Comentario a las lecturas del VI domingo de Pascua. ABC, 4 de mayo de 1997.
Nacidos para amar. Esta es la gran realidad de la vida, cuando se la contempla desde la fe en el Dios de la Revelación cristiana. El mensaje pascual de este domingo es el amor. Dios es amor y es auténtico, porque su voluntad es la redención universal. Dios es el Señor de todos, no tiene preferencias por estos o aquellos grupos, por estas o aquellas razas. Todos los hombres pueden recibir su Espíritu.
Como el Padre ama a Cristo, así nos ama Él. Quien no ama, no puede conocer a Dios. Amor de Dios a los hombres y de los hombres a Dios. Y por ello amor de los hombres unos para con otros. Esto es lo que viene a decirnos san Juan, como nos lo acaba de decir Juan Pablo II en Sarajevo. ¡Cuándo llegará el día en que los hombres nos amemos de verdad!
Se oye la risa sarcástica de los que se burlan de estos anhelos, porque, según ellos, no son más que místicos afanes de seres débiles e infelices. Se oye también el suave rumor de los que pisan la tierra con cuidado para no hacer daño a nadie, los que se buscan para reconciliarse, los que perdonan para ser perdonados, los que son buenos y quieren seguir siéndolo. ¡Cuántos hay en el cristianismo y en otras religiones, en estas y aquellas razas! ¡Qué bien hace Juan Pablo II, predicando incesantemente el amor con palabras, que envuelven el corazón de los hombres como si fuera un cálido abrazo de padre, que lo sabe todo y a todos quiere abrigar, mientras cae la nieve alrededor!
Que le acompañen centenares, miles, millones de hombres influyentes en la sociedad y predicando el amor… No solo predicándolo, viviéndolo, ayudando a vivirlo, y llegará un día en que los niños y los grandes, en los foros nacionales e internacionales, se insistirá en que el hombre, el hombre europeo y el americano, el de África, Asia, Oceanía, ha nacido para amar y tiene que amarse. Que empiecen a decirlo los jóvenes de la Universidad, los que trabajan en los campos, los talleres y las oficinas, los adultos, los ancianos, todos cuantos puedan hablar, y que la Iglesia sepa educar a todos en ese nuevo lenguaje, el del amor hasta la muerte.
No un amor despojado de la carga y el gozo personal, que el corazón lleva consigo, en cuanto a afectos, sentimientos, simpatías, relaciones, comprensión, respeto, donación, servicio, porque de lo contrario sería una abstracción más. Todos defendemos y queremos el amor, pero el peligro está en que inconscientemente lo aplicamos sólo en la medida en que ese amor nos sirve a nosotros.
La Iglesia, comunidad de fe, de esperanza y de amor, no es un monopolio particular, en el que se puedan manipular los dones del Espíritu a gusto y servicio de la propia espiritualidad o de la propia línea de pensamiento y de acción. Por eso es necesaria siempre la intervención de la Jerarquía incluso en relación con los carismas del Espíritu, para evitar tendenciosidades y exclusiones, a las que siempre es proclive la condición humana.
Fomentar la separación entre buenos y malos, entre integristas y progresistas, entre antiguos y modernos, entre amigos y enemigos es, cuando menos, artificial y farisaico. Digo fomentar en el sentido de que demos lugar a comportarnos de manera, que surjan esas divisiones tan nocivas entre unos y otros. Con lo cual no quiero decir que todo nos dé igual. Quiero decir que lo importante es amarnos los hombres unos a otros, y con este amor como base y fundamento, aprender unos de otros e ir buscando en todo momento la verdad, que nos hace libres.
La fuerza de la vida cristiana sólo progresa en la medida en que se desarrolla en nosotros el sentido de la amistad con Dios y la fraternidad con los hombres.