Prólogo para la biografía «El Beato Marcelo Spínola», redactada por Alberto González Chaves, 2004.
El libro que el lector tiene en sus manos, es de los que despiertan vivo amor a la Iglesia y hacen sufrir de tanto como hacen amar. Sí. Desde que comienza la lectura hasta que se llega al final, va aumentando la admiración hacia aquel prodigio de hijo de la Iglesia; y la pena de ver que se apaga su vida, hace sentir el dolor de su desaparición. Hay momentos en que el sufrimiento se impone y se llega a sentir algo así como la necesidad de levantar los ojos al cielo y preguntar al Señor: ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué tenía que desaparecer un hombre que hacía tanto bien en la tierra en que vivió?
Perteneciente a una familia aristocrática, no ingresó nunca en el seminario, ni fue sometido a pruebas especiales, para disipar cualquier posible duda sobre su vocación. Hizo los estudios medios y los universitarios en la Facultad de Derecho de Valencia. Se matriculó como abogado en Huelva; y aquí residió por algún tiempo. En su propia casa se mantuvo y cursó los estudios eclesiásticos bajo la dirección de algunos sacerdotes. Su recogimiento y la vida interior que llenaba su alma, junto con unas prácticas piadosas ejemplares, fueron suficientes para adquirir una densa capacitación, que le permitió recibir las órdenes sagradas en la mejor disposición espiritual posible. El 3 de junio de 1864 celebró su primera Misa.
Conozco al autor del libro desde hace años. Le conocí en el seminario de Toledo, donde se preparaba para el sacerdocio; he seguido tratándole en su vida sacerdotal y he podido apreciar en él una inclinación fervorosa hacia el estudio de los santos, profundamente santos; hacia santos de altar y hacia santos en el concepto más asimilable de la vida de los más entregados a Dios. Es un enamorado de Santa Teresa, y hace años que me lo encuentro yo en la fiesta de la Transverberación, del 26 de agosto, en el Monasterio de la Encarnación, de Ávila. Ha escrito las biografías de santa Maravillas de Jesús, San José María Rubio, Santa Genoveva Torres, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, el Cardenal Merry del Val… y artículos para diversas publicaciones, en que aparece una madurez de juicio y de expresión literaria muy notable.
En relación con ésta del santo Cardenal Spínola, el método que sigue es ir descubriendo y deteniéndose en el análisis de cada entrega de su vida a la misión, que le fue señalada por quienes podían hacerlo. Y así el lector va viendo, como en sucesivos cuadros del autor, lo que se puede ver y decir ordenadamente y sin romper la unidad del conjunto. Spínola, coadjutor; Spínola, confesor, canónigo, fundador, obispo de Coria, de Málaga, arzobispo de Sevilla, cardenal, senador. Y tiene el acierto de intercalar en los episodios fragmentos de escritos suyos, de sermones, de pensamientos sobre los horizontes, que corresponden a cada cuadro, cuando el que lo pinta es él, el sacerdote Spínola, el arzobispo Spínola, el cardenal Spínola. Son las mismas manos, los mismos ojos, la misma humildad bella como una violeta, la misma reciedumbre firme como el pinar enhiesto en los campos infinitos.
Si se trata de desempeñar el ministerio parroquial, como coadjutor o como párroco en San Lorenzo hay días que predica cinco veces y pasa tres horas en el confesionario, todos quieren confesarse con él, todos quieren escuchar una palabra suya, todos recibir una sonrisa o una mirada, nadie le encuentra enojado, todos esperan encontrar a Dios, cuando le encuentran a él. Para él no hay límite de horario, mientras haya horario sin límite, es decir que a cualquier hora del día, y si es preciso, de la noche, entra, sale, asiste a un moribundo, habla a unos jóvenes, o vuelve a entrar en la iglesia a clavarse de rodillas en el santo suelo, porque le falta un rato para cumplir las dos horas de adoración, de oración reparadora, de súplica penitente y dolorosa por los pecadores o por alguien de cuyos labios ha salido esta mañana una frase seca próxima a la blasfemia.
Si se trata de monjas contemplativas, visitó las comunidades existentes con la misma asiduidad que lo hizo a las parroquias, para instruirlas, exhortarlas y proponerles caminos de perfección. Para él eran auxiliares eficacísimas de su apostolado activo y las hacía sentir los grandes problemas y necesidades de la Iglesia, para que, conociéndolos con mente limpia y generosa, se sintieran más llamadas por Dios Padre a cuidar con esmero del género de vida, que su Hijo divino, Cristo, el Corazón de Jesús, quiso llevar a la tierra.
Y si se trataba de tener que intervenir en el Senado, eran temibles sus intervenciones por la férrea lógica, con que hacía brotar las consecuencias de los principios, que la sana doctrina católica había establecido. Su cuerpo era menudo y frágil. No ambicionaba éxitos humanos. No le importaba levantar su voz hasta donde hubiera que llegar, con tal de rebatir adecuadamente lo que la mentalidad liberal de aquellos tiempos, aun llamándose católica, trataba de introducir, para quedarse con un catolicismo ramplón, tibio, complaciente con todo y con todos. Ya se ha escrito mucho sobre esto y sobre el choque y posterior abrazo de los dos Cardenales, Spínola, de Sevilla, y Sancha, de Toledo.
Estoy seguro de que la lectura de este libro hará un bien muy grande a quienes quieran leerlo. Es, además, sobrio, y en él deliberadamente el autor ha frenado la marcha de la pluma.
El cardenal Spínola sembró el bien a manos llenas. Hizo obras grandes. Construyó edificios, templos, viviendas, fue varias veces a Roma, sirvió al Papa ejemplarmente. También se ocupó de la catequesis de los niños. En el año del cincuentenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, Sevilla entera derramó lo mejor de sus amores en obsequio a María. Hubo una peregrinación. En acto especial reunió a los niños en la Catedral. Eran diez mil niños, que ofrecieron como un óbolo al Papa por valor de cien pesetas sesenta y un céntimos, o sea, un centimito por niño. Gestos para pequeños, llenos de ternura paternal. O para mayores, en aquella situación dramática de Sevilla en 1905, con los pobres hambrientos cayéndose por la calle sin rumbo ni sentido, con temperaturas de 50 grados. ¡Situación terrible! El Arzobispo se lanzó a la vía pública y estuvo varios días tendiendo la mano y pidiendo una limosna, como un mendigo más.
Este libro nos enseña lo que puede hacer un santo, cuando lo es de verdad.
Abril de 2004
Toledo