Exhortación pastoral, noviembre de 1965, dirigida a la Diócesis de Astorga en vísperas de la conclusión del Concilio Vaticano II. Publicada en el Boletín Oficial del Obispado de Astorga, 1 de diciembre de 1965.
Próxima ya la feliz terminación del Concilio Vaticano II, el Santo Padre nos ha pedido a todos los obispos que nos pongamos en comunicación con los fieles de nuestras diócesis para invitarles a unirse a nosotros, los Padres Conciliares, en las últimas jornadas de la gran Asamblea y particularmente en la de la clausura solemnísima que será el día 8 de diciembre próximo, festividad de la Inmaculada Concepción de María Santísima.
¿Cómo no hacerlo así? El Concilio ha ido avanzando entre alegrías y dolores, desde el día en que fue iniciado, y ahora, al llegar el momento final, todos los hijos de la Iglesia, que tienen fe en ella y la aman, es lógico que alimenten dentro de su alma determinadas actitudes espirituales a las que voy a referirme brevemente.
1ª. Dar gracias a Dios. Esta es la primera de todas. Porque el Concilio ha sido un bien para la Iglesia y para el mundo. Aún es pronto para conocer el alcance y la trascendencia de las Constituciones y Decretos aprobados. Los años venideros lo irán poniendo de relieve. Pero al menos gozamos ya de los beneficios que representan el esfuerzo nobilísimo hecho por la Iglesia, la sinceridad del examen sobre sí misma, y el descubrimiento de perspectivas nuevas que no se reducirán a una siembra infecunda, porque el sembrador es el mismo Espíritu Santo. Gracias sean dadas a Dios por todos los creyentes.
2ª. Obedecer con gozo. Tanto más necesaria que la primera es esta otra actitud, la de la obediencia rendida y gozosa a las decisiones conciliares que han de ponerse en práctica, una vez terminado el Concilio. Más aún, nuestra gratitud a Dios no sería sincera si no existiera en nosotros el propósito de una humilde y generosa obediencia. Sería un contrasentido dar gracias a Dios por algo que de Él recibimos precisamente para ponerlo en práctica y que, sin embargo, implícitamente rechazábamos al no estar dispuestos a cumplirlo. El Concilio termina ahora, pero es ahora cuando comienza. Nos va a exigir mucho a todos. Pero el esfuerzo de adaptación será grato, suave y fácil, si, como corresponde a los justos, vivimos de la fe (Rm 1, 17). He ahí la clave para logar el necesario equilibrio.
3ª. Confianza en el futuro. Guiados por la mano de Dios, que no cesa de asistir a la Iglesia, hemos de emprender el nuevo camino con segura confianza. Lo peor que podría suceder sería el escepticismo y la desgana inadmisibles en los que tienen fe en Jesucristo y sus promesas. Las decisiones conciliares –digo las decisiones últimas tal como aparecen en los decretos promulgados– son la voz de Dios. Lo que nace del Concilio lleva la sangre misma de la Iglesia Santa.
No hay por qué temer, sino, por el contrario, confiar mucho en Dios, que ama a los hombres y al mundo de nuestro tiempo con el amor de siempre. En el corazón de muchos hombres, más bien alejados del sentido religioso de la vida, se ha encendido una luz, como consecuencia del hecho conciliar. Han comprobado que la Iglesia tiene algo que decir, y hay señales de que muchos se disponen a escucharla.
4ª. Unión de todos en el esfuerzo común. Señalo también como actitud espiritual indispensable la de que todos pensemos y aceptemos nuestra responsabilidad propia. Obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, entre todos tenemos que convertir en realidad vivida las decisiones del Concilio.
No es una cosa de unos o de otros. Todos estamos obligados santamente a meditar sus enseñanzas, a asimilar su espíritu, a poner de nuestra parte lo que a cada uno corresponde. Es el primer Concilio de la historia en que a estas cuatro grandes fuerzas de la Iglesia se señalan caminos propios y convergentes a la vez en un mismo término: el desarrollo de la vida cristiana en el mundo, como tarea de todo el Pueblo de Dios. Una nueva época aparece en la Iglesia. Dispongámonos a vivirla con fe y caridad.
Para cumplir, pues, con los deseos del Santo Padre, que en este caso son un mandato, disponemos que, en todas las iglesias, parroquiales o no, de nuestra amadísima diócesis, en los últimos días de la novena de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen se ofrezcan los cultos con estas intenciones, para lo cual es necesario que haya una predicación adecuada, en que se expongan de manera sencilla las actitudes espirituales de que he hablado.
Igualmente recomendamos vivamente que se procure lograr, por los diversos procedimientos posibles, que en la mañana del día 8, a la hora que se celebra en Roma la clausura del Concilio, toda la comunidad diocesana se una espiritualmente con el Papa y los obispos en efusión de amor a nuestra Santa Madre Iglesia.
Roma, noviembre de 1965.