Comentario a las lecturas del XV domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 13 de julio de 1997.
Vive el pueblo de Israel tiempo de prosperidad. En religión se guardan las formas. Hay pobres, incluso marginados. Pero, como siempre ocurre, muchos se encogen de hombros. Taras de la sociedad… siempre habrá pobres… Y se quedaban, y nos quedamos, tan tranquilos.
Un sencillo y humilde campesino, cultivador de higos, que viene del sur, región mísera –siempre la diferencia entre norte y sur–, se levanta contra la situación y denuncia el mal y la perversión del sentido religioso, a que se ha llegado. La palabra molesta a los sacerdotes y poderosos. Vete –le dicen– y refúgiate en tierra de Judá, profetiza allí. Amós tiene conciencia de su pobreza y de su pequeñez. No es profeta, ni hijo de profeta. Pero el Señor le ha sacado, le ha arrancado de su tierra y le ha enviado precisamente a Israel. Es un testigo del juicio de Dios sobre la conducta humana. Él no es funcionario, ni político, ni religioso, no está a las órdenes de nadie, ni de nada. Su alimento es profetizar y su paga es dar testimonio.
Dios anuncia siempre la paz, su salvación está siempre cerca de los fieles. Ningún profeta, ningún testigo cristiano, ningún discípulo de Cristo tiene que anunciar un juicio de condenación de Dios para el hombre y el mundo que Él mismo creó. Él nos eligió en la persona de Cristo por pura iniciativa suya. Su plan es la elevación de todos los seres humanos y de todas las realidades terrenas hasta su plenitud. Lo que san Pablo llama recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. Este fragmento de la carta del apóstol san Pablo a los efesios se ha convertido en un maravilloso cántico de la oración litúrgica de las horas. Lo rezamos, si lo hacemos bien, conmovidos, gozosos, esperanzados.
La liturgia de la Iglesia lo ha considerado tan importante, que lo rezamos los lunes en vísperas y en las fiestas de la Santísima Trinidad, de los Apóstoles, Pastores, Vírgenes, Santos, témporas de acción de gracias y de petición. Enumero toda esta normativa, porque me parece muy significativa y merecedora de ser tenida en cuenta por los que no rezan las horas litúrgicas.
Quiere esto decir que es como un canto de alabanza al Padre, que ojalá leyéramos y orásemos con frecuencia por su extraordinaria riqueza. Con ardorosa elocuencia describe san Pablo el plan que Dios tiene sobre cada uno de nosotros. Nos ha destinado a ser sus hijos. El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros. Los que esperamos en Cristo, seremos alabanza de su gloria. Los que escuchamos el evangelio seremos salvados por Cristo con el Espíritu Santo y coherederos con Él.
Es un lenguaje nuevo, la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios que nos llega con fuerza y calor. Es una desdicha que a los hombres y mujeres de nuestras comunidades cristianas se les haya privado de asimilar lecturas como éstas, y durante siglos hayan estando alimentando su fe con oraciones insípidas, llenas de insoportables superlativos o ternuristas exclamaciones. Se nos dirá que la falta de cultura de nuestros fieles exigía ese tipo de reflexión facilota y rutinaria. No, la falta de cultura lo que estaba reclamando es que nosotros se la facilitáramos, para que pudieran saborear lo que para ellos nos habían dicho el Señor y los Apóstoles.
Jesús nos envía hoy a predicar su Evangelio como envió a sus Apóstoles en su nombre y con muy pocos medios naturales. Un bastón y nada más. Radicalidad en el mensaje y servicio generoso donde nos necesiten. No imponer nada por la fuerza y el poder. Buscar de verdad el bien de los demás. Curar a los enfermos. ¡Qué programa, Dios mío!, y ¡qué exigencias para el apóstol de verdad!