Conferencia pronunciada el Viernes de Ceniza, 21 de febrero de 1969.
En la primera de esta serie de conferencias cuaresmales, la de la noche del Miércoles de Ceniza, os anuncié que me proponía hablaros durante toda la Cuaresma sobre la esperanza cristiana. Os decía que debemos levantar nuestro espíritu a Dios y esperar en su bondad, evitando una doble postura: la de la simple lamentación y queja amarga por lo que vemos que está sucediendo, y la de las reivindicaciones agresivas, actitudes ambas que, cuando se acentúan, significan una falta de esperanza cristiana y un olvido de Dios. Quiero seguir desarrollando estos pensamientos. Tendré que hablar del Concilio también, porque apenas puede hablarse de la Iglesia de hoy si no es refiriéndonos a este hecho, el del Concilio Vaticano II, en relación con el cual está toda la situación que estamos viviendo.
Os saludo, pues, nuevamente, os bendigo, y deseo para todos vosotros, hijos de la Diócesis, y a todos a quienes pueda llegar mi voz a través de Radio Nacional de España, la paz del Señor. Vamos a reflexionar hoy, buscando algunos antecedentes que nos expliquen esta situación, en parte dolorosa, que está viviendo la Iglesia. Intento con estos análisis ofrecer bases de serenidad al pensamiento cristiano, para poder explicarnos ciertos hechos y no dejar que la turbación se apodere de nuestras almas. Entiendo que cuando se analizan las cuestiones y se ven las raíces y causas de los fenómenos existentes, se sitúa uno en una mejor perspectiva para poder comprender el plan de Dios.
El Concilio, en el sepulcro #
Invocaré, como siempre, palabras del santo Evangelio. Leo hoy al evangelista San Juan: Era el día del Domingo de Ramos, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Y ese día precisamente, después de aquellas aclamaciones al Mesías, dice San Juan queciertos gentiles de los que habían venido para adorar a Dios en la fiesta, se llegaron a Felipe, natural de Betsaida, en Galilea, y le hicieron esta súplica: Señor, deseamos ver a Jesús. Felipe fue y se lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe juntos se lo dijeron a Jesús.Y sigue el evangelista:Jesús les respondió, diciendo: Venida es la hora en que debe ser glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo, después de echado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero, si muere, produce mucho fruto, Así, el que ama su alma la perderá, mas el que aborrece su alma en este mundo la conserva para la vida eterna(Jn 12, 21-25).
Me fijo en esta sentencia de Jesús: Si el grano de trigo, después de echado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero, si muere, produce mucho fruto. Y creo que estas palabras, sin violentar el texto, pueden aplicarse a lo que ha ocurrido con el Concilio Vaticano II. El Concilio hoy es como un grano de trigo que ha caído en tierra y está ahora sepultado, para brotar más tarde en las espigas de una fecundidad que se prepara misteriosamente. Tenía que suceder así, hijos, no nos extrañemos demasiado, para que se cumplan las palabras de Jesús. Recordemos un poco lo que ha venido sucediendo, para comprender mejor esta lección misteriosa. Ha habido mucho de humano en el desarrollo del hecho conciliar; y es necesario que venga la purificación de la desnudez y del desamparo, para que recurramos más a Dios, nuestro Señor. Y entonces se abrirá el camino para que florezca de verdad la esperanza, cuando nos demos cuenta, de una vez, de que todos tenemos que recurrir más a Dios, nuestro Señor. En el Concilio aparece también la obra de los hombres, y ésta no es nunca perfecta.
Primero, lanza la idea del Concilio un hombre santo, de corazón sencillo: el Papa Juan XXIII. Lo hizo con humildad, con alegría, con afán de servicio, con amor a todos, a todos, al mundo entero. Él mismo ha escrito que experimentó un gozo inefable cuando su más inmediato colaborador, el cardenal Tardini, al consultarle él su propósito, le contestó asintiendo plenamente y diciéndole que lo consideraba una iluminación del Espíritu Santo. A partir de ese instante, Juan XXIII se sintió lleno de seguridad, y empezó a actuar de una manera tan noble y tan sencilla que él creía que el Concilio, que se inauguraría en octubre de 1962, iba a poder terminar por Navidad. Esto era un dato propio que explica la gran sencillez y la nobleza del alma de aquel Pontífice. En seguida viene la fase de la preparación. Se hace la consulta a obispos, órdenes religiosas, universidades católicas, teólogos; y en seguida, en los diversos lugares a los que la consulta llega, empieza a manifestarse ya lo humano: los grupos, los anhelos, las tendencias.
Por fin, octubre de 1962. En el aula conciliar aparecen dos mil obispos del mundo entero, reunidos allí con el nobilísimo afán de prestar su servicio a la Iglesia, a la que están entregados. Pero todos somos hombres. A los fieles llegaba, a través de la televisión, la imagen devota y venerable de los que allí rezábamos y trabajábamos. Mas, entre pasillos, en reuniones, grupos de estudio, etc., no todo era tan limpio y tan noble. Es lo humano, que aparece siempre. Al punto, se manifestaron actitudes como la de quienes confiaban tanto en sus teólogos, que despreciaban a los demás; o la ligereza en críticas y ataques a las congregaciones de la Curia Romana, con olvido de los grandes servicios que han prestado a la Iglesia; la excesiva prisa en querer tratar y resolver problemas como el del ecumenismo y la libertad religiosa, sin parar mientes en lo que siglos de separación y de recelos habían ido acumulando; desatenciones a hombres venerables que, por ejemplo, en el campo de la liturgia pedían más moderación y calma; o incluso, ¿por qué no decirlo?, la vanidad de los líderes, fomentada por una prensa indiscreta; líderes fuera o dentro del aula conciliar. A veces se hablaba y se clamaba contra el triunfalismo; ¡y se decía eso de una manera tan triunfalista!
Nos hemos olvidado de Dios #
A la distancia en que hoy nos encontramos, se aprecia mejor que también allí apareció la inevitable torpeza y pasión humana que Dios ha de mirar siempre con ojos de misericordia. Y, además, otro dato: se puso demasiada confianza en los grandes discursos, en los viajes, en las concentraciones, en los contactos humanos. No me refiero a los del Sumo Pontífice, modelo siempre de equilibrio, de amor a la Iglesia y al mundo. Sus viajes han sido invariablemente apostólicos, sacrificados, difíciles. Pablo VI fue siempre, y sigue siéndolo, el apóstol de la fe, de la generosidad, del corazón magnánimo, de la fortaleza humilde y dolorida. Pero en otros hombres de la Iglesia no han brillado tanto estas virtudes. Se puso demasiada confianza en los medios de comunicación social, olvidando que Dios no lee los periódicos. Se señalaron como gestos maravillosos que abrían los caminos del Evangelio, actitudes de queja y de protesta, sin tener en cuenta que todo precursor del Evangelio tiene que empezar diciendo, como el Bautista, que él no es digno de desatar la correa del zapato del que viene después. Y el que venía ahora era también Cristo, era la Iglesia, y no se abren caminos a la Iglesia con quejas y con protestas.
Se decían con frecuencia frases como éstas: Nosotros, el episcopado de tal o cual nación; nosotros, los de tal o cual tendencia, conocedores del mundo y de los hombres de hoy; nosotros los que queremos ser fieles y opinamos que todo está ya dicho y que no hay nada que decir. ¡Cuánto amor propio, cuánta vanidad, cuánta torpeza, en las manifestaciones y en las actitudes! Siempre ha sucedido así en la historia de los concilios, y por eso siempre hubo hondas crisis después de celebrados. Así lo demuestra la historia. Lo que queda limpio y puro son los documentos finales, una vez aprobados por el Papa; pero, hasta su definitiva promulgación, las manos que los elaboran acusan con frecuencia los latidos de muchas pasiones humanas, de las que no somos capaces de desprendernos del todo. Y todas estas manifestaciones de sentimientos, afectos, pasiones intelectuales demasiado humanas, exigen una purificación; y ahora estamos sufriéndola. Está bien que la suframos. Dios nos abrirá muchos caminos por aquí.
Después ha venido el posconcilio, y con él todavía más pasión, más amor propio, más mezquindad. Grupos de teólogos de tal o cual país que lanzan públicamente sus afirmaciones en el sentido de que la doctrina que ellos defienden está por encima de lo que pueda decir el Magisterio pontificio o el de los obispos. El autor de tal o cual libro, que difunde las afirmaciones más aventuradas. Revistas y publicaciones que se apoyan unas a otras para decir: “Nosotros somos lo que verdaderamente llevamos la bandera de la renovación posconciliar”. Grupos de sacerdotes, o de laicos, de tal o cual diócesis. Escritos, apoyados por firmas recogidas con asombrosa facilidad. Frases como éstas: nosotros somos los verdaderamente posconciliares; los demás, pietistas sin vigor. Nosotros, la juventud y la promesa de la Iglesia; los demás, la rémora y el obstáculo.
Ha habido también diversas fases: primero, la de las apetencias ocultas; después, la de las proclamaciones abiertas; luego, la de las reivindicaciones ásperas y sin caridad; más tarde, la de los insultos, las agresiones verbales y, a veces, casi físicas, con la voz, con la mirada e incluso con las manos.
Los que hablan de ecumenismo, por ejemplo, y desprecian a la Iglesia católica: no quería esto el Concilio. Solamente por la Iglesia católica se consigue la plenitud total de los medios de santificación; de ahí que sea “preciso amar verdaderamente para hacer avanzar el ecumenismo, salvando la integridad de la doctrina”1. Los que, con el pretexto de defender la liturgia, matan la piedad: no quería esto el Concilio. Los que, para llevarnos más a Cristo, dejan completamente olvidada a su Madre Santísima: no quería esto el Concilio. “La participación en la sagrada liturgia –leemos en uno de los documentos conciliares– no abarca toda la vida espiritual. En efecto, el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar en su cuarto para orar a su Padre en secreto (cf. Mt 6, 6); más aun, debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol (cf. 1Ts 5, 17)” (SC 12).
Los que, para modernizar al sacerdote, le despojan de lo que Dios le ha confiado: no quería esto el Concilio. «El mismo Señor… de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo” (PO 2).
Los que, para exaltar al laicado, casi casi hacen de los laicos clérigos, aunque después los clérigos tengan que hacerse laicos. También el Concilio ha recordado la diferencia esencial, no sólo gradual, entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico (LG 10). ‘‘Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la Iglesia” (LG 31).
Los que dicen a las religiosas que son mujeres atrasadas y quieren reformarlas, y lo único que consiguen es que disminuyan o desaparezcan las vocaciones de las almas consagradas a Dios. ‘‘El estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad” (LG 44). ¿Que había mucho que reformar? ¿Quién lo negará? ¡Mucho, muchísimo! Pero la norma que ha de guiarnos no es la voz de éste o aquél, sino de los documentos conciliares, de todos a la vez, con todo lo que dicen, interpretados por el Papa como criterio de orientación no único, pero sí supremo y último.
Si no lo hacemos así, nos dividiremos cada vez más y terminaremos pidiendo, como los Apóstoles equivocados, que baje fuego del cielo para arrasar las interpretaciones que hacen los demás. Y Jesucristo tendrá que decirnos, como dijo a sus Apóstoles: No sabéis de qué espíritu sois (Lc 9, 55). Todos, hijos, todos, unos y otros, con nuestras audacias o con nuestras omisiones, hemos estado, y estamos, en gran parte, arrojando nuestra paletada de tierra a ese sepulcro dentro del cual está, como un grano de trigo, el Concilio Vaticano II. Es la hora en que la Iglesia sufre. ¡Bendito sea este sufrimiento! Teníamos que pasar por aquí, para purificarnos de toda la escoria. Dios quiere las cosas más limpias. Siempre ha actuado así en la vida de cada alma y de la Iglesia. El grano de trigo revienta más tarde en espléndidas espigas.
Luces de esperanza #
Situados ya en esta perspectiva, es cuando puede venir, merced a la reflexión humilde, el nuevo momento, por el cual estamos suspirando todos, de la contrición de los espíritus. Y es entonces cuando empezarán a brillar las luces de la esperanza. Por supuesto, tenemos que volver a recordar, unos y otros, obispos, sacerdotes, laicos todos, los de todas las naciones, que el Concilio ha sido un hecho religioso y que el valor del Concilio es religioso. Por lo mismo hay que invocar a Dios para entenderlo, para aplicarlo, y para trabajar en su favor. Y el espíritu de Dios es paz, humildad, amor, mansedumbre, suave fortaleza. Tenemos que hacer un esfuerzo para trabajar conscientemente así. ¿Qué toco yo con mis manos, de qué hablo con mis palabras, a qué aspiro con mi corazón cuando toco, hablo o quiero aplicar el Concilio? ¡Ah! Un hecho religioso en el que está Dios moviéndose. Entonces tengo que tratar del Concilio con el mismo respeto y la misma unción sagrada con que trataría de un altar ungido para que sobre él pueda depositarse el cuerpo del Señor. No puedo limitarme a considerarlo como un hecho histórico, sociológico, cultural, sobre el que caben las interpretaciones personales que cada uno quiera dar. No, no, no. Dios está ahí, está ahí en medio. Yo tengo que acercarme a ese hecho, a ese altar del Concilio, de su doctrina, de sus prescripciones, con una inmensa y profunda humildad, con mucha paz, con una decisión de seguir, en todo, la voz de Dios por los caminos que Dios me señala, a través de la Iglesia.
Quiero recordaros unas palabras del papa Pablo VI en la clausura del Concilio, el día 8 de diciembre de 1965.
Habla él del valor religioso que el hecho conciliar tiene. Y dice así: “Es un tiempo el nuestro que cualquiera reconocerá como orientado a la conquista de la tierra, más que al reinado de los cielos; un tiempo en que el olvido de Dios se hace habitual y parece, sin razón, sugerido por el progreso científico; un tiempo en que el acto fundamental de la personalidad humana, más consciente de sí y de su libertad, tiende a pronunciarse en favor de la propia autonomía absoluta, desatándose de toda ley transcendente. En este tiempo se ha celebrado este Concilio, a honor de Dios, en el nombre de Cristo, con el ímpetu del Espíritu Santo, que todo lo penetra y que sigue siendo el alma de la Iglesia, para que sepamos lo que Dios nos ha dado, es decir, dándole la visión profunda y panorámica, al mismo tiempo, de la vida y del mundo. La concepción teocéntrica y teológica del hombre y del universo, como desafiando la acusación de anacronismo y de extrañeza, se ha erguido en este Concilio”. La concepción teocéntrica, la concepción del hombre y del mundo, en el sentido de que Dios es el centro de todo. “Se ha erguido en medio de la humanidad con pretensiones que el juicio del mundo calificará primeramente como insensatas”. Al mundo le parece insensato que el Concilio, dice el Papa, venga a recordar que el centro de todo es Dios. “Pero que luego, así lo esperamos, tratará de reconocerlas como verdaderamente humanas, como prudentes, como saludables, a saber…”.
Y ahora viene la gran afirmación. Dice el Papa: “Que Dios sí existe, que es real, que es viviente, que es personal, que es providente, que es infinitamente bueno; más aún, no sólo bueno en sí, sino inmensamente bueno para nosotros; que es nuestro Creador, nuestra verdad, nuestra felicidad, de tal modo que el esfuerzo de clavar en Él la mirada y el corazón, que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y más pleno del espíritu, el acto que aun hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana”. Éste ha sido el fin fundamental del Concilio. “Se dirá que el Concilio, más que de las verdades divinas, se ha ocupado principalmente de la Iglesia, de su naturaleza, de su composición, de su vocación ecuménica, de su actividad apostólica… Es verdad…”. Pero añade. “Esta introspección no ha sido acto de puro saber humano… La Iglesia se ha recogido en su íntima conciencia, para hallar en sí misma, viviente y operante en el Espíritu Santo, la palabra de Cristo, y sondear más a fondo el misterio, o sea, el designio y la presencia de Dios por encima y dentro de sí, y para reavivar en sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría, y reavivar el amor que le obliga a cantar sin descanso las alabanzas de Dios. Cantare amantis est: Es propio del que ama cantar, dice San Agustín (Serm. 336: PL. 38, 1472)”2.
La oración al Padre #
Éstas son las palabras del Papa el día en que el Concilio se clausuraba. Decidme, pues, hijos, y pensad todos aquellos a quienes pueda llegar el eco de esta reflexión. Pensad si no estamos obligados todos, a profundizar en este misterio religioso, en lugar de discutir tanto sobre lo que cada cual estima válido, conforme a su personal criterio. No, así no avanzaremos ni podrá renacer la esperanza. Y tiene que surgir. Tenemos que volver a esperar, y a sentirnos gozosos, con la esperanza cristiana. Y, para eso, hay que orar; tenemos que levantar nuestro corazón al Padre, para que Él nos dé luz, para que Él nos guíe y nos ayude con su gracia a disipar las sombras que brotan de nuestras humanas miserias, las de todos, las que ya aparecieron mientras el Concho se celebraba y las que han surgido después. Tenemos que orar a Dios mucho más. En Getsemaní, Jesús se dirige a sus Apóstoles, que duermen, y les dice: Velad y orad, para que no caigáis en la tentación (Mc 14, 38). La tentación de la huida, del abandono, de la búsqueda del camino propio, renunciando al camino único que es el que Cristo señala.
Velad y orad, para que no caigáis en la tentación. Jesús oró siempre al Padre. La Iglesia debe hacer lo mismo hoy. No lo entendáis como contrapuesto a la acción, no. Quiero decir que debemos pensar, amar, trabajar y vivir la idea de nuestro servicio a la Iglesia hoy, partiendo de nuestra unión con el Padre, no con los hombres, no con nuestro grupo, no con tal o cual ideología, libro o revista. Partiendo de nuestra unión con el Padre. Él nos pide ser siempre sinceros, amar siempre, no ser nunca apasionados. Como Cristo, en su obra de la Redención, todo lo hace arrancar del Padre y todo lo ofrece al Padre, así la Iglesia tiene que estar haciendo lo mismo; y nosotros somos la Iglesia, cada uno según su función y ministerio. Es el momento en que, con el Papa, tenemos que estar unidos, mediante un religioso respeto, con el Padre que está en los cielos, pidiendo que se haga y se cumpla su voluntad. “Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17, 4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés, a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18)” (LG 4).
En ese mismo pasaje del Evangelio en que Cristo habla del grano de trigo y de que el que ama su alma desordenadamente la perderá, añade el Señor:El que me sirve, sígame, que donde yo estoy, allí estará también el que me sirve, y a quien me sirviere, le honrará mi Padre. Ahora mi alma se ha conturbado y ¿qué diré? Oh Padre, líbrame de esta hora. Mas, no; para esta misma hora he venido al mundo. ¡Oh Padre, glorifica tu santo nombre! Y al momento se oyó del cielo esta voz: Le he glorificado ya y le glorificaré todavía más (Jn12, 26-28).Todo pudieron oírlo aquellos gentiles que “querían ver a Jesús”. Como si ellos hubieran representado a toda la comunidad. Y una vez más Cristo hace saber a todos la ley superior que regía su vida: la voluntad del Padre.Para esto he venido al mundo.
Iglesia, Iglesia santa de Dios, Iglesia de todas las diócesis del mundo, Iglesia de los obispos, de los sacerdotes, de los religiosos y religiosas, de los laicos bautizados; Iglesia de todos los que estamos unidos con el Vicario de Cristo en la tierra: ¡Venga sobre nosotros la bendición de Dios!
Más profundidad religiosa; más delicadeza espiritual para tratar y vivir este hecho santo y glorioso del Concilio Vaticano II, enterrado ahora como un grano de trigo. Todos hemos contribuido a que esté así. Ya brotarán las espigas. Es necesario quitar tierra con humildad y amor y oración al Padre.
1 Pablo VI, Homilía del miércoles 19 de enero de 1966: IP IV, 1966, 704.
2 Pablo vi, Discurso en la clausura del Concilio Vaticano II, 8 de diciembre de 1965: IP III, 1965, 727-728.