbia, en el afán de dominio que destroza la obra de nuestras manos y lleva consigo la ruina de la familia, de la juventud, del sentido trascendente de la vida. Esa honradez y esa fe impulsarán a los hombres y mujeres de España a trabajar para que la sociedad española marche bien, a prestar atención comprometida a valores y deberes sin cuya observancia la frase de que Dios ha confiado el mundo como tarea a los hombres para que lo hagan progresar, no sería más que una pobre ilusión, en lugar de ser, como es, la clave más profunda de la filosofía de la historia, y una consecuencia gloriosa del misterio de la Encarnación y la Redención del Hijo de Dios. Y aquí es donde aparece la posibilidad del servicio que puede prestar la Iglesia hoy a la sociedad de nuestro tiempo. No es la única que puede servir y ayudar. Pero es de lo que yo hablo en este momento, porque a la Iglesia represento. Que los demás abran también sus manos para ofrecer sus colaboraciones y ayudas a esa sociedad a la que amamos. Y que lo hagan desde todos los campos –la cultura, la política, el arte, el ocio, el trabajo, el amor, la convivencia social– desde todos los campos en que, siendo todos sembradores, han de arrojar su semilla.
Servicio de la Iglesia #
Durante muchos siglos la Iglesia ha ayudado a los hombres y mujeres de España, desde su propia estructura, con los dones de que ella es portadora, y desde la estructura del Estado confesionalmente católico. Ahora no es así. y nos limitamos a reconocerlo como un hecho. Ahora la Iglesia está sola, sin más fuerza que la que nace de su propia naturaleza, y sin más influencia política (en el sentido noble de la palabra) que la que le da el arraigo social que la Iglesia tiene en el pueblo español.
Pues bien, para que la Iglesia preste hoy el servicio que de ella hay derecho a esperar, juzgo importante establecer los siguientes principios:
1º A mayor independencia respecto a los poderes del orden temporal, ha de corresponder por parte de la Iglesia un mayor esfuerzo por mantener y ofrecer a la sociedad española su propia identidad. #
Hablo de la identidad de la Iglesia, la de una institución sobrenatural y divina que, sin dejar de ayudar al hombre en el desarrollo de su vida personal y social ya en este mundo, se preocupe ante todo de ofrecerle el conocimiento de la Palabra y la Vida salvadora de Cristo, para ayudarle a conseguir la paz, la justicia, la convivencia fraternal y la vida eterna. Sin el ofrecimiento de la Vida eterna y los medios para alcanzarla. la Iglesia traiciona su misión. Sin la proclamación esforzada del ideal de la justicia en el mundo, la Iglesia deja de ser fiel al mandamiento del amor fraterno. Pero como una y otra obligación nacen de la naturaleza divina de la Iglesia, en todo momento ha de brillar, en ese servicio de la Iglesia a la sociedad, el respeto a lo sagrado, la aceptación de la fe dada en depósito, la pureza de los dogmas y la moral de Cristo. Si esto falla, el amor fraterno se convierte en ideología o praxis revolucionaria; y la posibilidad de amar y alcanzar la vida eterna, que es el fruto último y definitivo de la Redención, se desvanece y se extingue. Esta es la afirmación fundamental de la Encíclica Redemptor hominis, de Juan Pablo II, verdadero programa de lo que debe ser una antropología católica hoy. La Iglesia española necesita recobrar esta identidad, que en gran parte se ha perdido.
2º De lo sobrenatural cristiano brotará la mejor y más profunda ética social, no al revés. #
La variedad de los problemas humanos no puede encontrar solución más que «a partir de la verdad sobre el hombre en su totalidad. El error sobre el hombre produce errores sociales, injusticias, racismos, odios», ha dicho el Papa al mundo entero, desde África. El agudo y certero escritor Chesterton dijo una vez que la Revelación es como el sol; no lo podemos mirar, pero a su luz vemos las cosas. La luz que nos da la Iglesia es ayuda en el sentido de que nos da seriedad para enfocar los problemas del hombre, teniendo en cuenta su dignidad y su destino. Son muy concretas, para el que quiere oírlas, las exigencias de la relación del hombre consigo mismo, del hombre con el hombre, del individuo con la generalidad, y del hombre en sus relaciones con Dios. Las palabras de Cristo son claras.
En el capítulo V del Evangelio según San Mateo hay unos fragmentos que tienen todos la misma estructura: Oísteis que se dijo … pero Yo os digo … y resuelve la contradicción: No juréis, dejad paso a una veracidad profunda, fruto de la lealtad y formalidad de vuestra vida. Antes de dejar tu ofrenda en el altar reconcíliate con tu hermano. La venganza y la pasión impiden conocer la justa medida. No penséis en corresponder sólo «con justicia» porque no saldréis de ella. Tenéis que buscar la fuerza del amor cristiano, capaz de amar aun cuando el prójimo dé aparentemente el derecho de odiar. Hay que amar al otro en toda su integridad, viendo y comprendiendo lo que no es más que egoísmo, interés, miseria, herencia; reconocerle como hermano y compartir juntos las dificultades para esforzarse por su superación. No se puede ser justo si no se busca algo que esté por encima de la sola justicia. El que manda sea como el que sirve. Bendito, porque tuve hambre, sed, estuve enfermo y en todo me atendiste. No adulteréis, y si tu ojo o tu mano te escandaliza, arráncalos. Es muy profundo el sentido de los preceptos de Cristo. Exigen el respeto ante toda persona, edad, sexo y condición porque son hijos del mismo Padre que está en los cielos. La intención engendra la obra. Lo que importa no es el orden externo; éste no es posible sin el respeto a la persona. Hay que purificar el corazón hasta que el respeto a la dignidad del prójimo domine los deseos y las primeras manifestaciones. Un hombre así es una llamada a todos los demás, y les hace comprender y tener conciencia de las fuerzas que alberga en su interior.
Respeto al hombre en nombre de Dios, en nombre de una instancia superior que no queda al arbitrio de ninguna situación. La auténtica sociedad libre está integrada por hombres que en su interior sienten la fuerza del respeto fundado en que Dios ha creado al hombre como ser libre, noble y digno. Es falta de respeto la avidez de sensacionalismo que se complace suciamente en desvelar, en avergonzar. No se considera lo que realmente se está destruyendo con la falta de respeto a los hombres, con la calumnia y la mentira como instrumento político. El ámbito público, como elemento indispensable de la existencia democrática, no autoriza la falsedad y la mentira. Las nuevas posibilidades de información no han encontrado todavía su ética. El respeto no destruye la libertad de información, sino que traza sus límites saludables. ¿A la luz de qué concepción del hombre ese sensacionalismo sexual, esa literatura en manos de adolescentes y jóvenes, esa pretensión cada vez más descarada de invadir terrenos que, por la misma dignidad del hombre, deben ser celosamente defendidos?
En el respeto con que Dios nos trata está fundada nuestra dignidad, sea en el orden del trabajo, la familia, la diversión, sea en cualquiera de los campos en que se desarrolla la vida humana. En nuestros días, cuando inunda nuestra sociedad esa falta de respeto a la dignidad del hombre, esa temible mezcla de altanería y trivialidad, es bueno pensar que Dios quiso al hombre a su imagen y semejanza. Sólo el hombre que tiene una auténtica relación con sus semejantes –»en eso conocerán que sois mis discípulos»– halla a Dios, lo muestra, y en toda esa relación pone de manifiesto su dignidad. Cuanto hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, Conmigo lo hicisteis. Muchas veces hemos leído y oído ese juico del Señor sobre nuestra conducta, y muchos problemas hubieran encontrado solución si hubiéramos actuado a la luz de su exigencia. Sólo cuando comprendamos la grandeza del hombre a la luz de Cristo habremos empezado a comprender de veras el cristianismo. Y sólo cuando comprendamos al hombre a la luz del cristianismo habremos empezado a comprender su dignidad.
Por eso es tan grave la responsabilidad de la Iglesia, sobre todo por parte de sus ministros, cuando, por ofrecer una imagen que creen más grata de ese misterio de la Iglesia al mundo moderno, la desnaturalizan, la sofocan en las redes de los humanismos, la reducen a pregonera de mensajes terrenos sobre el hombre, sin educar al hombre ni mostrarle cuáles son las raíces de su dignidad.
Así no se puede servir a la sociedad. Así, la Iglesia no se hará nunca más atractiva a la pobre humanidad que sufre. Porque el consuelo que ofrezca será vano; la verdad que presente no será verdad; la redención que transmita será engañosa. La Iglesia no ha sido instituida para ser simpática o antipática, sino para ofrecer el misterio de Cristo revelado a los hombres, a los cuales ayuda, no cambiando la imagen de Cristo, sino presentándole en toda la grandeza de su cruz y de su amor infinito. Por poner un sólo ejemplo, me atrevo a afirmar que las predicaciones de índole meramente social, rehuyendo cuidadosamente todo lo relativo al pecado y la virtud de cada persona, tachando de anacronismo las llamadas virtudes pasivas, incluso despreciando el ministerio de la confesión, aparte de ser una conculcación de la doctrina revelada, infligen un daño gravísimo al conjunto de la sociedad católica, porque eliminan la idea de culpa, de responsabilidad propia, la de la necesidad del perdón –¿quién no necesita ser perdonado?–, y la de posibilidad de confianza. Luego resulta que, frente a todas estas nuevas actitudes, más acordes –dicen– con la mentalidad del hombre moderno, el Papa Juan Pablo II baja, el Viernes Santo, a la Basílica de San Pedro, a sentarse en un confesonario, en un gesto de mayor servicio al hombre que el de lavar los pies a doce ancianos.
3º Es necesario librarse de todo complejo de inferioridad por el hecho de ser católicos. #
También esto tiene su importancia en nuestra convivencia social. Hemos pasado de un «gloriosismo» católico, escandalosa y a veces ofensivamente proclamado, a una actitud tímida y vergonzante en que muchas veces se oculta hasta el nombre, porque en lugar del término católico se emplea sistemáticamente el de cristiano. Esto no puede justificarse en nombre del Concilio, ni del ecumenismo, ni del respeto a los demás. Como católicos tenemos un credo propio, unos sacramentos inalterables, un sacrificio de la Misa, una liturgia en conformidad con el credo, una moral de obligaciones específicas, una Jerarquía. Me consta, por ejemplo, que algunos ministros de confesiones protestantes en España se han quejado de que, con motivo de las deliberaciones y planteamientos sobre los problemas de la enseñanza, se hable por nuestra parte, sin más, de la escuela cristiana, cuando éste era un término que hace unos años usaban ellos exclusivamente. Y, sin embargo, quizá sea éste un caso en que es lícito hablar así, de la escuela cristiana sin más, porque con ello damos a entender que defendemos también la libertad de enseñanza para los no católicos.
Pero prescindiendo de este ejemplo, yo me refiero a cierta resistencia silenciosa y a veces pública, dentro de la Iglesia, a proclamar y defender el contenido y la expresión externa del hecho religioso católico; a la facilidad con que se tienden las manos en gesto de comprensión, benevolencia y disculpa a las ideologías, pensadores, escritores, periódicos, revistas, libros, movimientos, artículos, etc., de signo agnóstico o incluso hostil a lo católico. Y, por el contrario, el gesto hosco y la recriminación catoniana, cuando no sarcástica y amarga, contra los que se presentan a cuerpo limpio, confesando su fe católica doctrinal y prácticamente.
Me refiero a esa altanería displicente con que muchos consideran anticultural y, por supuesto, antimoderno, el mantener la integridad de la fe y el custodiar una disciplina que la defiende. Me refiero a las burlas y caricaturas que se hacen de quienes dentro de la Iglesia no han cometido otro delito que proclamar lo que Pablo VI dijo mil veces sobre los abusos en la interpretación del Concilio, y las omisiones en el cumplimiento de lo que él mismo pedía, no en unos cuantos párrafos de sus Constituciones y Decretos, sino en la totalidad de sus textos. Me refiero a los que, habiendo recibido con gran alborozo a Juan Pablo II, simplemente porque venía de Polonia y ya no era italiano –un simple dato sociológico–, han empezado a atacarle y mancharle con acusaciones injustas, simplemente porque se muestra, como tiene que hacerlo, el Pontífice de la Iglesia católica, que abre sus brazos al mundo entero, pero desde su puesto de servicio de Vicario de Cristo, en la institución que Él fundó, no en otra. Una de las principales razones del éxito de los viajes apostólicos del Papa está en que se presenta como lo que es, y con las certezas de que es depositario: sin desafiar a nadie, pero sin ocultar a nadie tampoco lo que el Señor y la Iglesia católica le piden que predique.
A un pueblo como el español, que lleva grabado en su alma –en una gran proporción– el influjo beneficioso de la cultura y aun de la religión católica, no se le puede presentar ahora este hecho de modo tan aséptico y neutralista que parezca que es todo igual. Ello ocasionaría un trauma doloroso e innecesario e incluso una ruptura en las convicciones internas de muchos, tal como han sido asimiladas y fomentadas.
Si lo que se pretende es evitar confrontaciones y polémicas, favorecer el diálogo y el conocimiento recíprocos, valorar lo que haya de bueno y provechoso donde quiera que se encuentre, pasar de las actitudes simplistas y excluyentes de otros tiempos a un esfuerzo común de integración y de respeto sin confusiones oscurecedoras, nadie debería oponerse a ello. Pertenecemos a una generación de sacerdotes que, ya en nuestra juventud, leíamos con simpatía los escritos inspirados por un noble afán conciliador, o los que abogaban dignamente por una España en que, como en un hogar común y patria intelectual de todos, pudiéramos los españoles escuchar a la vez las voces de un Menéndez Pelayo y de un Ortega y Gasset, por ejemplo –y así de tantos otros– sin convertir las diferencias en motivo de agresión o en griterío tumultuoso, como lo hacían los partidarios de Joselito y Belmonte.
Pero esto no justifica el indiferentismo, ni mucho menos la huida cobarde ante los compromisos que comporta la fe que se profesa. Al pueblo español se le hace un agravio y un daño manifiestos, si no se cuida, con diligencia celosa y a la vez con caridad apostólica, de precisar y señalar lo específico de la condición católica. Se necesita fijeza y precisión dogmática. Se necesita proclamación privada y pública de la fe. Se necesita incluso apologética. Se necesita que todo intento ecuménico esté fundado en la verdad de lo que proclamamos, no en el disimulo, la ocultación o las deformaciones. Se necesita, en suma, una defensa de lo cristiano y católico en la vida pública; en las asociaciones culturales, en los movimientos artísticos, en las actuaciones sindicales, en el campo de la acción política, que no es lo mismo que hacer una política católica; en una palabra, donde quiera que se pueda trabajar en ayuda del hombre y su destino.
Campos de actuación #
En realidad, no hay ninguno que sea ajeno a la preocupación que ha de sentir la Iglesia en el servicio al hombre. Donde quiera que éste se encuentre y se desarrolle, allí ha de estar la Iglesia, acompañándole y ofreciendo su ayuda. Y cuando digo la Iglesia, me refiero no sólo a la Jerarquía, sino a todo el pueblo católico, según las responsabilidades propias y la misión de cada uno. Pero por fuerza he de limitarme a señalar unos determinados campos concretos de actuación, en los que pienso que la Iglesia puede prestar un servicio eminente a la sociedad española, supuestos los principios anteriormente señalados.
1º Lo sagrado del amor humano.
Me ha llamado la atención la insistencia con que el Papa Juan Pablo II se refiere en su predicación a las raíces sagradas del amor del hombre y la mujer. Sin duda, es porque ve y sufre como nadie la degradante trivialización a que se ha llegado en las ideas y en las costumbres en cuanto al amor de la pareja humana y en cuanto a la familia. Es ya una auténtica contracultura.
De la sociedad civil y del derecho positivo se puede esperar muy poco para la dignificación del amor y para la protección de la familia, a no ser, en cuanto a esta última, en el orden económico, lo cual está por ver.
Se presentan ya, y seguramente serán aprobados, proyectos de ley de divorcio, que se ofrecen como una conquista de la modernidad y como un remedio a dolorosas situaciones existentes.
Pues bien, el divorcio ni es moderno en el sentido positivo de la palabra, ni remedia nada a no ser causando a la vez males mayores que los que trata de remediar. El error de perspectiva está en que al defender el divorcio como una solución en casos determinados se contempla una situación particular, multiplicada, si se quiere, por mil o por diez mil o por el número que sea. Pero el matrimonio es también un hecho social, y cuanto se haga en un caso particular repercute ineludiblemente en el conjunto de la sociedad, a la que se propagan los daños derivados de la disolución del mismo, en virtud de las decisiones de los jueces autorizadas por las leyes.
Cuando se dice que los católicos no tienen por qué imponer a los demás su concepción de la vida y de la unión conyugal, se comete un sofisma. Porque no se trata de imponer nada a nadie, sino de defender algo suyo, aquello en que creen y aman, que una vez alterado en sus propiedades esenciales hará que ellos mismos sean víctimas de la nueva situación que se va creando; por eso tienen derecho a prevenir la enfermedad. Y si lo que se quiere decir es que en concreto el legislador es quien no tiene derecho a imponer sus convicciones, sino a procurar lo que sea mejor para el bien común de la sociedad civil, a la que rige y representa, lo admito como lo admitimos todos, pero ello mismo le obliga a estar seguro, moralmente seguro, de cómo se sirve mejor a ese bien común y de qué piensa y pide la sociedad española, para la cual se va a legislar. No se trata de una mera tolerancia, sino de una legislación directamente creadora de una situación nueva. Yo, por supuesto, me hago eco para España de las palabras que el Papa pronunció en Irlanda: «Ojalá continúe siempre Irlanda dando testimonio ante el mundo moderno de su tradicional empeño por la santidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial. Ojalá los irlandeses mantengan siempre el matrimonio a través de un compromiso personal y de una positiva acción social y legal»3.
En todo caso, he ahí un campo en que, en el futuro, la Iglesia prestará un servicio eminente a la sociedad de nuestro tiempo: el amor del hombre y la mujer, el matrimonio y la familia, proclamados y defendidos según las enseñanzas de Cristo.
La Iglesia ofrece el matrimonio como sacramento. La gracia que lleva y comporta la han de hacer eficaz, con su vida, un hombre y una mujer tras su mutuo asentimiento: gracia de amor sacrificado, gracia que mantenga y transfigure su vida, a pesar de las miserias y dificultades; gracia que perdona, comprende, se olvida de sí y soporta el dolor. El elogio de San Pablo al amor cristiano brilla con fuerza en el sacramento del matrimonio: amor sufrido, dulce, bienhechor. Amor que no obra temerariamente, no se ensoberbece, no es ambicioso, no busca sus intereses, busca el bien del otro, todo lo espera, no cesa jamás; sin el todo lo demás no vale; es fiel hasta la muerte. Ciertamente, el matrimonio cristiano exige mucha energía, una fidelidad profunda y un espíritu animoso para no ser víctimas del egoísmo y de la cobardía. Pero así es el gran don de la Iglesia de Cristo a la sociedad, sobre cuya base pueden cimentarse sólidamente los demás valores que ésta necesita. ¿En qué mejor medio se pueden aprender y experimentar el respeto, la ayuda, la fidelidad, la comprensión, la honradez, la veracidad, el trabajo, el esfuerzo común, la superación de las dificultades, la renuncia en favor del otro, la donación de sí mismo al bien común? Si no se cree en este amor, ¿a título de qué se va a confiar en otros medios? ¿Qué se puede esperar de una sociedad en la que, al ser todo relativo, todo viene a ser arbitrariamente impuesto?
2º La enseñanza y la educación religiosa.
Otro campo importantísimo para la acción de la Iglesia en el servicio a la sociedad española de nuestros días es el de la educación y la enseñanza.
«La verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las sociedades, de las que el hombre es miembro, y en cuyas responsabilidades participará cuando llegue a ser adulto… La Iglesia, como Madre, está obligada a dar a sus hijos una educación que llene toda su vida del espíritu de Cristo, y al mismo tiempo ayude a todos los pueblos a promover la perfección cabal de la persona humana, incluso para el bien de la sociedad terrestre y para configurar más humanamente la edificación del mundo» (GE 1 y 3).
El mal fundamental de una parte del pensamiento actual –pero que está influyendo mucho en la juventud– es ser la expresión de una actitud negativa. Todo cuanto se presenta como susceptible de dar un sentido a la vida y todo reconocimiento de una trascendencia es rechazado como represión y alienación. Se impugna la misma fuerza de la inteligencia para captar lo bueno, lo justo, lo verdadero, lo bello. La politización de la Universidad y de centros de formación y profesionalización va más allá de la utilización de los locales para reuniones políticas. Esta «politización» es ya una interpretación de la totalidad de la vida. Se opone a todo. La Iglesia tiene que ofrecer hoy, ya, maestros de la afirmación, del sí a planes creativos y constructivos. Se trata de un planteamiento serio para que las estructuras estén al servicio de la vocación auténtica del hombre. Ese ataque a las estructuras morales, religiosas y jurídicas como manifestación de la sociedad capitalista y burguesa –así dicen– es destructor y es estéril. No conduce a nada más que al pesimismo y al desastre.
Decir sí a la historia, a la primacía de la verdad y del bien, ¡maravillosa tarea la que tienen las Universidades católicas, las escuelas de formación de profesorado y los centros superiores! ¡Y los centros de Educación General Básica, Bachillerato, Formación Profesional, que preparan y abren el espíritu a la grandeza de la vocación humana, a la creatividad, a la afirmación de la verdad, de lo bello, de lo noble, de lo justo! Se necesitan maestros, profesores, profesionales de la enseñanza, de la educación y de la investigación, que sean profetas, no enterradores. El problema es el de la realidad del hombre, «su singular puesto en el cosmos» (Scheler) y su destino. Monier levantó ya hace más de cuarenta años su protesta contra una producción que no tenía como fin al hombre, sino que le aplastaba. Hizo esta protesta en nombre de la vocación de la persona humana, concebida íntegramente, ordenada a la trascendencia. Es la hora siempre de la invención; hacen falta católicos que se liberen de encogimientos, complejos de culpabilidad masoquista, falsos miedos a la inteligencia y la autocritica como placer morboso. Las actividades temporales. las actividades terrestres son la materia del ejercicio necesario en el caminar hacia Dios.
Lo que hace más de medio siglo decía el poeta Guillermo Apollinaire a Pío X, en un contexto similar, puede decirse hoy de Juan Pablo II: «El hombre más moderno sois vos, Papa Pío X». Porque los hombres se ahogan dentro de las jaulas que ellos mismos se han construido, y el Papa abre horizontes a los hombres de todos los continentes, y presenta el ideal humano de mayor vitalidad. Hay un conocimiento del hombre, de la vida humana, de sus normas, de sus valores: no sólo opiniones sobre ello, no sólo perspectivas, cada una de las cuales suprime a las demás. Hay una verdad. No caer en el error de antes: la ciencia convertida en dogma único; ni en la desintegración de hoy: el relativismo.
La honda certidumbre de que existe la verdad del hombre, de que existe el bien y de que el hombre puede encontrarlo, hacerlo y alcanzarlo: de que se puede percibir lo bueno y lo verdadero, es lo que ha hecho imperecedera la hazaña espiritual de muchos pensadores, Sócrates, Platón, Aristóteles… Nos está confiada, como un bien, la libertad; pero es también un bien la norma obligatoria y vinculadora para que no se disuelva todo. En cada cosa, en cada ser, existe su verdad sobre la que no disponemos, sino que nos obliga con relación a la exigencia de su propio sentido. «La cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formación de un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido de lo religioso, moral y social» (GS 59). La persona humana llega a su nivel humano cultivando los bienes y los valores naturales.
La Iglesia tiene que ofrecer centros en que se eduque a los alumnos en un clima de alegría y de certeza en la fe de Cristo, en la gozosa confianza cristiana, en la inteligencia y en una visión de la espléndida vocación humana. Nos honra el reconocimiento de nuestros fallos, pero con tal de añadir que esas faltas consisten, no en ser cristianos, sino en no serlo suficientemente.
No a los centros de la Iglesia, que no se atreven a hablar de Cristo y de la vida eterna, como si ello fuera equivalente a apartar a los hombres de las tareas temporales. Por el contrario, se necesitan hombres verdaderamente «fieles a la tierra» porque son fieles a la obra de Dios; el juicio y la responsabilidad ante esta tarea cristiana no tiene comparación con las que comporta una concepción atea… Los hijos de la tierra podemos amar a nuestra madre; podemos y debemos amarla. Incluso cuando es tan espantosa y nos atormenta con su miseria y condenación a muerte. Porque desde que en ella entró el Señor para siempre con su muerte y su resurrección, su miseria se ha tornado mera provisionalidad y mera prueba de nuestra fe en su más íntimo misterio, que es el Señor mismo resucitado»4. Lo que la Iglesia de Cristo tiene que dar al mundo son hijos que defiendan su herencia y tradición por la conquista de un nuevo futuro. La tarea del cristiano en el mundo es obra de la fe que ama y coopera a la marcha de toda la realidad terrena hacia su propia gloria; todo espera con dolores de parto la gloria de su redención.
La Iglesia tiene que dar a la sociedad española –aspecto fundamental de los centros de formación católica– no unos cuantos técnicos y profesionales más, sino hombres que encuentren y vivan la salud gozosa de su fe, con confianza en su capacidad para conocer la realidad; hombres que hagan con su obra presente a Dios en la sociedad y en el ritmo de su progreso, con una verdadera actitud de honradez, objetividad, respeto al trabajo y sentido trascendente de la vida humana. Hombres conocedores de que el tiempo sólo desgasta las cosas materiales y hace más profunda las del espíritu; constructivos y creadores con conciencia de lo que es «una vida valiosa» para la historia de la humanidad. No es cierto que la duda sea el criterio mismo de la existencia auténtica. Se pueden discutir una física, una astronomía, una biología, pero no la existencia de la naturaleza, de los astros, de la vida. Y también la teología tiende a aproximaciones más concretas del dato de la fe, pero no discute el dato de la fe, porque ello sería negar su objeto. Los católicos no pueden ser ni cobardes, ni dubitativos, ni cómplices, ni dimisionarios ante la singular tarea de la vocación humana.
La ciencia hace saltar estructuras sociológicas y cosmológicas, pero el Mensaje de Cristo siempre permanece. Pasan las críticas y las impugnaciones radicales, y la Iglesia sigue siendo faro de los hombres. Es cierto que sus afirmaciones chocan con muchos prejuicios de los hombres de hoy, como chocaron con otros de los hombres de ayer. Afirmaciones de Cristo fueron ya un escándalo para los hombres de su tiempo. La historia ya ha mostrado –claro, como en todo, para el que lo quiere ver– y suficientemente, que los derechos del hombre no son la expresión de una emancipación de Dios. A través del conocimiento de su realidad, el hombre se abre a Dios y lo ve como su garantía y fundamento. Cuanto más grande sea el hombre, más comprobará quién es Aquél de quien es mera imagen. ¡EI ateísmo no es otra cosa que un vacío que no se acierta a llenar! Los jóvenes de hoy tienen que ir a Dios a través del mundo tal como las ciencias –en cuanto lo descubren y captan realmente– se lo dan a conocer, y no a través de una cosmología trasnochada. Y si son centros de investigación y formación de la Iglesia, tienen que estar en conformidad con su sentido del hombre, y alentar su trabajo sin desfallecimientos, ni pesimismos. Han de enseñar la eternidad de lo diario. Muchos pensadores han afirmado que los cristianos son los más radicales materialistas: la resurrección de Jesucristo es el comienzo, las primicias de la resurrección de toda carne. ¡Qué tremendo sentido del Cosmos! «Ha venido Él mismo a nosotros. Y ha transformado lo que somos, lo que nos empeñamos aún en considerar como el turbio residuo terreno de nuestra espiritualidad: la carne. Desde entonces, la madre tierra sólo da a luz hijos que se transforman»5.
Nadie podrá negar honradamente el esfuerzo que está haciendo la Iglesia española, la Jerarquía y las órdenes religiosas, para colaborar a esta tarea, con lo que únicamente pretenden servir y cumplir con un deber que tienen impuesto por el mismo Jesucristo: Id y enseñad.
Es triste que la politización de estos temas los haga llegar a la opinión pública envueltos en una atmósfera enrarecida de reivindicación de derechos y proteccionismo económico, cuando lo único que la Iglesia pide es libertad y ayuda legal para que ésta sea efectiva y no mera palabra.
Ojalá esos Consejos General y Diocesanos de la Educación Católica que se trata de constituir realicen la hermosa tarea que se proponen de coordinar los trabajos de todos, impulsar la creación de las instituciones y el espíritu necesarios, y hacer comprender a unos y otros todo lo que está en juego para la recta formación de los hombres. ¡y que los educadores católicos cumplan su misión con entera fidelidad a la Revelación y al Magisterio de la Iglesia!
3º Con los más pobres.
Por último, señalo como servicio de la Iglesia a la sociedad española de nuestro tiempo, el compromiso de presencia, iluminación y ayuda a los más pobres. Hablo de los pobres en el orden material que sufren las consecuencias de las injustas desigualdades sociales, y de los pobres en el orden moral y religioso.
Sobre los primeros existe una llamada evangélica de valor permanente. Lo que hace falta es no caer en las demagogias de predicar lo imposible, sin dejar de proclamar lo que es justo. Hay y va a haber muchos pobres en España. Nos duele a todos, y más que a nadie, a los hombres que tienen la responsabilidad de administrar eso que se llama la cosa pública.
Los pobres; los sin voz, se encuentran hoy en todas partes, pero más que en ninguna entre los campesinos, en los ambientes rurales, los niños, los ancianos, los jubilados, los emigrantes, las madres de familia agobiadas, los obreros en paro. Y van a surgir otros, si el problema no se orienta bien desde el principio: los que se originen en el hecho de las autonomías que, aunque políticamente tengan su razón de ser, pueden dar lugar a más desigualdades sociales entre los hijos de una misma patria. La Iglesia prestará un gran servicio si logra que sus miembros, los laicos, los que tienen en sus manos como tarea propia el cuidado del orden temporal, se empeñen hasta los ojos en la lucha contra lo que sea injusto.
Sobre los segundos, los pobres en el orden moral y religioso, tengo que decir que son aún más que los primeros; porque se dan entre ellos y entre todos los demás. Y ésta es una pobreza devoradora, implacable, que va produciendo estragos todos los días en los diversos tejidos del organismo social. Si no es tarea preferente de la Iglesia luchar contra esta pobreza, ¿cuál será su misión en este mundo?
Conclusión #
Termino: Al reflexionar ahora sobre la idea que ha inspirado toda mi disertación, creo haber sido fiel al propósito que me ha guiado: hablar del servicio que puede prestar a nuestra sociedad hoy la Iglesia desde dentro de lo que es ella misma. Otra cosa me parecería un escamoteo.
Creo en la Iglesia, en su riqueza sobrenatural y humana al servicio del hombre, y admito su impotencia para solucionar muchos problemas de la vida, en cada ser humano y en cada sociedad de seres humanos. Así ha sido siempre y así seguirá siendo. Esa impotencia y debilidad no sofocan mi esperanza; al contrario, la fortalecen y la fundamentan.
Cristo no ha pedido a nadie revoluciones violentas. Sólo ha pedido que le sigamos y tengamos como gloria ser sus discípulos. En esta fidelidad radica la posibilidad de ofrecer servicios eficaces a los hombres para la vida en este mundo y en el otro, que Él, con su redención, nos ha ofrecido. No quisiera que se perdiera una sola partícula de esta posibilidad en la sociedad española a la que pertenezco. Sólo esto, exclusivamente esto. No tributo alabanzas a nuestro pasado, ni quiero consolarme o atribularme con previsiones del porvenir.
La Iglesia tiene una misión: que se esfuerce por cumplirla. Y tiene un guía que lleva la luz en la mano, el Papa Juan Pablo II. Es la hora de las fidelidades más que de los gritos de ¡Viva el Papa! Y, por supuesto, mucho más que la de las críticas, las reticencias, las acusaciones, las falsas modernizaciones, y la de las adhesiones laudatorias a éste o aquel teólogo, cuando de lo que se trata no es de la teología, sino de la fe.
1 Pablo VI, discurso de clausura de la tercera etapa conciliar, n. 16, 21 de noviembre de 1964.
2 Juan Pablo II, discurso al Cuerpo Diplomático, 6 de mayo de 1980.
3 Juan Pablo II, homilía en Limerick: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 1979, 6.
4 K. Rahner, Fieles a la tierra, Barcelona 1971, 91.
5 Ibíd., 92.