«Solo Dios» en la vida del Hermano Rafael

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«Solo Dios» en la vida del Hermano Rafael

Homilía pronunciada, el 29 de abril de 1984, en la solemne concelebración presidida por el Sr. Cardenal Arzobispo de Toledo, como clausura a la Semana de Espiritualidad, que tuvo lugar en la Abadía Cisterciense de San Isidro de Dueñas, del 22 al 29 de dicho mes. Texto tomado del libro Espiritualidad del H. Rafael, Venta de Baños (Palencia), 1984, 524533.

Os ofrezco a todos mi saludo afectuoso y cordial, Rvdmo. y querido P. Abad, queridos monjes de este monasterio, religiosos concelebrantes, familiares del Hermano Rafael y hermanos todos en Nuestro Señor Jesucristo.

En los años 1929 al 1934, los que yo estuve en el seminario de Valladolid, veníamos por esta Abadía alguna vez los seminaristas. Y precisamente en estos días de la octava de Pascua nos acercábamos aquí en aquel día de excursión que nos era concedido, siempre tan vivamente apetecido.

Fue por entonces –y como consecuencia de estas visitas– cuando en algunos condiscípulos surgió la vocación de monje trapense. Y séame permitido recordar a un amigo muy querido, el P. Fr. Mª Bernardo Michelena, que entró en esta Trapa y aquí vivió muchos años, y sigue ahora dando testimonio de su vocación cisterciense en el Japón.

Precisamente en la primavera de 1934, cuando vinimos por aquí, podríamos haber visto, con toda probabilidad, a un joven novicio que vestía ya su hábito propio; el hábito que tuvo que dejar y volver a tomar varias veces, obligado por la cruel enfermedad que terminó por llevarle al sepulcro: era el Hermano Rafael.

Han pasado cincuenta años de aquello; y ahora nos encontramos aquí, celebrando la clausura de esta Semana de Espiritualidad que habéis dedicado a estudiar el mensaje que nos dejó, nacido más de su alma que brotado de su pluma de antiguo estudiante de arquitectura.

Yo felicito a los organizadores de estos actos y a cuantos han presentado sus ponencias y ofrecido sus disertaciones. Bien seguro estoy de que cuando se recojan en algún volumen, que sin duda pensáis editar, resultará sumamente provechoso para todos meditar en ese legado espiritual que nos dejó aquella alma privilegiada.

Muy pronto empezó a conocerse su mensaje: primero fueron unas estampas que se imprimieron con frases sacadas de los escritos del Hermano Rafael; artículos de revistas especializadas, algún folleto, etc. Y más tarde, libros perfectamente concebidos y escritos que han ido difundiéndose por todo el mundo.

Los que vivíamos en ciudades cercanas a esta Abadía tuvimos desde el primer momento la dicha y la felicidad de encontrarnos con ese mensaje; y yo tengo mucho gusto en recordarlo así desde mi experiencia personal, porque aquí vine muchas veces, solo o acompañado; y particularmente el último día del año, que aquí lo pasaba en retiro espiritual.

Y muchas veces me acerqué a la tumba del Hermano Rafael y recé y medité en sus escritos.

Con todo lo cual, al evocar estas fechas y estos recuerdos que no se han borrado de mi vida, estoy demostrándoos, queridos P. Abad, monjes, organizadores de la Semana, que me siento dichoso de poder participar en ella, aunque sólo sea ofreciendo el modesto obsequio de esta palabra que ahora predico y celebrando el misterio eucarístico en unión con vosotros. Se unen recuerdos, se unen las oraciones, y se unen los propósitos: los de poner de manifiesto la estimación profunda que nos merece la vida de alguien a quien Dios marcó con el sello de sus elegidos.

Nacidos a una esperanza viva #

Me limito a escoger, de las lecturas de este domingo (2º domingo de Pascua, ciclo A) sólo una: la que nos ha ofrecido la primera carta del Apóstol San Pedro (1P 1, 3-9), En ella aparecen:

1º.- Una alabanza a Dios, bien rebosante de fe y amor.

2º.- Un programa de vida espiritual propio del cristiano

3º.- La referencia última insoslayable a Jesucristo nuestro Señor.

Dice el Apóstol San Pedro en esta carta de la que se toma el fragmento que acaban de leernos: ¡alabanza, alabanza a Dios!:Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que por medio de la resurrección de Jesucristo nos ha hecho nacer a una esperanza viva; la de una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que se manifestará el día final de nuestra salvación.

¡Atención a esta palabra! Dice el Apóstol Pedro que «Dios nos ha hecho nacer a una esperanza viva».

De manera que no se trata aquí de una actitud psicológica, propia del que lucha y combate, aunque sea por la fe, con cierta confianza en que esa lucha está justificada y merece la pena. ¡Es algo muy distinto!

Es más; ni siquiera se trata en estas palabras de la virtud de la esperanza cristiana, tal como solemos estudiarla en nuestros libros de teología. Hay algo más.

El Apóstol Pedro dice queDios, por medio de Cristo resucitado, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva.

De modo que se trata de un don gratuito; don del Espíritu Santo. Se nos hace nacer de nuevo; aquí no inventa nada el hombre; todo ha sido un don de Dios por medio del que ha abierto las puertas de la esperanza; Jesucristo Resucitado.

¡Es una frase fulgurante; rebosa de profundidad misteriosa! Con cuatro palabras resume la historia de la salvación.

Pero San Pedro avanza en su reflexión, y después de hacer esa alabanza a Dios Padre, se dirige a aquéllos a quienes escribe la carta: Los cristianos, los discípulos de Cristo, y dice: «La fuerza de Dios custodia nuestra fe» –¡la fuerza de Dios, custodia nuestra fe!– «para llevarla a un gozo inefable». Y esa fe ha de sufrir pruebas, pero alegraos con ello. «Habéis de tener alegría en soportar esa prueba porque, así como el oro es probado para comprobar sus quilates en el fuego, así también en el sufrimiento, la comprobación que se hace de nuestra fe, se convertirá en alegría, en alabanza, honor y gloria a Cristo».

Es otra vez la ascética de la vida. La primera frase nos ha presentado el horizonte que brota de la fe. La segunda nos presenta el programa práctico de la vida de un cristiano:

  • Custodiados por la fuerza de Dios.
  • Fe mantenida, aun en medio de la prueba.
  • Vida que es prueba y sufrimiento.
  • Comprobación de la fe en medio de ese sufrimiento.
  • ¡Esperanza mantenida!, camino que sigue recorriéndose hasta que se transforma en alabanza y honor para ese Cristo a quien servimos.

Y viene la tercera frase; después de esa alabanza y de esta proclamación valiente, gozosa, de lo que hace la fe en el alma de un cristiano, se dirige el Apóstol Pedro a aquéllos a quienes va destinada su carta, y les dice estas palabras tan hermosas y amables: Vosotros no habéis visto a Jesucristo, pero le amáis; vosotros no le veis, pero creéis en Él; vosotros le ofrecéis el homenaje –viene a decir– de una transformación continua, para su gloria y su honor, que se manifestará del todo en el día de vuestra salvación.

Es ya el rayo de luz que acompaña siempre a esa lucha ascética y dolorosa, propia del discípulo de Cristo.

¡Cuántas veces se ha comprobado esto en la vida de los que han amado al Señor! ¡Cuántas veces, en medio de las mayores pruebas, ha seguido apareciendo la sonrisa iluminada de los que, sin verle, le han amado; de los que, no habiéndole visto nunca, han creído en Él; de los que se han sostenido con la fuerza de la fe!

La vida del Hermano Rafael #

¡Hermanos!, ¿no se resume en estas palabras, espléndidamente, lo que fue la vida del Hermano Rafael?

Porque leyendo lo que pasó en su existencia da la impresión de que él fue elegido por Dios, en su providencia santa, para que se cumpliera en él más o menos este mismo programa: nació de nuevo para una esperanza viva. Es esto lo que aparece en todos sus escritos: como un nuevo nacimiento; y fue sostenido y custodiado por la fuerza de la fe. Dejó todo lo que el mundo podía ofrecerle, y se vio también despojado de lo que en el orden de los valores humanos más puede estimar un hombre joven: la salud.

Mientras tenemos salud es relativamente fácil ser generosos, aun en los combates de la fe.

  • Con salud los misioneros aceptan sus trabajos tan duros.
  • Los párrocos, la servidumbre de sus parroquias.
  • Los monjes y religiosos, las penitencias y la austeridad de su Regla monacal.

Todos hemos conocido hombres y mujeres que, gozando de una salud vigorosa, se han entregado intrépidamente a los trabajos apostólicos, propios de su condición y de su estado. Y hasta parece que han tenido el afán –¡nobilísimo afán!– de consumir rápidamente esa salud, sin que nada les arredrase.

Este trabajo heroico, digo que es relativamente fácil cuando se disfruta de una salud suficiente. Lo difícil es cuando el alma arde y la armadura del cuerpo se resquebraja, porque entonces hay peligro de sucumbir a la tentación de la inutilidad. Y ya que la vida humana es tan pobre por sí misma, si además aparece reducida a los escombros de una ruina física del organismo en que se sostiene, resulta enormemente trabajoso persuadirse de que ese estado y esa condición, son una oblación grata y provechosa a Dios y que sirva de beneficio a la Iglesia.

Entonces –digo– la noche se hace más oscura por lo general; y aunque repitamos muchas veces: ¡Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios!… como lo hacía el Hermano Rafael, la frase puede ser como el refugio de una impotencia, que trata de buscar asidero; o puede ser –y éste es el caso– la cumbre a que se asciende en la oblación total y definitiva de uno mismo.

Esto es, precisamente, lo que sucedió en la vida del Hermano Rafael:

  • Resquebrajada la armadura de su cuerpo,
  • sediento de Dios,
  • buscándole en esta Trapa,
  • entrando por esas puertas varias veces; puertas que tenía que volver a atravesar, fracasado su intento;

este hombre singular, nunca dejó de mantener «la esperanza viva» a la que había nacido, y «era custodiado por la fuerza de la fe».

Y un día, cuando trate de descubrir lo que pasa en su alma, con aquellos repetidos intentos de ir, de venir, etc., alguien que inquiere le dé una explicación o le pregunta por qué insiste tanto, le responderá con aquella parábola bellísima: «¿Qué harías tú si estando en tu habitación, desde tu ventana de enfermo y de inválido, vieras pasar a Jesucristo seguido de pecadores, de hombres anhelosos de Dios, de hambrientos, de buscadores cultos del evangelio; si te fuera Él, Cristo, diciendo: «Venid en pos de mí, toma mi cruz»? ¿Qué harías tú? ¿Seguirías sentado ahí en tu sillón, en la habitación en que te retiene tu enfermedad, o irías detrás de Él, te costase lo que te costase?»1.

Esta ciencia que él sintió tan fuertemente y que la expresa de esa manera bellísima lo explica todo.

No era el refugio buscado para la impotencia en que se debatía, era la cumbre a la que iba ascendiendo poco a poco; y esto lo podemos comprobar una vez más, en sus escritos, a poco que nos fijemos en ellos.

He leído algunos de sus pensamientos sobre la soledad y sobre la entrega total a Dios y sobre el «SÓLO DIOS, SÓLO DIOS», que era como la clave de su vida.

He vuelto a leerlos, los he meditado y me doy cuenta de que hay en él como una especie de captación gradual y progresiva de lo que significa:

  • primero, el abandono en Dios,
  • segundo, la soledad con Cristo,
  • tercero, la total desaparición de sí mismo, hundiéndose en el abismo de la infinita belleza y misericordia de Dios. Hay como un progreso continuo en él.

Me fijo en un pensamiento, en el del abandono en Dios, y dice así casi literalmente: «Pertenezco a Dios, mi fin es Dios; sólo en Él encuentro mi plenitud, no me busco a mí, ni a las criaturas, no puedo hacer nada: ni pensar ni discurrir»2.

Simplemente esto es como un acto de contemplación, pero es a la vez como una decisión intelectual nacida de la fe. Y de tal manera se abandona en Dios, que dice: «No puedo hacer nada, ni pensar, ni discurrir. Sólo en Dios encuentro mi plenitud, pertenezco a Él, Él es mi fin»3.

Es la reflexión que nace de la fe, a la luz de un pensamiento coherente con esa fe.

Estamos contemplando todavía un alma que en la reflexión honda de su fe empieza a prescindir de sí mismo: yo no puedo hacer nada, no pienso, no discurro, mi fin es Dios.

Un paso más: Llega este otro pensamiento, que escribe otro día: ahora ya se fija en la soledad, y dice: «Qué paz tan grande se siente cuando el alma y Dios están a solas; sólo Dios y el alma. ¡Bendita soledad con Jesucristo! Qué enorme el consuelo que se experimenta al estar con Él»4.

Hay un avance ya en este pensamiento. Ya no es solamente el obsequio rendido del entendimiento de un hombre que cree, como sucede en la fase anterior. Aquí ya toca la experiencia vital de la soledad.

Soledad ya sabéis lo que significa en un corazón humano: desprendimiento de todo aquello que puede ser amado, de manera que aquí está ya hablando el corazón. Y viene la frase hermosa: ¡Bendita soledad con Jesucristo/».

Antes ha pensado en el abandono en Dios. Ahora ama. Ahora está ya amando la soledad.

Pero todavía nos encontramos aquí que, aun en medio de la hermosura de este pensamiento, él se encuentra a sí mismo; con Jesucristo por supuesto. Pero su persona está también presente. Tiene que avanzar más… ¡Tiene que avanzar más en el amor a ese Cristo a quien no ve! En la fe en ese Cristo del que no ha visto nada, pero que se va a transformar en gozo inefable, tal como nos dice el Apóstol Pedro. Llega un día –quizás en sus diarios se podría encontrar la fecha en que lo escribió– en que aparece brotada de su pluma esta frase, que a mí me recuerda otra parecida de Pascal. Cuando murió Pascal, encontraron en el bolsillo de su chaqueta un papel arrugado, casi a punto de romperse, lo que indicaba que llevaba mucho tiempo allí con él. Y aparecía escrito con letra nerviosa esto: «Jesús, Jesús, santo a los ojos de Dios, terrible para los demonios. Jesús, santo, santo, santo, eres la vida»

Me ha hecho recordar esta frase de Pascal esta otra del Hermano Rafael, a que ahora me refiero; porque llega un día que escribe: «Dios, Dios…; ni cruz, ni goce, ni criaturas: sólo Dios, sólo Dios…» La desaparición total de sí mismo.

Primero ha sido el abandono en la fuerza infinita de Dios. Después el gozo de la soledad con Cristo. Ahora la nada… de San Juan de la Cruz. Ni goce, ni cruz, ni criaturas: «¡Sólo Dios, sólo Dios…!», ésta es la cumbre. ¡Esta es la cumbre, hermanos!

El mundo y la Iglesia necesitan
el mensaje de los contemplativos #

El mundo necesita el mensaje de estos contemplativos. Este mundo de hoy, que cuando se pone a ser moderno, olvidándose de los valores eternos que dan consistencia a la vida humana, cae en una modernidad tan vieja como el pecado.

El mundo que siente el vacío de Dios y que nos ofrece como consecuencia de ese vacío lo que el Papa Juan Pablo II ha llamado hace pocos días la «cultura de la muerte». ¿Qué nos ofrece el mundo, fuera del progreso material evidente, pero que está utilizándose casi siempre como último destino de todas las conquistas técnicas para destruir mejor los valores del hombre y de la vida?

¡El mensaje de los contemplativos! De los hombres que sin hablar tienen la mano levantada diciéndoles: hay que detenerse, hay que preguntarse por el destino de la vida. ¿Cuál es el rumbo que llevas?

Dicen que ahora empieza a haber, en la civilización moderna, sobre todo en Norteamérica, como una reacción y una vuelta a los valores tradicionales del espíritu. Parece que es así. Que vuelve a hablarse y a reconocerse lo que significan:

  • la oración,
  • la familia,
  • el sentido de Dios,
  • el cumplimiento de una ley…

Es que, por muchas vueltas que dé un progreso, cada vez más tecnificado, pero olvidándose de Dios, no sale del círculo de sus propias limitaciones que le aplastan. Y da lo mismo un siglo o diez siglos de progresos materiales. Por mucho que avance, el hombre no es más feliz cuando se olvida de Dios.

Pero hay más todavía, porque más que el mundo es la Iglesia misma la que necesita el mensaje de estos contemplativos: los hombres fieles al eterno mensaje de Dios; los que no han sentido ningún complejo de frustración en permanecer así, con su exquisita fidelidad a algo que no era suyo, sino que les ha ido transmitiendo la Iglesia de la santidad a través de los siglos.

Y por eso digo que este mensaje lo necesita aún más la Iglesia, esta Iglesia nuestra que no tiene derecho, en ninguno de sus hijos, a recortar las presencias de Dios en la vida. Digo a «recortar las presencias de Dios en la vida» como si fuera nuestro capricho el que puede poner límites a la manifestación de esa presencia. Se nos dice que hemos de buscar la presencia de Dios, como consecuencia de nuestra fe cristiana, ¿en qué?:

  • en el compromiso temporal,
  • en el servicio a los pobres,
  • en la defensa de los derechos humanos,
  • en el buen uso de la libertad,
  • en el respeto de unos para con otros…

Todo esto es verdad. Ahí hay como reflejos de la grandeza de Dios en sus criaturas. Y tenemos que ser sagazmente cristianos para poder descubrir lo que hay en esos valores y en esa lucha por la justicia de reclamación de la santidad de Dios.

Pero, hermanos: no tenemos derecho, ningún hijo de la Iglesia tiene derecho a limitar las presencias de Dios a esto. Hay que buscar también la presencia de Dios en Cristo su enviado:

  • en el Cristo de la oración y de la contemplación,
  • en el Cristo de la adoración al Padre,
  • en el Cristo de la vida oculta,
  • en el Cristo del Huerto de los Olivos,
  • en el Cristo que desciende de la Cruz; en manos, Él, convertido en un cadáver, en manos de los que quieran manipularle entonces, aunque sea una manipulación hecha con amor.

Y todo esto pertenece igualmente o más aún, al mensaje cristiano. Y son como la hondura de un manantial, son las raíces de donde puede brotar todo lo demás. Porque si hablamos de derechos humanos es porque la persona tiene su dignidad para que estos derechos sean reconocidos. Pero no hay dignidad de la persona, si no terminamos por reconocer que es hijo de Dios. Por eso digo que la Iglesia, todavía más que el mundo, necesita del mensaje de estos contemplativos, como el Hermano Rafael.

Monjes, mantened este ideal #

Queridos monjes de esta Trapa de Venta de Baños: Mantened firmemente este ideal que ha servido para producir frutos tan abundantes.

Los escritos del Hermano Rafael no son muchos. Si me apuráis, diré que aparecen repeticiones de conceptos frecuentes. ¡Pues claro que tiene que ser así! Cuando un alma respira, respira y vuelve a repetir la respiración ¡y basta! Va dejando brotar lo que sale espontáneamente de sí mismo.

A veces se ha dicho que no fue la espiritualidad de un monje trapense, porque no llegó a serlo. ¡Bien! Pero ¿es que acaso hay una santidad cisterciense, jesuítica o franciscana? No hay más que una santidad, que es la de Dios y de Cristo, enviado del Padre. Lo demás son instrumentos, son estilos, son medios, son tradiciones, son comprobaciones nacidas de la experiencia de la Iglesia-Madre, que educa a sus hijos.

Aquí el Hermano Rafael encontró un estilo y lo buscaba. Se sintió atraído desde el primer momento que vino aquí, y aún antes, cuando todavía no había pensado en llamar al P. Abad para pedirle la admisión.

Estaba ya como sintiendo dentro de sí el murmullo de un eco interior. Vino por fin aquí, y aquí entró. Y aquí unió su pobre voz a la de vuestro concierto sinfónico, la sinfonía de la tradición de vuestros Santos, de vuestro amor a María Santísima, de la liturgia de las horas, de la Eucaristía, del silencio, de la plegaria continuada, del trabajo fecundo en la madre tierra.

Todo esto lo percibió él, fueron aguas que regaron su alma. Decir que no es representativo, porque no llegó a la profesión en la vida de monje a la que tuvo que renunciar, es supeditar la fragancia del espíritu a la sequedad de la estructura canónica.

No; aquí había un florecimiento de vida y, junto a ese jardín, él se acercó e hizo que brotase su propia flor.

Dejadle que siga cantando y que se escuche su voz en muchos sitios por muy lejanos que estén. La Iglesia y el mundo lo necesitamos imperiosamente. Y él, consumido en tan breve tiempo, sigue con su sonrisa, ofreciendo todo cuanto quiso ofrecer, ahora por medio de nosotros.

¡Es siempre la comunión de los santos que se da ya en esta vida!

Enhorabuena a todos, Abadía de San Isidro de Dueñas (Venta de Baños), en la que he rezado tantas veces; monjes, novicios, otra vez en número floreciente aquí; hermanos, familiares de aquel de quien hablamos con tan merecidos elogios. Dispongámonos ahora a unir nuestra oración en el altar de la misa, pidiendo al Señor que por medio del Hermano Rafael sigan descendiendo sobre el mundo, sobre nuestra Patria España, sobre todos estos lugares, las gracias que él, con su intercesión, puede merecernos. Así sea.

1 Cf. Texto original del H. Rafael: carta (187) 966-67, del 1 de noviembre de 1937.

2 Cf. ibíd.: carta 99-389, del 22 de noviembre de 1935.

3 Ibíd.

4 Ibíd.: MC (160)-764, del 11 de diciembre de 1936.