Conferencia pronunciada el 11 de diciembre de 1976, en la sede de la Caja Rural de Toledo, en un acto organizado por la Asociación de Padres de Familia. Texto inédito.
Muchas gracias, queridos sacerdotes que habéis organizado estas conferencias, y muchas gracias a ustedes, señoras y señores, por su presencia aquí, que me permite esta comunicación con vosotros, siempre grata para mí, y además, en este caso, merecedora de mi atención máxima por el tema del cual voy a hablar.
Y no deja de ser curioso que la introducción más visible nos la hayan hecho estos niños, porque esta escolanía pertenece a una escuela fundada en el siglo XVI, en Toledo, por el Cardenal Silíceo. De manera que llega hasta aquí como consecuencia de una acción educativa que se empezó entonces. Del mismo modo que la del Colegio de Doncellas –dos obras de tanta tradición en Toledo, que con diversas acomodaciones y crisis, según las circunstancias que han ido sucediéndose, llegan hasta nosotros– hoy, concretamente la escolanía del Colegio de Infantes, en un estado de florecimiento renovado, puede presentarnos testimonios bien visibles de lo que significa una acción educadora bien orientada.
Yo voy a hablar, efectivamente, de esta cuestión, y pido desde el principio que aceptéis mis exposiciones, no como si quisiera dar un grito de alarma, sino, sencillamente, como quien cumple un deber de clarificación y de llamada de atención, eso sí, sobre algo que está gestándose en el ambiente de nuestra Patria y que pronto puede tener manifestaciones prácticas, incluso en el campo legislativo. De ahí la importancia del tema y de que vayamos esforzándonos por tener ideas claras sobre esta cuestión, cuestión que acaso requerirá, en relación con los padres de familia, muchas otras exposiciones para ir completando el cuadro de ideas que deben mantenerse en esta materia e, incluso, de las acciones que puedan, oportunamente, organizarse.
Idea fundamental #
Quiero proceder con gran orden y método para no confundirme y confundiros en una exposición que, por querer abarcar mucho, no logre aclarar nada. Y así, como primer punto, voy a leeros como un breve resumen de la idea fundamental que me mueve a hacer esta exposición. Y esto, sencillamente, lo voy a leer tal como lo he escrito, para pasar después a razonar lo que leo en estas cuartillas, que dicen así:
La confusión que reina en tantos aspectos de la vida española empieza a manifestarse también en el campo de la enseñanza.
Sería enormemente lamentable que las correcciones necesarias en orden a una mejor y más adecuada socialización de la enseñanza, con las naturales exigencias de extensión y participación, degenerasen en polémicas adversas y sectarias, con peligro de introducir otra vez en la sociedad española divisiones excluyentes, capaces de originar una innecesaria turbación de los espíritus de consecuencias imprevisibles.
Cuanto se diga hoy sobre la democratización de la enseñanza y sobre el pluralismo legítimo de la sociedad, no justificará nunca que se arrebate a los padres el derecho que tienen de elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos. Y a eso equivalen ciertas planificaciones que, defendidas por algunas entidades profesionales en los últimos meses, se han propuesto en España como remedio –dicen– para lograr la gratuidad, la extensión generalizada y la libertad de enseñanza.
Es triste volver otra vez a los viejos tópicos del laicismo o del estatismo socialista, superados en la mayor parte de las naciones de Europa y evidentemente atentatorios de la dignidad humana.
La Iglesia tiene el deber de velar por la educación de la fe y donde quiera que haya bautizados que se educan para ser hombres cristianos, la Iglesia tiene derecho a una presencia que asegure la armonía entre enseñanza y educación, ya que la primera está indisolublemente unida con la segunda. Y no se trata solamente de la enseñanza de la Religión, como asignatura o materia específica, sino de que el conjunto de los conocimientos que se faciliten al alumno esté fundamentalmente orientado hacia la realización de un ser humano que vive de su fe. Y precisamente porque el niño no puede decidir por sí mismo, tienen que hacerlo los padres.
Lo peor que podría ocurrir es que, como consecuencia de la confusión, poco a poco fuera haciéndose un lavado de cerebro en los padres de familia, y unos por inercia, otros por la presión del ambiente, y no pocos por un falso concepto de la libertad religiosa, fueran cayendo en la indiferencia. Ello daría origen a la descristianización de nuestro pueblo en pocos años.
Evidentemente, la familia, la parroquia y las instituciones pastorales son las primeras que deben preocuparse de la educación de la fe y de su transmisión. Pero también la escuela debe hacerlo, digan lo que digan ciertos pastoralistas, porque, de lo contrario, centenares de miles de niños y, por consiguiente, de padres de familia, se quedarían sin el único cauce por donde normalmente puede llegar a aquéllos la luz de la educación cristiana. Y sería una agresión injusta a tantos padres y madres sencillos en su fe y en sus costumbres que, libres de manipulaciones, ven con agrado la enseñanza religiosa para sus hijos; sería, digo, una agresión injusta someterlos a la presión de unos razonamientos incomprensibles para ellos, que turbarían la serenidad de sus convicciones.
Todo puede lograrse, la gratuidad y la extensión en los niveles en que económica y socialmente sea posible, y los colegios de la Iglesia son los primeros que están dispuestos a ello. Pero que no se confunda jamás la democratización de la enseñanza con un disimulado totalitarismo.
Estas cuartillas las he escrito como síntesis de los pensamientos que yo quiero exponeros aquí, quizá ahora más desordenadamente, pero al menos puedo ofrecer, con esta precisión verbal, la idea fundamental que me mueve al hablaros de tema.
Tres datos de la historia reciente #
Un poco de historia: en enero de este año, 1976, apareció un documento del Colegio de Licenciados y Doctores de Madrid, y en torno a las mismas fechas, más o menos, también se promulgaron otros documentos de Colegios Profesionales de la misma naturaleza en otras ciudades de España. Esto motivó que en la reunión de la Comisión Permanente del Episcopado, en febrero, un mes después, la Comisión Permanente estimara necesario publicar una nota en la cual salía al paso de lo que en ese documento se había dicho, y llamaba la atención sobre el hecho de que no se tenía en cuenta para nada a los padres de familia, cuyo derecho sobre el tipo de educación que quieran elegir para sus hijos es irrenunciable. Hubo réplicas, y aparecieron artículos en uno y otro sentido en diversos periódicos y revistas de España. Han sido muchos los medios de comunicación que se han ocupado del tema.
Naturalmente, al ver cómo esta cuestión avanzaba en las discusiones de unos y otros, y podía dar origen a tantas confusiones como éstas que acabo de comentar, la Comisión Permanente del Episcopado no se limitó a esa nota de febrero y encargó a la Comisión Episcopal de Enseñanza un documento, el cual fue redactado a lo largo de esos últimos meses, hasta que en el mes de septiembre la Comisión Permanente se reúne otra vez, estudia el documento presentado por la Comisión Episcopal de Enseñanza, hace todas las observaciones que estima oportuno hacer y lo publica. Apareceen muchísimas revistas la “Declaración de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española sobre los planteamientos actuales de la enseñanza”, declaración de la que gran parte de la prensa publicó un resumen.
Bien, ¿por qué ha sucedido todo esto en tan poco tiempo? Y aquí tenemos que añadir otro breve capítulo de reflexión, de perspectiva histórica sin entrar a juzgarla; simplemente expongo los datos fundamentales que nos ayuden a comprender el problema.
Terminada nuestra guerra, España se constituye en un Estado católico, confesionalmente católico y atento a que el pueblo, en su mayoría, profesa la fe católica. Y entonces, el único tipo de enseñanza que se declara como oficial y admitida es una enseñanza que está inspirada en la Religión católica, e incluso la propia materia de religión, como tal, adquiere una estimación y una valoración, dentro de la escuela, extraordinaria; probablemente se ha pecado por exceso durante todo este tiempo.
Pero yo no quiero ahora entrar a juzgar nada de esto, sino simplemente a exponer datos. El hecho es que ese Estado comienza, y va caminando siempre en torno a la idea de que es un Estado católico, que profesa la fe que la Iglesia católica le señala y quiere inspirar su legislación conforme a la doctrina católica.
Hubo, sí, en todas partes, a lo largo de estos años, centros de enseñanza para alumnos de otras religiones, yo los he conocido en otras ciudades y a lo mejor los ha habido aquí también. Pero eran tan minoritarios que apenas si eran conocidos. Predominaba, o casi era exclusivo, el tipo de centro de enseñanza católico, sobre todo en la escuela primaria y la escuela media.
A lo largo del tiempo, por muchas razones, este sentido confesional católico del Estado español va debilitándose y entran en escena, cada vez más, ideas, juicios, criterios filosóficos, visiones del hombre y de la sociedad que ya no están en armonía, o no lo están plenamente, con el concepto católico del hombre y de la sociedad. Y esto va extendiéndose cada vez más. Y no ha empezado ayer; empezó hace años.
A lo anterior se une el hecho de que viene el Concilio Vaticano II y proclama la libertad religiosa, en el sentido de que todo hombre debe estar inmune de toda coacción en orden a profesar una religión determinada o en orden a impedírselo. De manera que el Estado español tiene que modificar su legislación, como lo hizo entonces, admitiendo este principio de libertad religiosa, en virtud del cual podía darse ya el caso, como empezó a darse, de que hubiera padres de familia que, al no haber escuelas de otro tipo ideológico y tener que llevar a sus hijos a los centros existentes de inspiración católica, empezaron a manifestar que no querían educación católica para sus hijos.
Como tercer dato en esta evolución histórica (he señalado dos: el de la erosión que va produciéndose en el sentido católico de la vida nacional y el de la libertad religiosa proclamada por el Concilio Vaticano II), como tercer dato, digo, aparece ya el pórtico en que vivimos de cara a una nueva situación política, con un régimen de democracia como el que se va buscando.
El documento que he mencionado antes, del Colegio de Licenciados y Doctores, apareció en enero de este año, cuando ya se ha abierto la puerta de un nuevo Estado, al menos configurable, en el que se anuncian cambios que siguen presentándose como jalones en el camino que ha de llevarnos a una democratización completa.
Estos tres datos han contribuido poderosamente a que hoy esté ya agitándose en la superficie, cuando aparece visiblemente, y en las profundidades, en las capas profundas de los grupos interesados de la sociedad española, el problema de la enseñanza. Y entonces nos encontramos de cara a un porvenir en el que podemos ser, o desbordados por una posición que sería injusta, o también podemos caer en la trampa, que acaso nos tenderían, de defender posiciones indefendibles. Ni una cosa ni otra. Tenemos que procurar obrar con toda justicia, pero defender también todo lo que, desde el punto de vista de nuestra fe cristiana, debe ser defendido.
La pretendida democratización –discriminatoria– de la enseñanza #
En síntesis, ¿qué es lo que dice este documento al que me estoy refiriendo, y que es el que ha dado lugar a que la Comisión Permanente del Episcopado promulgara esa Declaración tan importante del mes de septiembre?
No voy a leer nada del documento, porque es imposible, pero os expongo únicamente la idea que late en los escritos de los Colegios Profesionales citados. Se busca una democratización de la enseñanza; se busca un tipo de escuela pública, se busca un tipo de escuela estatal, pero no calcada sobre el burocratismo del Estado, tal como hoy funciona, en que en el Ministerio de Educación todo se hace, se deshace, se resuelve, etc. Se busca que sea la sociedad la que, con la participación de todos, sindicatos de enseñantes, colegios de profesores, alumnos, ayuntamientos, instituciones diversas, etc., mediante elecciones de los que puedan representarles, planifiquen la enseñanza para toda España. Y sean estos equipos los que velen para que esa planificación se mantenga. El Estado será el que subvencione todo esto. Y así no habrá más que una Escuela estatal en el sentido de que será el Estado el que distribuye su dinero para este tipo de escuela; pero no será la burocracia del Ministerio la que organice y actúe, sino esas juntas que nazcan de una gestión democrática de todos estos organismos, los cuales, mediante los institutos u órganos adecuados (eso ya se estudiaría), planifiquen toda la enseñanza del país; con otras palabras, que intervengan ahí, en todas las escuelas, profesores, alumnos, dirección del centro, en una gestión común y democrática, sin control ideológico, con un pluralismo doctrinal admitido desde el primer día en la escuela. La escuela privada que quiera seguir existiendo, que exista, pero que no reciba subvención ninguna por parte del Estado.
En este planteamiento que hacen, al hablar de alumnos, de profesores, de sindicatos, etc., de los únicos de los que no hablan es de los padres de familia. Sin embargo, la presentación de la idea adquiere, a primera vista, como una cierta capacidad de atracción, porque presenta a toda la sociedad desde el punto de vista de alumnos, profesores, órganos diversos, moviéndose para planificar la enseñanza y porque no quiere que allí aparezcan controles ideológicos de la dirección y quiere, en cambio, que haya pluralismo dentro de las clases y profesores que puedan enseñar un concepto del hombre y otros otro concepto distinto. Y así se podría extender a todos los sitios y lograr los niveles gratuitos de enseñanza por toda la nación.
Desde el momento en que esto se hiciera podríamos preguntar: ¿Y nosotros, como Iglesia, como padres de familia católicos, como una orden religiosa, qué podemos hacer? Nada. Intervenid ahí, pero sin control ideológico; eso lo estableceremos después democráticamente e irán apareciendo dentro de cada centro las tendencias que puedan aparecer, porque establecemos como principio básico el pluralismo ideológico dentro del mismo centro. Y, por consiguiente, si un grupo de padres de familia católicos o un colegio no entra por ahí, tendrá que quedarse con su propia escuela y su centro, pero sostenido por ellos. Si así fuera, una orden religiosa podría decir: bien, yo seguiré con mis colegios, pero, ¿quién los sostendrá? Lo tendrán que pagar los alumnos. Y entonces ya está la Iglesia condenada a ser clasista, a mantener exclusivamente centros de pago, cuando hay un afán tan noble por parte de la Iglesia hoy de que todos sus centros estén abiertos a toda clase de niños y niñas, con tal que el Estado distribuya su dinero por igual en unos centros y en otros, con tal de que los centros reúnan las condiciones técnicas que el Estado tiene derecho a exigir, por supuesto. De forma que en el momento en que la Iglesia está más abierta que nunca al rechazo de toda postura como de clase social privilegiada, de colegios solamente para familias pudientes, etc., en el momento en que se está avanzando más, con gran sinceridad, en la búsqueda de un sistema de enseñanza y de unas posiciones por parte de la Iglesia que favorezcan por igual a todos los que a sus centros puedan acudir, sale al paso esta tendencia, que impediría prácticamente la libertad de los padres de familia y obligaría a un colegio de este tipo a declararse privado, puesto que ellos solamente declaran escuela pública a esa de otro tipo democrático, gestionada de esa manera y con pluralismo ideológico dentro de la misma.
He ahí por qué el Episcopado, a través de su Comisión Permanente, estimó que no podía esperar más tiempo y promulgó este documento al comienzo de curso. El documento del Episcopado creo que debiera ser conocido hoy por todos los padres de familia y comentado, incluso, en el hogar o por pequeños grupos, porque resume admirablemente todos los puntos fundamentales que pueden mantenerse sobre esta cuestión.
Debo añadir antes un dato que me parece de interés, al menos anecdótico, en relación con el documento del Colegio de Licenciados y Doctores de Madrid, en el que aparecen todas estas ideas a las que me he referido antes. El mismo día 31 de enero, en que este documento del Colegio se hizo público, se celebró una junta paralela de directores y profesores que no estaban de acuerdo, no sólo con el contenido de ese documento, sino con las dificultades que habían encontrado en anteriores juntas del Colegio de Licenciados y Doctores para manifestar su opinión, y que les hicieron optar por celebrar otra junta paralela. Se celebró la asamblea de este otro grupo en la sala de la organización sindical, con capacidad para dos mil personas sentadas, y quienes acudieron son testigos de que, a pesar de la improvisación, había más de quinientas personas de pie. En la reunión se leyó un contradocumento que fue aprobado, cuyas conclusiones aparecen a continuación, de índole muy distinta a las del otro grupo, que es el que se impuso y logró que se publicara el documento que he resumido.
El Colegio de Licenciados y Doctores, para sacar adelante su documento, el que se ha divulgado y en el que se defienden las ideas que he expuesto sobre la democratización, se reunió en el Palacio de Congresos y Exposiciones. Asistieron a la reunión mil ochocientos de los doce mil miembros que componen el Colegio, y en él se aprobó el documento, el de la democratización así entendida. Mil ochocientos asistentes. El otro grupo paralelo reunió dos mil, y otros quinientos que dicen que se podían contar. De este segundo documento apenas se ha hecho eco la prensa; solamente se ha divulgado, al menos en mayor profusión, el primero. Contraste significativo.
Si estas ideas cundieran, aunque pueda parecer a primera vista que se van a lograr de ese modo mayor gratuidad y una extensión más generalizada de la enseñanza, etc., quedaría muerto radicalmente el derecho que tienen los padres a elegir el tipo de educación de sus hijos. Y este es el ‘quid’ de la cuestión y en el que tenemos que buscar, a todo trance, ideas claras y defenderlas sin sectarismos, sin polémicas agresivas, sin divisiones, sin hacer que se vuelva a caer en España, otra vez, en la guerra de la enseñanza como la que se vivió años atrás, pero con energía y fortaleza. Con la particularidad de que en los países de Europa, Holanda, Francia, Bélgica, Alemania, Inglaterra, donde estos conflictos también se dieron, todo está superado. Y el Estado, de un modo o de otro, en estos países subvenciona a las escuelas privadas para que los padres puedan enviar a ellas a sus hijos, conforme con el tipo de educación que quieran. Eso sí, con la inspección propia, para exigir los niveles técnicos y pedagógicos adecuados.
Esto el Estado, como gestor del bien común, tiene perfecto derecho a hacerlo, pero tiene que respetar la libertad de los ciudadanos. Y dondequiera que haya ciudadanos católicos que buscan una educación de este tipo para sus hijos, la solución no está en involucrarlos en este democratismo tan complicado, en el que facilísimamente el derecho de ellos, como tal grupo de padres católicos, queda perdido en el camino y queda, además, indefenso ante la legitimación del pluralismo ideológico que se defiende, dentro del mismo centro.
Por eso digo en el resumen que les he leído al principio, que sería sobremanera lamentable el que ahora volvamos a ideas o de un estatismo de tipo socialista (estoy refiriéndome exclusivamente al tema de la enseñanza), o bien a las de un laicismo como eso de la enseñanza laica, enseñanza neutra. Porque no hay enseñanza neutra; y defender, como principio, que una cosa es la enseñanza y otra la educación, es caer en un error. No hay ningún tipo de enseñanza que, de un modo o de otro, no esté influyendo en el hombre, ya que al enseñar la historia, la filosofía, el pensamiento, la literatura, el arte, los modos de expresión, el país en que se vive, los acontecimientos, etc., no se puede enseñar de una manera tan aséptica que no lleve consigo como un conjunto de sugerencias, indicaciones, motivaciones, consecuencias, por las que un niño, aun con su inteligencia tan débil, empieza a preguntar por qué. Aun siendo un ser muy frágil, es ya un hombre, inicialmente hablando. Y ese niño empieza a preguntar, y al contestarle, forzosamente, se le está educando en sus facultades interiores y empieza a adquirir una visión de la vida, un estilo de pensar y sentir. Así que esa distinción que se hace entre la enseñanza, por un lado, y la educación, por otro lado, carece de fundamento real, porque cualquier tipo de enseñanza, sea el que sea, termina por influir en el hombre.
La declaración de la comisión permanente del episcopado #
Entonces, ¿qué es lo que nosotros, desde un punto de vista de Iglesia, los padres de familia como primeros interesados por la educación cristiana de sus hijos, y nosotros, como pastores de la Iglesia, podemos y debemos decir?
Resumo muy brevemente el documento de la Comisión Permanente. Después de una introducción general, tiene una primera parte en la cual se habla del derecho a la educación desde una respuesta humana y cristiana. Después habla de los derechos del cristiano a la educación en su fe. Y luego una segunda parte, de orientaciones prácticas, en que, tras exponer algunos principios generales, habla de la formación religiosa en la escuela y concretamente de la escuela católica, es decir, las escuelas de la Iglesia como tales.
Socializar, sí; estatificar, no #
En la primera parte, esto es muy interesante conocerlo para poder comentar y salir al paso de las acusaciones que a veces se hacen, la Iglesia se coloca en la actitud lógica en que debe colocarse: busca también ella la extensión de la enseñanza, busca la gratuidad de la misma, admite que el derecho a la enseñanza es un derecho universal del hombre y, por consiguiente, tienen los Estados modernos que facilitar todo cuanto puedan el que este derecho pueda ser ejercitado. Esto es lo que hoy podríamos llamar socialización de la enseñanza, con una palabra, “socialización”, que no equivale en modo alguno a estatificación.
¿Qué entiende la Iglesia por socialización? Varias cosas a la vez. Que se extienda la enseñanza a todos los niveles de la sociedad; que toda la sociedad esté implicada, con su interés y su colaboración, para que este logro, el de la educación de los hombres, se realice; y que cada vez más la sociedad pueda resultar toda ella beneficiada de los frutos del proceso educativo. Estas tres cosas son las que van dentro de la palabra “socialización”, palabra que puso de moda Juan XXIII al utilizarla en un sentido más amplio. Socialización, como ven, no es sinónimo de estatificación.
La Iglesia no defiende la estatificación, defiende la socialización, porque esta socialización puede lograrse con escuelas que sean del Estado, por supuesto, pero también con escuelas que sean de entidades privadas, de padres de familia o de otras entidades públicas –un ayuntamiento, una diputación–, o de fundaciones hechas con ese fin, o de un grupo de padres de familia que se unen entre sí con una finalidad específica o por atención a una cuestión histórica.
He aquí un caso concreto: el de quienes, por razón de los medios de que disponen para lograrlo y de la atención que prestan al campo de la lingüística, acentúan de forma intencionada la formación filológica o lingüística sobre otros aspectos de la educación general básica. Es un ejemplo y podrían añadirse otros. Estas escuelas no serían estatales, pero pertenecerían también, desde el punto de vista en que estamos hablando, a ese sistema de enseñanza socializada, y juntas unas y otras, las del Estado y las que no son del Estado, juntas constituirían, digo, lo que en el documento de los obispos llamamos un sistema nacional de enseñanza. Porque, ¿en virtud de qué se puede llamar solamente escuela pública a aquella que nazca de esa gestión democrática? La palabra pública, tratándose de la escuela, se aplica a una institución que está al servicio del público, y una escuela, aunque sea privada por razón de sus fundadores, desde el momento en que está cooperando al bien común, está sirviendo a una finalidad pública igual que las del Estado.
Si así se hiciera tendríamos socialización de la enseñanza, no estatificación excluyente; tendríamos colaboración armoniosa del Estado, de los organismos intermedios y de las entidades privadas. Esto es lo que pide hoy la Iglesia, igual que lo puede pedir el más afanoso de que se cumpla toda justicia social en este campo.
Y, ¿qué es lo que pide la Iglesia en orden a la subvención? Lo mismo que una escuela del Estado. Se evitaría el que tal o cual colegio de la Iglesia tenga que aparecer como una empresa, lo cual ha afeado la imagen de muchos colegios de la Iglesia a lo largo de estos años, y ha permitido que quizá se hayan podido obtener, en algunos colegios, ganancias inconvenientes desde el punto de vista de la función social pública que toda escuela debe desarrollar y ejercer. Pero hoy no existe ninguna actitud por parte de la Iglesia en querer defender clasismos con colegios de pago. Lo que busca la Iglesia es que pueda establecerse este nivel general de enseñanza gratuita, pagada por el Estado, en el nivel en que sea posible a la economía de un país. Que luego, si un grupo de padres de familia, porque tienen medios y buscan otra finalidad, quieren hacer una escuela para sus hijos sin desentenderse de las obligaciones que tienen con la sociedad, eso es otra cuestión y podían hacerlo. Que busquen maestros, profesores, para asegurar el tipo de educación que ellos busquen, pero eso sería de índole totalmente privada.
Por consiguiente, en el documento los obispos defendemos, lo mismo que puede defenderlo cualquiera, socialización de la enseñanza, gratuidad con distintas fórmulas. Puede muy bien el Estado, en lugar de dar la subvención a los colegios, darla a los padres de familia para que éstos elijan el centro que quieran y que cada colegio cumpla con su deber, desde el punto de vista técnico, para que efectivamente cumpla la misión docente que la sociedad le reclama.
El objetivo final completo del proceso educativo #
Esclarecido este principio para que nadie invoque que lo que la Iglesia quiere es “grupismo”, privilegios de clase, el documento pasa ya a hablar del derecho del ciudadano a la educación, y aquí establece un principio que quiero ponderar brevemente antes de pasar a la otra parte.
El objetivo final del proceso educativo es la maduración de un hombre responsable y libre. Por ello la educación es proceso liberador que capacita al hombre, sobre todo en las primeras etapas de la vida, para ser libre ante las diversas opciones que se le ofrecen; para ser dueño de sus decisiones en orden al desarrollo de los auténticos valores personales. Hay quienes piensan que para ello es conveniente someter al niño y al adolescente al influjo contradictorio de diversas opiniones y concepciones de la vida y del mundo, como si en esas etapas de la vida humana hubiera en aquéllos ya suficiente capacidad para un discernimiento crítico, verdaderamente personal. Tal proceder pedagógico conduciría, en la mayoría de los casos, a un agnosticismo e indiferentismo práctico que cierra la puerta a una opción seriamente responsable. En las etapas de la vida en que se forma la personalidad del niño y del joven es necesario, ante todo, ayudarle a lograr un núcleo de convicciones, conocimientos y valores que le permitan la formación de unos criterios personales. En otras palabras, no se puede pretender que el niño o el joven hagan una verdadera confrontación crítica sin haber alcanzado previamente una firme identidad personal. ¿Por qué se dice esto? Tiene más importancia de lo que parece este párrafo.
Desde el punto de vista de cierta pedagogía que se presenta como muy respetuosa de los derechos del ser humano, se defiende, a veces, que al niño hay que darle en la escuela diversas opciones para que él vaya haciendo el discernimiento crítico según su edad. Pero esto es destrozar a una criatura, porque por su fragilidad no está capacitado para hacer esos discernimientos mientras no tiene cierta madurez que llega más adelante. Si se hace así, yo empleo una expresión, eso es romper a un niño en mil pedazos. Y si se le presenta, ya desde la escuela primaria, por un lado la religión, como elemento de la vida del hombre, por otro lado el ateísmo; por un lado la libertad sin frenos, por otro lado una responsabilidad sometida a lo que un pedagogo de este estilo llamaría fuertes coacciones; por un lado costumbres morales que se vayan desarrollando en él espontáneamente, según la naturaleza se lo pide, y por otro unas indicaciones que, partiendo de la ley natural y del concepto de la persona humana que tiene un cristiano, le van orientando en relación con todo lo que marcan los diez mandamientos. Si al niño se le somete a este entrecruce y choque de pensamientos y opciones, se le destroza. Esto sólo puede hacerlo más tarde, y por eso mismo surge como natural consecuencia el de que han de ser los padres de familia, los que han traído ese hijo al mundo y todavía le tienen en sus manos, por decirlo así, hasta una edad en que él pueda valerse, los que han de hacer la opción por él y los que, al hacerla, lo hacen con todo derecho, de la misma manera que a ellos también les corresponde el irle robusteciendo en su vida física, para que tenga fuerza y pueda soportar las inclemencias del tiempo y las molestias de toda índole que puede producir el vivir en un sitio o en otro. Son los padres los que tienen que criar físicamente a sus hijos y son ellos los que por la misma razón tienen que ir creando en él un núcleo de convicciones que hagan del niño una persona, débil todavía, pero una persona con un núcleo de convicciones en torno a las cuales él vaya girando.
Si el día de mañana, más adelante, ya mayor, él no quiere aquellas convicciones, triste cosa será desde el punto de vista de la fe si las abandona (me refiero a las de tipo religioso), pero no se le ha hecho ningún daño. Porque en el momento en que empieza a tener esa libertad, él las rechaza y ya obrará de otro modo. Pero hasta ese momento en que puede ejercer su libertad, los padres han estado protegiéndole, no como quien ejerce un derecho de paternidad, sino como quien cumple una obligación en torno a un ser débil, que no se sostiene a sí mismo. Y entonces el proyecto educativo que la escuela ofrece a esos niños no puede limitarse a unas enseñanzas técnicas, a conocimientos asépticos, porque los padres, si de verdad quieren que su hijo sea una persona, buscarán crear en él núcleos de convicciones para el pensamiento y la voluntad, que en la proporción propia de sus años permitan que ese muchacho o esa muchacha tenga un sentido de la vida. Por tanto, en la escuela tiene que haber, para formar al ciudadano, un conjunto de conocimientos e influencias sanamente religiosas, que vayan haciendo de él una persona. He ahí por qué tiene tanta importancia afirmar este principio frente a lo que dicen algunos: pura escuela laica y que sea solamente la familia la que luego infunda en el ánimo del niño las convicciones que quiera. Se encontraría el educando sujeto a una contradicción entre lo que en la familia recibe y lo que en la escuela pueda recibir. Porque, por mucho que se hable de neutralidad en la escuela, aparecerá siempre, quiérase o no, un sentido de la vida.
Esto que estoy diciendo lo ha reconocido la ONU en la declaración de los derechos humanos universales. Y en todos los artículos que se están escribiendo en este momento, en relación con el tema, se apela al artículo 26, en el cual se habla del derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos en virtud de todos estos razonamientos. Son ellos los primeros que deben ser tenidos en cuenta.
La formación religiosa en la escuela #
Hasta aquí hemos hablado del niño, simplemente, que va a una escuela y empieza a formarse como ciudadano. Hemos visto en los padres esa responsabilidad que tienen como hombres que se preocupan de la fe de sus hijos. Pero, ¿todavía tienen algo más que hacer estos padres? A esta pregunta responde el documento episcopal con una parte, la segunda, dedicada a la formación religiosa, expresamente tal, en la escuela. Y asienta, por ejemplo, afirmaciones como ésta: la formación religiosa debe ser impartida en todos los centros, tanto estatales como no estatales, donde se eduquen bautizados, niños y adolescentes, mientras sus padres no manifiesten lo contrario. Lo mismo estatales que no estatales. ¿Por qué? Porque son bautizados. Y mientras no se reniegue del bautismo o se rechace lo que éste significa y lo que el bautismo dio a un niño en nombre de la Iglesia, porque sus padres quisieron dárselo, ese bautismo tiene que desarrollarse en todas las potencialidades que lleva consigo, y se desarrolla con la educación de la fe. De tal manera que, aunque el Estado español dejara de ser confesionalmente católico, estaría obligado a velar por la enseñanza religiosa dentro de la escuela, y una enseñanza católica si los ciudadanos siguen siendo católicos.
Podría un maestro, en virtud de lo que su conciencia le pide, decir: yo no estoy obligado a impartir la enseñanza católica en esta escuela, porque no creo en la religión católica. Entonces será cuestión de ver si ese maestro, en relación con los demás aspectos de su condición de enseñante, cumple dignamente con su oficio, y si cumple habría de permitírsele que obre así. Pero el Estado tendría que procurar la suplencia de ese maestro y que hubiera otro que enseñara la religión a los niños, puesto que asisten al centro como hijos de ciudadanos católicos a los cuales el Estado tiene que amparar y asistir.
La formación religiosa debe estar integrada formalmente en el plan de estudios. Privar a los alumnos del sentido cristiano coherente y armónico de la vida y de las realidades humanas a que tienen derecho, no puede hacerse en virtud de concepciones que consideran que la fe no es un saber fundado.
Reviste singular importancia –hay que repetirlo sin descanso– que se pueda impartir una educación en la fe a los bautizados dentro de la escuela. Y esto lo afirma el documento de la Comisión Permanente, no sólo para salir al paso de los defensores de una escuela laica, sino incluso, también –permítanme esta sinceridad– para salir al paso de afirmaciones de algunos grupos sacerdotales que, en esta época que estamos viviendo, se atreven a todo también y están defendiendo en algunos sitios que la fe exclusivamente debe transmitirse en la familia y en la parroquia, pero en la escuela no. Porque de esa manera la fe –según ellos– sería más pura y más libre. Ahora bien, si se establece este principio, veríamos que centenares de miles de niños quedarían sin posibilidad de ser educados en la fe porque su propia familia no es capaz de hacerlo y, sin embargo, aunque no sea capaz no quiere privarles de la enseñanza religiosa, ni pueden ir a las catequesis parroquiales.
No puede llegar a todas partes la Iglesia con sus instituciones propias y sí, en cambio, la escuela, que es donde se educa al niño. En la escuela es donde se forman esos niños bautizados y el bautismo pide, como he dicho, un despliegue y un desarrollo normal de lo que lleva consigo. Y es precisamente ese el momento más fundamental de su vida de niño, el de la educación que está recibiendo. Y ahí es donde, sin hacerles injuria, porque sus padres consienten en ello y son los padres los que, en nombre de los niños, tienen que responder, sin hacerles injuria se está facilitando a los niños lo que de otro modo no llegaría nunca a dárseles.
Repito una vez más que si les privamos de estos cauces, centenares de miles de niños se quedarían sin instrucción ni educación religiosa. Y esto, en pocos años, da la vuelta a un país. Se pierde totalmente el sentido cristiano de la vida y se perdería por incuria, por desidia o por utopía; utopía llamo a la de estos grupos pastoralistas que dicen: la fe, cuanto más pura, mejor; cuanto más libre de todo lo que pueda parecer como una extraña coacción impuesta desde fuera, mejor; la fe que la transmitan los padres y nada más. Esto es vivir en el reino de las utopías.
Sin coaccionar a nadie, en un país de tradición religiosa católica, si no hay una expresa manifestación de los padres de rechazo positivo de esa educación para sus hijos, hay que facilitar el que ésta continúe, con esa suave y normal organización de la vida pública en lo relativo a la enseñanza, que no significa ningún atropello de la conciencia del niño.
Por último, el documento dedica una última parte, no ya a la escuela en general, en donde debe darse enseñanza religiosa según estamos diciendo, para que sea completa la formación del niño; sino a la escuela católica propiamente dicha, a los colegios de la Iglesia, que pueden estar organizados y fomentados por órdenes religiosas, por párrocos, por grupos de personas con una expresa declaración de propósitos como, por ejemplo, la que alienta ahora en la junta de padres de familia del Colegio de Infantes, los cuales en conversaciones con el arzobispado –y nosotros estamos dispuestos a cederles terrenos que pertenecen al arzobispado y cedérselos gratuitamente– están tratando de llevar adelante el propósito de construir un colegio que sea la actualización moderna del Colegio de Infantes antiguo.
Pues bien, de estos colegios habla al final el documento de los obispos. Colegios que aparezcan así, con expresión manifiesta de su intencionalidad católica. Estos colegios, ¿siguen teniendo justificación? Tenemos que contestar absolutamente: sí. Es más, hay que fomentarlos todo cuanto podamos, pero que no sean clasistas, que no sirvan para hacer negocios de ningún género, que faciliten todo lo que ellos puedan dar a toda clase de personas que a ellos se acerquen, que velen por esos niños y, con la colaboración de los padres de familia, formen juntos una unidad educativa –padres, profesores, alumnos y dirección del centro–, pero con una condición: que la dirección del centro no se pierda jamás, porque no estaría justificado un colegio católico si por llevar una gestión muy de colaboración democrática entre todo el equipo que allí trabaje, se perdiera la orientación católica del mismo. Entonces ese colegio, como obra de la Iglesia, no estaría justificado. Lo estaría desde un punto de vista humanista, cultural, filantrópico, social; eso es distinto. Pero de ese mismo modo pueden hacerlo otras entidades cualquiera de las que aparecen en la sociedad.
El episcopado español, en este documento, alienta a los religiosos, a los sacerdotes, los anima a que trabajen así, abiertas las puertas, para que venga, si es que puede venir en España, una legislación prudente, adecuada que, respetando las ideas diversas de los padres de familia, facilite, sin sectarismos, a unos y a otros los medios necesarios para que puedan educar bien a sus hijos, y donde quiera que estén. De ese modo es como podríamos realizar esta aspiración, que es un viejo ideal.
¿Cuántos colegios tiene la Iglesia hoy en España? ¿Mil? ¿Dos mil? ¿A quiénes educa? A toda clase de hijos de la sociedad española. Y, ¿en qué les educa? En la fe y en el aspecto humano de su vida. Y, ¿qué hace de ellos? Buenos ciudadanos y buenos cristianos. Y, ¿cómo trata de lograrlo? Despertando el interés de los padres, buscando que el equipo de profesores trabaje bien unido, conspirando todos hacia un ideal común, respetando, dentro de los límites que tiene el respeto a la concepción cristiana de la vida, los modos diversos de ser de los alumnos y formándoles, a la vez, en la libertad y en la responsabilidad.
Esto es, en síntesis demasiado apretada, lo que en este documento espléndido del episcopado –que os aconsejo que leáis detenidamente– se expone en relación con el tema.
Como veis, ni se cierra a nada, ni se opone en nada a que sea gratuita la enseñanza. Ofrece lo que tiene como Iglesia, pero que el Estado arbitre los medios para que pueda sostenerse: el edificio, el pago de los maestros, profesores, etc., buscando fórmulas adecuadas para que, igual que se retribuye al personal del Estado, pueda retribuirse al personal de estos colegios, y así cooperar todos al bien común. Pero –importantísima observación que late en todo el documento y con la cual acabo–, que ni por inercia, ni por pasividad, ni por indiferentismo, ni por un falso concepto de la libertad religiosa, caigan los padres de familia en una pereza contemplativa de los acontecimientos que, a lo mejor, después, cuando quieran llegar a velar por la educación cristiana de sus hijos, ya sea tarde. Tienen que preocuparse, como Iglesia que son, puesto que ésta no está formada únicamente por los obispos y sacerdotes; todos, simplemente por el hecho de estar bautizados, tenemos el derecho y el deber de velar también para que el bautismo, igual que a los adultos nos exige el cumplimiento de nuestras responsabilidades, vaya desarrollando en los niños todas las riquezas ocultas de la fe, hasta formar en él un joven que, con libertad, pueda decidir su futuro.